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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (12 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Llegamos a una cabaña y aparcamos. La cabaña estaba amueblada con varias mesas largas y una o dos sillas de madera. En las paredes había taquillas y estanterías.

Mis acompañantes firmaron en un libro de registro, sacaron varias dianas de un arcón y salimos al exterior por el otro lado de la cabaña, donde había un campo de tiro con rifle, de cien metros de longitud.

El amigo del subastador se hizo cargo de las dianas y recorrió los cien metros hasta los postes. El subastador y yo volvimos al coche, abrimos el maletero y sacamos varios rifles, orejeras y un saco de lona.

Lo llevamos todo a la mesa de la linea de tiro, y colocamos los rifles en ella, uno junco a otro. El subastador tomó un saco de arena de entre los accesorios de tiro y me invitó a que disparara el primero. Vimos al otro hombre colocando las dianas al extremo del campo de tiro. Antes de prepararme para disparar aguardé, con esa cortesía esquemática de los tiradores, que siempre tiene un ligero toque de exhibicionismo, a que regresara y se situara por detrás de la línea de fuego.

El rifle era un instrumento muy rápido y poco ruidoso. Un Swift 220 o algo así. Una monada de rifle. Tomé el saco de arena, lo coloqué de golpe en la mesa delante de mí y formé un surco con el canto de la mano. Abrí el cerrojo del rifle y coloqué la culata en el surco del saco de arena. El subastador me pasó cinco cartuchos y yo los cogí y los coloqué junto al saco de arena. Me senté en la silla metálica y la acerqué a la mesa de tiro.

Pregunté si podía hacer un disparo sin munición para probar el rifle, y me dijo que estaba bien. Me situé detrás del rifle y miré por el visor. El enfoque era adecuado y el blanco se veía muy cercano. Adopté una buena postura de tiro, con el brazo izquierdo cruzando el pecho y la mano agarrando el hombro derecho; eché el cerrojo y apunté al blanco. Respiré hondo. Primero aspirar y luego soltar el aire despacio; aspirar y soltar a medias, hasta hacer coincidir las líneas cruzadas con la base del centro de la diana. Apreté el gatillo, que funcionó limpiamente con una fuerza que calculé en unas tres libras y media. Abrí el cerrojo, alcé la mirada y metí los cinco cartuchos en el cargador. «Bueno, creo que ya voy a tirar», dije. Los dos hombres asintieron y se echaron más hacia atrás, apartándose de la línea de fuego.

Metí cuatro balas en la diana, y me dio tanta alegría que me puse un poco nervioso y se me escapó un poco el quinto tiro. «¡Pifia!», grité después del último tiro, y al instante me sentí como un idiota, como si hubiera algo en el mundo que dependiera de la consistencia de mis tiros.

Abrí el cerrojo y uno de los hombres dijo que había tirado muy bien. Pero yo estaba frustrado por el último tiro y traté de mitigar mi sensación de torpeza insistiendo en ello. «No», dije. «El último tiro se me ha ido lejísimos. Lejísimos.»

Nos acercamos a los blancos, retiramos la diana y vimos que tenía cuatro impactos agrupados en un par de centímetros, en la parte inferior derecha del centro de la diana, y un quinto tiro a dos centímetros por debajo y a la derecha del grupo.

Aquello era tirar bien, aun contando la pifia, y tanto la honradez — había disparado mejor de lo que solía— como la cortesía exigían que me callara y dejara tirar al siguiente. Pero, por lo visto, no podía quedarme callado y seguí hablando de la suavidad del rifle, de lo bueno que era el rifle, y de cómo se me había escapado el último tiro. Me sentía como un imbécil y me daba cuenta de que a los otros mi cháchara les sonaba a falsa.

Colocamos blancos nuevos y regresamos a la línea de tiro. Disparamos con otros rifles, pero yo ya estaba pasado de rosca y no conseguí agrupar más tiros.

Les dije que tenía que tomar el tren de las cuatro de la tarde para volver a Chicago. Ellos me pidieron que me quedara a tirar un poco más, pero insistí en que tenía que irme.

Volvimos a atravesar la región agrícola, regresamos a la ciudad y nos dirigimos a la casa de subastas. El propietario me enseñó cómo funcionaba su empresa, cómo separaban las piezas de calidad de las vulgares, como limpiaban, registraban y fotografiaban todas las piezas. Recorrí los pasillos, contemplando los artículos expuestos en las vitrinas.

Ya casi era hora de ir a la estación. Estábamos en su despacho, bebiendo café y despidiéndonos. Entonces me llamó la atención una pistola de muy buen aspecto que había en una caja, sobre un estante.

—Esa es mía —dijo el subastador—. Un verdadero chollo. La robé por doscientos cincuenta dólares.

Cogí la pistola para admirarla y vi que era la que yo le había enviado para que la vendiera.

Avenida Wabash

La avenida Wabash pasaba por debajo del paso elevado del metro.

La parte importante la formaban las ocho manzanas comprendidas entre la calle Randolph por el norte y la Van Burén por el sur.

La Wabash era el trasero de la avenida Michigan.

La Michigan era pura ostentación. De cara al parque, con vistas a las estatuas, al Instituto de Arte y al lago. Era pura grandiosidad europea en piedra blanca. La avenida Michigan era el dinero del viejo Chicago dándose palmaditas en la espalda a sí mismo.

La Wabash, que discurría paralela, era para mí un Chicago más auténtico. Era una calle que siempre estaba oscura; pasaba bajo el paso elevado y el sol nunca daba en la avenida Wabash. Siempre había mucho ruido. Era una calle masculina. Una calle comercial. De pequeño, me gustaba rondar por la cuarta planta de los almacenes Marshall Field's para hombre, en el cruce de Wabash con Washington. Buena tienda para un chaval.

En la cuarta planta había un oso kodiak con el que te topabas nada más salir del ascensor. Un cliente había cazado el oso y lo había donado a los almacenes. Yo no dejaba de preguntarme qué clase de hombre sería capaz de cazar un oso como aquél y luego exhibirlo en otro sitio que no fuera el salón de su casa. Todavía me lo sigo preguntando.

En cualquier caso, el oso estaba de pie sobre sus patas traseras y parecía que iba a
caer
sobre ti cuando salías del ascensor. Tres o cuatro metros de altura. Había otros animales, y cabezas de animales, y peces, en exhibición por toda la planta, pero para mí el oso era
lo más
.

A la derecha estaba el departamento de armas. Para llegar a él había que pasar por el de cañas de pescar, pero era una caminata corta.

A la izquierda estaba la ropa. No me acuerdo mucho de la ropa de la cuarta planta. Me acuerdo más de los sombreros de la segunda.

Mi ronda habitual me solía llevar de la cuarta planta a la segunda, bajando por la escalera. Tenían el surtido de sombreros más magnífico que he visto en mi vida.

Todos los veranos me probaba innumerables sombreros de paja, hasta que decidía que ni la época ni mi personalidad tolerarían que me pusiera uno. La verdad es que un verano llegué a comprar uno, pero no recuerdo que me lo pusiera nunca.

También recuerdo haber comprado una o dos boinas en la planta segunda. Muy románticas. Nada de panamás extra-selectos de 150 dólares (una verdadera fortuna a principios de los sesenta); nada de gorros de trampero de piel de marta, tan bonitos que ni me atrevía a probármelos. No, a lo largo de los años compré una o dos boinas y me las puse nada más salir de la tienda, sintiéndome la viva imagen, respetable y a la última, de un joven serio con aspiraciones artísticas. La planta baja estaba dedicada a camisería, pero la llamaban
haberdashery
. He buscado esta palabra en el diccionario muchas veces a lo largo de los años, porque cada vez que la veo me siento intrigado por su origen. Voy a buscarla una vez más. Veo que mi diccionario me dice que procede del inglés medio,
haberdassherie
. Está claro que necesito otro diccionario auxiliar.

Venga de donde venga, siempre me ha parecido una palabra tonta. Y lo que es más, siempre la asociaba mentalmente con Harry Traman, un hombre que no evocaba precisamente elegancia relajada.

Pero ninguno de estos inconvenientes hacía disminuir mi afición por la primera planta, que era el Hermes y Charvet's de Chicago. Amigo, allí sí que tenían cosas de calidad. Puede que aún existan cosas así, pero yo no las veo por ninguna parte.

Recuerdo verdaderas preciosidades en cuestión de camisas, calcetines, cinturones, tirantes y prendas de cuero. Como dijo Truman Capote a propósito de Tiffany's, «allí no te podía ocurrir nada verdaderamente malo».

La tienda estaba siempre deliciosamente fresca en verano y caldeada en invierno, en aquellas noches tan frías y oscuras, cuando tenías que salir de aquel santuario y abrirte camino por Wabash entre la gente que se abría camino entre gente como tú para llegar a casa como tú. Los más afortunados iban en el tren elevado, donde al menos estaban un poco resguardados, pero tú solías ir en autobús y tenías que esperar en la calle Washington, expuesto a aquel frío que es peor que el de cualquier otra parte.

¿Y qué hay del tren elevado? No lo sé. Me he dado cuenta de que en casi todas las películas de acción rodadas en Chicago en los últimos años hay una escena de persecución en el ferrocarril elevado y alguien que corre por el techo del tren. Vale, admito que el ferrocarril elevado es romántico, pero ¿por qué va a querer nadie subirse encima? A mí siempre me gustó, porque te resguardaba del frío. Nunca viví cerca del elevado, pero me habría gustado.

Recuerdo el elevado, visto desde los estudios de ensayo de Lyon y Healy's. Solía pasar muchas horas en sus pequeñas salas de piano, a razón de un dólar por hora, si la memoria no me falla. Siempre pedía una sala que diera a la avenida Wabash, para ver el ferrocarril elevado. Aquél era mi Tin Pan Alley: sólo yo y mi paquete de cigarrillos, tocando el piano en un cuarto del tamaño de un armario… con el tren rugiendo frente a las ventanas del cuarto piso.

Había gente estupenda en Lyon y Healy's. La verdad es que, ahora que lo pienso, no recuerdo ningún dependiente de la avenida Wabash que no me pareciera estupendo. Me pasaba horas sin fin en las tiendas, manoseando los géneros, haciendo preguntas a los dependientes, comprando sólo lo mínimo y muy de vez en cuando. En Lyon y Healy's me dejaban tocar rodas las guitarras, y lo mismo ocurría en Prager y Ritter's, al otro lado de la calle.

Los dependientes de Abercrombie y Fitch me hablaron de los cuchillos personalizados que tenían en la primera planta. Allí realicé la primera compra deportiva importante de mi vida. Tras muchas deliberaciones y mucho ahorro, adquirí en Abercrombie's un cuchillo de monte Randall núm.

5, nuevecito.

Me costó cincuenta y cinco dólares. Lo anunciaban —y siguen anunciándolo— como el cuchillo que llevaba Francis Gary Powers cuando su U2 fue derribado en Rusia. No sé por qué, pero aquello parecía y sigue pareciendo una buena referencia. Supongo que eso es lo que era para mí la avenida Wabash: una calle muy romántica. En ella estaban representadas actividades verdaderamente románticas: la caza, la música, vestirse bien, leer. Mi primera tarjeta de crédito la obtuve en la librería de Kroch y Brentano. Creo que tenía diecisiete años, y me dieron una tarjeta de crédito.

Descubrí la literatura en su sección de libros de bolsillo, situada en el sótano. La escritura contemporánea la descubrí en la primera planta. Los dependientes encargaban libros para mí, y siempre miraban hacia otro lado cuando yo me instalaba junto a una estantería a leer la novedad de la semana. Me sentía como un socio del establecimiento.

Qué mundo tan diferente. Recuerdo al dependiente de la tabaquería de Iwan Ries instruyéndome sobre las delicias de fumar tabaco mientras me vendía mi primera pipa, encantado de estar transmitiendo una tradición. Recuerdo que allí compraba cigarrillos ingleses Oval. Me encantaban la cajetilla y la forma. Alguien me dijo que había que estrujarlos para devolverles la forma cilíndrica, pero yo nunca lo hice, y si es verdad que había que hacerlo, yo no quería enterarme. A mí me sabían a polvos de tocador y a algo muy exótico, mucho más que los Balkan Sobranies, que eran más fuertes y que reconozco que venían en el mejor envase que ha habido: aquella lata blanca y plana que contenía diez cigarrillos; y algún tiempo después, un par de facturas, el permiso de conducir, las vitaminas… ahora que lo pienso, me doy cuenta de que ya entonces éramos conscientes de que no hay demasiadas cosas que se puedan guardar en una lata de Sobranies y queden perfectamente. Pero ¡cuántas promesas ofrecían!

Así era la avenida Wabash. Les gustaba verte fumar, les gustaba ver que lo pasabas bien, se alegraban de poder ayudarte a pasarlo bien y les encantaba ganarse la vida ayudándote. Supongo que aquél fue el final de Chicago como Comercio de la Frontera.

¿Se me olvida algo? En la parte más alta, en Wacker, está el conjunto escultórico del general Washington con alguien más; y lo que para mí es más importante: de un tal señor Solomon —si no recuerdo mal—, que está inscrito allí como comerciante que apoyó la causa continental. Al otro extremo de la avenida estaban los garajes y la oficina central de la Compañía de Taxis, donde tuve algún que otro encuentro interesante durante mi época de taxista, pero la
auténtica
Wabash la formaban sólo aquellas ocho o nueve manzanas, debajo del ferrocarril elevado.

Deportes variados al pie de las Highlands

Una vez cada cuarenta y tres años procuro siempre pasarme por Escocia para jugar un poco al golf.

Tanto la teoría religiosa como la creencia popular sostienen que si uno desprecia algo o a alguien en esta vida, en la próxima encamación uno
será
precisamente eso; y efectivamente, en mi introducción, al golf coseché lo que había sembrado.

Porque yo había pasado algún tiempo —¿y quién está libre de pecado?— observando a gente dedicada al golf con la misma entrega y la misma devoción que otros aplican a los gatos, o a la Primera Enmienda, o a otros deportes y artículos que puedan a la vez usarse y ser objeto de fervor devoto.

Había observado a esas personas y me maravillaban. De pequeño pasé demasiado tiempo en un suburbio nuevo de Chicago, cuya única credencial para la fama era que tenía al lado un campo de golf de los mejores del país, o eso creía yo, Y un verano se celebró allí un campeonato de golf de
premiére-classe
, y mis vecinos ganaron mucho dinero alquilando espacio en un maizal a los forasteros que habían venido a ver el golf.

Y por supuesto, había lanzado pelotas al molino y a la boca del gorila en aquellas barracas de feria que se llamaban «Putt'n Grin», entre otras muchas cosas que se hacían en las calurosísimas noches del Medio Oeste.

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