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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (14 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Nuestros padres nos decían que el Club de Campo era «restringido», lo cual quería decir que no admitían judíos. Más que molestarnos, aquello nos resultaba misterioso. Constituía la esquina noreste de mi mundo.

Andando hacia el oeste por la calle 71 pasábamos por la confitería Shoreland Delicatessen, y un poco más allá estaba el siguiente oasis, el establecimiento de J. Leslie Rosenblum, «Un drugstore en cada pulgada».

. Para mí, el local de Rosemblum pertenecía a un mundo diferente. El nombre me resultaba extraño y muy poco judío, a pesar del apellido. Se podría decir que el establecimiento era el contrapeso apolíneo del dionisíaco
y
askenazí Shoreland. Era un local apretado, tirando a oscuro y tranquilo.

Lo que más me llamaba la atención era una fuente de refrescos, que olía a chocolate y a zumos diversos, con aquella frescura rica e indefinible que daba el mármol, y que me temo que ya no conocerán las generaciones venideras. Mi padre me llevaba allí a tomar el famoso fosfato de chocolate de Chicago.

Me gustaría concluir esta gira gastronómica de la Orilla Sur con una mención a la Francheezie. Aquel
non plus ultra
de los comestibles era un producto del restaurante Peter Pan, entonces situado en la esquina de la 71 con el bulevar Jeffery, que era la encrucijada de la Orilla Sur. La Francheezie era un perrito caliente abierto por la mitad, relleno de queso y envuelto en beicon; y, en definitiva, estaba muy bueno.

Los otros lugares de interés para mi mentalidad juvenil eran los dos cines, el Hamilton al este y el Jeffery al oeste del bulevar. Este último estaba a una manzana y media de mi casa.

Los sábados cobraba mi cuarto de dólar y me iba al cine. Los dibujos animados empezaban, me parece recordar, a las 9 de la mañana, y ponían un verdadero montón. La cifra que recuerdo es «Cien cortos animados».

A siete minutos cada uno, calculo que debían durar casi doce horas, y eso no puede ser; pero prefiero mis recuerdos a mi razón. Fuera como fuera, había suficientes dibujos animados para mantener a la chiquillería en el cine hasta después del anochecer del sábado, y hasta esa hora nos quedábamos.

Tanto el Jeffery como el Hamilton estaban rematados por grandes cúpulas azules tenuemente iluminadas, y mi mente juvenil trataba muchas veces de deducir para qué podían servir. Me parecían algo arábigas, y aún ahora, cuarenta años después, casi puedo recordar las fantasías que tenía al mirarlas. Creo que una de las cúpulas tenía estrellas y la otra no.

En verano montábamos puestos de limonada, y en otoño nos metíamos a pedir golosinas en los patios de todos los vecinos, que olían a hojas quemadas.

Recuerdo las peleas a puñetazos en la escuela Parkside, y el olor de la sangre en mi nariz la vez que me sacudió el amigo de un amigo, por algún comentario que hice, por el que creo que merecía que me pegaran.

Años después viví en el Lado Norte.

Conducía un taxi de la Unidad 13, en Belmont y Halsted, y una vez un pasajero me hizo ir a una zona deshabitada, donde me puso un cuchillo en la garganta y me robó la recaudación.

El tío cogió el dinero y se largó corriendo. Yo encendí un cigarrillo y quedé un rato sentado en el taxi, antes de ponerme en marcha en busca de un policía. Le conté al policía lo ocurrido y le sugerí que, si deseaba perseguir al ladrón, yo podía acompañarle y ayudarle, ya que el tipo no podía andar muy lejos.

El asintió y siguió anotando información. Le dije mi nombre y me preguntó si mi familia había vivido en el Lado Sur. Resultó que aquel poli había comprado nuestra casa. Charlamos un poco de la casa, y de cómo había sido y de lo mucho que había cambiado; y los dos estuvimos de acuerdo en que el ladrón se habría esfumado ya.

Me marché en mi taxi, y aquella fue mi última relación con el viejo barrio.

Cannes

Alguien me contó esta historia. Según él, es la quintaesencia de Cannes. Estuvo allí el año que Paul Schrader presentó su película
Mishima
, y en una parte de la presentación había un actor vestido con kimono que se arrodillaba en el escenario y ejecutaba los movimientos de un suicidio ritual. Cuando el público salía de la sala se encontraba con una doble hilera de Osos Amorosos de dos metros y medio de altura, que repartían caramelos y folletos publicitarios de la película
Los Osos Amorosos 11
.

Algo similar me ocurrió a mí, estando en el Grand Hotel du Cap, sin duda el establecimiento hostelero más bonito del mundo. Dábamos un banquete para celebrar el estreno de nuestra película
Homicidio
. Ed Pressman, uno de los productores de la película, había invitado al banquete a muchos periodistas norteamericanos. Ed se puso en pie y propuso un brindis, diciendo que parecía algo más que una ironía el que estuviéramos celebrando el estreno de una película realizada por judíos y que trataba de judíos, en el edificio que había alojado al cuartel general nazi de la Riviera durante la segunda guerra mundial.

¿Es esto más o menos irónico que lo de los Osos Amorosos? Después de tres días en Cannes, no sé qué decir.

Tras llegar muertos de sueño al aeropuerto de Niza, mi novia, la señorita Pidgeon, y yo somos arrastrados poco a poco al hotel Carlton, con nuestro avance obstaculizado por las atenciones de un grupo muy bien intencionado, supongo que perteneciente a la organización del festival, que nos recibió en el aeropuerto e insistió en transportamos en coche oficial, una insistencia que habríamos apreciado más si hubieran logrado encontrar el coche, pero nada es perfecto en este mundo.

Llegamos a lo que no creo que pueda considerarse el «centro de Cannes», y ahí está el Carlton, un grandioso edificio Victoriano de forma cuadrada, que habría quedado muy bien en Brighton, de no ser por dos detalles: se encuentra en buen estado de conservación y está empapelado de pies a cabeza con carteles que anuncian películas y estrellas, de muchas de las cuales nadie ha oído hablar. Entramos. Alguien me informa de que lo que hay que pedir es una
suite
con vistas al mar. Pido una
suite
con vistas al mar, y me comunican que están reservadas con años de anticipación, y que lo que tengo que hacer es vivir y prosperar durante todo el tiempo que voy a pasarme sin
suite
con vistas al mar. Así que subimos a la habitación, nos vamos a dormir y llega el día siguiente.

Decido romper mi abstinencia del café, que ya duraba varios años, y me tomo una taza, luego otra, y después varias más, y nos vamos a la playa a pasarlo bien.

Se me ha informado de que en Cannes hay mujeres desnudas paseando por la playa, y que su mascota favorita es un cerdo atado con una correa. (A mi regreso, le cuento esto a un amigo mío, veterano de Vietnam, y me dice: «Ah, esos cerdos asiáticos barrigones. Los matábamos para pasar el rato. Debí traerme algunos de matute. Me han dicho que se venden a mil dólares».) Pero no veo ningún cerdo. Sí que veo mujeres desnudas, y todo me parece muy civilizado. También veo mucha gente paseando perros. Muchos son caniches franceses, lo cual me parece un poco rizar el rizo, pero qué le vamos a hacer.

También vi muchos de esos chuchos de raza indefinida que sólo aparecen en los libros de perros y en los retratos de la realeza italiana, y vi mujeres de cierta edad llevando a sus perros al trabajo. El tamaño de los perros oscilaba entre lo mediano tirando a pequeño y lo ridículamente pequeño. Vi un perro de una raza tan diminuta que creo que la dueña me explicó que tenía dos, porque en uno solo no cabían todos los órganos. Pero mi francés no es, ni mucho menos, perfecto, y es posible que la entendiera mal.

Ha amanecido el día siguiente, miércoles, y la señorita Pidgeon y yo nos dirigimos a la playa, como ya digo, para tomar el sol y quitarnos el desfase horario.

Ella va ataviada con un bañador clásico de una pieza, y yo visto vaqueros y camiseta, con la esperanza de ocultar la figura que con tanto esfuerzo y asiduidad he cultivado durante todo el invierno.

A nuestro lado hay una pareja de franceses. Nos ponemos a conversar con ellos y me dicen que les encanta el cine, que su número de la suerte es el ocho y que han venido a Cannes al enterarse de que éste es el 44.° festival, un número cuyos dígitos suman ocho, así que aquí nos tienen.

El trabajaba en el negocio de la piel y el cuero, pero me dice que la piel está acabada y que se teme que al cuero no le quede mucho de vida. Le pregunto si esto se debe al aumento de la simpatía por los animales, y me responde que la combinación de esa lamentable circunstancia con los inescrutables vaivenes de la moda ha «dado el finiquito» al trabajo de su vida, pero que se ha pasado a las fibras y que no me preocupe.

Pregunto por qué será que
ici-bas
concedemos toda nuestra simpatía a los pequeños roedores de los que obtenemos las pieles, pero no nos mostramos tan vehementes en favor de sus hermanos bovinos, de los que sacamos el cuero. Puedo asegurarles que para decir eso tengo que exprimir a fondo el francés de colegio al que no presté ninguna atención hace treinta años. En respuesta a mi interrogante, él se encoge de hombros. Se encoge de hombros y yo asiento solemnemente, y nadie se ha sentido más continental que yo en aquel momento. Nos pasamos el día en la playa y comemos en el Terrace Café de la misma, escuchando a los vendedores ambulantes de gafas de sol y materiales pornográficos diversos, y lo pasamos de maravilla todo el día.

Se pone el sol. Los productores de cine han llegado y todos nos encaminamos al Salón del Festival para presentar oficialmente la película.

Pasamos por La Croisette, que creo que es como se llama la playa principal. Los productores compran cucuruchos de helado. En la bahía hay varios yates de multimillonarios. Todos nos preguntamos si esa gente puede ser feliz, y decidimos que no, y nos sentimos muy satisfechos de nosotros mismos.

Llegamos al salón y, tras las previsibles idas y venidas en busca de la persona adecuada para aceptar nuestras credenciales, somos admitidos. Ahora bien, creo que esta sala tiene capacidad para unas dos mil quinientas personas. Es inmensa. Parece no tener fin. Cualquiera de sus dimensiones es mayor que todas las demás sumadas. Me presentan a varios miembros de la organización del festival y al representante del Sonido Dolby. Jamás he entendido para qué sirve el proceso Dolby, pero estoy seguro de que es algo importante. Los productores de la película me dicen que sólo tenemos que quedarnos unos minutos, para asegurarnos de que «las cosas» están en orden.

Me parece bien. Los de la organización hablan entre ellos, y el tipo que se sienta a mi lado me explica que, si quiero decirle algo al proyeccionista, dispongo de una línea directa para comunicarme con él. Me estrujo el cerebro. ¿Qué podría querer decirle al proyeccionista? Consigo recordar que la película podría estar desenfocada, y ahí se me acaban las ideas. Además, no sé cómo se dice «foco» en francés, aunque lo más probable, dada la maldita impredecibilidad de esta lengua corrupta, es que se diga «foco».

Me quedo sentado, agarrado al teléfono, mientras se hacen diversos preparativos para la proyección.

Los productores y el tío de Dolby han dejado de hablar. Evidentemente,
un ange passé
. Decido llenar el vacío. «¿Qué tiro hay?», pregunto. Es lo único que sé preguntar acerca de un cine. El
tiro
es la distancia del proyector a la pantalla, y ni aunque me pusieran una pistola en la sien podría decir en qué influye ni cuál es el tiro más adecuado, así que no presto demasiada atención a la respuesta. Se apagan las luces y empieza la película.

Somos unas diez personas en una sala construida para dos mil quinientas. La película va precedida por dos logotipos bastante horteras de compañías que creo que aportaron parte del dinero europeo para financiar el proyecto. El ejecutivo del Festival me pregunta si deseo conservar o suprimir los logotipos. Conferencio con mis productores, que me dicen que los dejemos puestos, como señal de respeto. Pues vale.

La película parece estupenda, pero no se entiende ni palabra. Hay conversaciones apresuradas. Resulta que la grabación estéreo sale por unos altavoces grandísimos, y la sala es tan enorme que se producen ecos. Quitan el sonido en los dos altavoces centrales, y se oye un poco mejor.

Me parece que la película está oscura. Le pregunto al ejecutivo y me suelta un discurso técnico acerca de que en una pantalla tan grande la película se tiene que ver oscura, porque si se intensifican más las lámparas del proyector ocurre nosequé y nosecuántos. «Bueno, en ese caso, está bien», le digo. Se supone que sólo tengo que mirar unos minutos de película, pero he invitado a mis amigos parisinos de la playa y no quiero decepcionarlos, así que todos nos quedamos a ver la película entera.

Se termina la película. Espero que la gente del festival esté llorando o rasgándose ritualmente las vestiduras, o cualquier otra cosa que dé ánimos; pero parece ser que mis esperanzas eran desorbitadas. Me estrechan la mano, me dicen que les ha gustado la película y me desean mucha suerte.

Regresamos todos por La Croisette. Hay mucha gente paseando
y
mirando los escaparates de las tiendas de superlujo. Muchas personas llevan perros.

Los conductores aceleran ferozmente. La habitación del hotel no tiene aire acondicionado. En eso estoy pensando cuando caigo en un sueño inducido por el cambio de horario. Cuando despierto es ya jueves, el día de la inauguración del festival, un festival que va a comenzar con la proyección de mi película.

Mi agenda para el jueves es más o menos la siguiente: entrevistas por la mañana, visita al Salón del Festival para una conferencia de prensa y una sesión de fotos, más entrevistas, la proyección inaugural del festival, y luego una fiesta ofrecida por Jack Lang, ministro de Cultura de Francia. Una jornada muy apretada.

Tenía la intención de hacer todas las entrevistas en la playa, pero cuando me despierto está lloviendo a cántaros, de modo que habrá que hacerlas en la habitación del hotel.

Rezo para no quedar como un tonto en mis encuentros con la prensa. Llevo varios años sin conceder entrevistas y me ha ido muy bien así.

Cuando termino de hablar con la prensa empiezo a ver el proceso publicitario con un interesante distanciamiento: algo así como un tipo que se hace abstemio y va a un cóctel y se pregunta por qué todos se comportan de manera tan rara y qué es lo que encuentran de gracioso unos de otros.

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