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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (43 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Es la fuerza para resistirse a lo accidental lo que confiere a la actuación su poder y su belleza.

Una nota de agradecimiento

Hace poco iba en un autobús de Londres y alguien estaba fumando. La combinación del bamboleo del autobús con el aroma de un buen cigarrillo sin filtro me hizo retroceder veinticinco años en el tiempo.

Me sentí de nuevo viajando en diversos autobuses de Chicago hacia diversos trabajos, escuelas o citas. Y a bordo de aquellos estupendos autobuses, en los que me sentía como en mi casa, fumaba Luckies y devoraba la literatura mundial.

Me encantaban aquellos trayectos en autobús y me encantaban aquellos libros. Me sorprendió, incluso supongo que me fascinó, comprobar que aún asociaba el bamboleo, el olor a diesel, el aroma tostado de los cigarrillos de otra persona, con aquellas largas y tremendas novelas, en especial las de los escritores del Medio Oeste: Dreiser, Sherwood Anderson, Willa Cather, Sinclair Lewis… Aquellos enormes y largos libros que hablaban de praderas interminables, del vacío en el estómago, de una cierta tendencia al dolor que casi era amor.

Una vez, el viejo bibliotecario de mi instituto me sorprendió leyendo una edición de bolsillo de
El amante de Lady Chatterley
y me reprendió por mi lamentable gusto.

Le parecía que, al manifestar su decepción, estaba dando muestras de su interés por mí. Frunció los labios y dijo: «¿Por qué lees esas cosas? »

Y en aquel mismo instante sentí lástima por él; me daba pena porque me pareció un tonto que se perdía los placeres de la literatura, y además un ser débil, incapaz de mejorar su situación sexual. Qué desfachatez. Pero la verdad es que me tenía muy visto. Yo me pasaba casi todo el tiempo libre en su biblioteca, leyendo cualquier cosa que no nos hubieran encargado leer.

En clase leía lo estipulado:
Historia de dos ciudades
, que, junto con el
Cuento de Navidad
, es la única cosa de Dickens que jamás he podido soportar.

Diréis que soy un filisteo, pero prefiero el aburrimiento y las repeticiones de Sinclair Lewis, o la dolorosa sinceridad de Dreiser, a carniceros que se llaman «Señor Cortafiletes» y cosas así. Aún digo más: ¿qué pasa con Thackeray, o incluso con Wilkie Collins? En mi opinión, Dickens no les llega a ninguno de los dos a la altura de los zapatos. Pero, por lo visto, siempre me equivoco, como decía el bibliotecario. Yo opino que Dostoievsky no es digno ni de que se le mencione en la misma frase que a Tolstoi, y lo mismo le pasa a Henry James con Edith Wharton. No me gustan los torturados, y prefiero la verdad dicha sincera y directamente al «arte» revelado por eso que llamamos talento.

Bueno, pues ya está: lo he dicho. Y si me prometéis no publicarlo, podría añadir que pienso que Mozart no servía ni para abrocharle los zapatos a Bach, una opinión que no creo que interese a nadie, y que incluyo aquí únicamente porque me he pasado mucho tiempo intentando colocarla en una conversación de alguna fiesta, y hace poco he dejado de beber.

Y hace ya tanto tiempo que dejé de fumar cigarrillos que, cuando los fuma otra persona, me huelen maravillosamente bien y me hacen remontarme a mi época de juventud, a los comienzos de mi Amor por la Literatura.

Siento una enorme gratitud por George Eliot, Willa Cather y los demás hombres y mujeres que están más allá del genio, los escritores sencillos cuya único concepto de «técnica» es la claridad. Esas personas han sido mis amigos íntimos, mis maestros, mis consejeros, durante veinticinco años: desde cuando pensaba que Ana y Bronsky eran unos ancianos románticos hasta mi última lectura, en la que descubrí con sorpresa que eran dos jóvenes desdichados.

A todos esos escritores (cómo se nota que han muerto):

Gracias por hacerme ver que el único propósito de la literatura es deleitarnos. Gracias por vuestro ejemplo. Lamento mucho que sufrierais tanto. Gracias por vuestra constancia.

Stanislavsky y los bonos al portador

En cierta ocasión, Stanislavsky pidió a sus alumnos que decidieran cómo había que representar la siguiente escena:

Un contable se lleva a su casa una fortuna en bonos negociables al portador que debe tener catalogados para el día siguiente. Con él viven su esposa, un hijo recién nacido y un cuñado idiota.

Cuando llega a casa, su mujer está bañando al bebé. El cuñado idiota está sentado junto a la chimenea, contemplando el fuego.

El contable quiere empezar su trabajo antes de cenar, conque se sienta a la mesa, arranca el envoltorio, lo arroja al fuego y comienza a catalogar los bonos.

Su mujer le llama desde el cuarto de al lado: «Ven a ver qué guapo está el niño.» El contable se levanta y pasa al cuarto contiguo. El cuñado idiota coge los bonos al portador y empieza a echarlos al fuego, riéndose a carcajadas. Las carcajadas hacen volver al contable. Cuando éste ve lo que ocurre aparta al cuñado de un empujón para intentar salvar los restantes bonos antes de que ardan. El cuñado da con la cabeza contra un morillo de la chimenea y muere en el acto. La mujer entra precipitadamente en la pieza y ve a su hermano muerto. Entonces grita: «¡Dios mío, el niño!», y corre de nuevo hacia el otro cuarto, seguida por su esposo. Cuando llegan, descubren que el bebé se ha ahogado en la bañera.

Stanislavsky decía a sus alumnos que cuando supieran analizar e interpretar esta escena,
entonces
sabrían actuar.

Cualquier escuela de pensamiento dramático tiene una vida breve. En realidad, una «escuela» sólo existe en retrospectiva; el título es un reconocimiento
a posteriori
de las semejanzas naturales entre las obras de diversos artistas, cada uno de los cuales ha recibido una influencia secundaria de la obra de los demás y, cosa más importante, de la época en que viven todos ellos.

Durante el período de mejor producción de un artista, la obra de ese artista individual, y del inconsciente colectivo que se expresa a través de la comunidad artística, es
la manera más eficaz
en que el artista puede expresar lo que ve; las innovaciones en la técnica (que es lo que el público percibe como
estilo
) surgen únicamente para permitir que el artista exprese de manera más sencilla y vigorosa lo que él o ella sabe que es
la más realista visión del mundo
. Con el tiempo, quienes carecen de una visión adoptan los aspectos superficiales —es decir, definibles y copiables— de esta nueva técnica como manera «correcta»; no, como es el caso del creador original, para expresar una visión realista del mundo, sino, ahora, «para crear Arte». Y, mientras en la conciencia de los no artistas lo extático se convertía en formulismo, el verdadero artista seguía avanzando hacia una visión nueva, movido, no por la necesidad de distinguirse de los imitadores, sino por la necesidad aún más básica de explorar lo inexplorado. O sea que cualquier «escuela» artística tiene una vida breve, y ninguna tiene la última palabra respecto de la técnica correcta. La técnica surgió de un instante irrepetible en la vida del mundo, y en la vida de esa parte del mundo que fue el artista individual.

No podemos decir que alguna técnica sea más correcta que otra; las pinturas rupestres no son más «reales» ni más «bellas» que las perspectivas de Caravaggio o los firmamentos semiabstractos de Turner. Todas dependen de convenciones, y cuando decimos que una obra es una reproducción absolutamente realista de algo sólo queremos decir que la encontramos bella, que responde a algunas de nuestras ideas
preconscientes
sobre el mundo; es decir, refleja
aquello que pensamos, pero que no sabíamos que pensábamos
hasta que vimos la pintura. En palabras del señor Wilde: «No tuvimos estas nieblas como sopa de guisantes hasta que alguien las describió.»

De idéntica manera, no existe una escuela «correcta» de pensamiento artístico alguno. Sí existe, empero, una prueba bastante buena para juzgar si una escuela es
incorrecta
, o sea,
inútil
. (Una escuela artística inútil es aquella que no sirve al propósito de comunión entre el artista y el público con respecto a este tema: la verdadera naturaleza oculta del mundo.)

Podemos suponer que una escuela de pensamiento artístico es inútil cuando se la acepta universalmente como única y exclusiva poseedora de la verdad.

Toda nueva visión artística, toda nueva escuela de pensamiento, toda nueva «realidad» artística satisfactoria debe cuajar en tomo del rebelde. No es tarea del público ni del aficionado, sino únicamente del verdadero artista, no ya el «superar», sino el
hacer caso omiso
de las normas de excelencia artística evidentes y aceptadas, en favor de la visión que para él o ella es real. Ante esta nueva visión de la realidad, la tarea del público, del aficionado, de la crítica, consiste en
resistir
, hasta el punto en que la determinación del artista vence su resistencia. Tal es el esquema de la selección natural estética.

La nueva visión artística crece en absoluta contravención del pensamiento aceptado. Este es su terreno fértil. En Berlín, en la década de 1870, Stanislavsky vio una compañía teatral ambulante cuya manera de actuar era diametralmente opuesta al teatro presentancional formalizado vigente en aquella época. Aquellos actores eran protegidos del duque de Sajonia-Meiningen, y trataban cada obra nueva como un nuevo problema de psicología; en vez de entregar a cada actor únicamente su papel (como era lo habitual) y encajarlos todos unas noches antes de la representación, con la idea de que el grueso de la compañía sirviera de apoyo a la estrella en tomo de la cual estaba construida la obra, la
troupe
de Sajonia-Meiningen veía la obra como un ejercicio de psicología. Analizaban la obra en su totalidad y cada uno de sus papeles individuales, buscaban el tema unificador y relacionaban luego ese tema con sucesos pertinentes de la vida de cada intérprete, de modo que el actor se adiestraba para llevar a escena el mensaje de la obra y las acciones del personaje
según él creta que se relacionaban con su propia vida
.

Se trataba de una innovación revolucionaria, y Stanislavsky, hijo de un rico fabricante, se sintió tan conmovido como para renunciar a su clase, adoptar un nombre artístico extranjero (se apellidaba Alekseyev; «Stanislavsky» era el nombre de un artista polaco de vodevil) y abrazar una profesión despreciada.

La obsesión de Stanislavsky por «la verdad teatral» siguió creciendo y modificándose durante los cuarenta años siguientes.

Su pretensión era «Llevar al Escenario la Vida del Alma Humana», y, al igual que otros muchos artistas, sus intentos fueron volviéndose cada vez más formales según intentaba codificar los conocimientos que iba adquiriendo, hasta llegar a un punto en que comenzaron a ser cada vez más místicos. Empezó por extender el decorado fuera del escenario, para que la transición de lo «real» a lo «artificial» no representara un choque para el actor, y, hacia el final de su carrera, hacía que los miembros de su compañía se sentaran en círculo y trataran de transmitirse
Praga
, o rayos de energía, de unos a otros.

Todo su trabajo tendió hacia un fin: llevar al escenario la vida del Alma. Conforme su visión de esta vida fue cambiando no tuvo contemplaciones en desprenderse de lo viejo y seguir adelante.

La vida activa de cualquier empresa teatral, aun la más saludable, me parece que no puede ir más allá de diez años, en el mejor de los casos, y más probablemente de cinco a siete años.

La Compañía es un organismo, y casi siempre un organismo compuesto por artistas cuyas edades son, por lo menos, ligeramente distintas.

Los lazos económicos, sociales y espirituales que mantienen unida a una compañía cuyos miembros cuentan entre veinticinco y treinta y cinco años de edad no lograrán unir a estas mismas personas entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años. Existen otros motivos para la disolución de la Compañía, pero éste solo es suficiente.

Una compañía con éxito no es más que la manifestación de una visión artística con éxito. Cuando el Artista (en este caso el agregado de Artistas, la Compañía) sigue adelante, la escoria, la «escuela», la estructura física, los administradores, el público, todo ello queda atrás y, con todo derecho, exige lo que venía recibiendo en los últimos tiempos. Los Artistas, no obstante, son ya constitucionalmente incapaces de proporcionar la misma visión.

Entonces pueden suceder dos cosas. La primera, naturalmente, es la completa desaparición de esa entidad artística. Igualmente posible, y de hecho más probable —en relación directa con el grado de aceptación de la Compañía por parte de la comunidad—, es la continuación de la
forma
de la visión de la Compañía con su contenido, y ahí tenemos la mecánica de la creación de una «escuela» de escenografía, de dramaturgia, de actuación.

En la década de 1930, representantes del muy vital Group Theatre de Nueva York (compuesto a su vez por descendientes y renuevos del Yiddish Theatre) viajaron a París para reunirse con un Stanislavsky ya muy anciano y analizar su «sistema» para actuar. Regresaron a Estados Unidos con una inspiración, un «bosquejo» del Sistema Stanislavsky, y, cosa importante, un lugar propio en la Sucesión Apostólica.

Muchos de los miembros del Group Theatre habían estudiado ya con miembros del Teatro de Arte de Moscú, de Stanislavsky; con Maria Ouspenskaya, con Richard Boleslavsky y otros.

El libro de Boleslavsky
«Acting»: The First Six Lessons
era y sigue siendo una hermosa y útil versión anecdótica del Sistema Stanislavsky. La verdadera unción del Group, empero, se produjo en París, con la Imposición de Manos por parte de Stanislavsky.

Los creadores del Group eran auténticos poseedores de talento, deseo y visión teatral. Todo esto les ayudó a fundar un teatro; el ser ungidos por Stanislavsky les ayudó a formar un Evangelio. Y, puesto que habían recibido personalmente la sabiduría de la propia fuente,
sólo
ellos podían «crear nuevos obispos», podían ungir, podían bendecir, podían determinar qué trabajo era correcto y cuál era herejía.

Lo bueno y lo malo del Group Theatre, de cualquier teatro, es asimilado por la memoria del público teatral inmediato y muere con ella.

La vida de un Evangelio, en cambio, es algo distinta y algo más larga, pues no existe la menor prueba inmediata de su utilidad; la sabiduría recibida no se juzga, ni se modifica, ni se desecha sobre la base de su capacidad de «dar resultados», ya que se ha convertido en un fin por sí misma, se ha convertido en un
credo
. El contenido intelectual de un credo no tiene como propósito ayudar a sus miembros a desenvolverse en el universo general; antes bien, la adhesión de los miembros a ese contenido tiene la función de servir como prueba de su lealtad.

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