—Es el señor médico —balbuceó la vieja—. Son ustedes todos muy buenos; que el cielo los bendiga a todos.
El doctor había saludado discretamente a Elena. La tía Fétu, desde que había entrado el doctor, no gemía tan fuerte. Mantenía tan sólo un leve quejido silbante y continuo de chiquillo que sufre. Había adivinado que la buena señora y el doctor se conocían y no les perdía de vista, yendo de uno a otro con un callado esfuerzo que se reflejaba en las mil arrugas de su cara. El doctor le hizo algunas preguntas y le percutió el costado derecho. Luego, volviéndose hacia Elena, que había vuelto a sentarse, murmuró:
—Son cólicos hepáticos. Estará levantada dentro de unos días.
Y, arrancando una hoja de su carnet, en la que había escrito algunas líneas, dijo a la tía Fétu:
—Tenga. Haga llevar esto a la farmacia de la calle Passy y tome usted cada dos horas una cucharada de la medicina que le darán.
Entonces, de nuevo, la vieja prorrumpió en bendiciones. Elena permaneció sentada. El doctor pareció complacerse mirándola, hasta que sus ojos se encontraron. Luego la saludó y se retiró el primero, por discreción. No había bajado un piso aún cuando ya la tía Fétu volvió a sus gemidos.
—¡Ah, qué médico más estupendo!… Con tal de que su remedio me sirva de algo… Debí machacar cera con diente de león: esto quita el agua que hay en el cuerpo… ¡Ah, ya puede usted decir que conoce un médico bueno de verdad! ¿Hace ya mucho tiempo que le conoce?… Dios mío, tengo una sed… Tengo fuego en la sangre… Está casado, ¿verdad? Se merece una buena mujer y unos buenos hijos… En fin, me gusta que la gente buena se conozca.
Elena se había levantado para darle de beber.
—Bueno, adiós, tía Fétu —dijo—. Hasta mañana.
—Eso es. ¡Qué buena es usted!… Si, por lo menos, tuviese un poco de ropa… Vea mi camisa: está partida por la mitad. Estoy acostada en un estercolero… Pero no importa: Dios se lo pagará todo.
Al día siguiente, cuando Elena llegó, el doctor Deberle estaba también en casa de la tía Fétu. Sentado en la silla, redactando una receta mientras la anciana seguía hablando con su volubilidad lacrimosa.
—Ahora, señor, es como un plomo… Seguro que tengo plomo en este costado. Pesa cien libras y ya no puedo ni volverme.
Pero, en cuanto vio a Elena, ya no paró.
—¡Ah!, es la buena señora… Ya se lo decía al querido señor: vendrá; aunque el cielo se cayese, ella vendría de todos modos… Una verdadera santa, un ángel del paraíso, guapa; tan guapa, que dan ganas de ponerse de rodillas en la calle para verla pasar… Mi buena señora, las cosas no van mejor. Ahora tengo un plomo ahí… Sí, le he contado todo lo que usted ha hecho por mí. El emperador no podría hacer más… ¡Ah!, habría que ser muy malo para no quererla, muy malo…
Mientras ella soltaba estas frases, agitando la cabeza sobre la almohada, con sus pequeños ojos medio cerrados, el doctor sonreía a Elena, que se sentía muy turbada.
—Tía Fétu —dijo quedamente—, le he traído un poco de ropa…
—Gracias, muchas gracias; Dios se lo pagará… Es como este querido señor, que hace más bien a la gente pobre que todos los que debieran hacerlo por su profesión… Usted no sabe que me ha cuidado durante cuatro meses y me ha dado las medicinas, y caldo y vino… No se encuentran muchos ricos así, tan decentes con todo el mundo. Otro ángel de Dios… ¡Oh! ¡Ay, ay! Tengo toda una casa sobre el vientre…
Ahora era el médico quien se sentía turbado. Se levantó queriendo ceder la silla a Elena; pero ésta, aun cuando había venido con la idea de pasar allí un cuarto de hora, rehusó diciendo:
—Gracias, señor; tengo mucha prisa.
Entre tanto, la tía Fétu, sin dejar de agitar la cabeza, había alargado el brazo, y el paquete de ropa desapareció en el fondo de la cama. Luego prosiguió:
—¡Oh!, ya puede decirse que hacen ustedes una buena pareja… Digo esto sin querer ofender, porque es verdad… Quien ha visto a uno, ha visto al otro. ¡La gente buena se comprende!… ¡Dios mío! Déme la mano para darme la vuelta… Sí, sí, se comprenden…
—Hasta la próxima, tía Fétu —dijo Elena, que cedió el puesto al doctor—. No creo que venga mañana.
No obstante, volvió al día siguiente. La vieja estaba adormilada. En cuanto despertó y la reconoció, con su traje de luto y sentada en la silla, exclamó:
—Ha venido… De verdad, no sé lo que me hizo tomar, que estoy más tiesa que un bastón… ¡Ah!, hemos hablado de usted. Me ha preguntado un montón de cosas; que si estaba usted triste por lo general, que si pone usted siempre la misma cara… ¡Es tan buen hombre!
Hablaba más despacio; parecía esperar que en la cara de Elena se reflejara el efecto de sus palabras, con ese aire angustiado y mimoso de los pobres que quieren complacer a todo el mundo. Sin duda creyó ver en la frente de la buena señora una arruga de desagrado, pues su gorda cara, abotargada, tensa y encendida, se apagó de súbito. Prosiguió, tartamudeando:
—Siempre estoy durmiendo. Puede que esté envenenada… Había una mujer, en la calle de l'Annonciation, a la que un farmacéutico mató dándole una droga por otra.
Aquel día, Elena se entretuvo cerca de media hora en casa de la tía Fétu, escuchándole hablar de Normandía, donde había nacido y donde se bebía tan buena leche. Después de un silencio, preguntó con negligencia:
—¿Hace mucho tiempo que conoce usted al doctor?
La anciana, echada de espaldas, levantó a medias los párpados y los cerró de nuevo.
—¡Ah, sí, ya lo creo! —respondió a media voz—. Su padre me cuidó en el 48 y él le acompañaba.
—Me han dicho que su padre era un santo varón.
—Sí, sí… Un poco chalado… El hijo, ¿sabe usted?, es mejor todavía. Cuando te toca, parece que tenga las manos de terciopelo.
Hubo un nuevo silencio.
—Le aconsejo que haga cuanto le diga —siguió Elena—. Es muy sabio. Fue él quien salvó a mi hija.
—Seguro —exclamó la tía Fétu animándose—. Se le puede tener confianza. Resucitó a un muchacho cuando ya se lo iban a llevar… ¡Oh!, no me impedirá usted que lo diga: no hay dos como él. Después de todo, tengo mucha suerte; siempre voy a caer entre lo mejor de la gente decente… Por esto doy gracias a Dios todas las noches. No los olvido a ninguno de los dos; ¡oh, sí!, siempre están ustedes unidos en mis oraciones… Que Dios los proteja y les conceda todo cuanto puedan desear. ¡Qué les colme de sus dones! ¡Qué les guarde un puesto en su paraíso!
Se había incorporado y, con las manos juntas, parecía implorar al cielo con un fervor extraordinario. Elena la dejó seguir así largo rato, e incluso le sonreía. La charlatana humildad de la anciana acabó por mecerla y adormecerla de una manera muy dulce. Al marcharse le prometió una cofia y un vestido para el día en que se levantara.
Durante toda la semana, Elena se dedicó a la tía Fétu. La visita que le hacía cada tarde se incorporó a sus costumbres. Sobre todo, había cogido cierta afición al pasaje des Eaux. Esta callejuela, escarpada, le gustaba por su frescor y su silencio, por su pavimento siempre limpio, que los días de lluvia lavaba un torrente que se despeñaba desde las alturas. Cuando llegaba a él, tenía desde lo alto una extraña sensación viendo cómo se hundía la pendiente abrupta del pasaje, por lo general desierto y apenas conocido de los habitantes de las calles vecinas. Luego se aventuraba, entraba por el arco que forma la casa que bordea la calle de Raynouard y descendía a pasitos cortos los siete tramos de amplios peldaños a lo largo de los cuales discurría un arroyo de guijarros que ocupaba la mitad del estrecho pasadizo. Las tapias de los jardines, a derecha e izquierda, se hinchaban comidos por una lepra gris; los árboles extendían sus ramas, llovía la hojarasca y la yedra extendía el ropaje de su tupido manto; y todo ese verde, que sólo dejaba ver retazos azules del cielo, producía una luz verdosa muy suave y discreta. A la mitad del descenso se detenía para respirar y se interesaba por el farol allí colgado, escuchando las risas en los jardines, tras las puertas que jamás había visto abiertas. A veces subía una anciana, ayudándose con la barandilla de hierro, negra y reluciente, sujeta a la muralla de la derecha; una señora se apoyaba en su sombrilla como si fuese un bastón; una panda de chiquillos bajaba a toda velocidad, pisando fuerte con los zapatos. Pero casi siempre estaba ella sola, y le resultaba encantadora esta escalera recoleta y umbrosa, semejante a un camino hundido en el bosque. Una vez abajo, levantaba los ojos. La vista de esta pendiente tan recia, por la que acababa de aventurarse, le infundía un poco de miedo.
Entraba en casa de la tía Fétu con el frescor y la paz del pasaje des Eaux en sus vestidos. Este agujero de miseria y dolor ya no la lastimaba. Se movía como en su casa, abriendo el redondo tragaluz para renovar el aire, cambiando la mesa de lugar cuando la molestaba. La desnudez de aquel desván, los muros encalados, los muebles lisiados, la devolvían a una existencia de simplicidad que a veces había soñado siendo muchacha. Pero lo que sobre todo la encantaba era la emoción enternecida en que allí vivía; su papel de enfermera, las continuas lamentaciones de la anciana; todo cuanto veía y sentía la hacía estremecerse con una inmensa compasión. Acabó esperando con verdadera impaciencia la visita del doctor Deberle. Le interrogaba sobre el estado de la tía Fétu; luego, por un momento, hablaban de otras cosas, de pie, uno junto al otro, mirándose a la cara. Cierta intimidad se establecía entre ellos. Se sorprendían descubriendo que tenían gustos iguales. A menudo se comprendían sin abrir los labios, con el corazón repleto de la misma caridad desbordante. Y nada era más dulce para Elena que esta simpatía que se iba ligando fuera de las circunstancias ordinarias y a la que cedía sin resistencia, enternecida por la compasión. Primero el doctor le había dado miedo; en su salón hubiese mantenido la frialdad desconfiada propia de tu naturaleza; pero allí se encontraban lejos del mundo, compartiendo la única silla, casi felices por estas cosas feas y pobres que los acercaban enterneciéndoles. Al cabo de la semana se conocían como si hubiesen vivido años uno al lado del otro. El cuchitril de la tía Fétu se llenaba de luz en esta comunión de su bondad.
Entretanto la anciana se reponía muy lentamente. El médico la sorprendía y la acusaba de mimarse demasiado cuando le contaba que ahora tenía plomo en las piernas. Se quejaba constantemente, permanecía acostada de espaldas, agitando la cabeza, y cerraba los ojos como para dejarlos en libertad. Incluso un día pareció que se dormía; pero por debajo de los párpados, por un extremo de sus ojillos negros, los espiaba.
Al fin tuvo que levantarse. Al día siguiente, Elena le trajo el vestido y la cofia que le había prometido. Cuando llegó el doctor, la vieja, de repente exclamó:
—¡Dios mío! ¡La vecina, que me encargó que cuidara de su cocido!
Salió y cerró la puerta tras ella dejándolos solos. Primero continuaron su conversación sin darse cuenta de que estaban encerrados. El doctor insistía para que Elena bajara de vez en cuando a pasar la tarde en su jardín, en la calle Vineuse.
—Mi esposa —dijo— tiene que devolverle la visita y le repetirá mi invitación… Le sentaría muy bien a su hija.
—Si no es que me niegue, ni exijo que se me invite con grandes cumplidos —dijo ella riéndose—. Únicamente, me da miedo ser indiscreta… En fin, ya veremos.
Siguieron y, al fin, el doctor se sorprendió.
—¿Dónde demonios habrá ido? Hace un cuarto de hora que salió por el cocido.
Entonces Elena vio que la puerta estaba cerrada. Esto no la hirió de momento. Estaba hablando de la señora Deberle, de la que hacía un gran elogio a su marido. Pero, como el doctor no dejaba de volver la cabeza hacia la puerta, acabó por sentirse turbada.
—Es muy raro que no vuelva —murmuró a su vez.
Su conversación decayó. Elena, no sabiendo qué hacer, abrió el tragaluz, y cuando se volvió evitaron mirarse. Risas de niños entraron por el ventanuco que recortaba, muy alto, una luna azul en el cielo. Estaban completamente solos, libres de toda mirada, sin que pudieran ser vistos más que por aquel agujero redondo. Los niños callaron a lo lejos; un silencio estremecido reinó. A nadie se le ocurriría ir a buscarlos en aquel desván olvidado. Su confusión aumentaba. Entonces Elena, descontenta de sí misma, miró fijamente al doctor.
—Estoy abrumado por las visitas —dijo éste de pronto—, y, puesto que no vuelve, me marcho.
Y se fue. Elena se había sentado. La tía Fétu entró inmediatamente con un torrente de palabras.
—¡Ah!, no puedo ni arrastrarme; he tenido un desmayo… Entonces, ¿el buen señor se fue? Claro, aquí no hay comodidad alguna. Los dos son unos ángeles del cielo, perdiendo el tiempo con una desgraciada como yo. Pero Dios es bueno y se lo pagará… Hoy el plomo se me ha bajado a los pies. He tenido que sentarme en un peldaño… Y no me di cuenta de nada; como no hacían ustedes ningún ruido… En fin, me gustaría tener unas sillas. Si, por lo menos, tuviese una butaca… Mi colchón es muy malo. Cuando vienen ustedes, me da vergüenza… Toda la casa es de ustedes, y yo me echaría al fuego si fuese necesario. Bien lo sabe Dios, que muy a menudo se lo digo… ¡Oh, Dios mío! ¡Haced que el buen señor y la buena señora vean satisfechos todos sus deseos! En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
Elena, escuchándola, experimentaba una turbación singular. El rostro abotargado de la tía Fétu la inquietaba. Nunca había sentido semejante malestar en la estrecha pieza. Notaba su sórdida pobreza, sufría por la falta de aire, por toda la degradación allí encerrada. Se apresuró a alejarse, fastidiada por las bendiciones con que la tía Fétu la perseguía.
Otra tristeza la aguardaba en el pasaje des Eaux. En medio del pasaje, bajando a la derecha, se encuentra en la tapia una especie de excavación, algún pozo abandonado, cerrado con una reja. Desde hacía un par de días, al pasar, oía, viniendo del fondo de ese agujero, los maullidos de un gato. Cuando subía, los maullidos volvieron a empezar, pero tan lastimosos que hacían pensar que el gato estaba agonizando. Al pensar que el pobre animalito, tirado al viejo pozo, se estaba muriendo lentamente de hambre, se quebró de pronto el corazón de Elena. Apretó el paso, pensando que durante largo tiempo no osaría arriesgarse a lo largo de la escalera, por miedo a oír esos maullidos de muerte.
Era precisamente martes. Por la noche, a las siete, cuando Elena estaba terminando un pequeño justillo, sonaron los dos campanillazos habituales y Rosalía abrió la puerta diciendo: