Una página de amor (8 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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Desde hacía ocho días, Elena tenía como diversión este gran París extendido ante ella. Jamás llegaba a cansarla. Era insondable y cambiante como un océano, cándido por la mañana y llameante por la tarde, apropiándose las alegrías y las tristezas de los cielos que reflejaba. Un rayo de sol lo anegaba en polvo de oro, un nubarrón lo ensombrecía levantando tempestades. Se renovaba constantemente: era de una plácida calma, color naranja, o lleno de vendavales que, en menos de una hora lo ensombrecían todo con un color plomizo, o vivo y brillante que encendían una claridad en la cresta de cada techumbre, o lleno de chaparrones que ahogaban el cielo y la tierra, borrando el horizonte en el hundimiento del caos. Elena gozaba en él todas las melancolías y todas las esperanzas del mar abierto; creía incluso notar en el rostro su fuerte soplo, su olor amargo, y el rumor constante de la ciudad le traía la ilusión de la marea creciente, azotando las rocas de un acantilado.

El libro resbaló de sus manos. Estaba soñando, con la mirada perdida. Cuando lo soltaba así, era por la necesidad de no seguir, de comprender y de esperar. Le complacía no satisfacer de inmediato su curiosidad. El relato hinchaba su pecho con una emoción que la ahogaba. Precisamente esta mañana, París, sentía la misma alegría y la misma turbación de su corazón. Había en ello un gran encanto: ignorar, adivinar a medias, abandonarse a una lenta iniciación, con la obscura sensación de que su juventud volvía a comenzar.

¡Cuán engañosas eran estas novelas! Hacía bien en no leerlas jamás. Eran historias para cabezas vacías que no captan el verdadero sentido de la vida. Y, no obstante, se sentía seducida; pensaba inevitablemente en el caballero Ivanhoe, tan apasionadamente amado por las dos mujeres: Rebeca, la bella judía, y la noble lady Rowena. Le parecía que ella hubiese amado con la altivez y la paciente serenidad de esta última. ¡Amar, amar! Esta palabra, que no llegaba a pronunciar pero que vibraba en ella, la sorprendía y la hacía sonreír. A lo lejos, unos copos pálidos nadaban sobre París, arrastrados por la brisa, semejantes a una bandada de cisnes. Grandes lienzos de niebla se desplazaban. Por un momento, apareció la orilla izquierda, temblorosa y velada como una ciudad fantástica vista entre sueños; pero una masa de vapor se derrumbó, y esta ciudad fue absorbida bajo el desbordamiento de una inundación. Entretanto, los vapores extendidos por igual sobre los barrios, formaban un hermoso lago de aguas blancas y unidas. Únicamente, una corriente más densa marcaba con una curva gris el cauce del Sena. Lentamente, sobre estas aguas blancas, tan tranquilas, las sombras parecían hacer navegar unos bajeles de rosadas velas, que la joven seguía con mirada soñadora. ¡Amar, amar! Y sonreía de su sueño flotante.

No obstante, Elena cogió de nuevo su libro. Había llegado al episodio del asalto al castillo, cuando Rebeca cuida a Ivanhoe herido y le informa sobre el curso de la batalla que va siguiendo por la ventana. Se sentía inmersa en una famosa ficción, por la que se paseaba como por un jardín ideal, de frutos dorados y en el que satisfacía todas sus ilusiones. Luego, al final de la escena, cuando Rebeca envuelta en su velo, expresa su ternura junto al caballero dormido, Elena dejó caer de nuevo su libro, con el corazón tan repleto de emociones que le era imposible continuar.

¡Dios mío! Pero ¿es que todas estas cosas eran verdad? Y, reclinada en su canapé, entumecida por la inmovilidad que se veía obligada a mantener, contemplaba París sumergido y misterioso, bajo el dorado sol. Entonces, evocada por las páginas de la novela, se irguió su propia existencia. Se vio de jovencita, en Marsella, en casa de su padre el sombrerero Mouret. La calle des Petites-Maries estaba negra, y la casa con su tina de agua hirviendo para la fabricación de los sombreros, exhalaba, incluso cuando hacía buen tiempo, un olor insípido a humedad. Vio también a su madre, siempre enferma, que la besaba con sus labios pálidos, sin hablar. Nunca había visto un rayo de sol en su habitación de niña. A su alrededor había mucho trabajo y se ganaba, con mucho esfuerzo, una holgura de obrero. Y esto era todo: hasta que llegó su boda, nada se interpuso en esta sucesión de días semejantes. Una mañana, al volver con su madre del mercado, había rozado con su cesta llena de legumbres al joven Grandjean. Carlos se había dado la vuelta y las había seguido. Allí estaba toda la novela de sus amores. Durante tres meses se lo encontró constantemente, humilde y torpe, sin atreverse a acercársele. Tenía ella diecisiete años y se sentía un tanto orgullosa de este enamorado que, ella lo sabía, pertenecía a una familia rica. Pero lo encontraba feo, se burlaba a menudo de él y dormía tranquilamente por las noches en la sombra de la gran casa húmeda. Luego los habían casado. Este matrimonio la sorprendía todavía. Carlos la adoraba; por la noche, cuando ella se acostaba, se arrodillaba en el suelo para besar sus pies desnudos. Ella sonreía amistosa y le reñía por ser tan chiquillo. Comenzó entonces una vida gris. No recordaba que, durante doce años, se hubiese producido el menor incidente. Ella se sentía tranquila y muy feliz, sin fiebre en la carne ni en el corazón, absorta en las preocupaciones cotidianas de un matrimonio pobre. Carlos seguía besando sus pies de mármol mientras ella se mostraba con él indulgente y maternal. Nada más. Y, de pronto, vio la habitación del Hôtel du Var, su marido muerto y su traje de viuda tendido sobre una silla. Había llorado, igual que llorara aquella noche de invierno en que había muerto su madre. Luego habían pasado los días. Al cabo de dos meses, se sentía de nuevo feliz y muy tranquila, en compañía de su hija. ¡Dios mío! ¿Era esto todo? Entonces, ¿qué decía este libro cuando hablaba de los grandes amores que iluminan toda una existencia?

Por el horizonte, sobre el lago dormido, corrían largos estremecimientos. Luego, el lago, de pronto, pareció reventar; se producían grietas y, de un extremo a otro, los crujidos anunciaban el desastre. El sol, más alto, en el esplendor triunfante de sus rayos, atacaba victoriosamente la niebla. Poco a poco, el gran lago parecía secarse, como si algún desagüe invisible hubiese vaciado el llano. Los vapores, hasta hacía un momento tan profundos, adelgazaban, se hacían transparentes y tomaban las vivas coloraciones del arco iris. Toda la orilla izquierda era de un azul tierno, que oscurecía, haciéndose violáceo en el fondo, hacia el lado del Jardín de las Plantas. Sobre la orilla derecha, el barrio de las Tullerías tenía el rosa pálido de una tela color carne, mientras que hacia Montmartre era como un resplandor de brasa, como carmín ardiendo en oro; luego, más a lo lejos, los arrabales obreros se ensombrecían con un tono color ladrillo, cada vez más apagado, pasando hasta el gris azulado de la pizarra. No se adivinaba todavía la ciudad temblorosa y huidiza, como uno de esos fondos submarinos que la vista adivina en las aguas transparentes, con sus bosques terroríficos de altas hierbas, sus hormigueos llenos de horror, sus monstruos apenas entrevistos. Entretanto, las aguas seguían bajando. No eran más que finas muselinas desparramadas, y a medida que las muselinas iban desapareciendo, la imagen de París se acentuaba y salía del sueño.

¡Amar, amar! ¿Por qué esta palabra volvía a ella con tal dulzura mientras contemplaba la desaparición de la niebla? ¿Acaso no había amado a su marido, al que cuidara como a un niño? Pero un punzante recuerdo despertó; el de su padre, que habían encontrado ahorcado tres semanas después de la muerte de su esposa, en el fondo de un gabinete donde seguían colgados los trajes de aquélla. Allí agonizaba, rígido, la cara hundida en una falda, envuelto por esos trajes que exhalaban un poco el perfume de quien siempre había adorado. Luego; en su evocación, se produjo un salto brusco; pensó en detalles hogareños, en las cuentas del mes que la misma mañana había repasado con Rosalía, y se sintió muy orgullosa de su buen orden. Había vivido más de treinta años con una dignidad y una firmeza absolutas. Sólo le apasionaba la justicia. Cuando interrogaba su pasado, no encontraba una hora de debilidad y se veía siguiendo con paso regular una ruta siempre derecha e igual. Los días podían pasar, ella seguiría su camino tranquila, sin que sus pies tropezaran con ningún obstáculo. Y esto hacía más severa su cólera y menosprecio contra estas existencias mentirosas cuyo heroísmo turba los corazones. La única verdadera era la suya, que se desarrollaba en medio de tan amplia paz. Ya sobre París quedaba tan sólo una tenue humareda, una suave gasa temblorosa, pronta a desaparecer; y una súbita ternura se apoderó de ella. ¡Amar, amar! Todo la hacía volver a la caricia de esta palabra, incluso el orgullo de su honestidad. Su sueño se hizo tan ligero, que dejó de pensar, bañada por la primavera y con los ojos humedecidos.

Iba Elena a tomar de nuevo su libro, cuando París apareció lentamente. No había habido ni un soplo de viento: fue como una evocación. La última gasa se desprendió, se alzó y se desvaneció en el aire. La ciudad se extendía sin una sombra, bajo el sol triunfante. Ella se quedó con el mentón apoyado en una mano, contemplando este despertar colosal.

Todo un valle sin fin, de construcciones apiñadas. Sobre la línea perdida de las lomas, destacaba la aglomeración de los tejados, mientras se adivinaba el oleaje de las casas encresparse a lo lejos, tras los repliegues del terreno, hacia una campiña que no se veía ya. Era el mar abierto con lo infinito y desconocido de sus olas. París se desplegaba tan grande como el cielo. Bajo esta mañana radiante, la ciudad, amarilla de sol, parecía un campo de espigas maduras; y el inmenso cuadro tenía una gran simplicidad, hecha de dos tonos solamente: el azul pálido del aire y el reflejo dorado de los tejados. La lluvia de estos rayos primaverales daba a las cosas una gracia pueril. Tan pura era la luz, que se distinguían con nitidez los más pequeños detalles. París, en el caos inextricable de sus piedras, lucía como un cristal. De vez en cuando, no obstante, por esta serenidad resplandeciente e inmóvil, un soplo pasaba; y entonces se veían barrios en los que las líneas se suavizaban y temblaban, como si se las hubiese mirado a través de alguna llama invisible.

Elena, primero, se interesó por las amplias extensiones que se desarrollaban bajo sus ventanas, por la pendiente del Trocadero y el despliegue de los muelles. Tenía que asomarse para ver el cuadro desnudo del Campo de Marte, cerrado al fondo por la barra sombría de la Escuela Militar. Abajo, en la amplia plaza y en las aceras, a los dos lados del Sena, distinguía a los transeúntes, una multitud activa de puntos negros, arrastrados por un movimiento de hormiguero; la caja amarilla de un ómnibus lanzaba un destello; los camiones y los
fiacres
cruzaban el puente, grandes como juguetes de niño, con sus caballos delicados que parecían piezas mecánicas y a lo largo de los taludes cubiertos de césped, entre los demás paseantes, una criada de delantal blanco, manchaba la hierba de luz. Luego, Elena levantó los ojos; pero la multitud se desmigaba y se perdía, los mismos coches se convertían en granos de arena; no quedaba más que el esqueleto gigantesco de la ciudad, como vacía y desierta, viviendo solamente por la sorda trepidación que la agitaba. Allí, en el primer plano, a la izquierda, brillaban los techos rojos; las altas chimeneas de la Manutención
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humeaban con lentitud, mientras en el otro lado del río, entre la Explanada y el Campo de Marte, un ramillete de grandes olmos formaba un rincón de parque, del que se veían claramente las ramas desnudas, las cimas redondeadas, salpicadas ya de puntos verdes. En medio, el Sena se ensanchaba y señoreaba, encajonado en sus taludes grises, donde los toneles descargados, las siluetas de las grúas de vapor, y los volquetes alineados, ponían un decorado de puerto de mar. Elena volvía constantemente hacia esa lámina de agua resplandeciente, por donde pasaban las barcas, semejantes a pájaros color de tinta. Invenciblemente, con una larga mirada, remontaba la soberbia corriente. Era como un galón de plata que cortaba París en dos. Esta mañana, el agua se revolcaba en el sol, y en el horizonte no podía haber luz más espléndida. La mirada de la joven encontró primero el puente de los Inválidos, luego el puente de la Concordia, luego el puente Royal; los puentes seguían, parecían acercarse, se superponían, construyendo extraños viaductos de muchos pisos, agujereados con arcos de todas formas; mientras que el río, entre estas construcciones ligeras, mostraba los extremos de su traje azul, cada vez más perdidos y estrechos. Levantó otra vez los ojos; a lo lejos, la corriente se separaba entre la desbandada confusa de las casas; los puentes, a los dos lados de la Cité, parecían hilos tendidos de una orilla a otra; y las torres de Notre-Dame, completamente doradas, se alzaban como los límites del horizonte, más allá de los cuales, el río, las construcciones, los macizos de árboles no eran más que polvo de sol. Entonces, deslumbrada, abandonó este corazón triunfante de París, en el que parecía llamear toda la gloria de la ciudad. En la orilla derecha, en medio del arbolado de los Campos Elíseos, las grandes vidrieras del Palacio de la Industria mostraban sus blancuras de nieve; más lejos, tras la techumbre achatada de la Magdalena, parecida a una losa funeraria, se alzaba la masa enorme de la «Opéra
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»; y seguían otros edificios con sus cúpulas y torres, la columna Vendôme, San Vicente de Paúl, la torre Saint-Jacques, y más cerca, los cubos macizos de los pabellones del nuevo Louvre y de las Tullerías, medio hundidos en un bosque de castaños. En la orilla izquierda, la cúpula de los Inválidos chorreaba dorados; más allá, las dos torres desiguales de San Sulpicio palidecían en la luz; y más atrás todavía, a la derecha, las nuevas agujas de Santa Clotilde, el Panteón azulado, sentado firmemente sobre un altozano, dominando la ciudad, desarrollando en pleno cielo su fina columnata, inmóvil en el aire, con el tono de seda de un globo cautivo.

Elena, paseando perezosamente su mirada, abrazaba ahora París entero. Surcábanlo llanuras que se adivinaban por el movimiento de sus tejados; la colina de los molinos subía como un oleaje bullicioso de viejas pizarras, mientras que la línea de los grandes bulevares descendía como un arroyo, en el que se hundía una infinidad de casas de las que no se veían ni siquiera las tejas. A esta hora matutina, el sol oblicuo no iluminaba las fachadas vueltas hacia el Trocadero. Ninguna ventana se iluminaba. Únicamente las claraboyas, por encima de los tejados, lanzaban su brillo, centellas vivas de mica, en el rojo barro cocido circundante. Las casas permanecían grises, de un gris caldeado por los reflejos: pero unos destellos de luz agujereaban los barrios, con sus largas calles que se hundían ante Elena, cortando las sombras con sus rayos de sol. Sólo a la izquierda, las lomas de Montmartre y las alturas del Père-Lachaise rompían con sus gibas el inmenso horizonte llano y romo sin una fractura. Los detalles tan netos en los primeros planos, los innumerables dientes formados por las chimeneas, los pequeños sombreados negros de millares de ventanas, se desvanecían coloreándose de amarillo y azul, confundiéndose en una mezcla de ciudad sin fin cuyos arrabales, fuera del alcance de la vista, parecían prolongar unas playas de guijarros sumergidas en una bruma violácea, bajo la gran claridad desparramada y vibrante del cielo.

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