Precisamente la señora Deberle acababa de explicar algo, con voz apresurada y un tanto chillona:
—¡Oh! ¡Es maravilloso, maravilloso!… ¡Se muere con un realismo!… Mire: se coge el corpiño de ese modo, echa hacia atrás la cabeza y se queda completamente verde… Le juro que tiene usted que verla, señorita Aurelia…
Luego se levantó y, acompañada por el suave crujir de sus vestidos, se acercó a la puerta y dijo con una gracia encantadora:
—Le ruego que pase, señora… Mi marido no está aquí… Pero le aseguro que es para mí un placer, un verdadero placer… Esta debe de ser la linda señorita que se puso tan enferma la otra noche… Se lo ruego, siéntese un momento…
Elena hubo de aceptar una butaca en tanto que Juana se sentaba tímidamente en el borde de una silla. La señora Deberle se había hundido de nuevo en su pequeño canapé, añadiendo con una graciosa sonrisa:
—Es mi día… Sí, recibo los sábados… Y por eso Pedro hace pasar aquí a todo el mundo. La semana pasada me trajo a un coronel aquejado por la gota.
—¡Qué loca eres, Julieta! —murmuró la señorita Aurelia, una señorita de edad, vieja amiga sin recursos que la había visto nacer.
Hubo un breve silencio. Elena echó una mirada al lujo del salón, a las cortinas y a los asientos, negro y oro, que despedían un fulgor de astro. Múltiples flores se abrían encima de la chimenea, encima del piano, sobre los veladores; por los cristales de las ventanas penetraba la luz clara del jardín, del que se distinguían los árboles sin hojas y la tierra desnuda. Hacía mucho calor, un calor uniforme de calorífero; en la chimenea, un leño solitario se convertía en brasas. Luego, con otra mirada, Elena comprendió que el resplandor llameante del salón constituía un marco cuidadosamente estudiado. La señora Deberle tenía los cabellos de un negro de tinta y un cutis de una blancura de leche. Era menuda, regordeta, pausada y graciosa. Entre todo aquel oro, bajo el tupido peinado que llevaba, su pálida tez se doraba con un reflejo bermejo. Elena la encontró verdaderamente adorable.
—Las convulsiones son algo terrible —prosiguió la señora Deberle—. Mi pequeño Luciano las tuvo durante sus primeros años… ¡Cómo debió usted de asustarse, señora! En fin, afortunadamente, esta querida niña parece completamente restablecida.
Y, arrastrando las frases, contemplaba a su vez a Elena, sorprendida y encantada por su gran belleza. Jamás había visto ninguna mujer de tan majestuoso porte, con aquellos negros ropajes que envolvían la alta y severa silueta de la viuda. Su admiración se traducía en una sonrisa involuntaria, mientras cambiaba una mirada con la señorita Aurelia. Ambas la examinaban de manera tan ingenuamente encantada, que Elena tuvo que corresponderles con una ligera sonrisa.
La señora Deberle se reclinó suavemente en su canapé y, cogiendo el abanico que colgaba de su cintura, preguntó:
—¿No estuvo usted ayer en el estreno del «Vaudeville
[2]
», señora?
—No voy nunca al teatro… —contestó Elena.
—¡Oh! La pequeña Noemí estuvo maravillosa… Muere con un realismo… Se coge así el corpiño, echa la cabeza hacia atrás y se pone completamente verde… ¡Es de un efecto prodigioso
[3]
!
Durante unos momentos discutió el juego escénico de la actriz, que por cierto alababa. Luego pasó a los demás éxitos de París: una exposición de cuadros en la que había visto telas inusitadas; una novela estúpida de la que se hacía mucha propaganda; una osada aventura de la que habló con la señorita Aurelia con disimuladas palabras. Pasaba así de uno a otro tema sin parar, con rapidez, viviéndolos todos, sintiéndose en su propio ambiente. Elena, ajena a este mundo, se limitaba a escuchar, colocando de vez en cuando una palabra, un breve comentario.
Se abrió la puerta y anunció el criado:
—La señora de Chermette… La señora Tissot…
Entraron dos señoras vestidas con gran lujo. La señora Deberle avanzó rápidamente a su encuentro, y la cola de su vestido de seda negra, cargada de adornos, era tan larga que, cada vez que giraba sobre sí misma, tenía que apartarla con un golpe de tacón. Durante un momento hubo un rápido rumor de voces aflautadas.
—Qué amables son ustedes… No se las ve nunca…
—Venimos por lo de la lotería… Usted ya sabe…
—Claro, claro…
—¡Oh!, no podemos ni sentarnos… Nos quedan todavía veinte visitas por hacer…
—¡Vamos! No van ustedes a salir huyendo…
Las dos damas acabaron por sentarse al borde de un diván. Entonces las voces aflautadas se elevaron con mayor agudeza.
—¿Eh? ¿Ayer en el «Vaudeville»?
—¡Oh! ¡Soberbio!
—¿Vieron ustedes cómo se desabrocha y cómo sacude sus cabellos? Todo el efecto está en esto.
—Dicen que toma algo para ponerse verde.
—No, no; los gestos están muy estudiados… Pero hacía falta dar con ellos.
—Es prodigioso.
Las dos señoras se habían levantado y desaparecieron. El salón recobró su cálida calma. Sobre la chimenea, los jacintos exhalaban su penetrante perfume. Por un instante se oyó llegar del jardín la violenta querella de una bandada de gorriones que se abatían sobre el césped. La señora Deberle, antes de sentarse de nuevo, fue a levantar el transparente de tul bordado de una ventana que estaba frente a ella y ocupó de nuevo su puesto nimbada por el oro más pálido del salón.
—Le ruego que me perdone —dijo—. Está una literalmente invadida…
Y, muy afectuosa, habló pausadamente con Elena. Se diría que conocía en parte su historia, informada sin duda por los comadreos de la casa que le pertenecía. Con un atrevimiento lleno de tacto, que parecía en gran parte debido a la amistad, le habló de su marido, de su espantosa muerte en un hotel, el Hôtel du Var, de la calle Richelieu.
—Y acababan ustedes de desembarcar, ¿no es eso? Nunca había estado usted en París… Debió de ser horrible; un luto entre desconocidos, al día siguiente de un largo viaje, cuando no se sabe siquiera dónde establecerse…
Elena, lentamente, inclinaba la cabeza. Sí, había pasado horas verdaderamente terribles. La enfermedad que debía arrebatarle a su marido se había declarado súbitamente, al día siguiente de su llegada, en el momento en que iban a salir juntos. No conocía ni una calle; ignoraba incluso el nombre del barrio en que se encontraba; y durante ocho días permaneció encerrada con aquel moribundo, escuchando debajo de su ventana los rumores de todo París, sintiéndose sola, abandonada, perdida en lo más profundo de su soledad. Cuando, por primera vez, volvió a poner los pies en la calle, ya era viuda. El recuerdo de aquella gran habitación desnuda, llena de frascos de medicina, en la que ni siquiera las maletas habían sido abiertas, la hacía estremecer todavía
[4]
.
—Me han dicho que su marido casi le doblaba a usted la edad… —preguntó la señora Deberle con gesto del mayor interés, mientras que la señorita Aurelia aguzaba el oído con el fin de no perderse ningún detalle.
—¡Oh no! —respondió Elena—. Apenas contaba seis años más que yo.
Y se dejó llevar a narrar la historia de su matrimonio en pocas palabras: el gran amor que su marido había sentido por ella, cuando vivía con su padre, el sombrerero Mouret, en la calle des Petites-Maries de Marsella; la testaruda oposición de los Grandjean, una familia de ricos refinadores a la que exasperaba la pobreza de la muchacha; una boda triste y furtiva, después de los requerimientos legales, y su precaria vida, hasta el día en que falleció un tío que les había legado alrededor de diez mil francos de renta. Fue entonces cuando Grandjean, que sentía una gran antipatía por Marsella, decidió que vendrían a instalarse en París.
—Entonces, ¿a qué edad se casó usted? —preguntó todavía la señora Deberle.
—A los diecisiete años.
—Debía de estar usted muy bonita.
La conversación decayó. Elena hizo como si no comprendiera.
—La señora Manguelin —anunció el criado.
Apareció una mujer joven, discreta, cohibida. La señora Deberle apenas se levantó. Se trataba de una de sus protegidas, que venía a darle las gracias por un favor. No se quedó más que algunos minutos y se retiró haciendo una reverencia.
Entonces la señora Deberle reanudó la conversación hablando del reverendo Jouve, que ambas conocían. Se trataba de un humilde ecónomo de Notre-Dame-de-Grâce, la parroquia de Passy; pero por su caridad era el sacerdote más querido y respetado del barrio.
—¡Oh! ¡De verdadera unción! —murmuró con un gesto devoto.
—Ha sido muy bueno para con nosotras —dijo Elena—. Mi marido le había conocido en otros tiempos en Marsella… En cuanto se enteró de mi desgracia, quiso encargarse de todo. Fue él quien nos instaló en Passy.
—¿No tiene un hermano? —preguntó Julieta.
—Sí, su madre se volvió a casar… El señor Rambaud también conocía a mi marido… Ha instalado un gran almacén de aceites y productos del Midi en la calle Rambuteau; creo que gana mucho dinero.
Luego añadió jovialmente:
—Ese sacerdote y su hermano constituyen toda mi corte.
Juana, que se aburría sentada en el borde de su silla, miró a su madre con un gesto de impaciencia. Su fino rostro de cabritilla sufría, como si lamentara cuanto se estaba diciendo. Había momentos en que parecía olfatear los perfumes pesados y violentos del salón, lanzando oblicuas miradas a los muebles, desconfiada, advertida de vagos peligros por su exquisita sensibilidad. Luego volvía las miradas hacia su madre con una adoración tiránica.
La señora Deberle se dio cuenta de la inquietud de la niña.
—He aquí —dijo— una pequeña señorita que se aburre y está cansada de comportarse razonablemente como una persona mayor… Mira, sobre este velador hay libros ilustrados.
Juana fue a coger un álbum, pero por encima del libro se escapaban sus miradas hacia su madre con expresión suplicante. Elena, conquistada por el ambiente amable en que se encontraba, no se movía; era de temperamento tranquilo y le agradaba quedarse sentada durante horas. No obstante, cuando el criado anunciaba una tras otra a tres damas: la señora Berthier, la señora Guiraud y la señora Levasseur, estimó que debía levantarse. Pero la señora Deberle exclamó:
—Quédese, por favor; quiero presentarle a mi hijo.
El círculo se ensanchaba delante de la chimenea. Todas aquellas señoras hablaban a un tiempo. Había una que decía estar rendida y contaba que, desde hacía cinco días, no se acostaba antes de las cuatro de la mañana. Otra se lamentaba amargamente de las nodrizas: no había manera de encontrar una que fuese honrada. Luego la conversación recayó sobre las modistas. La señora Deberle sostenía que una mujer no podía vestir bien a las demás: era necesario que fuese un hombre. Entonces dos de las damas cuchichearon a media voz y, al producirse un silencio, se oyeron tres o cuatro palabras; todas se echaron a reír, abanicándose con lánguida mano.
—El señor Malignon —anunció el criado.
Entró un joven alto, vestido muy correctamente, que fue saludado con ligeras exclamaciones. La señora Deberle, sin levantarse, le tendió la mano diciendo:
—¿Qué me dice de ayer en el «Vaudeville»?
—¡Infecto! —contestó.
—¿Cómo infecto?… Ella estuvo maravillosa; cuando se coge el corpiño, echa la cabeza hacia atrás…
—¡Quite usted!… Es de un repugnante realismo.
Entonces se entabló la discusión. Eso de «realismo» se dice pronto; pero el joven no lo aceptaba en ninguna de sus formas.
—¡Nada! —decía, levantando la voz—. ¿Comprenden ustedes? ¡Nada! Esto degrada el arte.
Por este camino, ¡se acabaría viendo cada cosa en los escenarios! ¿Por qué Noemí no llevaba las consecuencias hasta el final? Y esbozó un gesto que escandalizó a todas las señoras. ¡Uf! ¡Qué horror! De todos modos, como la señora Deberle logró colocar su frase sobre el prodigioso efecto que conseguía la actriz y la señora Levasseur contó que una espectadora se había desmayado en la galería, se convino que había sido un gran éxito. Esta palabra cerró del todo la discusión.
Sentado en su butaca, el joven alargaba sus piernas entre las faldas que le rodeaban. Parecía ser amigo íntimo de casa del doctor. Maquinalmente había cogido una flor de una jardinera y la estaba mordisqueando.
La señora Deberle le preguntó:
—¿Ha leído usted la novela…?
No la dejó que terminara y contestó, con aires de superioridad:
—Sólo leo un par de novelas al año.
En cuanto a la exposición del Círculo de Bellas Artes, verdaderamente no valía la pena molestarse. Luego, cuando todos los temas de conversación del día estuvieron agotados, fue a apoyarse en el respaldo del canapé de Julieta, con la que cambió algunas palabras en voz baja, mientras las demás señoras conversaban animadamente entre ellas.
—¡Vaya!, ya se ha marchado —exclamó la señora Berthier volviéndose—. Hace cosa de una hora le encontré en casa de la señora Robinot.
—Sí, y se va a casa de la señora Lecomte —dijo la señora Deberle—. ¡Oh!, es el hombre más ocupado de París.
Y, dirigiéndose a Elena, que había seguido la escena, continuó:
—Un muchacho muy distinguido al que queremos mucho… Tiene intereses con un agente de cambio. Además, es muy rico, y siempre está al corriente de todo.
Las señoras se iban.
—Adiós, querida; ya sabe: el miércoles cuento con usted.
—Sí, eso es; el miércoles.
—Dígame: ¿irá usted a esta fiesta? Una nunca sabe con quién va a encontrarse. Yo iré si va usted.
—¡Bueno!, iré; se lo prometo. Muchos saludos al señor de Guiraud.
Cuando la señora Deberle volvió, encontró a Elena de pie en medio del salón. Juana se apretaba contra su madre, a la que había cogido una mano, y con dedos trémulos y acariciadores la atraía con pequeños tirones hacia la puerta.
—¡Ah!, es verdad —murmuró la dueña de la casa.
Llamó al criado.
—Pedro, diga a la señorita Smithson que traiga a Luciano.
Durante la espera, la puerta se abrió de nuevo, familiarmente, sin que anunciara a nadie. Una bonita muchacha de dieciséis años entró seguida de un viejecito de cara mofletuda y sonrosada.
—Buenos días, hermana —dijo la joven besando a la señora Deberle.
—Buenos días, Paulina… Buenos días, papá —contestó ésta.
La señorita Aurelia, que no se había movido del lado de la chimenea, se levantó para saludar al señor Letellier. Tenía un gran almacén de sedas en el bulevar des Capucines. Desde la muerte de su esposa, paseaba a su segunda hija por todas partes, en busca de un buen partido.