Entre tanto, el acceso declinó. La pequeña pareció hundirse en un gran decaimiento. El médico, aun cuando tranquilizaba a la madre sobre la marcha de la crisis, seguía preocupado. No dejaba de mirar a la enferma y acabó haciendo breves preguntas a Elena, que permanecía de pie al lado de la cama.
—¿Qué edad tiene la niña?
—Once años y medio, doctor.
Hubo un silencio. Bajando la cabeza, se inclinó para levantar el párpado cerrado de Juana y mirar la mucosa. Luego siguió su interrogatorio, sin levantar los ojos hacia Elena.
—¿Tuvo convulsiones siendo más pequeña?
—Sí, señor; pero estas convulsiones desaparecieron hacia la edad de seis años… Es muy delicada. Hace algunos días que se la ve intranquila. Ha tenido calambres, momentos de ausencia…
—¿Sabe usted si hubo enfermedades nerviosas en su familia?
—Lo ignoro… Mi madre murió del pecho.
Dudaba, avergonzada, sin querer confesar la existencia de una abuela encerrada en un manicomio. Toda su ascendencia era trágica.
—Tenga cuidado —dijo de pronto el médico—: va a sufrir un nuevo ataque.
Juana acababa de abrir los ojos. Por un instante miró a su alrededor con aire extraviado, sin pronunciar una palabra. Luego su mirada quedó fija y su cuerpo se inclinó hacia atrás con los miembros tensos y rígidos. De pronto palideció con una palidez lívida y las convulsiones volvieron a manifestarse.
—No la suelte —dijo el doctor—. Cójale la otra mano.
Corrió hacia el velador sobre el cual, al entrar, había dejado un pequeño botiquín. Volvió con un frasco que hizo respirar a la chiquilla. Pero esto causó el efecto de un terrible latigazo. Juana dio tal sacudida, que escapó de las manos de su madre.
—¡No, no, nada de éter! —gritó ésta, advertida por el olor—. El éter la pone como loca.
Apenas los dos lograron mantenerla sujeta. Hacía violentas contracciones, apoyada en los talones y en la nuca, como plegada en dos. Luego caía de nuevo, agitándose en un balanceo que la lanzaba hacia los dos bordes de la cama. Tenía los puños apretados, con el pulgar doblado hacia la palma; por momentos los abría y con los dedos separados buscaba coger objetos en el vacío para retorcerlos. Encontró el chal de su madre y lo agarró fuertemente. Pero lo que por encima de todo atormentaba a Elena era, como decía, que no reconocía a su hija. Su pobre ángel, de carita tan dulce, tenía los rasgos traspuestos, los ojos perdidos en las órbitas, mostrando su nácar azulado.
—Haga algo, se lo ruego —murmuró—. Ya no me quedan fuerzas, señor.
Acababa de acordarse de que la hija de una de sus vecinas, en Marsella, había muerto ahogada en una crisis parecida. Tal vez el médico la engañaba para tranquilizarla. A cada segundo le parecía recibir en la cara el último hálito de Juana, cuya entrecortada respiración se detenía. Entonces, desgarrada, trastornada por la compasión y el terror, lloró. Sus lágrimas cayeron sobre la desnudez de la niña, que había rechazado los cobertores.
Entre tanto, el doctor, con sus dedos largos y flexibles, presionaba ligeramente la base del cuello. La intensidad del acceso disminuyó. Juana, después de algunos movimientos más pausados, quedó inerte. Estaba en medio de la cama, con el cuerpo tendido, los brazos estirados, la cabeza sostenida por la almohada e inclinada sobre el pecho. Elena se agachó y la besó largamente en la frente.
—¿Se terminó? —preguntó a media voz—. ¿Cree usted que habrá nuevos ataques?
El médico hizo un gesto evasivo; luego respondió:
—En todo caso, los otros serán menos violentos.
Había pedido a Rosalía un vaso y una jarra de agua. Llenó la mitad de un vaso, cogió dos nuevos frascos y contó unas gotas. Con el auxilio de Elena, que levantaba la cabeza de la niña, introdujo entre sus dientes apretados una cucharada de esta poción. Ardía intensamente la lámpara y, con su blanca llama, iluminaba el desbarajuste de la habitación, cuyos muebles estaban en desorden. Las ropas que Elena, al acostarse, había echado al respaldo de una butaca, habían caído al suelo y barrían la alfombra. El doctor, que había pisado un corsé, lo recogió para no tropezar de nuevo con él. Un perfume de verbena emanaba de la cama deshecha y las esparcidas ropas. Era como una exhibición violenta de toda la intimidad de una mujer. El doctor fue por sí mismo a buscar una jofaina, empapó un paño y lo aplicó en las sienes de Juana.
—Va usted a resfriarse, señora —dijo Rosalía, que estaba tiritando—. Tal vez se podría cerrar la ventana. El aire es muy frío.
—No, no —gritó Elena—; deje la ventana abierta… ¿Verdad, doctor?
Entraban pequeñas bocanadas de aire agitando las cortinas. Ella ni las notaba, a pesar de que el chal se había deslizado por completo de sus hombros, descubriendo el nacimiento del pecho. Por la espalda, el moño, deshecho, dejaba colgar los locos mechones, que llegaban hasta su cintura. Había descubierto sus brazos desnudos para estar más presta, olvidándose de todo y sin más preocupación que la de su hija. Ante ella, el atareado médico tampoco pensaba en su chaqueta abierta ni en el cuello de su camisa que Juana acababa de arrancar.
—Levántela un poco —dijo—. No, así no… Déme usted la mano.
Le cogió la mano y la puso él mismo bajo la cabeza de la niña, a la que quería hacer tomar una cucharada del medicamento. Luego la llamó a su lado. Se servía de ella como de una enfermera y ella obedecía religiosamente, viendo que su hija parecía más tranquila.
—Acérquese… Va usted a apoyar la cabeza de la niña sobre su hombro mientras yo la ausculto.
Elena hizo lo que le mandaban. Entonces él se inclinó por encima de ella para poner su oído sobre el pecho de Juana. Había rozado con la mejilla el hombro desnudo de Elena y, auscultando el corazón de la hija, habría podido oír los latidos del de la madre. Cuando se incorporó, su aliento se mezcló con el de ella.
—Bueno, aquí no ocurre nada —dijo tranquilo, cosa que alegró a la madre—. Acuéstela de nuevo; no hay por qué atormentarla más.
Pero se produjo un nuevo acceso, que fue mucho menos grave. Juana dejó escapar algunas palabras entrecortadas. A cortos intervalos, dos nuevos accesos abortaron. La niña había caído en una postración que parecía inquietar de nuevo al doctor. La había acostado con la cabeza muy alta, el cobertor subido hasta la barbilla, y durante cerca de una hora permaneció allí velándola, como si aguardara el tono normal de la respiración. Al otro lado de la cama, Elena esperaba igualmente, sin moverse.
Poco a poco se mostró en el rostro de Juana una gran calma. La lámpara la iluminaba con una luz dorada. Su rostro recobraba su óvalo adorable, un tanto alargado, con la gracia y la finura de una cabrita. Sus hermosos ojos cerrados tenían los anchos párpados azulados y transparentes, y bajo ellos se adivinaba el fulgor sombrío de la mirada. Su fina nariz sopló ligeramente y su boca, un poco grande, adquirió una vaga sonrisa. Dormía así, sobre la mata de su pelo desparramado, negro como la tinta.
—Esta vez ya pasó todo —dijo el médico a media voz.
Se volvió arreglando sus frascos y preparándose para marcharse. Elena se le acercó suplicante.
—¡Oh doctor! —murmuró—. No me abandone. Espere unos minutos. Pues, si se produjeran nuevos accesos… Es usted quien la ha salvado.
Con un gesto indicó que ya no había nada que temer. No obstante, se quedó para tranquilizarla. Elena había mandado a Rosalía que se acostara. Pronto, al amanecer, apuntó un día dulce y gris sobre la nieve que blanqueaba los tejados. El doctor fue a cerrar la ventana. Los dos intercambiaron escasas palabras, en voz baja, en medio de aquel gran silencio.
—Le aseguro que no tiene nada grave —dijo—. Únicamente, a su edad, necesita muchos cuidados… Procure, sobre todo, que lleve una vida tranquila, feliz, sin sobresaltos.
Al cabo de un instante, Elena dijo a su vez:
—Es tan endeble, tan nerviosa… No soy siempre dueña de ella. Cualquier tontería le produce alegrías o tristezas que me inquietan por su intensidad… Me quiere con una pasión, con unos celos que la hacen sollozar cuando acaricio a otro niño.
Él inclinó la cabeza, repitiendo:
—Sí, sí, endeble, nerviosa, celosa… El doctor Bodin es quien la cuida, ¿verdad? Le hablaré de ella. Estableceremos un tratamiento enérgico. Está en la edad en que se decide la salud de una mujer.
Viéndole tan afectuoso, Elena sintió un impulso de agradecimiento.
—¡Ay, doctor! ¡Cómo le agradezco tanta molestia como se ha tomado!
Luego, como había alzado la voz, fue a inclinarse por encima de la cama con miedo de haber despertado a Juana. La niña dormía, muy sonrosada, con una leve sonrisa en los labios. En la habitación en calma, flotaba cierta languidez. Una somnolencia recoleta y como tranquilizada se había apoderado de nuevo de los tapices, los muebles, los vestidos dispersos. Todo se sumía y apaciguaba en el amanecer que entraba por las dos ventanas.
Elena estaba de nuevo de pie al lado de la cama. El doctor permanecía al otro extremo. Entre ellos estaba Juana, durmiendo con su ligero respirar.
—Su padre estaba enfermo a menudo —dijo suavemente Elena, volviendo al interrogatorio—. Yo siempre he estado bien.
El doctor, que no la había mirado todavía, levantó los ojos y no pudo evitar una sonrisa al verla tan fuerte y sana. Ella sonrió también con su magnífica sonrisa serena. Su buena salud la hacía feliz.
Entre tanto, él no dejaba de mirarla. Jamás había visto una belleza tan correcta. Alta, magnífica, era una Juno de pelo castaño con reflejos de oro. Cuando volvía lentamente la cabeza, su perfil adquiría una pureza grave, de estatua. Sus ojos, grises, y sus blancos dientes le iluminaban la cara. Tenía la barbilla redonda y un poco fuerte, lo que le daba un aspecto juicioso y firme. Pero lo que sorprendía al doctor era la soberbia desnudez de esta madre. El chal se había escurrido más todavía, descubriendo el pecho y mostrando los brazos, que quedaban desnudos. Una gran mata de pelo, color de oro bruñido, caía sobre sus hombros y se perdía entre los senos. Pese a su falda mal sujeta, estando despeinada y sin arreglar, conservaba una majestad, una altivez honesta y un pudor que la mantenían casta bajo aquella mirada de hombre, en la que se acrecentaba una gran turbación.
Por un momento, ella le examinó también. El doctor Deberle era un hombre de treinta y cinco años, de cara afeitada, un tanto alargada, de penetrante mirada y labios finos. Al mirarle, se dio cuenta también de que su cuello estaba desnudo. Permanecieron así, frente a frente, con la pequeña Juana dormida entre ellos. Pero aquel espacio, que un momento antes parecía inmenso, se diría que se estrechaba. La respiración de la niña era demasiado leve. Entonces Elena, con mano pausada, se subió el chal y se cubrió con él, mientras el doctor abrochaba el cuello de su chaqueta.
—Mamá, mamá… —balbuceó Juana en su sueño.
Se estaba despertando. Cuando hubo abierto los ojos, vio al médico y se inquietó.
—¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó.
Pero ya su madre la estaba besando.
—Duerme, querida; has estado un poco enferma… Es un amigo.
La niña parecía sorprendida. No se acordaba de nada. El sueño se apoderaba de ella y se durmió murmurando con acento mimoso:
—¡Oh! Tengo sueño… Buenas noches, mamita… Si es tu amigo, también lo será mío.
El médico había hecho desaparecer su botiquín y, saludando silenciosamente, se retiró. Elena escuchó un instante la respiración de la niña. Luego, sentada al borde de la cama, se distrajo con la mirada y el pensamiento perdidos. La lámpara, que seguía encendida, palidecía en la plena claridad del día
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Al día siguiente, Elena pensó que sería correcto dar las gracias al doctor Deberle. La forma violenta con que le había obligado a seguirla, la noche entera que él había pasado al lado de Juana, la intranquilizaban, pensando que se trataba de una atención que excedía de la ordinaria visita de un médico. No obstante, dudó un par de días, pues era una gestión que la molestaba por motivos que no podía explicar. Estas vacilaciones la obligaron a pensar en el doctor; y una mañana le encontró y se escondió de él como una chiquilla. En seguida se arrepintió de este gesto de timidez. Su carácter, tranquilo y recto, protestaba contra este desasosiego que penetraba en su vida, por lo que decidió que aquel mismo día iría a dar las gracias al doctor.
La crisis de la pequeña había tenido lugar por la noche del martes al miércoles y ya estaban en sábado. Juana se encontraba completamente repuesta. El doctor Bodin, que había acudido muy inquieto, habló del doctor Deberle con el respeto de un pobre y viejo médico de barrio por un joven colega rico y ya famoso. Contó, no obstante, sonriendo con cierta malicia, que la fortuna procedía de papá Deberle, hombre a quien todo Passy veneraba. El hijo no había tenido más trabajo que el de heredar un millón y medio y una clientela magnífica. Un muchacho muy competente, por cierto, se apresuró a añadir el doctor Bodin, con el que se sentiría muy honrado de celebrar consulta a propósito de la preciosa salud de su amiguita Juana.
Hacia las tres, Elena y su hija bajaron y sólo tuvieron que dar unos cuantos pasos por la calle Vineuse para llamar a la puerta del hotel vecino. Las dos iban todavía de riguroso luto. Fue un ayuda de cámara, de frac y corbata blanca, quien les abrió. Elena reconoció el amplio vestíbulo adornado con tapices de Oriente. No había más que unas jardineras, llenas con profusión de flores, a derecha e izquierda. El criado les había hecho entrar en un pequeño salón cuyo tapizado y cuyos muebles eran de color gualda. Seguía de pie, aguardando. Entonces Elena le dijo su nombre:
—Señora Grandjean.
El criado abrió la puerta de un salón amarillo y negro y, cediéndoles el paso, repitió:
—Señora Grandjean.
Elena, ya en el umbral, tuvo un gesto de retroceso. Acababa de percibir al otro extremo, en el ángulo de la chimenea, una joven dama sentada en un estrecho canapé que la amplitud de sus faldas ocupaba enteramente. Frente a ella, una persona de edad, que no se había quitado el sombrero ni el chal, estaba de visita.
—Perdón —murmuró Elena—. Yo deseaba ver al doctor Deberle.
Y cogió de nuevo la mano de Juana, a la que había hecho pasar delante de ella. La sorprendía y cohibía aparecer así ante esta joven señora. ¿Por qué no había preguntado por el doctor? No obstante, bien sabía que estaba casado.