Una página de amor (27 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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Sonaron ligeros aplausos cuando la cantante se calló y algunas voces se extasiaron:

—¡Delicioso! ¡Encantador!

El apuesto Malignon alargaba los brazos por encima de los peinados de las damas, aplaudía con sus dedos enguantados, sin hacer ruido, y repetía: «¡Bravo! ¡Bravo!», con una voz cantarina que dominaba las demás.

En seguida este entusiasmo decayó, las caras perdieron su tiesura para sonreír, algunas damas se levantaron y las conversaciones se reanudaron en medio de una sensación general de alivio.

Aumentaba el calor y un olor almizclado se desprendía de los tocados con el aleteo de los abanicos. Había momentos en que, entre el murmullo de las conversaciones, sonaba una nítida risa o una palabra pronunciada en voz alta hacía volver las cabezas. Ya, por tres veces Julieta había ido al pequeño salón para suplicar a los hombres que en él se refugiaban que no abandonasen a las señoras. La seguían; pero diez minutos después habían desaparecido de nuevo.

—Es insoportable —murmuraba con un gesto de enfado—, no hay manera de que se quede uno.

Entretanto, la señorita Aurelia daba a Elena el nombre de las señoras ya que ésta sólo había acudido por dos veces a las tertulias del doctor. Estaba toda la alta burguesía de Passy, gente muy rica. Luego, inclinándose:

—Decididamente, es cosa hecha… La señora de Chermette casa a su hija con ese rubio alto con el que ella ha estado liada durante dieciocho meses… Por lo menos, tendremos a una suegra que amará a su yerno. —Pero se interrumpió muy sorprendida—. ¡Diantre! ¡El marido de la señora Levasseur hablando con el amante de su esposa! No obstante, Julieta había jurado que ya no los recibiría juntos.

Elena, con una mirada lenta, recorrió todo el salón. ¿Es que en este mundo digno, entre esta burguesía aparentemente decente, sólo había mujeres culpables? Su rigorismo provinciano se escandalizaba de tanta promiscuidad tolerada en la vida parisiense. Amargamente se burlaba de haber sufrido tanto cuando Julieta ponía su mano en la suya. Realmente, era una tontería tener tantos escrúpulos. El adulterio se aburguesaba de una manera plácida, aguzado con una pizca de refinamiento coqueto
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. La señora Deberle, ahora, parecía haber hecho las paces con Malignon y, pequeñaja, acurrucando sus redondeces de morenita mañosa en una butaca, reía las agudezas que él le estaba diciendo. El señor Deberle acertó a pasar.

—Esta noche, ¿no se pelean ustedes? —preguntó.

—No —respondió Julieta muy alegre—. Dice tantas tonterías… Si tú supieras todas las tonterías que me dice…

Se cantó de nuevo. Pero el silencio fue más difícil de lograr. Era el joven Tissot, que cantaba un dúo de
La Favorita
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con una señora muy madura que iba peinada como una niña. Paulina, de pie junto a una de las puertas, en medio de los negros fracs, miraba al cantante con un aire de sincera admiración, como había aprendido que se miran las obras de arte.

—¡Oh qué cabeza más bonita! —dejó escapar en medio de una frase apagada del acompañamiento, pero en voz tan alta que todo el salón la oyó.

La velada avanzaba y el cansancio se reflejaba en todas las caras. Algunas señoras, sentadas en la misma butaca desde hacía tres horas, tenían un aspecto de aburrimiento inconsciente, felices, no obstante, de aburrirse allí. Entre dos piezas, escuchadas a medias, las conversaciones se reanudaban y parecía como si fuera la sonoridad del piano que perdurara. El señor Letellier contaba que había ido a vigilar un pedido de sedas a Lyon; las aguas del Saône no se mezclaban con las del Ródano, cosa que le había sorprendido mucho. El señor de Guiraud, un magistrado, dejaba caer sus sentenciosas frases sobre la necesidad de poner un dique a los vicios de París. Otros rodeaban a un señor que había conocido a un chino y estaba dando detalles. Dos señoras, en un rincón, intercambiaron confidencias sobre el servicio. No obstante, en el grupo de señoras presidido por Malignon se hablaba de literatura: la señora Tissot declaraba que Balzac
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era ilegible; Malignon estaba muy lejos de negarlo, pero mantenía que, de vez en cuando, en Balzac se encontraba alguna página bien escrita.

—Un poco de silencio —reclamó Paulina—. Va a tocar.

Era la pianista, aquella dama que tenía tanto talento. Todas las cabezas se volvieron por cortesía. Pero en medio del silencioso recogimiento se oyeron gruesas voces de hombre discutiendo en el pequeño salón. La señora Deberle estaba a punto de desesperarse; estas cosas le causaban una preocupación infinita.

—Son insoportables —murmuró—. Que se queden en su casa, si no quieren venir; pero, por lo menos, que se callen.

Y mandó a Paulina, quien de mil amores fue a dar el recado.

—Sepan ustedes, señores, que van a tocar el piano —dijo con su serena osadía de virgen en su traje de reina—; se les suplica silencio.

Hablaba muy alto y tenía la voz chillona; y como luego se quedó allí, con los hombres, para reír y bromear, el ruido se hizo mucho más fuerte. La discusión prosiguió y ella les daba nuevos argumentos. En el salón, la señora Deberle, estaba sufriendo; todo el mundo estaba cansado de tanta música y permanecía indiferente. La pianista se sentó de nuevo apretando los labios, pese a los exagerados cumplidos que la dueña de la casa se creyó en el deber de hacerle.

Elena sufría. Enrique parecía como si no la viera; ni había vuelto a acercarse. De vez en cuando le sonreía desde lejos. Al principio de la velada ella se había tranquilizado al encontrarle tan puesto en razón; pero, desde que ella conocía la historia de la otra pareja, hubiese querido algo, una muestra de cariño, aun cuando pudiera comprometerla. La agitaba un deseo confuso, mezcla de toda clase de malos sentimientos. ¿Es que ya no la amaba, puesto que podía permanecer tan indiferente? En verdad que estaba eligiendo bien el momento. ¡Ay, si ella pudiese decírselo todo, informarle de la indignidad de esa mujer que llevaba su nombre!… Entonces, mientras el piano desgranaba sus brillantes arpegios, se le ocurrió un sueño: Enrique había echado a Julieta y ella estaba con él, como si fuera su esposa, en uno de esos países lejanos cuyo idioma se ignora.

Una voz la hizo estremecer.

—Entonces, ¿no va a tomar usted nada? —preguntaba Paulina.

El salón estaba vacío. Todo el mundo había pasado al comedor para tomar el té. Elena se levantó trabajosamente; todo se embarullaba en su cabeza. Pensaba que todo lo había soñado: las palabras oídas, la próxima caída de Julieta, el adulterio burgués, sonriente y apacible. Si todo esto fuese verdad, Enrique ya estaría junto a ella y los dos habrían ya abandonado aquella casa.

—Tomará usted una taza de té, ¿no es eso?

Sonrió y dio las gracias. La señora Deberle le había guardado un puesto en la mesa. Bandejas de dulces y pastelería cubrían el mantel a la par que un enorme bollo y dos tartas se elevaban simétricamente dispuestos en sus compoteras. Como había poco espacio, las tazas de té se tocaban casi, separadas dos a dos, por finas servilletas grises de largos flecos. Sólo las señoras estaban sentadas. Comían con la punta de sus dedos desenguantados, pastelitos y frutas escarchadas, y se pasaban el jarro de la nata, sirviéndose ellas mismas con gesto delicado. Sin embargo, tres o cuatro se habían compadecido y servían a los hombres. Estos, de pie a lo largo de las paredes, bebían tomando toda clase de precauciones para librarse de los codazos involuntarios. Otros permanecían en los dos salones, esperando que los pasteles viniesen hacia ellos. Era el momento en que Paulina triunfaba. Se hablaba más fuerte, las risas y los ruidos cristalinos de los servicios de plata resonaban, el olor a almizcle se hacía más cálido con el perfume penetrante del té.

—Acérqueme el bollo, por favor —dijo la señorita Aurelia, que se encontraba precisamente al lado de Elena—. Todas estas golosinas me resultan poco sólidas.

Ya había vaciado dos bandejas. Después, con la boca llena, añadió:

—La gente ya se va retirando… Ahora estaremos a gusto.

En efecto, algunas señoras se iban ya, después de haber estrechado la mano a la señora Deberle. Muchos caballeros se habían marchado discretamente. El departamento se iba vaciando. Entonces unos señores se sentaron a su vez a la mesa; pero la señorita Aurelia no abandonó su puesto. Lo que quería, en realidad, era un vaso de ponche.

—Voy a buscarle uno —dijo Elena levantándose.

—¡Oh no, gracias!… No se tome tanta molestia.

Desde hacía un rato, Elena estaba vigilando a Malignon. Había ido a estrechar la mano del doctor y saludaba ahora a Julieta en el umbral de la puerta. Ella mostraba su blanco rostro, sus claros ojos, su complaciente sonrisa, y se hubiera podido creer que él le hacía sus cumplidos a propósito de la velada. Como Pedro servía el ponché sobre un aparador, junto a la puerta, Elena avanzó y maniobró en forma que quedó escondida tras los pliegues de los cortinajes. Escuchó.

—Se lo ruego —decía Malignon—, venga pasado mañana… La esperaré a las tres…

—¿Cuándo tendrá usted formalidad? —respondió la señora Deberle riéndose—. ¡No diga tonterías!

Pero él insistía, repitiendo siempre:

—La esperaré… Venga pasado mañana… ¿Sabe usted dónde?

Entonces, rápidamente, ella murmuró:

—Bueno, sí; pasado mañana.

Malignon se inclinó y partió. La señora de Chermette se retiraba junto con la señora Tissot. Julieta las acompañó alegremente hasta la antecámara, diciendo a la primera, con su ademán más amable:

—Iré a verla pasado mañana… Tengo que hacer una infinidad de visitas ese día.

Elena había permanecido inmóvil, muy pálida. Mientras, Pedro, que había servido el ponche, le acercó un vaso. Ella lo tomó maquinalmente y lo llevó a la señorita Aurelia que se dedicaba ahora a la fruta escarchada.

—¡Oh! Es usted demasiado amable —exclamó la solterona—. Ya hubiese llamado a Pedro… ¿Ve usted?, es un error no ofrecer ponche a las señoras… Cuando se tienen mis años…

Se interrumpió al notar la palidez de Elena.

—Seguro que se siente usted enferma… Tome un vaso de ponche.

—Gracias, no es nada. Es que hace tanto calor…

Se tambaleó y volvió al salón desierto, dejándose caer en una butaca. Las lámparas ardían con luz rojiza; las bujías de la araña, muy bajas, amenazaban hacer estallar las arandelas. Se oyeron, desde el comedor, las despedidas de los últimos invitados. Elena olvidaba marcharse, quería seguir allí para reflexionar. Así pues, no se trataba de un sueño. Julieta iría a casa de ese hombre. Pasado mañana: sabía el día. ¡Oh!, dejaría de preocuparse; éste era el propósito que llenaba su mente. Luego pensó que su deber era hablar con Julieta y evitar su falta. Pero esta buena idea la dejaba fría, por lo que la apartó como algo inoportuno. En la chimenea, que miraba fijamente, un leño apagado crujió. El aire, pesado y adormecido, conservaba el olor de las cabelleras.

—¡Vaya!, está usted ahí —exclamó Julieta al entrar—. ¡Ah, qué amable al no haberse marchado en seguida!… ¡Por fin se respira! —Y como Elena, sorprendida, hiciera un gesto para levantarse, añadió—: Aguarde, usted no tiene ninguna prisa… Enrique, tráeme, mis sales.

Permanecían allí tres o cuatro personas, los íntimos. Se sentaron ante el apagado fuego y charlaron con agradable abandono, en el descanso de la gran habitación adormecida. Las puertas estaban abiertas, se veía el saloncito vacío, el comedor vacío, todo el departamento todavía iluminado e inmerso en un profundo silencio. Enrique mostraba una amable galantería cerca de su esposa; acababa de subir a su dormitorio para recoger las sales, que ella respiraba cerrando lentamente los ojos. Le preguntó si no se habría fatigado demasiado. Sí, sentía un poco de cansancio, pero estaba encantada, todo había sido perfecto. Entonces contó que las noches en que recibía no podía dormirse y se agitaba en la cama hasta las seis de la madrugada. Enrique se sonrió y bromearon. Elena los miraba y se estremeció en aquella somnolencia que, poco a poco, parecía apoderarse de toda la casa.

Ahora, sólo quedaban dos personas. Pedro había ido a buscar un coche y Elena se quedó la última. Dio la una. Enrique, sin hacer cumplidos, sopló unas bujías que estaban recalentando las arandelas. Era como si se acostaran; apagadas una a una las luces, la habitación se hundía en una penumbra de alcoba.

—Les impido meterse en la cama —balbuceó Elena levantándose bruscamente—. Despídanme ya.

Se había puesto muy colorada. La sangre la ahogaba. La acompañaron hasta la antecámara; pero allí, como estaba fría, el doctor se inquietó por su esposa, cuyo traje era muy descotado.

—Entra de nuevo o te pondrás mala… Estás muy acalorada.

—Bueno, ¡adiós! —dijo Julieta, que besó a Elena como hacía siempre en sus momentos de ternura—. Venga a verme más a menudo.

Enrique había cogido el abrigo de pieles y lo mantenía abierto para ayudar a Elena. Cuando ésta hubo metido los dos brazos, fue él quien levantó el cuello, abrigándola así con una sonrisa ante un inmenso espejo que cubría una de las paredes de la antecámara. Estaban solos y se miraban en el espejo. Entonces, de pronto, sin volverse, envuelta en sus pieles, se dejó caer en sus brazos. Desde hacía tres meses, sólo habían intercambiado amistosos apretones de manos; querían dejar de amarse. El dejó de sonreír; su rostro cambió, ardiente e hinchado. La estrechó locamente, la besó en el cuello y ella inclinó la cabeza hacia atrás para devolverle el beso.

II

Elena no durmió en toda la noche. Se revolvía febril, y cuando se hundía en la modorra la misma angustia la despertaba con un sobresalto. En la pesadilla de ese duermevela, se sentía atormentada por una idea fija: hubiera querido conocer el lugar de la cita. Le pareció que esto la tranquilizaría. No podía tratarse del reducido entresuelo de Malignon en la calle Taitbout, del que se hablaba a menudo en casa de los Deberle. ¿Dónde, entonces, dónde? Su mente trabajaba a su pesar y había olvidado totalmente la aventura para hundirse en esta búsqueda enervante, llena de oscuros deseos.

Cuando llegó el día, se vistió y se sorprendió diciéndose en voz alta:

—Es para mañana.

Con un pie calzado y las manos inertes, pensaba ahora que puede que se tratase de algún departamento amueblado, cualquier habitación alquilada por meses. Luego, tal supuesto la repugnó. Imaginaba que había de ser un departamento delicioso, con gruesos cortinones, flores, y grandes fuegos ardiendo en todas las chimeneas. Ya no eran Julieta y Malignon los que se encontraban allí; se veía a sí misma con Enrique en el fondo de ese muelle refugio, donde no llegaban los ruidos del exterior. Se estremeció dentro de su peinador mal abrochado. ¿Dónde sería? ¿Dónde?

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