Elena Grandjean vive en París, con su hija Juana. Su esposo murió poco después de su llegada a la capital. Elena es una mujer muy guapa que suscita la admiración de los hombres pero a ella lo único que le importa es su hija, una niña de frágil salud. Una noche en que Juana enferma Elena pide ayuda a su vecino, el doctor Deberle quien salvará posiblemente a la chica de esta noche de angustia, pero se llevará en su corazón la imagen de Elena. París va a ser el testigo de este amor imposible…
Es una novela «menor» en el ciclo de Rougon, un paréntesis después de La Taberna (un gran escándalo) y antes de Nana. Aquí, el protagonista es París. La novela está compuesta por cinco partes que finalizan con una descripción de la gran ciudad, que devuelve al personaje que lo mira su propio estado de ánimo.
Émile Zola
Una página de amor
ePUB v1.0
griffin23.06.12
Título original:
Une page d’amour
Émile Zola, 1878.
Traducción: J. F. Vidal Jové
Editor original: griffin (v1.0)
ePub base v2.0
Une page d'amour
no figuraba en la primera lista establecida en 1868 de las novelas que habían de constituir la serie de
Les Rougon-Macquart. Histoire naturelle et sociale d'une famille sous le Second Empire
, ni tampoco en el plan establecido al año siguiente por el editor Albert Lacroix.
Une page d'amour
, según escribe el mismo Zola, debía ser «una especie de entreacto sentimental» que intercaló entre
L'assomoir
y
Nana
. Esto explica la multitud de ediciones independientes de
Les Rougon-Macquart
que de
Une page d'amour
se han publicado.
El propósito de Zola era explicar la historia general del amor «de nuestro tiempo, sin mentiras de poeta ni prejuicios de realista». Edmondo d'Amicis, en sus
Souvenirs de París et de Londres
, cuenta que, preparando su novela, Zola exclamó:
Je ferai pleurer tout Paris
.
Sin entrar en el análisis de la obra (que puede corresponder al prologuista y al crítico), haremos notar una única particularidad respecto al personaje principal. En sus notas, en sus primeros esbozos, su nombre es Agathe; pero, a medida que la heroína va cobrando cuerpo, aparece alta, soberbia, correcta:
un profil romain, une Junon châtaine
. El nombre de Agathe sugería muy poco: al escribir la tercera parte del libro, Agathe se convierte en
Hélène
.
La lamparilla, en su cuernacilla azulada, ardía sobre la chimenea, tras un libro cuya sombra oscurecía la mitad de la habitación. Daba una claridad tranquila que recortaba el velador y el canapé, perfilaba los amplios pliegues de los cortinones de terciopelo y azuleaba el espejo del armario de palisandro colocado entre las dos ventanas. La armonía burguesa de la pieza, el azul del tapizado de los muebles y de la alfombra, a esta hora nocturna, adquirían una indecisa suavidad de nube. Frente a las ventanas, en la parte en sombra, la cama, igualmente cubierta de terciopelo, formaba una masa negra, iluminada solamente por la palidez de las sábanas. Elena, con las manos cruzadas, respiraba suavemente en una actitud tranquila de madre y de viuda.
En medio del silencio, el reloj dio la una. Los rumores del barrio habían muerto. Hasta estas alturas del Trocadero, París enviaba tan sólo su lejano ronquido. La leve respiración de Elena era tan suave, que no llegaba a agitar la línea casta de su pecho. Dormitaba en un sueño delicioso, tranquilo y firme, con su perfil correcto, sus cabellos castaños firmemente anudados, la cabeza inclinada, como si se hubiese dormido mientras estaba escuchando. Al fondo de la habitación, la puerta de un gabinete, abierta de par en par, agujereaba la pared con su cuadro en tinieblas.
No subía el menor ruido. Dio la media. El sueño que embargaba y anonadaba la habitación entera hacía más débil el latido del péndulo. La lamparilla dormía, los muebles dormían; encima del velador, junto a una lámpara apagada, dormía una labor femenina. Elena, dormida, conservaba su grave gesto de bondad.
Cuando dieron las dos, esta paz se turbó; de las tinieblas del gabinete salió un suspiro. Luego hubo un arrugar de ropas y volvió el silencio. Pero ahora se percibía una respiración oprimida. Elena no se movía. Mas de repente se incorporó. Un balbuceo confuso de niño que sufre acabó de despertarla. Se llevó las manos a las sienes, todavía adormilada, cuando un grito apagado la hizo saltar sobre la alfombra.
—¡Juana!… ¡Juana!… ¿Qué te pasa? ¡Contesta! —ordenó.
Y, como la chiquilla se callara, murmuró, mientras corría para coger la lamparilla:
—¡Dios mío!, no se sentía bien; no debí acostarme.
Entró precipitadamente en la pieza vecina, donde reinaba un pesado silencio. La mariposa, anegada en aceite, daba una claridad temblorosa que sólo reflejaba, en el techo, una mancha redonda. De momento Elena, inclinada sobre la camita de hierro, nada pudo distinguir. Luego, en la azulada claridad, en medio de las sábanas rechazadas, vio a Juana rígida, con la cabeza traspuesta, los músculos del cuello firmes y tensos. Una contracción desfiguraba el pobre y adorable rostro, cuyos ojos abiertos estaban fijos en el remate de las cortinas.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío, se está muriendo!
Y, dejando la lamparilla, palpó a su hija con manos temblorosas. No logró encontrar el pulso. El corazón parecía detenerse. Los bracitos y las piernecillas se tensaban violentamente. Entonces, aterrorizada, se sintió enloquecer y balbuceó:
—¡Mi niña se muere! ¡Socorro!… ¡Mi niña! ¡Mi niña!
Regresó a su dormitorio dando vueltas, tropezando, sin saber hacia dónde iba; luego volvió al gabinete y se lanzó de nuevo hacia el lecho sin dejar de pedir socorro. Había cogido a Juana en sus brazos y le besaba los cabellos, recorriendo con las manos todo el cuerpo suplicándole que contestara. Una palabra, tan sólo una palabra. ¿Dónde le dolía? ¿Quería un poco de la medicina del otro día? Tal vez el aire la reanimaría… Y se empeñaba en querer oírla hablar.
—¡Dime, Juana, dime! ¡Por favor!
¡Dios mío!, sin saber qué hacer; así, de repente, en medio de la noche. Ni siquiera una luz. Sus ideas se barajaban; seguía hablando a su hija, preguntando y respondiendo por ella. Sería algo del estómago o de la garganta; no sería nada; debía calmarse. Hacía un gran esfuerzo para conservar la serenidad; pero la impresión que le causaba su hija, rígida entre sus brazos, le revolvía las entrañas. La veía convulsa y sin aliento; intentaba razonar, resistir al impulso de gritar; pero de pronto, a pesar suyo, gritó.
Cruzó el comedor y la cocina llamando:
—¡Rosalía! ¡Rosalía!… ¡De prisa, un médico!… Mi niña se muere…
La criada, que dormía en un cuartucho detrás de la cocina, lanzó una exclamación. Elena se había vuelto corriendo. Pataleaba en camisa, sin que pareciera notar el frío de la glacial noche de febrero. ¡Esta criada dejaría morir a su hija! Apenas había transcurrido un minuto; fue de nuevo a la cocina, volvió a su cuarto. Rápidamente, a tientas, se puso una falda y echó un chal sobre sus hombros. Tropezaba con los muebles, llenaba con la violencia de su desesperación aquella pieza donde durmiera una paz tan recoleta. Luego, en zapatillas, dejando las puertas abiertas, descendió ella misma los tres pisos con la idea de que sólo ella lograría traer un médico.
Cuando la portera hubo tirado del cordón, Elena se encontró en la calle, zumbándole los oídos, perdida la cabeza. Descendió rápidamente por la calle de Vineuse y llamó a casa del doctor Bodin, que ya había cuidado a Juana. Una sirviente, al cabo de una eternidad, vino a decirle que el doctor había ido a atender a una mujer que estaba de parto. Elena se quedó como atontada en la acera. No conocía a otro doctor en Passy. Por unos instantes, recorrió las calles mirando las fachadas. Soplaba un airecillo helado; caminaba con sus zapatillas sobre una nieve ligera que había caído por la tarde. Veía ante ella constantemente a su hija y se le ocurrió la angustiosa idea de que era ella la que la estaba matando si no lograba un médico en seguida. Entonces, al subir por la calle de Vineuse, se colgó del cordón de una campanilla. Podía preguntar, y quizá le darían alguna dirección. Llamó de nuevo porque no se apresuraban bastante en abrir. El viento aplastaba la ligera falda contra sus piernas y los mechones de su pelo volaban a su merced.
Por fin, un criado vino a abrir y le dijo que el doctor Deberle estaba acostado. ¡Había llamado en casa de un doctor! Esto quería decir que el cielo no la abandonaba. Empujó al criado para entrar, repitiendo:
—¡Mi niña! ¡Mi niña se muere!… Dígale que venga.
Estaba en un hotelito lleno de tapices. A empujones, subió al piso luchando con el sirviente, contestando, a todas sus observaciones, que su niña se estaba muriendo. Llegados a una habitación, se avino a esperar; pero, en cuanto oyó que el médico se levantaba, se acercó y le habló a través de la puerta.
—¡De prisa, señor, se lo ruego!… ¡Mi niña se muere!
Cuando el médico apareció, de americana, sin corbata, le atrajo hacia sí sin permitir que acabara de vestirse. Él la había reconocido. Habitaba en la casa de al lado y era su inquilina. También en ella, cuando él le hizo cruzar un jardín para acortar el camino pasando por una puerta de comunicación que había entre las dos viviendas, algo despertó en su memoria repentinamente.
—Es verdad —murmuró—; es usted médico, y yo lo sabía… Ya ve usted cómo me volví loca. Démonos prisa.
En la escalera quiso que él pasara delante. No hubiese llevado a su casa al Santísimo con mayor devoción. Arriba, Rosalía había permanecido junto a Juana y había encendido la lámpara colocada encima del velador. En cuanto el médico entró, cogió esta lámpara para iluminar vivamente a la niña, que conservaba una rigidez dolorosa; sólo la cabeza había resbalado, y rápidas convulsiones crispaban su rostro. Durante un minuto, nada dijo, frunciendo los labios. Elena le miraba ansiosa. Cuando el médico se dio cuenta de esta mirada de madre que le imploraba, murmuró:
—No será nada… Pero no debemos dejarla aquí: necesita aire.
Elena, con gesto pronto, se la llevó en brazos. Hubiese besado las manos de este médico por sus buenas palabras; una dulce calma se apoderó de ella. Pero, en cuanto puso a Juana en su gran lecho, este pobre cuerpecillo de chiquilla se agitó en violentas convulsiones. El médico había quitado la pantalla de la lámpara y una blanca claridad llenaba la estancia. Fue a abrir una ventana y ordenó a Rosalía que sacara el lecho fuera de las cortinas. Elena, angustiada de nuevo, balbuceaba:
—¡Pero es que se muere, señor!… Véalo, véalo… ¡Ni me parece la misma!
Él no contestó, siguiendo el acceso con atenta mirada. Luego dijo:
—Entre en la alcoba; sujétele las manos para que no se arañe… Así, suavemente, sin violencia… No se inquiete; es necesario que la crisis siga su curso.
Y los dos, inclinados sobre la cama, sujetaban a Juana, cuyos miembros se distendían con bruscas sacudidas. El médico había abrochado su americana para ocultar el cuello desnudo. Elena permanecía oculta, envuelta en el chal que había echado sobre sus hombros. Pero Juana, debatiéndose, tiró de un extremo del chal y desabrochó el cuello de la americana. Ni siquiera se dieron cuenta: ni el uno ni el otro se veían.