Precisamente este día la señora Deberle tenía que quedarse en casa. En cuanto el doctor se hubo marchado, Elena se apresuró a ponerse el sombrero. Juana se negaba a salir; se sentía mejor cerca del fuego, sería muy buena y no abriría la ventana. Desde hacía algún tiempo había dejado de atormentar a su madre, queriendo acompañarla, y se limitaba a dirigirle una larga mirada. Después, en cuanto estaba sola, se hacía un ovillo en su butaca, y así permanecía horas y horas sin moverse.
—Mamá, ¿está lejos Italia? —preguntó cuando Elena se acercaba para besarla.
—¡Oh!, muy lejos, chiquilla mía.
Pero Juana la había cogido por el cuello y no la dejó que se incorporara en seguida, murmurando:
—¿Eh? Rosalía se quedaría para guardar tus cosas… No nos haría ninguna falta… Si lo piensas, con un baúl no muy grande… ¡Oh, qué bonito sería, mamita!… ¡Las dos sólitas!… Al volver, habría engordado. Mira: así.
Hinchaba las mejillas y arqueaba los brazos. Elena contestó con una evasiva y se escapó, encargando a Rosalía vigilara atentamente a la señorita. Entonces la niña se acurrucó en el rincón de la chimenea, mirando arder el fuego y sumida en sus ensueños. De vez en cuando avanzaba maquinalmente las manos para calentarlas. El reflejo de la llama fatigaba sus grandes ojos. Estaba tan distraída, que no oyó entrar al señor Rambaud. Este multiplicaba sus visitas con el pretexto de la mujer paralítica que el doctor Deberle no había hecho entrar, todavía, en los Incurables. Era enojoso; aquella pobre mujer esperaba desde hacía una semana; pero luego él bajaría y vería al doctor, que quizá le diese una respuesta. Sin embargo, no se movía. Cuando encontraba a Juana sola, se sentaba en el otro rincón de la chimenea y hablaba con ella como con una persona mayor.
—¿Tu madre no te llevó con ella? —preguntó.
Juana se encogió de hombros con un ademán de cansancio. La fatigaba demasiado ir a casa de los demás. No había nada que le gustara. Y añadió:
—Me hago vieja; no puedo estar jugando todo el tiempo… Mamá se divierte fuera y yo me divierto dentro; por esto no estamos juntas.
Hubo un silencio. La niña se estremeció y acercó las manos a las brasas, que ardían con un resplandor rosado. Recordaba, en efecto, a una buena mujer arropada con una inmensa manteleta, con un pañuelo al cuello y otro en la cabeza. Al fondo de todos estos ropajes, se la adivinaba menudita, como un pájaro enfermo, despeluznado y soplándose las plumas. El señor Rambaud, con las manos cruzadas sobre las rodillas, contemplaba el fuego. Después, volviéndose hacia Juana, le preguntó si su madre había salido la víspera. Ella contestó con un signo afirmativo. ¿Y la antevíspera, y el día anterior? Ella contestaba siempre que sí inclinando la barbilla. Su madre salía todos los días. Entonces el señor Rambaud y la pequeña se miraron largamente, con rostros pálidos y graves, como si tuviesen en común una gran pena. No hablaron más de ella, pues una chiquilla y un hombre viejo no pueden hablar de eso entre sí; pero sabían perfectamente por qué estaban tan tristes y por qué les gustaba permanecer así, a derecha e izquierda de la chimenea, cuando la casa estaba vacía. Esto los consolaba mucho. Se apretaban uno contra el otro para sentir menos su abandono. Cuando estas efusiones de cariño los acometían, hubiesen querido abrazarse y llorar.
—Tienes frío, buen amigo; estoy segura… Acércate al fuego.
—No, querida, no tengo frío.
—Mientes. Tus manos están heladas… Acércate o me enfado.
Después era él quien se inquietaba:
—Apuesto cualquier cosa a que no te dejaron tisana… Voy a hacerte, ¿quieres? ¡Oh!, la hago muy bien… Si yo te cuidara, verías como no te faltaría nada.
No se permitían alusiones más claras. Juana, con viveza, contestaba que la tisana le daba asco; le hacían tragar demasiada. No obstante, a veces consentía que el señor Rambaud diese vueltas a su alrededor como una madre; le deslizaba un almohadón tras de la espalda, le daba la medicina que ella había olvidado, la sostenía cuando daba vueltas por la habitación, pendiente de su abrazo. Eran mimos que enternecían a los dos. Como decía Juana, con su profunda mirada, cuya llamarada tanto turbaba al buen hombre, jugaban al papá y a la hija, en tanto que mamá no estaba allí. Pero de pronto los acometía la tristeza y dejaban de hablar, observándose a escondidas, sintiendo uno lástima del otro.
Aquel día, después de un largo silencio, la niña repitió la pregunta que ya había hecho a su madre:
—¿Está lejos Italia?
—¡Oh, ya lo creo! —dijo el señor Rambaud—. Está por allí, detrás de Marsella, por el quinto pino… ¿Por qué me preguntas esto?
—Porque sí —dijo ella gravemente.
Entonces se dolió de no saber nada. Siempre estaba enferma y jamás había estado en un pensionado. Ambos se callaron, el gran calor del fuego los adormilaba.
Entretanto, Elena había encontrado a la señora Deberle y a su hermana Paulina en el pabellón japonés, donde a menudo pasaban la tarde. Hacía mucho calor allí; una boca de calefacción soplaba un aliento sofocante. Las amplias cristaleras estaban cerradas. Se percibía el estrecho jardín, con su atuendo de invierno, semejante a una gran sepia tratada con un maravilloso acabado, destacando sobre la tierra parda las pequeñas ramas negras de los árboles. Las dos hermanas disputaban agriamente.
—¡Déjame tranquila! —gritaba Julieta—. Nuestro interés, bien entendido, está en sostener a Turquía
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—Yo he hablado con un ruso —respondió Paulina, igualmente agresiva—. En San Petersburgo se nos quiere; nuestros verdaderos aliados están de este lado.
Pero Julieta adoptó un aire grave y, cruzándose de brazos, replicó:
—Entonces, ¿cómo te las arreglas con el equilibrio europeo?
La cuestión de Oriente apasionaba a París. Esta era la conversación corriente; ninguna mujer que frecuentara un poco la sociedad podía decentemente hablar de otra cosa. De modo que, desde hacía dos días, la señora Deberle se dedicaba con convicción a la política exterior. Tenía ideas muy firmes sobre las diversas eventualidades que amenazaban producirse. Su hermana Paulina la fastidiaba mucho porque se permitía la originalidad de sostener a Rusia contra los intereses evidentes de Francia. Trataba de convencerla, pero pronto se enfadaba.
—¡Vaya! Cállate, porque estás hablando cómo una tonta… Si por lo menos hubieses estudiado el problema conmigo…
Se interrumpió para saludar a Elena, que entraba.
—Buenos días, querida… Ha sido usted muy amable al venir. ¿No sabe usted nada? Esta mañana se hablaba de un ultimátum. La sesión de la Cámara de los Comunes ha sido muy agitada.
—No, no sé nada —respondió Elena, a quien la pregunta había dejado estupefacta—. Salgo tan poco…
Por otra parte, Julieta no había esperado la contestación. Estaba explicando a Paulina por qué había que neutralizar el mar Negro, y mencionaba de vez en cuando generales ingleses y rusos con mucha soltura y una pronunciación muy correcta. Pero Enrique acababa de entrar, llevando en la mano un paquete de periódicos. Elena comprendió que bajaba para verla a ella. Sus ojos se habían buscado y sus miradas se habían fijado fuertemente una en otra. Luego se dieron por entero en un largo y silencioso apretón de manos.
—¿Qué traen los periódicos? —preguntó febrilmente Julieta.
—¿Los periódicos, querida? —dijo el doctor—. Los periódicos nunca dicen nada.
Entonces se olvidó por un momento la cuestión de Oriente y, reiteradamente, se habló de alguien con quien se contaba y que no venía. Paulina hizo notar que iban a dar las tres. La señora Deberle afirmaba que vendría: lo había prometido demasiado en serio; pero no nombró a nadie. Elena escuchaba sin comprender. Todo lo que no fuese Enrique dejaba de interesarla. Ahora no traía consigo la labor; hacía visitas de un par de horas, ajena a la conversación, con la cabeza ocupada a menudo por el mismo sueño infantil, imaginando que los otros desaparecían gracias a un prodigio y que ella se quedaba a solas con él. No obstante, contestó a Julieta algo que le preguntaba, mientras la mirada de Enrique, siempre puesta en la suya, la fatigaba deliciosamente. Pasó tras ella como para levantar uno de los transparentes y, por el temblor con que rozó su cabello comprendió claramente que exigía una cita. Y ella consentía; ya no le quedaban fuerzas para esperar.
—Han llamado; debe de ser él —dijo Paulina de pronto.
Las dos hermanas adoptaron una actitud indiferente. Fue Malignon quien se presentó, todavía más correcto que de costumbre, con cierto deje de seriedad. Estrechó las manos que se le tendieron, pero evitó sus habituales bromas; volvía ceremonioso a la casa donde no había aparecido desde hacía algún tiempo. En tanto que Paulina y el doctor se dolían de la escasez de sus visitas, Julieta se inclinó hasta el oído de Elena, quien, pese a su suprema indiferencia, no dejó ahora de sorprenderse.
—¿Qué? ¿Esto la sorprende? ¡Dios mío!, no le guardo rencor. En el fondo, es un buen muchacho con el que una no puede enfadarse… Figúrese usted que ha descubierto un marido para Paulina. Es gracioso, ¿no le parece?
—Sin duda —murmuró Elena, complaciente.
—Sí, un amigo suyo muy rico que no pensaba en absoluto en casarse y que juró que iba a traernos… Le esperábamos hoy para conocer la respuesta definitiva… Por esto, ¿comprende usted?, he tenido que pasar por encima de muchas cosas. ¡Oh, no hay ningún peligro! Ahora ya nos conocemos.
Soltó una risita gentil, enrojeció un poco con el recuerdo que acababa de evocar y se apoderó vivamente de Malignon. Elena también sonrió. Aquellas condescendencias de la existencia también la excusaban a ella. Era totalmente equivocado pensar en negros melodramas: todo se desarrollaba con una sencillez encantadora. Pero, mientras se complacía en la cobarde felicidad de decirse que nada estaba prohibido, Julieta y Paulina acababan de abrir la puerta del pabellón y se llevaban a Malignon hacia el jardín. De pronto sintió tras de su nuca la voz baja y ardiente de Enrique:
—Se lo ruego, Elena; ¡oh!, se lo ruego…
Ella se estremeció y miró a su alrededor con súbita inquietud. Estaban completamente solos; vio a los otros tres caminando lentamente por una avenida. Enrique se había atrevido a cogerla por los hombros y estaba temblando; y su mismo terror la embriagaba a ella.
—Cuando tú quieras —balbuceó, comprendiendo que le pedía una cita.
Rápidamente cruzaron algunas palabras.
—Espérame esta tarde en la casa del pasaje des Eaux.
—No, no me es posible… Ya te lo expliqué y me juraste…
—En otro sitio entonces, donde tú quieras, con tal de que pueda verte… ¿En tu casa esta noche?
Ella se indignó, pero sólo pudo negarse con un gesto, asustada de nuevo al ver que las dos mujeres y Malignon volvían. La señora Deberle había simulado llevarse a Malignon para enseñarle una maravilla: unos macizos de violetas en flor, pese a lo frío del tiempo. Aligeró el paso y entró la primera, radiante:
—¡Ya está decidido! —dijo.
—¿Pero qué? —preguntó Elena, todavía emocionada, sin acordarse de nada.
—¡Pues la boda!… ¡Uf, qué desahogo! Paulina empezaba a hacerse pesada. El joven la ha visto y le parece encantadora. Mañana comeremos todos en casa de papá… Hubiese dado un beso a Malignon por su buena noticia.
Enrique, con una sangre fría perfecta, había maniobrado de modo que se encontrara lejos de Elena. Él también encontraba a Malignon encantador. Pareció regocijarse mucho, junto con su esposa, de ver a su hermanita colocada. Luego advirtió a Elena que iba a perder uno de sus guantes. Ella le dio las gracias. En el jardín se oía la voz de Paulina bromeando; se inclinaba hacia Malignon cuchicheando palabras entrecortadas y se echaba a reír cuando él le contestaba igualmente al oído. Sin duda él le hacía confidencia sobre su futuro. Por la puerta abierta del pabellón, Elena respiraba con delicia el aire frío procedente del jardín.
En este mismo momento, en el dormitorio, Juana y el señor Rambaud callaban amodorrados por el gran calor del hogar. La niña salió de su largo silencio preguntando de pronto, como si esta pregunta fuese la conclusión de su sueño:
—¿Quieres que vayamos a la cocina?… A lo mejor, vemos a mamá.
—De acuerdo —respondió el señor Rambaud.
Aquel día se sentía más fuerte. Fue, sin que nadie la ayudara, a apoyar su frente en un vidrio. El señor Rambaud también miraba hacia el jardín. No había hojas y se distinguía perfectamente el interior del pabellón japonés a través de las grandes y claras cristaleras. Rosalía, mientras iba preparando su cocido, trató a la señorita de fisgona. Pero la niña había reconocido el traje de su madre y la señalaba, aplastando su carita contra el vidrio para ver mejor. En este momento Paulina levantó la cabeza haciendo señas. Elena apareció y llamó a Juana con la mano.
—La han visto, señorita —repetía la cocinera—. Le dice que baje. Fue forzoso que el señor Rambaud abriera la ventana. Le rogaban que trajese a Juana. Todo el mundo se lo pedía. Juana había huido a su cuarto, negándose violentamente, acusando a su buen amigo de haber dado un golpe en los cristales expresamente. Le gustaba mirar a su madre, pero se negaba a ir a aquella casa, y a todas las súplicas que le dirigía el señor Rambaud contestaba con su terrible «porque sí», que lo explicaba todo.
—No eres precisamente tú quien debería forzarme —dijo al fin con aire sombrío.
Pero él le repetía que causaría mucha pena a su madre, que no se podían hacer aquellas tonterías con la gente. Él la taparía bien, no tendría frío; y hablando anudaba el chal alrededor de su talle y le quitaba el pañuelo que llevaba a la cabeza para cubrírsela con un gorrito de punto. Cuando estuvo dispuesta, protestó todavía. Por fin se dejó llevar a condición de que la volvería a subir en seguida si se sentía demasiado enferma. La portera les abrió la puerta de comunicación y fueron recibidos en el jardín con alegres exclamaciones. La señora Deberle, sobre todo, demostró mucho cariño por Juana; la instaló en una butaca junto al chorro de la calefacción y quiso que se cerraran en seguida todas las vidrieras, haciendo notar que el aire era demasiado frío para su querida niña. Malignon ya se había ido; y como Elena le arreglara un poco el pelo, desgreñado, un poco avergonzada de que apareciese de tal modo en sociedad, cubierta con un chal y su gorrito puesto, Julieta le dijo:
—¡Déjela tranquila! ¿Acaso no estamos en familia?… Esta pobre Juana… La echábamos de menos.