Una página de amor (17 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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Elena, bañada por esas llamaradas, se entregaba a la pasión que la consumía, mirando arder París, cuando una manita la hizo estremecer al posarse sobre su hombro. Era Juana, que la estaba llamando.

—¡Mamá! ¡Mamá! —Y, cuando se hubo vuelto, añadió—: ¡Vaya, por fin! ¿Es que no me oyes? Te he estado llamando diez veces.

La niña, disfrazada todavía de Japonesa, tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas por el placer. No dio tiempo a su madre para responder.

—¡Vaya manera de abandonarme! Te estuvieron buscando por todas partes y, si no fuera por Paulina, que me ha acompañado hasta el pie de la escalera, jamás me hubiese atrevido a cruzar la calle.

Y con un gentil ademán acercó la carita a los labios de su madre, preguntando sin transición:

—¿Me quieres?

Elena la besó, pero sin poner atención. La sorprendió y sintió cierta impaciencia al verla volver tan pronto. ¿Hacía realmente ya más de una hora que se había escapado del baile? Para responder a las preguntas de la chiquilla, que se mostraba inquieta, dijo que, en efecto, había sentido un ligero malestar. El aire le sentaba bien y necesitaba un poco de calma.

—¡Oh!, no tengas miedo, estoy demasiado cansada —murmuró Juana—. Voy a quedarme aquí y seré muy juiciosa… Pero puedo hablar, ¿verdad, madrecita?

Se instaló junto a Elena, apretándose contra ella, feliz de que no la desnudaran todavía. Su traje bordado de púrpura y su enagua de seda verdosa la encantaban, y bajaba su delicada carita para oír sonar sobre su moño los colgantes de las largas agujas que lo atravesaban. Entonces, un torrente de palabras presurosas salió de sus labios. Lo había mirado todo, lo había visto todo y todo lo recordaba, pese a su aire bobalicón que parecía no comprender nada. Ahora se desquitaba de haber tenido que ser juiciosa, con la boca cosida y los ojos indiferentes.

—¿Sabes, mamá?, quien hacía funcionar a Polichinela era un viejecito de barba gris. Le vi muy bien cuando se separó la cortina… El pequeño Guiraud no hacía más que llorar, ¡si será tonto! Entonces le dijeron que el Guardia vendría a echarle agua en la sopa, y tuvieron que llevárselo de tanto como gritaba… Igual con la merienda: Margarita se manchó a más no poder su vestido de lechera con la mermelada. Su mamá la secó chillando: «¡Qué niña más sucia!», pero es que se había puesto mermelada hasta en los cabellos… Yo no decía nada, pero me divertía con locura viéndolas lanzarse sobre los pasteles. Son muy mal educadas, ¿verdad, madrecita?

Durante unos segundos se interrumpió, absorta por algún recuerdo, y luego preguntó con gesto reflexivo:

—Dime, mamá: ¿tú has comido de esos pasteles amarillos que tenían dentro una crema blanca? ¡Oh, cómo estaban!, ¡qué buenos! Todo el rato mantuve la bandeja a mi lado.

Elena no escuchaba el parloteo de la chiquilla. Pero Juana hablaba para desahogarse, la cabeza demasiado llena de cosas. Empezó de nuevo dando una abundancia extraordinaria de detalles sobre el baile. Los hechos más insignificantes cobraban una importancia enorme.

—Tú, ni te has dado cuenta; pero, en cuanto empezaron, se me desabrochó la cintura. Una señora que no conozco me puso un alfiler. Le dije: «Muchas gracias, señora…». Entonces, Luciano, bailando, se ha pinchado. Me ha preguntado: «¿Qué diantre llevas ahí delante que pica?». Yo ya ni me acordaba, y le contesté que no llevaba nada. Fue Paulina quien se dio cuenta y volvió a colocar el alfiler como era debido… ¡No! ¡No puedes formarte una idea! Todo el mundo se empujaba, y un chico muy bestia dio tal golpe al trasero de Sofía, que por poco se cae. Las señoritas Levasseur saltaban a pies juntillas. Seguro que no es así como hay que bailar… Pero lo mejor, ¿comprendes?, ha sido el final. Tú no estabas allí y no puedes saberlo. Nos cogimos por los brazos y dimos vueltas en corro; era para morirse de risa. Había personas mayores que también daban vueltas. ¡De verdad! ¡Te juro que no miento!… ¿Por qué no quieres creerme, madrecita?

El silencio de Elena acabó por enojarla. Se apretó más y le sacudió la mano. Luego, viendo que sólo obtenía breves palabras, fue callándose ella también poco a poco, cayendo en una especie de ensueño, pensando en aquel baile que llenaba su joven corazón. Entonces las dos, madre e hija, permanecieron mudas ante aquel París incendiado. Les resultaba todavía más desconocido así, iluminado por las nubes sangrientas, parecido a una ciudad de leyenda que expía sus pecados bajo una lluvia de fuego.

—¿Se bailó en corro? —preguntó de pronto Elena, como si despertara sobresaltada.

—Sí, sí —murmuró Juana, absorta a su vez.

—¿Y el doctor? ¿Bailó también?

—¡Ya lo creo! Daba vueltas conmigo… Se me llevó y me preguntaba: «¿Dónde está mamá? ¿Dónde está?». Luego me dio un beso.

Elena tuvo una sonrisa inconsciente. Sonreía de su propia ternura. ¿Es que necesitaba conocer a Enrique? Le parecía más dulce ignorarle, ignorarle siempre y acogerle como aquel a quien se espera desde hace mucho tiempo. ¿Por qué tenía que sorprenderse e inquietarse? Él se había encontrado en el momento preciso en su camino. Esto era lo bueno. Su franco carácter lo aceptaba todo. Una tranquilidad se apoderaba de ella, nacida de la idea de amar y ser amada. Y se decía que sería lo suficientemente fuerte para no estropear su felicidad.

No obstante, la noche llegaba y cruzó el aire un viento frío. Juana, en sus sueños, tuvo un escalofrío. Reclinó la cabeza sobre el pecho de su madre y, como si la pregunta se refiriese a sus profundas reflexiones, murmuró por segunda vez:

—¿Me quieres?

Entonces Elena, sonriendo siempre, le cogió la cabeza entre las dos manos y por un instante pareció que estuviera buscando algo en su rostro.

Luego puso largamente los labios cerca de su boca, encima de una ligera señal rosada. Era allí, estaba segura, donde Enrique había besado a la niña.

La oscura arista de los cerros de Meudon recortaba ya el disco lunar del sol. Sobre París, los oblicuos rayos se habían alargado todavía más. La sombra de la cúpula de los Inválidos, desmesuradamente agrandada, ahogaba todo el barrio de Saint-Germain, mientras la «Opéra», la torre Saint-Jacques, las columnas y las flechas rayaban de negro la orilla derecha. La silueta de las fachadas, las depresiones de las calles, los islotes elevados de los tejados, ardían con una intensidad más opaca. En los cristales oscurecidos, los destellos inflamados se morían, como si las casas se hubiesen derrumbado hechas brasas. Sonaban lejanas campanas y un clamor resonaba y se apaciguaba. Y el cielo, dilatándose al acercarse la noche, redondeaba su manto violeta, rayado de oro y púrpura, por encima de la ciudad enrojecida. De pronto se produjo como una formidable reanudación del incendio; París lanzó una última llamarada que iluminó incluso los lejanos arrabales. Luego pareció como si cayera una ceniza gris y los barrios permanecieron de pie, ligeros y negruzcos como carbones extintos.

TERCERA PARTE
I

Una mañana de mayo, Rosalía salió corriendo de su cocina, sin soltar siquiera la rodilla que tenía en la mano, y, con su familiaridad de sirvienta consentida, dijo:

—¡Venga cuanto antes, señora!… El señor cura, que está abajo en el jardín del doctor, no hace más que remover la tierra.

Elena no se movió; pero Juana se había lanzado ya, para ver. A su regreso exclamó:

—¡Si será tonta Rosalía! No remueve la tierra ni mucho menos. Está con el jardinero, que va colocando plantas en un carrito… La señora Deberle está cortando todas sus rosas.

—Deben de ser para la iglesia —dijo tranquilamente Elena, absorta en su labor de tapicería.

Algunos minutos más tarde, sonó la campanilla y apareció el reverendo Jouve. Venía a anunciarles que no contasen con él el próximo martes. Sus tardes estarían ocupadas con las ceremonias del mes de María. El párroco le había encargado del adorno de la iglesia. Sería algo soberbio. Todas las señoras le daban flores. Estaba esperando dos palmeras de cuatro metros para colocarlas a derecha e izquierda del altar.

—¡Oh mamá… mamá! —murmuró Juana, que escuchaba maravillada.

—Pues bien, amigo mío —dijo Elena sonriendo—, puesto que usted no va a poder venir, seremos nosotras quienes iremos a visitarle… Le ha trastornado usted los sesos a Juana con eso de las flores.

No es que fuera muy devota; no iba siquiera a misa, con el pretexto de la salud de su hija, que siempre salía de las iglesias con escalofríos. El viejo sacerdote evitaba hablarle de religión. Decía simplemente, con una tolerancia llena de bondad, que las almas buenas se salvan solas gracias a su prudencia y su caridad. Algún día, Dios llegaría a su corazón.

Hasta el día siguiente por la tarde, Juana no pensó en otra cosa que en el mes de María. Hacía preguntas a su madre, imaginaba la iglesia llena de rosas blancas, con millares de cirios, voces celestiales y olores suaves. Quería estar muy cerca del altar, ver el vestido de encaje de la Virgen, un vestido que, según decía el abate, valía una fortuna. Pero Elena la calmaba, amenazándola con no llevarla si ya se ponía enferma antes.

Por fin, por la noche, salieron después de cenar. Las noches eran todavía frescas. Al llegar a la calle de la Anunciación, donde se encuentra Nuestra Señora de la Gracia, la niña tiritaba.

—La iglesia tiene calefacción —dijo la madre—. Nos pondremos cerca de una boca de aire caliente.

En cuanto hubo empujado la puerta acolchada, que volvió a cerrarse suavemente, les envolvió una atmósfera tibia, en tanto que estallaban los cánticos y una gran claridad. La ceremonia había empezado. Elena, viendo que la nave central estaba ya llena, intentó seguir por uno de los laterales. Pero le costó Dios y ayuda acercarse al altar. Llevaba a Juana de la mano y avanzaba pacientemente; luego, renunciando a ir más lejos, cogió las dos primeras sillas libres que se le presentaron. Una columna les ocultaba la mitad del coro.

—No veo nada, mamá —murmuró la pequeña, fastidiada—. Estamos muy mal.

Elena la hizo callar. Entonces la niña se enfurruñó. Ante ella sólo veía la enorme espalda de una señora vieja. Cuando su madre se volvió, la encontró de pie encima de la silla.

—¿Quieres bajarte? —dijo ahogando la voz—. Eres insoportable.

Pero Juana se obstinaba.

—Oye, mamá; es la señora Deberle… Está allí, en el centro. Nos hace señas.

Una viva contrariedad dio lugar en Elena a un movimiento de impaciencia. Zarandeó a la pequeña, que se negaba a sentarse. Después del baile, durante tres días, había evitado volver a casa del doctor pretextando mil ocupaciones.

—Mamá —prosiguió Juana con la obstinación de los chiquillos—, te está mirando y te da los buenos días.

Entonces Elena no tuvo más remedio que volverse y saludar. Las dos mujeres cambiaron una inclinación de cabeza. La señora Deberle, con un traje de seda de mil rayas, adornado de encajes blancos, ocupaba el centro de la nave, a dos pasos del coro, muy lozana y llamativa. La acompañaba su hermana Paulina, que se puso a gesticular vivamente con la mano. Seguían los cánticos y la voz anchurosa de la multitud rodaba por una escala descendente, mientras que las notas sobreagudas de los chiquillos salpicaban aquí y allá el ritmo monótono y cadencioso del cántico.

—Te dicen que vayamos, ¿no lo ves? —siguió Juana victoriosa.

—Es inútil. Aquí estamos perfectamente.

—¡Oh mamá!… Vayamos a encontrarlas… Tienen dos sillas.

—No, bájate y siéntate de una vez.

No obstante, como aquellas señoras insistían con sus sonrisas, sin preocuparse en absoluto del ligero escándalo que provocaban, antes al contrario, satisfechas al ver que la gente se volvía a mirarlas, Elena tuvo que ceder. Empujó a Juana, encantada, y trató de abrirse paso con manos temblorosas por la indignación contenida. No era tarea fácil. Las beatas no querían molestarse y la miraban de arriba abajo furiosas, con la boca abierta, sin dejar de cantar. Maniobró así durante cinco largos minutos en medio de una tempestad de voces que cada vez resonaba más fuerte. Cuando no podía pasar, Juana miraba todas estas bocas vacías y negras y se apretaba contra su madre. Por fin alcanzaron el espacio dejado libre ante el coro y no tuvieron que dar más que algunos pasos.

—Vengan ya —murmuró la señora Deberle—. El señor cura me dijo que vendrían ustedes y les he guardado dos sillas.

Elena dio las gracias, hojeando en seguida su libro de devociones, para cortar, cuanto antes, la conversación. Pero Julieta proseguía con sus maneras mundanas; estaba allí a sus anchas, tan encantadora y charlatana como en su salón. De modo que, inclinándose hacia ella, prosiguió:

—Ya no se la ve a usted nunca. Mañana hubiese ido a su casa… Espero que no se habrá puesto usted enferma…

—No, gracias… He tenido que hacer muchas cosas…

—Oiga: mañana tienen ustedes que venir a cenar… En familia, solamente nosotras.

—Es usted demasiado amable. Ya veremos.

Pareció recogerse y seguir los cánticos, decidida a no seguir contestando. Paulina había cogido a Juana a su lado para que compartiera con ella una boca de aire caliente sobre la que se estaba cociendo lentamente, con una satisfacción beatífica de friolera. Las dos, envueltas por el aire tibio que subía, se empinaban curiosas, examinándolo todo: el techo bajo, dividido en artesonados de ebanistería, las columnas achatadas, unidas por cimbras de las que pendían las lámparas, el púlpito de roble esculpido; y, por encima de las cabezas ondulantes que la ola del cántico agitaba, sus miradas alcanzaban los sombríos rincones de las naves laterales, hasta las perdidas capillas donde relucía el oro y hasta el baptisterio que cerraba una verja, cerca de la puerta principal. Pero volvían siempre al resplandor del coro, pintado de vivos colores y centelleante de dorados. Una araña de cristal llameante descendía de la bóveda; inmensos candelabros alineaban filas de cirios que salpicaban con una lluvia de estrellas simétricas el fondo en tinieblas de la iglesia, haciendo destacar, con su luz, el altar mayor, semejante a un gran ramillete de follaje y de flores. En lo alto, en una gavilla de rosas, una Virgen, vestida de satén y de encaje y coronada de perlas, tenía sobre su brazo un Niño Jesús de larga túnica.

—Oye: ¿tienes calor? —preguntó Paulina—. Se está estupendamente.

Pero Juana, en éxtasis, contemplaba a la Virgen en medio de las flores. Sintió un estremecimiento; temió dejar de ser sensata y bajó los ojos tratando de interesarse por el embaldosado blanco y negro, para no echarse a llorar. Las frágiles voces de los monaguillos hacían vibrar como leves soplos sus cabellos.

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