Durante aquellas tres semanas de sufrimientos, muchas veces se había vuelto hacia la ciudad que se extendía en el horizonte. Su faz se hacía más grave y parecía pensar. En esta hora última, París sonreía bajo el sol dorado de abril. Llegaban del exterior soplos tibios, risas de niños, llamadas de gorriones. La moribunda hacía un esfuerzo supremo para ver todavía, para seguir la humareda que ascendía de los suburbios lejanos. Encontraba de nuevo a sus tres conocidos: los Inválidos, el Panteón, la torre Saint-Jacques; después seguía lo desconocido; y sus párpados, cansados, se cerraban a medias ante el mar inmenso de los tejados. Tal vez soñaba que se hacía cada vez más ligera, que volaba como un pájaro. Por fin iba a saber: se posaría sobre las cúpulas y sobre las flechas, y vería en unos pocos aleteos las cosas prohibidas que se ocultan a los niños. Pero una nueva inquietud la agitaba, sus manos buscaban todavía; y no se tranquilizó hasta que tuvo a su gran muñeca en los brazos, apretada contra el pecho. Quería llevársela consigo. Sus miradas se perdían a lo lejos, entre las chimeneas completamente rosadas por el sol.
Acababan de dar las cuatro y la tarde dejaba ya caer sus sombras azules. Era el fin, un ahogo, una agonía lenta y sin sobresaltos. El ángel querido ya no tenía fuerzas para defenderse. El señor Rambaud, extenuado, cayó de rodillas sacudido por unos sollozos silenciosos, deslizándose tras una cortina para ocultar su pena. El sacerdote se había arrodillado a la cabecera, con las manos juntas, susurrando las oraciones de los agonizantes.
—Juana, Juana… —murmuró Elena, helada por el horror, que soplaba un viento frío en sus cabellos.
Había rechazado al doctor y se echó al suelo, apoyándose contra el lecho, para ver a su hija más cerca. Juana abrió los ojos, pero no miró a su madre. Sus miradas siempre iban a lo lejos, hacia París, que desaparecía. Apretó más fuerte su muñeca, su último amor. Un profundo suspiro hinchó su pecho y siguieron luego dos suspiros más ligeros. Sus ojos se apagaron y su cara, por un momento, expresó una viva angustia. Pero pronto pareció aliviada; con la boca abierta, ya no respiraba.
—Se acabó —dijo el doctor, cogiéndole la mano.
Juana miraba París con los ojos vacíos. Su cara de cabritilla se había alargado todavía en sus severas líneas, y una sombra gris descendía de su entrecejo fruncido: de ese modo, aun en la muerte, conservaba su pálido rostro de mujer celosa. La muñeca, con la cabeza echada hacia atrás y los cabellos colgando, parecía muerta como ella.
—Se acabó —repitió el doctor, dejando caer la fría manita.
Elena, con el semblante tenso, estrechó su frente entre los puños como si sintiera que su cráneo se abría. Ya no lloraba, miraba a su alrededor como loca. Después, un sollozo se quebró en su garganta; acababa de ver, a los pies del lecho, un par de zapatos olvidados. Todo había terminado; Juana ya no volvería a ponérselos, ya se podían dar sus zapatitos a los pobres. Seguía en el suelo, restregando su rostro contra la mano caída de la muerta. El señor Rambaud sollozaba. El sacerdote había levantado la voz en tanto que Rosalía, junto a la puerta entreabierta del comedor, mordía su pañuelo para no hacer ruido.
En aquel preciso momento llamó el doctor Deberle. No podía dejar de ir a informarse.
—¿Cómo sigue? —preguntó.
—¡Ay señor! —tartamudeó Rosalía—, ha muerto.
Permaneció inmóvil, asombrado de este acontecimiento que él esperaba todos los días. Después murmuró:
—¡Pobre pequeña! ¡Dios mío, qué desgracia!
No se le ocurrieron más que estas palabras, estúpidas y lastimeras.
La puerta se había cerrado, y él descendió.
Cuando la señora Deberle supo la muerte de Juana, lloró y sufrió uno de esos arrebatos apasionados que la mantenían en vilo durante cuarenta y ocho horas. Era una desesperación ruidosa, sin ninguna ponderación. Fue a la casa y se lanzó a los brazos de Elena. Luego, habiendo oído algo de una conversación, le vino la idea de hacer a la pequeña muerta unos funerales conmovedores, y ya no pudo pensar en otra cosa. Se ofreció y se encargó de los menores detalles. La madre, agotada por las lágrimas, permanecía anonadada en una silla. El señor Rambaud, que actuaba en su nombre, perdió la cabeza. Asentía a todo con grandes muestras de reconocimiento. Elena, recobrándose un instante, dijo tan sólo que quería flores, muchas flores.
Entonces, sin perder un instante, la señora Deberle puso manos a la obra con indecible impulso. Dedicó el día siguiente a visitar a todas las señoras para darles la espantosa noticia. Su sueño consistía en organizar un desfile de niñas vestidas de blanco. Necesitaba por lo menos treinta, y no paró hasta que le salió la cuenta. Había ido ella misma a la administración de pompas fúnebres, para discutir la clase y elegir las colgaduras. Se empavesarían las rejas del jardín y se expondría el cuerpo en el centro de las lilas, que ya estaban llenas de brotes verdes. Estaría precioso.
—¡Dios mío! ¡Ojalá mañana haga buen tiempo! —dejó escapar por la noche, una vez terminadas ya todas las gestiones.
La mañana fue radiante: un cielo azul, un sol de oro, con todo el impulso puro y vivaz de la primavera. El entierro tendría lugar a las diez, pero ya a las nueve quedó listo el empavesado. Julieta vino a dar unos consejos a los obreros. Quería que los árboles no quedasen totalmente cubiertos. Las colgaduras blancas, con franjas de plata, abrirían un pórtico entre los dos batientes de la reja que conducía hasta las lilas. Pero volvió pronto al salón, donde tenía que recibir a las señoras. Se reunirían en su casa para no entorpecer las dos habitaciones de la señora Grandjean. Únicamente una cosa la molestaba: su marido había tenido que salir aquella mañana para Versalles, para una consulta que no podía aplazarse, según dijo. Estaba sola, pero sabría salirse de todo.
La señora Berthier fue la primera en llegar, con sus dos hijas.
—¿Querrá usted creerlo? —exclamó la señora Deberle—. Enrique me ha dejado sola… Vamos a ver, Luciano, ¿no sabes decir «buenos días»?
Luciano estaba allí, dispuesto para el entierro, con sus guantes negros. Pareció sorprendido al ver a Sofía y a Blanca, vestidas como si fuesen a ir a una procesión. Una cinta de seda ceñía sus trajes de muselina, y su velo, que caía hasta el suelo, ocultaba su pequeña cofia de tul ilusión. Mientras las dos madres charlaban, los tres niños se miraban, un tanto cohibidos por sus trajes. Luego dijo Luciano:
—Juana ha muerto.
Sentía el corazón oprimido, pero seguía sonriendo, con una sonrisa sorprendida. Desde la víspera, la idea de que Juana había muerto le hacía ser juicioso. Puesto que su madre, demasiado ocupada, no le respondía, preguntó a los sirvientes. ¿Así que uno no se movía cuando estaba muerto?
—Está muerta, está muerta —repitieron las dos hermanas muy sonrosadas bajo sus velos blancos—. ¿Podremos verla?
El niño reflexionó un momento y, con la mirada perdida y la boca abierta, como queriendo adivinar lo que había más allá de lo que él podía comprender, dijo en voz baja:
—Ya no la veremos más.
Mientras, llegaron otras niñas y Luciano, a una indicación de su madre, fue a recibirlas. Margarita Tissot, en su nube de muselina, con sus grandes ojos, parecía una virgen niña; sus rubios cabellos se escapaban de su cofia como si fuera una esclavina de oro puesta debajo de la blancura del velo. Una sonrisa discreta acogió la llegada de las cinco hermanas Levasseur: iban las cinco iguales, parecían un pensionado, la mayor delante y la más pequeña a la cola; sus falditas, ahuecadas, ocupaban todo un ángulo de la estancia. Pero cuando apareció la pequeña Guiraud se acentuó el cuchicheo de los comentarios; la gente se reía y se la pasaba de uno a otro para verla y besarla. Parecía una tórtola blanca con el plumaje revuelto, y no era mucho mayor que un pájaro, en medio del susurro de gasas que la hacían parecer enorme y redonda como una bola. Ni su misma madre daba con sus manos. Poco a poco el salón iba llenándose con su blancura de nieve. Algunos niños, de levita, manchaban de negro tanta pureza. Luciano, puesto que su pequeña compañera había muerto, estaba escogiendo otra. Permanecía indeciso, pues hubiese preferido una muchacha mayor que él, como era Juana. No obstante, pareció decidirse por Margarita, cuyos cabellos le asombraban. Ya no se separó de ella.
Paulina vino a decir a Julieta:
—Todavía no han bajado el cadáver.
Se movía como si se tratara de los preparativos de un baile. A su hermana le había costado mucho lograr que no viniera también de blanco.
—¿Cómo? —exclamó Julieta—. ¿En qué están pensando?… Voy a subir. Quédate con estas señoras.
Salió rápidamente del salón, en el que las madres, de traje oscuro, hablaban a media voz, mientras los niños no se atrevían a moverse por miedo a arrugarse la ropa. Arriba, en cuanto entró en la cámara mortuoria, sintió un gran frío. Juana estaba todavía en su lecho, con las manos juntas; y, al igual que Margarita y las señoritas Levasseur, le habían puesto un traje blanco, una cofia blanca y unos zapatitos blancos. Una corona de rosas blancas coronaba su cofia y la convertía en reina de sus amiguitas, festejada por toda la gente que la esperaba abajo. Ante la ventana, el féretro de roble, forrado de satén, colocado sobre dos sillas, se abría como el estuche para una joya. Habían retirado los muebles y ardía un cirio; la habitación, cerrada, oscurecida, desprendía el olor y la paz húmedos de una sepultura tapiada desde largo tiempo. Julieta, que venía del sol y de la vida sonriente del exterior, se quedó muda, suspensa de pronto, sin atreverse ya a decir que se dieran prisa.
—Ya ha llegado mucha gente —acabó por musitar. Y, viendo que no recibía respuesta, añadió, para decir algo—: Enrique ha tenido que ir a Versalles para una consulta. Le ruego que le disculpe.
Elena, sentada junto al lecho, levantó hacia ella sus ojos vacíos. No había manera de arrancarla de esta habitación. Desde hacía treinta y seis horas, estaba allí, pese a las súplicas del señor Rambaud y del reverendo Jouve, que velaban junto a ella. Las dos noches, sobre todo, la habían tronchado en una agonía sin fin. Luego siguió la pena espantosa del último tocado, los zapatitos de seda blanca con que se había empeñado en calzar ella misma los pies del pequeño cadáver. No se movía agotadas sus fuerzas, como adormecida por el exceso de dolor.
—¿Tiene usted las flores? —murmuró con esfuerzo, con los ojos siempre fijos en la señora Deberle.
—Sí, sí, querida —respondió ésta—. No se preocupe.
Desde que su hija había rendido el último suspiro, no tenía más que esta preocupación: flores, montañas de flores. A cada persona que llegaba, se impacientaba; parecía temer que no se encontraran flores bastantes.
—¿Tiene rosas? —preguntó después de un silencio.
—Sí. Le aseguro que quedará usted satisfecha.
Inclinó la cabeza y volvió a su inmovilidad. Entre tanto, los empleados de las pompas fúnebres esperaban en el descansillo de la escalera. Había que terminar. El señor Rambaud, que también se tambaleaba como un hombre ebrio, hizo una señal a Julieta para que la ayudase a llevarse a la pobre mujer. Los dos la cogieron suavemente por debajo del brazo, la levantaron y la condujeron al comedor. Pero, cuando ella se dio cuenta, los rechazó en una suprema crisis de desesperación. Fue una escena desgarradora. Se puso de rodillas ante el lecho, aferrándose a las sábanas, llenando la habitación con el tumulto de su rebeldía; mientras, Juana, tendida en el eterno silencio, rígida y completamente fría, mostraba su rostro de piedra. La cara se había oscurecido un poco, la boca adquiría una mueca de chiquilla vengativa; y era esa máscara sombría y sin perdón, de niña celosa, lo que enloquecía a Elena. Había visto bien, desde hacía treinta y seis horas, cómo se helaba su rencor, cómo se hacía más hosco a medida que se acercaba a la tierra. ¡Qué alivio si Juana, por última vez, hubiese podido sonreírle!
—¡No! ¡no! —gritó—. Se lo ruego, déjenla un momento… No pueden quitármela. Quiero besarla… ¡Oh!, un momento, sólo un momento…
Con brazos temblorosos la cogía, la disputaba a esos hombres que se escondían en el recibidor, vueltos de espaldas, con un ademán de fastidio. Pero sus labios no caldearon la frialdad de aquel rostro; sintió que Juana se obstinaba y la rechazaba. Entonces se abandonó en manos de los que se la llevaban y cayó sobre una silla del comedor con esta súplica sorda, repetida mil veces:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!…
La emoción había agotado al señor Rambaud y a la señora Deberle. Después de un corto silencio, cuando ésta entreabrió la puerta, todo había terminado. No se hizo ningún ruido, apenas un roce ligero. Los tornillos, previamente engrasados, cerraron para siempre la tapa. La habitación estaba vacía; una tela blanca ocultaba el ataúd.
Entonces la puerta quedó abierta y dejaron libre a Elena. Cuando entró, su mirada perdióse entre los muebles y alrededor de las paredes. Acababan de llevarse el cuerpo. Rosalía había estirado la cobertura para hacer desaparecer hasta la huella del liviano peso de la que se había ido. Abriendo los brazos, en un gesto de locura, con las manos extendidas, Elena se precipitó hacia la escalera. Quería bajar. El señor Rambaud la retenía mientras la señora Deberle le decía que aquello no debía hacerse. Pero ella juraba que sería razonable, que no seguiría el entierro. Bien podían permitirle que lo viera; se estaría quieta, en el pabellón. Los otros dos lloraban escuchándola. Hubo que vestirla. Julieta ocultó bajo un chal negro su bata de andar por casa. Lo único que no encontraba era el sombrero, pero por fin descubrió uno, del que arrancó un ramillete de verbenas rojas. El señor Rambaud, que debía presidir el duelo, cogió a Elena por el brazo. Cuando estuvieron en el jardín, la señora Deberle murmuró:
—No la deje usted. Yo he de hacer un montón de cosas. Y se fue rápidamente. Elena caminaba penosamente, buscando con la mirada ante sí. Al penetrar en el hermoso día, lanzó un suspiro. ¡Dios mío! ¡Qué mañana más hermosa! Pero sus ojos habían ido directamente hacia la verja y acababa de ver el pequeño ataúd, bajo las colgaduras blancas. El señor Rambaud no le permitió que se acercara más que dos o tres pasos.
—Vamos, sea usted valiente —le dijo en tanto que él mismo temblaba.
Miraron el estrecho féretro bañado por un rayo de sol. Sobre un almohadón de encaje, a sus pies, estaba puesto un crucifijo de plata. A la izquierda había un hisopo sumergido en un acetre, para las aspersiones.