—Así se cogen los resfriados. Caliéntate.
Había empujado un taburete. Los dos pies, blancos como la nieve, ante la llama, se iluminaron con un reflejo rosado. La atmósfera se hacía sofocante. Al fondo, la habitación, con su gran lecho, parecía adormecida; la lamparilla se había ahogado y una de las cortinas, desprendida de su abrazadera, disimulaba a medias la entrada. En el pequeño salón, las bujías, que ardían muy altas, habían desprendido un olor cálido de fin de velada. De vez en cuando se oía en el exterior el chorrear de un aguacero, como un sordo rumor en medio del gran silencio.
—Es verdad, sí, tengo frío —murmuró con un estremecimiento, pese al calor que hacía.
Sus pies de nieve estaban helados. Entonces él se empeñó en cogerlos con las manos. Sus manos ardían y los calentaron en seguida.
—¿Los sientes? —preguntó—. Tus pies son tan pequeños, que puedo envolverlos del todo.
Los estrechaba con dedos febriles. Únicamente los rosados extremos aparecían. Ella levantó los talones y se oyó el ligero roce de los tobillos. El abrió las manos y los miró durante unos segundos, tan finos, tan delicados, con su pulgar un poco separado. La tentación fue demasiado fuerte y los besó. Luego, como ella se estremeciera, dijo:
—No, no, caliéntate… Cuando entres en calor.
Los dos habían perdido conciencia del tiempo y del lugar. Sentían la vaga impresión de encontrarse en una muy avanzada noche de invierno. Aquellas bujías, que se consumían en la tibieza soñolienta de la habitación, les hacían creer que habían velado durante horas. Pero no sabían dónde. A su alrededor se extendía un desierto: ni un ruido ni una voz humana, como un mar negro en el que rugía la tempestad. Se sentían fuera de este mundo, a mil leguas de la tierra. Y este olvido del lugar que los ataba a los seres y a las cosas era tan absoluto, que les parecía como si estuvieran naciendo allí, en aquel preciso momento, y que tenían que morir allí, dentro de un instante, en cuanto uno se lanzara a los brazos del otro.
Ni siquiera encontraban las palabras. Las palabras no expresaban sus sentimientos. Tal vez se habían conocido fuera de allí, pero ese viejo encuentro no importaba. Únicamente el minuto presente importaba, y lo vivían lentamente, sin hablar de su amor, habituados uno al otro como después de diez años de matrimonio.
—¿Sientes calor?
—¡Oh sí! Muchas gracias.
Una inquietud la obligó a inclinarse. Murmuró:
—Mis zapatos no van a secarse nunca.
Él la tranquilizó; cogió las pequeñas zapatillas y las apoyó en los morillos diciendo en voz baja:
—Así es seguro que se secarán.
Él se volvió, besó sus pies una vez más y ascendió hasta la cintura. Las brasas que llenaban la chimenea los estaban quemando. Ella no hizo la menor protesta ante aquellas manos titubeantes que el deseo extraviaba de nuevo. En el desvanecimiento de todo cuanto la rodeaba, de lo que era ella misma, únicamente persistía el recuerdo de su juventud: una habitación en la que hacía un calor igualmente fuerte, un gran hornillo con las planchas puestas sobre el que se inclinaba; y recordaba que entonces había sentido un aniquilamiento igual, que esto no era más dulce, que los besos con que Enrique la cubría no le procuraban una muerte lenta más voluptuosa. Cuando, de pronto, él la cogió entre sus brazos para llevarla a la alcoba, sintió, no obstante, una última angustia. Le parecía que alguien había gritado, creía que había olvidado a alguien que estaba sollozando en la sombra. Pero esto fue sólo un estremecimiento; miró alrededor de la habitación y no vio a nadie. Esta habitación le era desconocida, ningún objeto le habló. Un chaparrón más intenso caía con un clamor prolongado. Entonces como acometida por una necesidad de dormir, se abatió sobre el hombro de Enrique y se dejó llevar. Tras ellos, la otra cortina se desprendió de su abrazadera.
Cuando Elena volvió, con los pies desnudos, a buscar sus zapatillas ante el fuego que se apagaba, pensó que nunca se habían amado menos que aquel día.
Juana, con los ojos fijos en la puerta, seguía víctima del gran disgusto que le había causado la brusca partida de su madre. Volvió la cabeza; la habitación estaba vacía y silenciosa; pero ella oía todavía la persistencia de los ruidos, de los pasos precipitados que se alejaban, del roce de las faldas, de la puerta del departamento cerrada con violencia. Después, nada. Y ella estaba sola.
Sola, absolutamente sola. Sobre el lecho, el peinador de su madre, tirado de cualquier modo, colgante su larga falda y con una de las mangas encima de la almohada, sugería la extraña actitud agobiada de alguien que se hubiese echado allí sollozando y como inerte a causa de un inmenso dolor. Había ropa interior abandonada. Una toquilla negra ponía en el suelo una mancha de luto. Entre aquel desorden de sillas caídas, del velador empujado contra el armario de luna, estaba sola y sentía que las lágrimas la ahogaban mirando aquel peinador en el que ya no estaba su madre, estirado con una delgadez de muerte. Juntó sus manos y llamó por última vez:
—¡Mamá! ¡Mamá!
Pero los cortinajes de terciopelo azul amortiguaban los sonidos en la habitación. Estaba sola: todo había terminado.
Transcurrió el tiempo. Dieron las tres en el reloj. Una claridad escasa y turbia penetraba por las ventanas. Pasaban nubes color de hollín ensombreciendo más y más el cielo. A través de los cristales, cubiertos por un leve vaho, se adivinaba un París confuso, borroso por el vapor de agua, cuyas lejanías se perdían entre grandes humaredas. Ni siquiera la ciudad estaba allí para hacer compañía a la niña, como ocurría en las tardes claras en las que parecía que, inclinándose un poco, podían llegar a tocarse los barrios con la mano.
¿Qué iba a hacer? Apretaba sus bracitos contra su pecho desesperado. Su abandono le parecía negro, sin límites, de una injusticia y una maldad que la encolerizaban. Jamás había visto nada tan vil; imaginaba que todo iba a desaparecer y que nada volvería jamás. Luego vio junto a ella a su muñeca en una butaca, sentada con la espalda apoyada en un almohadón, las piernas estiradas, mirándola, como una persona. No se trataba de su muñeca mecánica, sino de una grande con cabeza de cartón, cabello rizado y ojos esmaltados cuya mirada fija, a veces, la asustaba; después de dos años que la vestía y desnudaba, la cabeza se había desconchado en la barbilla y las mejillas, y los miembros, de piel rosa y repletos de serrín, habían adquirido una languidez y blandura desgarbada de trapo viejo. En aquel momento, la muñeca estaba dispuesta para ir a la cama, con su camisita y sus brazos dislocados, uno hacia arriba y otro hacia abajo. Entonces Juana, al ver que alguien estaba con ella, se sintió menos desgraciada. La cogió en brazos y la apretó muy fuerte, en tanto la cabecita se balanceaba hacia atrás con el cuello tieso. Le habló, le dijo que ella era la más buena, que tenía buen corazón, que nunca salía ni la dejaba sola. Era su tesoro, su gatita, su corazoncito. Trémula y conteniéndose para no volver a llorar, la cubrió de besos.
Con el furor de las caricias se sentía un tanto vengada; la muñeca cayó de nuevo entre sus brazos como un pingajo. La niña se había levantado y, con la frente apoyada en un cristal, miraba hacia fuera. Había cesado la lluvia y las nubes del último chaparrón, arrastradas por el viento, rodaban hacia el horizonte, hacia las alturas del Père-Lachaise
[32]
, cubiertas con sombras grises. París, bajo este fondo de tormenta iluminado con una luz uniforme, adquiría una grandeza solitaria y triste. Parecía deshabitado, igual que estas ciudades de las pesadillas que se diría iluminadas por un astro muerto. Seguro que todo aquello no tenía nada de bonito. Pensaba vagamente en las personas que había querido desde que había nacido. Su amigo más viejo, de cuando estaba en Marsella, era un gran gato rojo que pesaba mucho. Le cogía por el vientre apretándolo con sus bracitos y lo llevaba así de una silla a otra, sin que se enfadara; después había desaparecido: ésta era la primera maldad que recordaba. Después había tenido un gorrión que se había muerto; una mañana lo había recogido del suelo de la jaula: ya eran dos. Sin contar los juguetes que se rompían para darle pena, ni toda una serie de injusticias que le hacían sufrir mucho porque era demasiado tonta. Sobre todo una muñeca, que no era más alta que la mano, que la había hecho desesperar porque se dejó romper la cabeza. La quería tanto, que incluso la enterró a escondidas, en un rincón del patio, y más tarde, dominándola el deseo de volver a verla, la desenterró y se puso enferma de miedo al encontrarla tan negra y tan fea. Siempre eran los demás los que dejaban de quererla primero. Se estropeaban, se iban; era culpa suya. ¿Por qué? Ella no cambiaba. Cuando quería a alguien, era para toda la vida. No comprendía el abandono. Era algo enorme, monstruoso, que no podía entrar en su corazoncito sin hacer que estallara. Le dio como un estremecimiento al despertar en ella esos recuerdos confusos. Entonces llegaba un día en que la gente se separaba, se iba cada cual por su lado y dejaba de verse y quererse. Con los ojos puestos en aquel París inmenso y melancólico, se quedaba helada ante lo que su pasión de doce años adivinaba de las crueldades de la existencia.
Mientras, su aliento había empañado más el vidrio. Borró con la mano el vaho que le impedía ver. Los monumentos, a lo lejos, lavados por el aguacero, producían reflejos como si fueran espejos bruñidos. Hileras de casas, limpias y claras, con sus fachadas pálidas, en medio de los tejados, parecían piezas de ropa tendida, igual a una colada colosal que se secara sobre un prado de hierba rojiza. El día clareaba, la cola de la nube que cubría aún la ciudad de vapor dejaba percibir el resplandor lechoso del sol; se notaba una alegría indecisa por encima de los barrios, y en ciertos rincones, parecía que el cielo iba a reírse. Juana miraba hacia abajo, hacia el muelle y las pendientes del Trocadero, donde se reanudaba la vida de las calles, después de la pesada lluvia que caía en bruscos chaparrones. Los coches de punto volvían a sus lentas sacudidas, mientras los ómnibus, en el silencio de las calzadas desiertas todavía, pasaban redoblando su sonoridad. Los paraguas se cerraban, los transeúntes, refugiados bajo los árboles, se arriesgaban a cruzar de una a otra acera, en medio del agua de los charcos que iba escurriéndose hacia los arroyos. Le llamó la atención sobre todo una señora y una niñita, muy bien vestidas, que vio de pie bajo el toldo de una vendedora de juguetes, junto a un puente. Sin duda se habían refugiado allí sorprendidas por la lluvia. La pequeña desvalijaba la tienda, atormentando a la señora, porque quería un aro; y ahora se iban las dos y la chiquilla corría risueña y saltarina, empujando su aro por la acera. Entonces Juana se puso de nuevo muy triste y su muñeca le pareció horrible. Lo que ella quería era un aro y encontrarse allí y correr mientras su madre, tras ella, caminaría con sus pasitos cortos, gritándole que no se fuera tan lejos. Todo se enturbiaba, y a cada minuto tenía que limpiar el vidrio. Tenía prohibido abrir la ventana, pero se sintió en plena rebeldía: por lo menos, ya que no se la llevaban, podía mirar al exterior. Abrió y se apoyó con los codos como una persona mayor, como su madre cuando se ponía allí y dejaba de hablarle.
El aire era suave, de una suavidad húmeda que le parecía muy agradable. Una sombra que poco a poco iba extendiéndose por el horizonte le hizo levantar la cabeza. Tenía la sensación de que encima de ella había un pájaro gigante con las alas extendidas. De momento, no vio nada: el cielo permanecía claro; pero una mancha sombría apareció en un ángulo del tejado, se desbordó e invadió el cielo. Era un nuevo chubasco impelido por un tremendo viento del oeste. La luz había bajado rápidamente; la ciudad aparecía negra, con un lívido relucir que daba a las fachadas un tono de vieja herrumbre. Casi de inmediato empezó a caer la lluvia, barriendo las calzadas. Los paraguas se volvían del revés, los paseantes huían por todas partes, como pajas llevadas por el viento. Una vieja señora apretaba con ambas manos sus faldas en tanto que el chubasco golpeaba su sombrero con una persistencia de gotera. La lluvia se desplazaba, podía seguirse el vuelo de la nube por la carrera furiosa del agua que caía sobre París; la cortina de gruesas gotas enfilaba las avenidas de los muelles con un galope de caballo desbocado, levantando una polvareda cuya diminuta humareda blanca rodaba a ras de suelo con una velocidad prodigiosa. Descendía por los Campos Elíseos, penetraba por las largas calles rectas del barrio de Saint-Germain, llenando en un momento las amplias extensiones, las plazas vacías, los cruces desiertos. En pocos segundos, bajo esta red cada vez más espesa, la ciudad palideció, pareció fundirse. Fue como una cortina que descendiera oblicuamente desde el vasto cielo sobre la tierra. Nubes de vapor ascendían y el inmenso chapoteo producía un ruido ensordecedor de revuelta chatarra.
Juana, aturdida por el clamor, retrocedía. Le parecía que un muro amarillento se había levantado ante ella. Pero ella adoraba la lluvia y volvió a apoyar sus codos en la ventana, alargó los brazos para sentir las gruesas gotas frías que estallaban en sus manos. Esto la divertía, y se mojaba hasta las mangas. A su muñeca, como a ella, debía dolerle la cabeza; por esto la puso a horcajadas sobre la barra, con la espalda contra la pared. Y, viendo que las gotas la salpicaban, pensó que aquello le sentaba bien. La muñeca, muy tiesa, con la eterna sonrisa de sus pequeños dientes, tenía un hombro empapado en tanto que el soplo del viento le levantaba la camisa. Su pobre cuerpo, vacío de serrín, tiritaba.
¿Por qué no se la había llevado su madre? En esta agua que le azotaba las manos, encontraba Juana una nueva tentación para desear encontrarse en la calle. Debía estarse bien en ella… Y seguía viendo, a través del velo de la lluvia, a la chiquilla empujando su aro por la acera. No había nada que decir: ella había salido con su mamá y, las dos juntas, parecían pasarlo tan ricamente. Esto demostraba que las niñas podían salir cuando llovía. Lo único que faltaba era querer. ¿Por qué, a ella, no la habían dejado que saliera? Ahora volvía a acordarse de su gato rojo, que se había marchado, con la cola hacia arriba, a la casa de enfrente; a aquella pequeña bestezuela de gorrión, al que había intentado dar de comer, cuando ya estaba muerto, y que parecía no haberlo comprendido. Estas eran las historias que siempre le ocurrían porque no la querían lo bastante. ¡Oh!, en dos minutos hubiera estado a punto; los días que quería, se sabía vestir de prisa: los botines que Rosalía abrochaba, el paleto, el sombrero, y ya estaba. Bien pudo su madre esperarla un par de minutos. Cuando descendía a casa de sus amigos, no atropellaba las cosas de aquel modo; cuando iba al bosque de Boulogne, la llevaba suavemente de la mano y se detenía con ella delante de todas las tiendas de la calle de Passy. Juana no comprendía, sus negras cejas se fruncían y sus finas facciones adquirían aquella dureza celosa que le ponían una carita de solterona ruin. Adivinaba confusamente que su madre había ido a algún lugar donde no se lleva a los niños. No se la había llevado para ocultarle las cosas. Pensándolo, su corazón se oprimía con una tristeza indecible y se sentía mal.