Los altos cirios ardían sin que se viera la llama, manchando únicamente el sol las pequeñas pavesas danzantes que revoloteaban. Bajo las colgaduras, las ramas de los árboles hacían como una cuna con sus brotes violáceos. Era un rincón de primavera en que penetraba, por una separación de los cortinajes, el polvo de oro de un ancho rayo de sol bajo el cual se abrían las flores recién cortadas que cubrían el féretro. Era un alud de flores, gran cantidad de ramos de rosas blancas, de camelias blancas, de lilas blancas, de claveles blancos, como una gran nevisca amasada con pétalos blancos. El cuerpo desaparecía entre los blancos racimos, que se deslizaban por los paños; y por el suelo se deshojaban las vincapervincas blancas y los blancos jacintos. Los raros transeúntes de la calle de Vineuse se detenían, con una sonrisa emocionada, ante este jardín soleado donde dormía, entre flores, una pequeña muerta. Toda aquella blancura cantaba, una resplandeciente pureza ardía en la luz, y el sol calentaba los paramentos, los ramos y las coronas con un estremecimiento de vida. Por encima de las rosas, zumbaba una abeja.
—Las flores… las flores… —murmuró Elena, que no sabía decir otras palabras.
Apretaba el pañuelo sobre los labios y los ojos se le llenaban de lágrimas. Le pareció que Juana debía sentir calor, y esta idea la atormentaba más todavía, con una ternura en que había agradecimiento para todos aquellos que acababan de cubrir a su niña con aquellas flores. Quiso adelantarse y el señor Rambaud ya no hizo nada para retenerla. ¡Qué bien se estaba bajo las colgaduras! Se expandía el perfume, y en el aire, tibio, no había el menor soplo. Entonces ella se agachó y escogió sólo una rosa. Era una rosa lo que había venido a buscar, para guardarla en su seno. Pero un temblor la acometió, y el señor Rambaud tuvo miedo.
—No se quede aquí —dijo llevándosela—. Me prometió usted no ponerse enferma.
Quería conducirla hacia el pabellón, cuando la puerta del salón se abrió de par en par. Paulina fue la primera en aparecer. Se había encargado de organizar el cortejo. Una a una, las niñas fueron descendiendo. Parecía la eclosión prematura de los majuelos, milagrosamente floridos. Los blancos vestiditos se ahuecaban al sol y se irisaban de transparencias en que todos los matices del blanco pasaban como sobre las alas de un cisne. Un manzano dejaba caer sus pétalos, los acianos flotaban y los vestidos eran como el mismo candor de la primavera. No paraban de descender; ya rodeaban todo el césped y seguían descendiendo por las escalinatas, ligeras, revoloteando como la pelusilla, abriéndose de pronto al aire libre.
Entonces, cuando el jardín estuvo completamente blanco, ante aquella suelta bandada de chiquillas, Elena tuvo un recuerdo. Se acordó del baile de la pasada temporada y del júbilo danzarín de los piececitos. Veía de nuevo a Margarita de Lechera, con su jarrita colgada de la cintura; Sofía, de Criadita, dando vueltas del brazo de su hermana Blanca, cuyo disfraz de Locura hacía sonar un cascabel. Luego seguían las cinco hermanas Levasseur, de Caperucitas Rojas, que multiplicaban sus gorros de raso amapola con franjas de terciopelo negro, en tanto que la pequeña Guiraud, con su mariposa de Alsaciana en los cabellos, saltaba como loca ante un Arlequín dos veces mayor que ella. Hoy iban todas de blanco. Juana también iba de blanco sobre el almohadón de satén blanco, entre las flores. La fina Japonesa, con el moño traspasado por largos alfileres y su túnica púrpura bordada de pájaros, se iba ahora vestida también de blanco.
—¡Cómo han crecido! —murmuró Elena, rompiendo a llorar.
Todas estaban allí, únicamente su hija faltaba. El señor Rambaud la hizo entrar en el pabellón; pero ella se quedó en la puerta: quería ver cómo el cortejo se ponía en marcha. Unas señoras vinieron a saludarla discretamente, y los niños la miraban con sus claros ojos asombrados. Entre tanto, Paulina circulaba dando órdenes. Bajaba la voz en atención a las circunstancias, pero había momentos en que se le olvidaba hacerlo.
—Vamos, sed juiciosas… Mira, tonta, ya te has manchado… Ya vendré a buscaros; no os mováis.
El coche fúnebre había llegado y podían partir. La señora Deberle apareció chillando:
—Se olvidaron de los ramilletes… Paulina, de prisa, trae los ramilletes.
Se produjo entonces cierta confusión. Se había preparado un ramillete de rosas blancas para cada niña. Hubo que repartir las rosas; las chiquillas, encantadas, llevaban los gruesos ramos, delante de ellas, como si fuesen cirios. Luciano, que no se había separado de Margarita, respiraba con delicia cuando ella le rozaba la cara con las flores. Todas estas muchachitas, con sus manos floridas, reían al sol; pero de pronto se ponían muy serias y seguían con la mirada al féretro, que unos hombres cargaban en el coche fúnebre.
—¿Está ahí metida? —preguntó Sofía en voz muy baja.
Hablaba del féretro y alargaba los brazos tanto como le era posible. Pero la pequeña Margarita se echó a reír con la nariz metida entre las rosas, diciendo que éstas le hacían cosquillas. Entonces las otras hundieron también la nariz para ver qué ocurría. Les llamaron la atención y volvieron a ser juiciosas.
Fuera, desfiló el cortejo. En la esquina de la calle de Vineuse, una mujer, con la cabeza descubierta y los pies calzados con chanclas, lloraba y se secaba las mejillas con una punta de su delantal. Algunas personas se habían asomado a las ventanas, y exclamaciones compasivas rompieron el silencio de la calle. El coche fúnebre avanzaba sin hacer ruido, empavesado de damasco blanco con franjas de plata; se oían sólo los pasos cadenciosos de los dos caballos blancos, amortiguados por el piso de tierra de la calzada. Era como si ese carro llevase una cosecha de flores, de ramos y coronas; el féretro no se veía, y las ligeras sacudidas movían los haces amontonados, con lo que el carro iba sembrando detrás de sí las ramas de las lilas. De las cuatro esquinas colgaban anchas cintas de muaré blanco que sostenían cuatro niñas: Sofía y Margarita, una señorita Levasseur y la diminuta Guiraud, tan pequeñaja, tan tambaleante, que su madre tenía que acompañarla. Las otras, en un grupo apretado, rodeaban el coche con sus ramos de rosas en la mano. Caminaban lentamente y las ruedas giraban, en medio de aquella muselina, como llevadas sobre una nube en que sonreían las delicadas cabezas de los querubines. Luego, detrás del señor Rambaud, con la cara pálida y agachada, seguían las señoras, algunos muchachos, Rosalía y Ceferino y los criados de los Deberle. Seguían cinco coches de luto vacíos. En la calle, llena de sol, unas palomas blancas emprendieron el vuelo al paso de este carro de primavera.
—¡Qué fastidio, Dios mío!… —repetía la señora Deberle, viendo partir el cortejo—. Enrique debió aplazar esa consulta. Bien se lo dije.
No sabía qué hacer con Elena, desplomada en una butaca del pabellón. Enrique se hubiese quedado con ella. La hubiese consolado un poco. Era muy desagradable que no estuviese allí. Afortunadamente, la señorita Aurelia se ofreció para ello; no le agradaban las cosas tristes, y, al mismo tiempo, se ocuparía de la merienda de los chiquillos, que debían encontrar a su regreso. La señora Deberle se apresuró a alcanzar el cortejo, que se dirigía hacia la iglesia por la calle de Passy.
Ahora el jardín estaba vacío, y unos obreros recogían las colgaduras. Únicamente quedaban, sobre la arena, en el lugar por donde Juana había pasado, los pétalos de una camelia deshojada. Elena, inmersa de pronto en esta soledad y este gran silencio, sentía de nuevo la angustia y el desgarramiento de la eterna separación. ¡Sólo una vez! ¡Estar junto a ella una sola vez! La idea fija de que Juana se iba enfadada, con su rostro mudo y negro de rencor, la atravesaba con la quemadura de un hierro al rojo vivo. Entonces, dándose cuenta de que la señorita Aurelia la vigilaba, tuvo la astucia suficiente para eludirla y correr al cementerio.
—Sí, es una gran pérdida —repetía la solterona, instalada cómodamente en una butaca—. Yo hubiese adorado a los niños, sobre todo a las niñas. Pues bien, cuando lo pienso, estoy contenta de no haberme casado. Esto evita muchas penas.
Creía que la distraía. Le habló de una de sus amigas que había tenido seis hijos y todos habían muerto. Otra señora vivía sola con su hijo mayor que le pegaba; éste es el que tenía que haber muerto: su madre se hubiese consolado sin mucha pena. Elena parecía escucharla. Permanecía quieta, agitada sólo por cierto temblor de impaciencia.
—Ya está usted más tranquila —dijo al fin la señorita Aurelia—. ¡Dios mío!, siempre hay que acabar haciéndose cargo.
La puerta del comedor comunicaba con el pabellón japonés. Se había levantado, empujó la puerta y estiró el cuello. Bandejas de pasteles llenaban la mesa. Elena, apresuradamente, huyó por el jardín. La reja estaba abierta, y los obreros de las pompas fúnebres se llevaban la escalera.
A la izquierda, la calle de Vineuse da a la calle des Réservoirs. Allí se encuentra el cementerio de Passy. Un muro de contención colosal se eleva desde el bulevar de la Muette, de manera que el cementerio es como una terraza inmensa que domina la altura del Trocadero, las avenidas, todo París. En veinte pasos, Elena se encontró ante la puerta abierta y la extensión desierta de tumbas blancas y cruces negras. Entró. Dos grandes lilas empezaban a echar brotes en los ángulos de la primera avenida. Rara vez había allí enterramientos; crecían malas hierbas y algunos cipreses cortaban el verdor con sus trazos sombríos. Elena avanzó en línea recta; una bandada de gorriones se asustó y un sepulturero levantó la cabeza después de haber lanzado al vuelo una paletada de tierra. Sin duda el cortejo no había llegado todavía, pues el cementerio parecía vacío. Cortó hacia la derecha y siguió hasta el parapeto de la terraza; cuando estaba dando la vuelta, percibió, detrás de un bosquecillo de acacias, a las niñas de blanco, arrodilladas ante la sepultura provisional a la que acababan de bajar el cuerpo de Juana. El reverendo Jouve, con la mano extendida, acababa de dar la última bendición. Oyó únicamente el ruido sordo de la losa del sepulcro, que caía de nuevo. Era el final.
En aquel momento la vio Paulina y la mostró a la señora Deberle. Esta, casi se enfadó, murmurando:
—¡Cómo! ¡Acabó viniendo! Esto no se hace; es de muy mal gusto.
Se acercó y con un gesto le dio a entender su desaprobación. Otras señoras se acercaron a su vez, curioseando. El señor Rambaud se había reunido con ella y estaba a su lado, silencioso. Ella se había apoyado en una de las acacias sintiéndose desfallecer, cansada de tanta gente. Mientras contestaba con inclinaciones de cabeza a las palabras de pésame, un solo pensamiento la ahogaba: había llegado demasiado tarde, había oído únicamente el ruido de la losa al caer. Y sus miradas volvían siempre a la sepultura, de la que un guardián del cementerio barría la grada.
—Paulina, vigila a los niños —dijo la señora Deberle.
Las chiquillas, arrodilladas, se levantaron como un vuelo de pájaros blancos. Algunas, demasiado pequeñas, con las rodillas perdidas entre tanta falda, se habían sentado en el suelo y hubo que recogerlas. Mientras bajaban a Juana, las mayores adelantaron la cabeza para ver el fondo del agujero. Era muy negro, y un estremecimiento las hizo palidecer. Sofía aseguraba que allí abajo se pasaban años y años. ¿De noche también?, preguntaba una de las señoritas Levasseur. Seguro, también por la noche, siempre. ¡Oh!, por la noche, Blanca se moriría. Todas se miraron con los ojos muy abiertos, como si acabasen de oír contar una historia de ladrones. Pero, cuando estuvieron de pie, sueltas alrededor de la tumba, volvieron a ser de color de rosa; todo aquello no podía ser verdad: eran historias de mentirijillas. Hacía demasiado buen tiempo y este jardín estaba precioso con sus altas hierbas. ¡Qué bien se podría jugar al escondite, ocultándose detrás de tantas piedras! Sólo con pensarlo, los piececitos parecían volar y los blancos trajes batían como si fuesen alas. En el silencio de las tumbas, la caricia lenta y tibia del sol daba mayor vida a tanta chiquillería. Luciano había acabado por meter la mano por debajo del velo de Margarita; le tocaba los cabellos y quería saber si no se ponía nada para que apareciesen tan amarillos. La pequeña se ufanaba. Entonces él le dijo que se casarían juntos. Margarita ya quería, pero temía que fuese a tirarle de los pelos. Él seguía tocándolos y le parecían tan suaves como el papel de escribir cartas.
—No os vayáis tan lejos —gritó Paulina.
—Bueno, volvamos ya —dijo la señora Deberle—. Aquí ya no hacemos nada, y los niños deben de tener hambre…
Hubo que reunir a las niñas, que se habían desperdigado como las de un pensionado durante el recreo. Las encontraron, pero faltaba la pequeña Guiraud; por fin dieron con ella muy lejos, en una avenida, paseándose muy formalita con la sombrilla de su madre. Entonces las señoras se dirigieron hacia la puerta, empujando ante ellas la oleada de trajes blancos. La señora Berthier felicitó a Paulina por su matrimonio, que tendría lugar el mes próximo. La señora Deberle explicaba que se iría a Nápoles, dentro de tres días, con su marido y Luciano. Todo el mundo iba marchándose. Ceferino y Rosalía se quedaron los últimos.
Se alejaron a su vez, cogiéndose del brazo y encantados con este paseo, pese a la mucha pena que sentían; demoraban el paso y sus espaldas de enamorados, por un momento, se recortaron a contraluz al final de la avenida.
—Venga usted —murmuró el señor Rambaud.
Pero Elena, con un gesto, le rogó que esperara. Se quedaba sola; parecíale que había sido arrancada una página de su vida. Cuando vio desaparecer las últimas personas, se arrodilló penosamente ante la tumba. El reverendo Jouve, en sobrepelliz, no se había levantado todavía. Los dos rogaron largo rato. Después, sin hablar, con una hermosa mirada de caridad y perdón, el sacerdote le ayudó a ponerse de pie.
—Dale el brazo —dijo sencillamente al señor Rambaud.
En el horizonte, París se doraba bajo la ardiente mañana de primavera. En el cementerio cantaba un pinzón.
Dos años habían transcurrido. Una mañana de diciembre, el pequeño cementerio dormía bajo un frío intenso. Nevaba desde la víspera, una nieve fina que el viento del norte impulsaba. Del cielo, que palidecía, los copos de nieve caían, espaciados, con el vuelo ligero de una pluma. La nieve iba cuajando y un alto manto de cisne bordeaba el parapeto de la terraza. Más allá de esta línea blanca, en la palidez confusa del horizonte, París se extinguía.