—Señora —decía todos los días Rosalía—, ¿por qué no baja la señorita al jardín?… Le gustaría mucho estar bajo los árboles.
La cocina de Rosalía estaba invadida por las ramas de uno de los olmos. Podía arrancar las hojas con la mano y vivía feliz con este colosal ramillete a través del cual ya no podía ver nada. Pero Elena respondía:
—No está bastante fuerte todavía. El fresco en la sombra podría dañarla.
A pesar de ello, Rosalía se empeñaba. Cuando creía tener una buena idea, no la abandonaba fácilmente. La señora se equivocaba al creer que la sombra podría dañarla. Lo que pasaba es que la señora temía molestar a la gente y se equivocaba; seguro que la señorita no estorbaría a nadie, pues jamás había alma viviente; el señor jamás aparecía, la señora debía seguir en los baños de mar hasta mediados de septiembre; esto era tan verdad, que la portera había pedido a Ceferino que pasara un poco el rastrillo, de modo que, desde hacía dos domingos, ella y Ceferino pasaban allí la tarde. ¡Oh!, no se podía imaginar cosa más linda.
Elena seguía negándose. Juana parecía tener muchas ganas de bajar al jardín, del que había hablado muchas veces a lo largo de su enfermedad; pero un sentimiento singular, una cortedad que le hacía bajar los ojos, parecía impedirle insistir cerca de su madre. Finalmente, el domingo siguiente la criada se presentó muy sofocada, diciendo:
—¡Oh, señora!, le juro que no hay nadie. No estamos más que yo y Ceferino rastrillando… ¡Déjela venir! No puede usted imaginar lo bien que se está. Venga un momento, nada más que un momento, para verlo.
Se la veía tan convencida, que Elena cedió. Envolvió a Juana con un chal y dijo a Rosalía que cogiera una espesa manta. La niña, encantada, con una alegría muda que sólo expresaban sus grandes y brillantes ojos, quiso bajar la escalera sin que nadie la ayudara, para demostrar su fuerza. Tras ella iba su madre con los brazos dispuestos para sostenerla. Al llegar abajo, cuando pusieron los pies en el jardín, las dos soltaron una exclamación. No lo reconocían: hasta tal punto todo aquel impenetrable follaje se parecía poco al rincón atildado y burgués que habían visto en primavera.
—¡Cuándo yo se lo decía! —repetía Rosalía con aires de triunfo.
Los macizos se habían ensanchado, convirtiendo las avenidas en estrechos senderos, dibujando todo un laberinto en el que las faldas se prendían al pasar. Se habría dicho que estaban en lo más profundo de una selva, bajo la bóveda del follaje que dejaba pasar una luz verde de una suavidad y un misterio encantadores. Elena buscaba el olmo al pie del cual se había sentado en abril.
—Pero —dijo— no quiero que se quede aquí. La sombra es demasiado fresca.
—Entonces, espere —replicó la criada—; va usted a ver.
Con tres pasos se cruzaba la selva. Allí, en medio del macizo de verdor, sobre el césped, estaba el sol, un ancho rayo de oro que caía, tibio y silencioso, como en un claro en un bosque. Levantando la cabeza, no se veían más que las ramas destacándose sobre el manto azul del cielo, con la finura de un bordado. Las rosas té del gran rosal, un poco mustias por el calor, dormían en sus tallos. En los macizos, las margaritas rojas y blancas, de un tono apagado, dibujaban trozos de vieja tapicería.
—Va usted a ver —repetía Rosalía—. Déjeme hacer; yo voy a arreglarla.
Acababa de doblar y extender la manta al borde de una avenida, en el espacio en que terminaba la sombra. Luego hizo sentar a Juana con los hombros cubiertos por el chal y le dijo que alargara sus piernecitas. De este modo, la niña tenía la cabeza a la sombra y los pies al sol.
—¿Estás bien, querida? —preguntó Elena.
—¡Oh sí! —contestó—. Ya ves que no tengo frío. Parece como si me estuviera calentando ante un gran fuego… ¡Oh, cómo se respira! ¡Qué cosa más agradable!
Entonces Elena, que miraba con inquietud los postigos cerrados del hotel, dijo que iba a subir un instante. Hizo toda clase de recomendaciones a Rosalía; que tuviese cuidado con el sol, que no dejara allí más de media hora a Juana, que no apartase la vista de ella…
—No tengas miedo, mamá —gritó la pequeña riendo—; por aquí no pasan coches.
Cuando estuvo sola, cogió puñados de gravilla de su lado, jugando a hacerla pasar, como lluvia, de una a otra mano. Entretanto, Ceferino rastrillaba. Antes, en cuanto vio a la señora y a la señorita, se apresuró a ponerse la guerrera, que tenía colgada de una rama; y se había quedado de pie, dejando de rastrillar, por respeto. Durante toda la enfermedad de Juana había seguido viniendo, como de costumbre, todos los domingos: pero se escurría hacia la cocina con tantas precauciones, que Elena jamás hubiese sospechado su presencia si Rosalía, cada vez, no hubiese preguntado, de su parte, cómo seguía la niña, añadiendo que Ceferino compartía las preocupaciones de la casa. Además, iba adquiriendo buenas maneras, como decía ella: se estaba desbastando de lo lindo en París. Apoyado en su rastrillo, dirigía a Juana un balanceo de cabeza para expresarle su simpatía. En cuanto le vio, ella le sonrió.
—He estado muy enferma —dijo.
—Ya lo sé, señorita —contestó él, poniéndose una mano en el corazón.
Luego quiso encontrar algo amable, algo gracioso que animara la situación, y añadió:
—¿Ve usted? Su salud estaba dormidita; pero ahora verá cómo va que arde.
De nuevo Juana había cogido un puñado de gravilla. Entonces, satisfecho de sí mismo, riendo silenciosamente, con una risa que le alargaba la boca de una oreja a otra, se puso de nuevo a rastrillar con toda la fuerza de sus brazos. El rastrillo, en la gravilla, hacía un ruido regular y estridente. Al cabo de unos minutos, Rosalía, que veía a la niña absorta en su juego, feliz y muy tranquila, se alejó de ella paso a paso, como atraída por el rechinar del rastrillo. Ceferino estaba al otro lado del césped, a pleno sol.
—Estás sudando como un buey —murmuró ella—. Quítate la guerrera. ¡Vamos, la señorita no va a ofenderse por esto!
El se quitó la guerrera y la colgó de nuevo de una rama. Su rojo pantalón, sujeto a la cintura por una correa, le subía hasta muy alto, mientras que su camisa, de gruesa tela cruda, sujeta al cuello por una tirilla de crin, era tan recia, que se abombaba y le hacía aún más grueso. Se remangó las mangas, contoneándose para mostrar una vez más a Rosalía dos corazones inflamados que se había hecho tatuar en el cuartel, con esta divisa:
Para siempre
.
—¿Has ido a misa esta mañana? —preguntó Rosalía, que todos los domingos le sometía a este interrogatorio.
—A misa… a misa… —repitió Ceferino con cierta guasa.
Sus dos orejas, coloradas, se separaban de su cabeza, pelada muy al raso, y toda su pequeña persona regordeta adoptaba un gesto burlesco.
—¡Claro que he ido a misa! —acabó diciendo.
—¡Mientes! —replicaba Rosalía con violencia—. Seguro que mientes. Lo noto en tu nariz, que se agita… ¡Ay, Ceferino! Te estás echando a perder: ya ni siquiera tienes religión… ¡No te fíes!
Por toda respuesta, él, con un gesto galante, quiso cogerla por la cintura. Pero ella pareció escandalizada y exclamó:
—¡Te haré poner de nuevo la guerrera si no te portas decentemente…! ¿No te da vergüenza? ¿No ves que la señorita nos está mirando?
Entonces Ceferino rastrilló con más fuerza. Juana, en efecto, acababa de levantar los ojos. El juego la aburría un poco: después de las piedrecitas, había recogido hojas y arrancado hierba; pero la invadía la pereza y jugaba más a gusto a no hacer nada, a mirar el sol que la alcanzaba poco a poco. Hacía un momento, sólo sus piernas, hasta las rodillas, se empapaban en este baño caliente de rayos de sol; ahora le llegaba hasta la cintura y el calor iba subiendo; notaba que iba aumentando en ella como una caricia, haciéndole muy agradables cosquillas. Lo que más la divertía eran las manchas redondas, de un hermoso amarillo oro, que danzaban sobre su chal. Parecían animalitos y echaba la cabeza hacia atrás para ver si se subirían hasta su cara. Esperando, había juntado sus manitas la sol. ¡Cuán delgadas parecían! ¡Qué transparentes estaban! El sol pasaba a través de ellas y le parecían bonitas de todos modos, de un rosa como el de las conchas marinas, finas y alargadas, iguales a las manecitas infantiles de un Niño Jesús. Además, al aire libre, estos grandes árboles a su alrededor, este calor, la habían aturdido un poco. Le parecía estar dormida, pero veía y oía. Era algo muy agradable y muy dulce.
—Señorita, convendría que se retirara usted un poco —dijo Rosalía, que había vuelto junto a ella—. El sol la calienta demasiado.
Pero Juana, con un ademán, se negó a moverse. Se encontraba demasiado cómoda. Ahora sólo se ocupaba de la criada y el soldadito, cediendo a una de esas curiosidades de los niños por las cosas que se les ocultan. Taimada, bajó los ojos, queriendo hacer creer que no miraba; y entre sus largas pestañas miraba aunque pareciera amodorrada.
Rosalía siguió allí algunos minutos, pero le faltaban las fuerzas ante el reclamo del rastrillo. De nuevo fue al encuentro de Ceferino, poco a poco, como a pesar suyo. Le reñía por sus nuevas maneras, pero en el fondo estaba prendada, con el corazón cautivo, llena de una oscura admiración. El soldadito, en sus largos paseos con sus camaradas por el Jardín de las Plantas
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y la plaza Château-d'Eau
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, donde estaba su cuartel, iba adquiriendo los ademanes balanceantes y floridos del caloyo parisiense. Iba aprendiendo también su retórica, el florilegio galante, el enmarañado estilo que tanto halagaba a las mujeres. A veces se sentía sofocada de gusto, escuchando frases que él le decía con un contoneo de hombros, y en las que las palabras que no comprendía le hacían ponerse colorada de orgullo. El uniforme ya no le incomodaba; movía los brazos que parecía que fuesen a despegarse, con aire intrépido; tenía, sobre todo, una forma de llevar el chacó sobre la nuca que descubría su cara redonda y su nariz respingona, en tanto que el chacó acompañaba suavemente el balanceo de todo su cuerpo. Además, se estaba emancipando: tomaba su copita de aguardiente y apretaba a las chicas por la cintura. Seguro que ahora sabía mucho más que ella, con su aire guasón de matalascallando. París le despabilaba demasiado. Y, encantada y furiosa a la vez, se plantaba ante él, dudando entre los dos deseos que sentía: arañarle o dejarle que le dijera tonterías.
Entretanto, Ceferino, rastrillando, había doblado la avenida. Se encontraba tras un gran bonetero y lanzaba miradas de reojo a Rosalía, en tanto parecía atraerla hacia sí con pequeños golpes de rastrillo. Cuando estuvo muy cerca, la pellizcó brutalmente en la cadera.
—No grites; es así como te quiero —murmuró con voz gangosa—. ¡Y toma esto de propina!
¡Y toma esto de propina!
La estaba besando al azar, detrás de la oreja. Luego, como Rosalía le pellizcara hasta hacerle sangre, él le dio otro beso, sobre la nariz esta vez. Ella se sentía sofocada, muy satisfecha en el fondo, pero desesperada de no poderle soltar un bofetón, a causa de la señorita.
—Me he pinchado —dijo, volviendo al lado de Juana, para disimular el ligero chillido que había lanzado.
Pero la niña había visto toda la escena a través de las delgadas ramas del bonetero. El pantalón rojo y la camisa del soldado se destacaban, chillones, sobre el fondo de verdura. Levantó lentamente los ojos hacia Rosalía y la miró un instante mientras ella se ponía más colorada, con los labios húmedos y los cabellos al viento. Luego bajó de nuevo los párpados y cogió de nuevo un puñado de gravilla, pero no tuvo fuerzas para jugar; se quedó con las dos manos en la tierra caliente, soñolienta, en medio de la gran vibración del sol. Una oleada de salud subía en ella y la sofocaba. Los árboles le parecían gigantescos y poderosos, las rosas la ahogaban con su perfume. Pensaba en cosas vagas, sorprendida y encantada.
—¿En qué está usted pensando, señorita? —le preguntó Rosalía, inquieta.
—Yo qué sé; en nada —respondió Juana—. ¡Ah sí!, ya lo sé: en que me gustaría llegar a vieja.
No podía explicar esta frase. Era una idea que se le había ocurrido, decía. Pero por la noche, después de cenar, como se quedara pensativa y su madre la interrogara, hizo de pronto esta pregunta:
—Mamá, ¿es que los primos y las primas se casan entre ellos?
—Seguro —dijo Elena—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada… Por saber.
Ya estaba Elena acostumbrada a estas raras preguntas. A la niña le sentó tan bien esta hora pasada en el jardín, que bajó todos los días de sol. Las repugnancias de Elena desaparecieron poco a poco; el hotel seguía cerrado, Enrique no aparecía, y ella había acabado por quedarse y sentarse junto a Juana, en un extremo de la manta. Pero al domingo siguiente se inquietó viendo, por la mañana, las ventanas abiertas.
—¡Claro! Esto es que están ventilando las habitaciones —decía Rosalía para decidirla a que bajara—. ¡Cuándo yo le digo que no hay nadie!
Aquel día, el tiempo fue más cálido todavía. Una lluvia de flechas de oro acribillaba el follaje. Juana, que empezaba a hacerse fuerte, anduvo más de diez minutos apoyada en el brazo de su madre. Luego, fatigada, volvió a su manta, dejando a Elena un pequeño espacio. Las dos se sonreían, viéndose así sentadas en el suelo. Ceferino, que había terminado de rastrillar, ayudaba a Rosalía a coger perejil del que crecían muchas matas perdidas a lo largo de la tapia del fondo.
De pronto se produjo un gran ruido en el hotel y, cuando Elena pensaba en huir, la señora Deberle apareció en la escalinata. Llegaba en traje de viaje, hablando alto, muy atareada. Pero, cuando vio a la señora Grandjean y a su hija sentadas en el suelo, delante del césped, se precipitó, las colmó de caricias, las aturdió con sus palabras.
—¡Pero cómo! ¡Son ustedes!… ¡Ah, qué feliz soy de verlas! Dame un beso, Juanita. Has estado muy enferma, ¿verdad, mi pobre gatita? Pero ya estás mejor, pareces una rosa… ¡Cuántas veces he pensado en ustedes! Les escribí, querida; ¿recibieron mis cartas? Debió de sufrir usted horas terribles. En fin, ya pasó… ¿Me permite que le dé un beso?
Elena se había puesto de pie. Se tuvo que dejar dar dos besos en las mejillas y devolverlos. Estas caricias la helaban; balbuceó:
—Nos perdonará que hayamos invadido su jardín.
—¡No habla usted en serio! —repuso impetuosamente Julieta—. ¿Acaso no está usted en su casa?
Las dejó un instante y subió la escalinata para llamar a través de las habitaciones abiertas: