—¡Pedro, no olvide usted nada! Hay diecisiete bultos.
Pero volvió en seguida para hablar de su viaje.
—¡Oh, ha sido una temporada encantadora! Estábamos en Trouville, ¿sabe usted? En la playa había un gentío que no se podía andar. Y lo mejor de lo mejor… ¡He tenido unas visitas!, ¡oh! ¡unas visitas! Papá vino a pasar quince días con Paulina. De todos modos, da gusto volver a casa… ¡Ah!, no le he dicho… Pero no; le contaré esto más tarde.
Se inclinó, besó a Juana de nuevo y luego, poniéndose seria, interrogó :
—¿Me he puesto morena
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?
—No, no me parece —contestó Elena, que la estaba mirando.
Julieta, con sus ojos claros y vacíos, sus manos gordezuelas, su bello y amable rostro, no envejecía. Ni el aire del mar había podido alterar la serenidad de su indiferencia. Parecía volver de una carrera por París, de dar una vuelta por sus proveedores, con el reflejo de los escaparates sobre su persona. Sin embargo desbordaba de afecto y Elena se encontraba tanto más molesta cuando que se sentía, tensa y hostil. En medio de la manta, Juana no se movía; levantaba tan sólo su fina carita doliente, con las manos apretadas frioleramente al sol.
—Esperen, no han visto ustedes a Luciano —exclamó Julieta—; hay que verle… se ha puesto enorme.
Y cuando le hubieron traído al muchacho, al que la doncella estaba limpiando del polvo del viaje, le empujó, le hizo girar, para mostrarlo. Luciano, gordo, mofletudo, tostado de haber jugado en la playa, azotado por el aire del mar, reventaba de salud, un poco hinchado incluso, y con gesto arisco porque acababan de lavarlo. Le habían secado mal, tenía una mejilla húmeda todavía, rosada por el frote de la toalla. Cuando vio a Juana, se detuvo sorprendido. Ella le miró con su pobre carita delgada, tan pálida, entre la cascada negra de sus cabellos cuyos bucles caían hasta sus hombros. Sus hermosos ojos, grandes y tristes, ocupaban todo su rostro y, pese al fuerte calor, tenía un pequeño temblor, y sus frioleras manos se tendían siempre como ante una gran fogata.
—¡Vamos, hombre! ¿Es que no vas a besarla? —dijo Julieta.
Pero Luciano parecía tener miedo. Acabó por decidirse, con precaución, alargando los labios para aproximarse a la enferma lo menos posible. Luego se echó hacia atrás de prisa. A Elena se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Cómo estaba este chico! Y su Juana se ahogaba tan sólo por haber dado una vuelta alrededor del césped. Había madres que eran muy felices. Julieta, de pronto, comprendió su crueldad. Entonces se enfadó con Luciano:
—¡Cuidado que eres tonto!… ¿Es así como se besa a las señoritas? No tiene usted idea, querida; en Trouville se ha puesto imposible.
Se estaba embrollando. Afortunadamente para ella, apareció el doctor y salió del paso con una exclamación.
—¡Ah, aquí viene mi marido!
Él no las esperaba hasta por la noche, pero ella había tomado otro tren y explicó extensamente por qué, sin lograr poner las cosas en claro. El doctor escuchaba sonriente.
—En fin, ya estáis aquí —dijo—. Y esto es lo que importa.
Acababa de dirigir a Elena un saludo en silencio. Por un momento su mirada se fijó en Juana; luego, turbado, volvió la cabeza. La pequeña había sostenido su mirada seriamente y, con un gesto instintivo, tiró con sus manos del traje de su madre, atrayéndola hacia sí.
—¡Ah, qué hombrachón! —repetía el doctor, que había levantado a Luciano en brazos y le estaba besando en las mejillas—. Crece que da gusto verle.
—Bueno, ¿y de mí no se acuerda nadie? —dijo Julieta.
Adelantaba la cabeza. Entonces él no soltó a Luciano, sino que le mantuvo en un brazo, inclinándose para besar igualmente a su mujer. Los tres se sonreían.
Elena, muy pálida, habló de subir de nuevo. Pero Juana se negó: quería ver, su mirada lenta se detenía en los Deberle y luego volvía hacia su madre. Cuando Julieta había ofrecido los labios al beso de su marido, una llama se había encendido en los ojos de la niña.
—Pesa demasiado —prosiguió el doctor poniendo a Luciano en el suelo—. Entonces, ¿la temporada estuvo bien?… Ayer vi a Malignon y me dio detalles sobre su estancia allí… ¿Cómo le dejaste que se fuera antes que vosotros?
—¡Oh, no hay quien le aguante! —murmuró Julieta, que se puso sería con un gesto de turbación—. No paró de hacernos rabiar.
—Tu padre esperaba por Paulina… ¿Nuestro hombre no se ha declarado?
—¿Quién? ¿Él? ¡Malignon! —exclamó sorprendida y casi ofendida. Luego hizo un ademán de aburrimiento—. ¡Oh, déjale; está chalado!… ¡Qué contenta estoy de estar en casa!
Sin transición aparente, tuvo una de estas efusiones que sorprendían con sus maneras de chorlito encantador. Se apretó contra su marido y levantó la cabeza. Él, indulgente y tierno, la tuvo un instante entre sus brazos. Parecían haber olvidado que no estaban solos.
Juana no los perdía de vista. La cólera hacía temblar sus descoloridos labios, y tenía toda la apariencia de una mujer celosa y mala. El dolor que sentía era tan fuerte, que tuvo que apartar los ojos. Fue en este momento cuando distinguió en el fondo del jardín a Rosalía y Ceferino, que seguían buscando perejil. Seguramente para no molestar, se habían apartado hacia lo más espeso de los macizos, agachados uno y otro. Ceferino, taimadamente, había cogido un pie de Rosalía, mientras ésta, sin decir palabra, le estaba dando pescozones. Juana, entre dos ramas, veía la cara del soldadito, una luna bonachona, muy roja y estallando en una risa enamorada. Hubo un empujón y el soldadito y la criada rodaron tras las matas. El sol caía a plomo, los árboles dormían en el cálido aire, sin que se moviera una hoja. De debajo de los olmos llegaba un olor, el olor graso de la tierra que la azada no removía jamás. Lentamente, las últimas rosas de color de té dejaban que sus pétalos, uno a uno, llovieran sobre el césped. Entonces Juana, con el pecho oprimido, dirigió los ojos hacia su madre y, encontrándola inmóvil y muda ante lo que estaba ocurriendo, tuvo para ella una mirada de suprema angustia, una de esas miradas profundas de los niños que uno no se atreve a interpretar.
Entretanto la señora Deberle se había acercado diciendo:
—Confío en que vamos a vernos… Puesto que Juana se encuentra bien aquí, tiene que bajar todas las tardes.
Elena buscaba una excusa, pretextando que no quería que se fatigase demasiado. Pero Juana intervino rápida:
—No, no, el sol es muy agradable… Bajaremos, señora. Me guardará usted el puesto, ¿verdad?
Y, como el doctor permanecía apartado, ella le sonrió.
—Doctor, dígale a mamá que el aire no me hace ningún daño.
Se adelantó y este hombre acostumbrado al dolor humano enrojeció ligeramente porque esta niña le hablaba con dulzura.
—No cabe duda de que el aire libre puede adelantar la convalecencia.
—¡Ah!, ya lo ves, madrecita, tendremos que venir —dijo dirigiéndole una adorable mirada de ternura en tanto que las lágrimas la sofocaban.
Pedro había reaparecido en la escalinata: los diecisiete bultos de la señora ya estaban dentro. Julieta, seguida de su marido y de Luciano, escapó diciendo que iba tan sucia que daba miedo y que se iba a tomar un baño. Cuando estuvieron solas, Elena se arrodilló sobre la manta como para anudar el chal alrededor del cuello de Juana. Luego, bajando la voz:
—Entonces, ¿ya no estás enfadada con el doctor?
La niña hizo un amplio gesto con la cabeza.
—No, mamá.
Hubo un silencio. Elena, con manos temblorosas y torpes, parecía no acertar al querer estrecharle el nudo del chal. Entonces Juana, murmuró:
—¿Por qué quiere a otros?… Yo no quiero…
La mirada de sus ojos negros se hizo dura, mientras sus pequeñas manos, extendidas, acariciaban los hombros de su madre. Esta quiso replicar; pero tenía miedo de las palabras que acudían a sus labios. El sol descendía y las dos subieron a su casa. Entre tanto, Ceferino había reaparecido con un puñado de perejil en la mano, que iba limpiando, echando a Rosalía miradas asesinas. La criada, a distancia, no se confiaba, ahora que no había nadie; y como él le pellizcara en el momento en que se agachaba para recoger la manta, le dio un puñetazo en la espalda, que resonó como un tonel vacío. Esto le satisfizo y todavía seguía riéndose por dentro cuando entró en la cocina sin dejar de limpiar su perejil.
A partir de aquel día, Juana se obstinó en bajar al jardín en cuanto oía la voz de la señora Deberle. Escuchaba ávidamente los chismes de Rosalía sobre el hotelito vecino, sentía curiosidad por saber la vida que se hacía en él, y a veces, escapándose de su dormitorio, se iba a la cocina para curiosear por sí misma desde la ventana. Abajo, hundida en el pequeño sillón que Julieta le hacía traer del salón, parecía vigilar a la familia y era reservada con Luciano cuyas preguntas y juegos la impacientaban sobre todo cuando estaba el doctor. Entonces, se tendía como si estuviese fatigada y, con los ojos abiertos, seguía observando. Para Elena, estas tardes constituían un gran sufrimiento. A pesar de ello, volvía, volvía pese a la rebelión de todo su ser. Cada vez que Enrique, a su regreso, ponía un beso en los cabellos de Julieta, le daba un salto el corazón. En estas ocasiones, si para ocultar su rostro turbado, simulaba ocuparse de Juana, encontraba a la niña más pálida que ella, sus grandes ojos negros abiertos, la barbilla convulsa por una rabia contenida. Juana sufría sus angustias. Los días en que su madre, agotada, agonizando de amor, desviaba la mirada, ella misma se sentía tan triste y rota, que había que subir y acostarla. No podía ver que el doctor se acercara a su esposa sin cambiar de cara, y le perseguía con una mirada inflamada y trémula de amante traicionada.
—Por las mañanas toso —le dijo un día—. Tiene usted que venir para verlo.
Vinieron las lluvias y Juana quiso que el doctor volviese a visitarlas pese a que se sentía mucho mejor. Su madre, para complacerla, tuvo que aceptar dos o tres almuerzos en casa de los Deberle. La niña, con el corazón destrozado durante largo tiempo en una lucha extraña, pareció tranquilizarse cuando su salud estuvo completamente restablecida.
Y repetía su pregunta:
—¿Eres feliz, madrecita?
—Sí, muy feliz, querida.
Entonces se ponía radiante. Había que perdonarle sus pasadas terquedades, de las que hablaba como de un ataque independiente de su voluntad, como de un dolor de cabeza que le hubiese dado de pronto. Era algo que se le hinchaba por dentro, pero no sabía qué. En su cabeza se debatían toda clase de pensamientos, ideas raras, sueños feos que no sabría ni como explicar. Pero ahora ya había pasado: se estaba curando y aquello no volvería jamás.
Estaba anocheciendo. Del pálido cielo, en el que brillaban las primeras estrellas, parecía como si lloviera una fina ceniza sobre la gran ciudad, a la que iba sepultando lentamente, sin descanso. Grandes masas de sombras llenaban ya las hondonadas, en tanto que una ola de tinta iba subiendo desde el fondo del horizonte, devorando los restos del día y las luces vacilantes se retiraban hacia poniente. Debajo de Passy quedaban tan sólo algunas hileras de tejados que todavía se podían distinguir. La ola subió y todo fueron tinieblas.
—¡Qué calor hace esta noche! —murmuró Elena sentada delante de la ventana, languideciendo bajo el aire tibio que París le enviaba.
—Buena noche para los pobres —dijo el abate, que estaba de pie tras ella—. El otoño será suave.
Aquel martes, Juana se había adormilado a los postres y su madre, viéndola un poco cansada, la acostó. Dormía ya en su camita en tanto que sobre el velador el señor Rambaud se aplicaba con la mayor formalidad en reparar un juguete, una muñeca mecánica que andaba y hablaba, que él le había regalado y ella había roto; tenía mucha maña para esta clase de trabajos. A Elena le faltaba aire, sufría con estos últimos calores de septiembre y acababa de abrir la ventana de par en par, aliviada con este mar de sombras, esta inmensidad negra que se extendía frente a ella. Había empujado un sillón para estar sola y le sorprendió oír la voz del sacerdote, que siguió lentamente:
—¿Ha tapado bien a la niña?… A esta altura, el aire es siempre fresco.
Ella, cediendo a un deseo de silencio, no contestó. Le gustaba saborear el encanto del crepúsculo, la última desaparición de las cosas, el adormecimiento de los ruidos. Una luz tenue ardía en la punta de las flechas y de las torres… San Agustín
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fue el primero en extinguirse; el Panteón, por un momento, mantuvo un tono azulado; la cúpula centelleante de los Inválidos se acostó como una luna en una marea creciente de nubarrones. Era el océano, la noche, extendiéndose desde el fondo de las tinieblas, un abismo de oscuridad en el que se adivinaba un mundo. Un soplo enorme y dulce venía de la ciudad invisible. El son prolongado del eco traía todavía algunos sones debilitados y distintos: el brusco rodar de un ómnibus en el muelle, el silbido de un tren cruzando el puente del Point-du-Jour; y el Sena, acrecentado por las últimas tormentas, pasaba muy ancho con la respiración fuerte de un ser vivo, extendido abajo en un pliegue de sombra. Un olor caliente humeaba de los tejados todavía ardientes, mientras que el río ponía en esta exhalación lenta de los ardores del día, pequeños soplos de frescor. París, desaparecido, aparentaba el mismo reposo soñador de un coloso que permite que le envuelva la noche y se queda ahí, por un momento, inmóvil y con los ojos abiertos.
Nada conmovía tanto a Elena, como este minuto de descanso en la vida de la ciudad. Hacía tres meses que no salía, inmovilizada junto al lecho de Juana y no había tenido otro compañero para velar a la cabecera de la enferma que este gran París extendido hasta el horizonte. Con los calores de julio y agosto las ventanas quedaban casi siempre abiertas, de manera que no podía cruzar la estancia, moverse o volver la cabeza, sin verle junto a ella, desarrollando su eterno cuadro. Estaba allí permanentemente, metiéndose de por medio en sus dolores y sus esperanzas como un amigo que se impone. Seguía ignorándole, jamás había estado tan alejada de él, ni más despreocupada de sus calles y de su pueblo; y era él quien llenaba su soledad. Estos pocos pies cuadrados, esta habitación de sufrimiento de la que cerraba tan cuidadosamente la puerta, se abría ampliamente a él por sus dos ventanas. Muy a menudo había llorado mirándole, cuando venía a apoyarse en él con sus codos, para ocultar sus lágrimas a la enferma; un día, el día en que la había creído perdida, había permanecido largo tiempo, sofocada, ahogada, siguiendo con los ojos los humos de la Manutención, que subían en el aire. A menudo también, en las horas de esperanza, había confiado la alegría de su corazón a las lejanías perdidas de los arrabales. No había un solo monumento que no le recordase una emoción triste o alegre. París vivía de su existencia. Pero jamás le quería tanto como en el crepúsculo, cuando terminado el día, le veía ceder a un cuarto de hora de reposo, de olvido y de ensueño, esperando a que el gas fuese encendido.