Entretanto, Elena, sin levantar la vista de su devocionario, se apartaba cada vez que sentía el roce de los encajes de Julieta. No estaba preparada para este encuentro. Pese al juramento que se había impuesto de amar a Enrique santamente, sin pertenecerle jamás, sentía: un malestar pensando que traicionaba a aquella mujer, tan confiada y tan satisfecha a su lado. Sólo tenía una idea: jamás iría a aquella cena, y buscaba cómo podría romper poco a poco aquellas relaciones que herían su lealtad. Pero las voces solemnes de los chantres, a pocos pasos de ella, no la dejaban reflexionar. No encontraba nada y se dejaba mecer por el cántico, sintiendo un bienestar devoto que hasta entonces jamás había sentido en una iglesia.
—¿Le han contado la historia de la señora Chermette? —preguntó Julieta, cediendo de nuevo a su comezón por hablar.
—No, no sé nada.
—Pues bien, imagínese… ¿Ha visto usted a su hija mayor, tan alta para sus quince años? Se trata de casarla el año próximo, y con ese morenito que siempre está metido en las faldas de su madre… Y se habla y se habla…
—¡Ah! —dijo Elena, que no escuchaba.
La señora Deberle dio otros detalles. Pero de pronto cesaron los cánticos, los órganos gimieron y se pararon. Entonces se calló, sorprendida por el estallido de su voz, en medio del silencio recogido que se estaba haciendo. Un sacerdote acababa de aparecer en el púlpito. Hubo como un estremecimiento y luego habló. No, seguro, Elena no iría jamás a esa cena. Con los ojos fijos en el sacerdote, se imaginaba esa primera entrevista con Enrique, que estaba temiendo desde hacía tres días; le veía pálido de cólera, reprochándole que se hubiese encerrado en casa; y temía no saber demostrar la suficiente frialdad. En su imaginación el sacerdote había desaparecido y captaba solamente algunas frases, una voz penetrante caída de lo alto, que decía:
—Fue un momento inefable aquel en que la Virgen, inclinando la cabeza, respondió: «He aquí la esclava del Señor…».
¡Oh!, sería valiente; acababa de recobrar todo su juicio. Disfrutaría el placer de ser amada, pero jamás confesaría su amor, pues le parecía evidente que la paz tenía ese precio. ¡Y cuán profundamente le amaría sin decirlo, contentándose con una palabra de Enrique, con una mirada cambiada de vez en cuando, siempre que la casualidad los acercara! Era un sueño que la llenaba de una idea de eternidad. La iglesia, a su alrededor, le resultaba amiga y dulce. El sacerdote decía:
—El ángel desapareció, María se extasió en la contemplación del divino misterio que se operaba en ella, inundada de luz y de amor…
—Habla muy bien —murmuró la señora Deberle inclinándose—. Y es muy joven; apenas treinta años, ¿no le parece?
La señora Deberle estaba conmovida. La religión le gustaba porque la consideraba como una emoción de buen gusto. Dar flores a las iglesias, tener pequeños asuntos con los sacerdotes, gente educada, discreta y de la cual emanaba un olor agradable; ir lujosamente ataviada a la iglesia, donde parecía que otorgase una protección mundana al Dios de los pobres, le procuraba satisfacciones particulares, tanto más cuanto que su marido no practicaba, de modo que sus devociones adquirían el sabor de la fruta prohibida. Elena la miró y le contestó tan sólo con una inclinación de cabeza. Las dos ponían cara de éxtasis y sonreían. Se produjo un gran ruido de sillas y de pañuelos; el sacerdote acababa de dejar el púlpito lanzando este último grito:
—¡Oh, ensanchad vuestro amor, piadosas almas cristianas! Dios se ha entregado a vosotros, vuestro corazón está lleno de su presencia, vuestra alma está colmada por sus favores.
El órgano resonó en seguida. Las letanías de la Virgen desgranaron sus súplicas de ardiente ternura. De las naves laterales, de entre la sombra perdida de las capillas, se elevaba un cántico lejano y sordo, como si la tierra respondiera a las voces angélicas de la escolanía. Un hálito pasaba por encima de las cabezas, alargando las llamas erectas de los cirios, mientras que, en su gran ramillete de rosas, en medio de las flores que iban marchitándose exhalando su último perfume, la divina Madre parecía inclinar la cabeza para sonreír a su Jesús.
Elena se volvió de pronto, acometida por una inquietud instintiva:
—¿No te sientes enferma, Juana? —preguntó.
La niña, muy pálida, con los ojos húmedos, como traspuesta por el torrente de amor de las letanías, contemplaba el altar, viendo cómo las rosas se multiplicaban y caían como una lluvia. Murmuró:
—¡Oh no, mamá!… Te aseguro que estoy contenta, muy contenta… —Luego preguntó—: ¿Dónde está nuestro buen amigo?
Se refería al abate. Paulina le distinguió: estaba en un sitial del coro. Pero hubo que aupar a Juana.
—¡Ah!, ya le veo. Nos está mirando y pone menuditos sus ojos.
Según Juana, el sacerdote, «ponía menuditos sus ojos» cuando se reía por dentro. Elena le hizo entonces un gesto amistoso con la cabeza. Fue para ella como una certeza de paz, un último motivo de serenidad que hacía de la iglesia un lugar querido y la adormecía en una felicidad llena de tolerancia. Los incensarios se balanceaban delante del altar, ligeras humaredas se elevaban; se celebró la bendición, y una custodia, como un sol, se levantó lentamente por encima de las frentes abatidas hacia el suelo. Elena seguía prosternada en una especie de feliz embotamiento.
—Vámonos, que ya se acabó.
Un remover de sillas y un arrastrar de pies retumbaba bajo la bóveda. Paulina había cogido a Juana de la mano. Mientras iba delante con la niña, le preguntó:
—¿No has ido jamás al teatro?
—No. ¿Es que es todavía más bonito?
La pequeña, con el corazón henchido de suspiros, inclinaba la barbilla como para declarar que no era posible que hubiese nada más bello.
Pero Paulina no contestó; acababa de detenerse ante un sacerdote con sobrepelliz que pasaba, y, cuando estuvo a pocos pasos:
—¡Oh! ¡Qué hermosa cabeza! —dijo en voz alta y con tanta convicción, que hizo que dos devotas se volvieran a mirarla.
Entretanto, Elena se había incorporado. Estaba de pie, junto a Julieta, sin poder dar un paso, en medio de la multitud que se disolvía con dificultad. Llena de ternura, como fatigada y sin fuerzas, no experimentaba la menor turbación sintiéndola junto a ella. Por un momento, sus desnudas muñecas, se rozaron, y las dos mujeres sonrieron. Se ahogaban. Elena quiso que Julieta pasase la primera, para protegerla. Parecía haber recobrado toda su intimidad.
—¿Estamos de acuerdo, verdad? —preguntó la señora Deberle—. Contamos con usted mañana por la noche.
Elena ya no tuvo fuerza de voluntad para decir que no. Ya vería en la calle. Por fin, salieron entre las últimas. Paulina y Juana las esperaban en la acera de enfrente. Pero una voz llorosa las detuvo:
—¡Ah, mi buena señora! ¡Cuánto tiempo hacía que no tenía la suerte de verla!
Era la tía Fétu. Estaba mendigando en la puerta de la iglesia. Cortando el paso a Elena como si la hubiese estado esperando, prosiguió:
—¡Ah!, he estado muy enferma, siempre ahí, en el vientre, ¿sabe Usted?… Ahora es casi como si me golpearan con un martillo… Y sin un céntimo, mi querida señora… No me atrevía a hacer que se lo dijeran… ¡Qué Dios se lo pague!
Elena acababa de deslizarle una moneda en su mano, prometiéndole que se ocuparía de ella.
—¡Vaya! —dijo la señora Deberle, que había permanecido de pie en el pórtico—, alguien está hablando con Paulina y Juana… ¡Pero si es Enrique!
—Sí, sí —repuso la tía Fétu, que paseaba sus maliciosas miradas sobre las dos damas—, es un buen doctor… Le estuve viendo durante toda la ceremonia; no ha salido de la acera; seguro que las aguardaba… ¡Este sí que es un santo! Lo digo porque es verdad, ante Dios que nos está escuchando… ¡Oh!, ya la conozco a usted, señora: tiene usted un marido que se merece ser feliz… Que el cielo les conceda todos sus deseos, todas las bendiciones caigan sobre ustedes… En nombre del Padre, Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.
En los mil surcos de su rostro, arrugado como una vieja manzana, pequeños ojos sin parar, inquietos y maliciosos, yendo de Julieta a Elena, sin que se pudiera adivinar claramente a cuál de las dos se dirigía al hablar del buen doctor. Las acompañó con un murmullo continuo en el que se mezclaban trozos de frases lacrimosas con exclamaciones devotas.
A Elena la sorprendió y emocionó la reserva de Enrique. Apenas se atrevió a levantar los ojos para mirarla. Habiéndole gastado una broma a su esposa a propósito de sus opiniones, que le impedían entrar en la iglesia, él explicó sencillamente que había venido al encuentro de las señoras fumando un cigarro; pero Elena comprendió que había querido verla de nuevo para demostrarle cuán equivocada estaba al temer una nueva actitud violenta de su parte. Sin duda, él, igual que ella, se había jurado comportarse razonablemente. No pensó siquiera si podía ser sincero consigo mismo, pues le hacía demasiado desgraciada el saberlo desgraciado. De manera que, al dejar a los Deberle en la calle de Vineuse, dijo alegremente:
—Bueno, estamos de acuerdo; hasta mañana a las siete.
Entonces sus relaciones se reanudaron más íntimamente todavía y comenzó una vida encantadora. Para Elena, era como si Enrique jamás hubiese cedido a un momento de locura; era lo que ella había soñado: se amaban, pero no se lo decían, les bastaba saberlo. Horas deliciosas durante las cuales, sin nombrar su ternura, hablaban continuamente de ella con un gesto, una inflexión de voz, incluso con un silencio. Todo los hacía volver a ese amor, todo los sumergía en esa pasión que llevaban consigo, a su alrededor, como el único aire en el que pudiesen vivir. Y tenían la excusa de su lealtad; representaban con total honradez esa comedia de su corazón, puesto que no se permitían ni estrecharse la mano, lo que daba una voluptuosidad sin par al simple buenos días con que se acogían.
Las señoras decidieron ir todas las noches a la iglesia… La señora Deberle, encantada, encontraba en ello un nuevo placer que la cambiaba un poco de sus tardes de sarao, de conciertos y estrenos; adoraba las emociones nuevas y sólo se le veía rodeada de monjas y sacerdotes. La base religiosa que conservaba del pensionado se subió a su cabecita de chorlito y se tradujo en pequeñas prácticas que la divertían, como si recordara los juegos de la infancia. Elena, formada al margen de toda educación piadosa, se abandonaba al encanto de los ejercicios del mes de María, feliz del placer que parecía proporcionar a Juana. Cenaban más pronto, daban prisas a Rosalía para no llegar tarde y no encontrarse mal situadas. Luego, al pasar, recogían a Julieta. Un día se habían llevado a Luciano; pero se había portado tan mal, que desde entonces le dejaban siempre en casa. Nada más entrar en la tibia iglesia, tan resplandeciente de cirios, se tenía una sensación de bienestar, de apaciguamiento, que poco a poco, para Elena, se convirtió en algo necesario. Cuando había sentido dudas durante el día o una vaga inquietud le había embargado al pensar en Enrique, la iglesia, por la noche, la adormecía. Los cánticos se elevaban con el desbordamiento de las pasiones divinas. Bajo las bóvedas, el perfume de las flores recién cortadas hacía más pesado el aire denso ya. Respiraba, allí, la primera voluptuosidad de la primavera, la adoración de la mujer elevada al rango de un culto y se embriagaba en el misterio de amor y de pureza, frente a María, virgen y madre, coronada de rosas blancas. Cada día permanecía más tiempo de rodillas. Se sorprendía viéndose con las manos juntas. Luego, una vez terminada la ceremonia, seguía la delicia del regreso. Enrique esperaba en la puerta; las noches eran cada vez más tibias y se regresaba por las calles obscuras y silenciosas de Passy, cruzando contadas palabras.
—Se está volviendo usted beata, querida —dijo una noche la señora Deberle con una sonrisa.
Era verdad. Elena dejaba penetrar la devoción en su corazón abierto de par en par. Nunca hubiese creído que amar fuese tan bueno. Volvía allí como a un lugar de ternura donde le era permitido tener los ojos húmedos, permanecer sin pensar en nada, como absorta en una muda adoración. Cada noche, durante una hora, dejaba de defenderse; la floración del amor que llevaba en sí misma, que contenía durante todo el día, podía al fin subir hasta su pecho, extenderse en las oraciones, ante todos, en medio del estremecimiento religioso de la multitud. Las oraciones balbuceadas, las genuflexiones, las inclinaciones, esas palabras y esos gestos inconcretos repetidos sin cesar, la acunaban, le parecían el único lenguaje, siempre la misma pasión expresada por la misma palabra o el mismo gesto. Tenía necesidad de creer y se sentía arrobada en el amor divino.
Julieta no le gastaba bromas únicamente a Elena, sino que pretendía que el mismo Enrique se estaba volviendo devoto. ¿Acaso no entraba ahora a esperarlas dentro de la iglesia? ¡Un ateo, un pagano que declaraba que había buscado el alma con la punta de su escalpelo sin lograr encontrarla! En cuanto le veía, más allá del púlpito, de pie tras una columna, Julieta le daba con el codo a Elena.
—Mírele, ya está ahí… ¿Creerá usted que, cuando nos casamos, no quiso confesarse?… ¡No!, ¡si tiene una figura magnífica, y nos contempla con un gesto tan divertido! ¡Mírelo!
Elena no levantaba la cabeza de inmediato. La ceremonia iba a terminar, humeaba el incienso y el órgano estallaba de alegría. Pero como su amiga no era capaz de dejarla tranquila, se veía forzada a responder:
—Sí, sí, ya le veo —balbuceaba sin volver los ojos.
Le había adivinado, por el hosanna que oía elevarse por toda la iglesia. Parecíale que el aliento de Enrique llegaba hasta su nuca llevado del ala de los cánticos y creía ver tras ella sus miradas que iluminaban la nave y la envolvían, de rodillas, en una nube de oro. Entonces, rezaba con tan gran fervor, que le faltaban las palabras. Él, muy formal, ponía la cara correcta de un marido que viene a buscar a las señoras a la casa de Dios como hubiese ido a esperarlas al salón de descanso de un teatro. Pero cuando estaban juntos, en medio del lento desfile de las devotas, ambos se sentían como más ligados, como unidos por aquellas flores y aquellos cánticos; y evitaban hablarse porque llevaban el corazón en los labios.
Al cabo de quince días, la señora Deberle se cansó. Saltaba de un entusiasmo a otro, agitada por la urgencia de hacer como todo el mundo. Ahora se entregaba a las ventas de caridad, subía a sesenta pisos cada tarde en solicitud de lienzos de pintores conocidos y dedicaba sus veladas a presidir con una campanilla reuniones de damas dedicadas a obras filantrópicas. De modo que, un jueves por la noche, Elena y su hija se encontraron solas en la iglesia. Después del sermón, mientras los chantres atacaban el
Magnificat
, la joven, advertida por un impulso del corazón, volvió la cabeza: Enrique estaba allí, en el lugar de costumbre. Entonces permaneció con la frente baja hasta el final de la ceremonia, esperando el regreso.