Una página de amor (21 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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—No estoy dormida —murmuraba Juana—; sé muy bien que estáis aquí.

Entonces se alegraban de oírla hablar. Sus manos se separaban y no sentían otros deseos. La niña los satisfacía y los calmaba.

—¿Te sientes bien, querida? —preguntaba Elena cuando la sentía moverse.

Juana no contestaba en seguida. Hablaba como en sueños.

—¡Oh sí! No me siento a mí misma…, pero os oigo, y esto me agrada.

Luego, al cabo de un instante, hacía un esfuerzo, levantaba los párpados y los miraba. Y sonreía deliciosamente al cerrar los ojos.

Al día siguiente, cuando el sacerdote y el señor Rambaud se presentaron, Elena dejó escapar un gesto de impaciencia. Le estorbaban en su rincón de felicidad. Y, como le preguntaban temblando ante el temor de oír malas noticias, Elena tuvo la crueldad de decirles que Juana no estaba mejor. Contestó esto sin pensarlo, impulsada por el egoísta deseo de guardar para sí y para Enrique el placer de haberla salvado y de ser los únicos en saberlo. ¿Por qué querían compartir su felicidad? Les pertenecía y le parecía que disminuiría si otros se enteraban. Le habría parecido como si un extraño penetrase en su amor.

El sacerdote se acercó al lecho.

—Juana, somos nosotros, tus buenos amigos… ¿No nos conoces?

Con gravedad hizo un gesto con la cabeza. Los reconocía, pero no quería hablar, pensativa, lanzando miradas de inteligencia hacia su madre. Y los pobres hombres se fueron más desconsolados que otras noches.

Tres días después, Enrique permitió a la enferma su primer huevo pasado por agua. Fue todo un acontecimiento. Juana quiso, en absoluto, comérselo sola, con su madre y el doctor, y con la puerta cerrada. Como el señor Rambaud se encontraba allí precisamente, murmuró al oído de su madre, que ya extendía una servilleta sobre la cama, a manera de mantel:

—Espera; cuando él se haya ido. —Luego, en cuanto se hubo alejado, añadió—: En seguida, en seguida… Es más divertido cuando no hay nadie.

Elena la había sentado, mientras Enrique ponía dos almohadas tras ella para sostenerla. Y, con la servilleta en su puesto y un plato encima de las rodillas, Juana esperaba con una sonrisa.

—Voy a cascártelo, ¿quieres? —preguntó su madre.

—Sí, eso es, mamá.

—Y yo voy a cortarte tres pedacitos de pan —dijo el doctor.

—¡Oh, cuatro! Seguro que comeré cuatro; ya verás.

Ella tuteaba al doctor ahora. Cuando él le dio el primer trozo, ella cogió su mano y, como había guardado la de su madre, besó las dos, yendo de una a otra con el mismo afecto apasionado.

—Vamos, sé razonable —dijo Elena, que la veía a punto de estallar en sollozos—: cómete bien tu huevo para darnos gusto.

Entonces Juana empezó; pero estaba tan débil, que después del segundo trocito de pan se sintió muy cansada. Sonreía a cada bocado, diciendo que tenía los dientes blandos. Enrique la animaba. Elena tenía las lágrimas al borde de los ojos. ¡Dios mío! ¡Estaba viendo comer a su hija! Seguía el pan; este primer huevo la enternecía hasta las entrañas. El brusco pensamiento de Juana muerta, rígida bajo una sábana, le heló la sangre. Pero la niña comía, comía, tan gentil, con sus gestos pausados y sus vacilaciones de convaleciente.

—No te vas a enfadar, mamá… Hago lo que puedo; ya estoy comiendo el tercer pedazo… ¿Estás contenta?

—Muy contenta, querida mía… No sabes la alegría que me estás dando.

En el desbordamiento de felicidad que la ahogaba, no se dio cuenta y apoyóse en el hombro de Enrique. Los dos sonreían a la niña. Pero ésta, lentamente, pareció acometida por un malestar; les dirigió unas miradas furtivas y luego bajó la cabeza; no quiso comer más y una sombra de desconfianza y cólera hizo palidecer su rostro. Hubo que acostarla de nuevo.

III

La convalecencia duró meses. En agosto, Juana estaba todavía en la cama. Se levantaba una hora o dos por la tarde, y para ella representaba una enorme fatiga ir hasta la ventana donde permanecía tendida en una butaca frente a un París incendiado por la puesta del sol. Sus pobres piernas se negaban a llevarla; como decía ella con una pálida sonrisa, no tenía suficiente sangre ni para un pajarito; había que esperar a que comiera muchas sopas. Le ponían pequeños pedazos de carne cruda en el caldo. Acabó por gustarle, porque lo que ella deseaba era poder bajar pronto a jugar al jardín.

Estas semanas, estos meses, pasaron monótonos y deliciosos, sin que Elena contase los días. No salía nunca, olvidaba al mundo entero al lado de Juana. Ninguna noticia exterior llegaba hasta ella. Era, delante de París que llenaba el horizonte con su humo y su ruido, un retiro más apartado y más cerrado que las santas ermitas perdidas entre las rocas. Su niña estaba salvada, esta certeza le bastaba, pasaba los días espiando el retorno de la salud, feliz ante cualquier detalle, ante una mirada brillante, ante un gesto alegre. A cada hora iba recobrando más y más a su hija, con sus hermosos ojos y sus cabellos que, de nuevo, se hacían suaves. Le parecía que ella le estaba dando la vida por segunda vez.

Cuanto más lenta era la resurrección tanto más gustaba de sus delicias, y se acordaba de los días lejanos en que la amamantaba, experimentando, al verla recuperar sus fuerzas, una emoción más fuerte todavía que antaño, cuando medía sus piececitos sobre sus manos juntas para saber si andaría pronto.

No obstante, persistía cierta inquietud; varias veces había notado aquella sombra que, de pronto, hacía palidecer el rostro de Juana, volviéndola desconfiada y hosca. ¿Por qué, en medio de una alegría, cambiaba tan bruscamente? ¿Es que sufría? ¿Es que le ocultaba algún despertar del dolor?

—Dime, querida: ¿qué te pasa?… Ahora mismo te reías y pareces enfadada. Respóndeme: ¿sientes dolor en algún sitio?

Pero Juana volvía la cabeza violentamente y hundía su cara en la almohada.

—No me pasa nada —decía con vez seca—. Déjame, por favor.

Guardaba su rencor toda una tarde, mirando fijamente la pared, testaruda, abandonándose a una gran tristeza que su madre, desesperada, no podía comprender. El doctor no sabía qué decir; estos accesos se producían siempre cuando él estaba allí, y los atribuía al estado nervioso de la enferma. Sobre todo, recomendaba que evitasen contrariarla.

Una tarde, estando Juana dormida, Enrique, que la había encontrado muy bien, se entretuvo en la habitación hablando con Elena, ocupada de nuevo en sus eternos trabajos de costura ante la ventana. Desde la terrible noche en que, con un grito apasionado, ella le había confesado su amor, los dos vivían sin sobresalto, abandonándose a la delicia de saber que se amaban, sin pensar en el mañana, olvidados del mundo. Junto al lecho de Juana, en aquella habitación conmovida todavía por la agonía de la niña, la castidad los protegía contra toda sorpresa de los sentidos. Su inocente aliento los calmaba. No obstante, a medida que la enferma se mostraba más fuerte, su amor también recobraba fuerzas, les regaba la sangre; permanecían uno al lado del otro, estremecidos, gozando de la hora presente, sin querer pensar en lo que harían cuando Juana ya se levantara y su pasión estallase libre y saludable.

Durante horas enteras se arrullaban con algunas palabras pronunciadas de tarde en tarde, en voz baja, para no despertar a la pequeña. No importaba que las palabras fuesen banales, los emocionaban profundamente. Aquel día sentían una gran ternura uno por otro.

—Le aseguro que está mucho mejor —dijo el doctor—. Antes de quince días podrá bajar al jardín.

Elena clavó con fuerza la aguja y murmuró:

—Todavía ayer estaba muy triste… Pero esta mañana se rió y me prometió ser juiciosa.

Hubo un largo silencio. La niña seguía descansando, con un sueño que envolvía a los dos en una gran paz. Cuando descansaba así se sentían aliviados y se pertenecían más el uno al otro.

—¿No ha vuelto usted a ver el jardín? —siguió Enrique—. Ahora está lleno de flores.

—Las margaritas habrán crecido, ¿verdad? —preguntó ella.

—Sí, el macizo está soberbio… Las clemátides han trepado por los olmos. Se diría un nido de hojas.

Volvió el silencio. Elena dejaba de coser, le miraba sonriendo y su común imaginación les hacía ver paseándose por avenidas profundas, avenidas ideales, negras de sombra, en las que caía una lluvia de rosas. Él, inclinado sobre ella, sorbía el ligero perfume de verbena que subía de su peinador. Pero un ligero roce de ropas vino a turbarlos.

—Se está despertando —dijo Elena, que levantó la cabeza.

Enrique se había separado. Lanzó igualmente una mirada hacia el lecho. Juana acababa de coger su almohada entre sus bracitos y, con la barbilla hundida en las plumas, tenía ahora el rostro completamente vuelto hacia ellos. Pero sus párpados seguían cerrados; parecía que iba a dormirse de nuevo con una respiración lenta y regular.

—¿Está usted siempre cosiendo? —preguntó él acercándose.

—No puedo estar sin hacer algo con las manos —respondió ella—. Es algo maquinal que regula mis pensamientos… Durante horas, sigo pensando lo mismo, sin cansarme.

Él no dijo nada más; seguía su aguja, que pespunteaba el calicó con un leve ruido cadencioso. Le parecía que este hilo arrastraba y anudaba sus dos existencias. Ella había podido seguir cosiendo durante horas y él hubiese permanecido escuchando el lenguaje de la aguja, un arrullo que repetía en su interior la misma palabra sin cansarlos jamás. Es lo que querían: pasar así los días, en este rincón de paz, el uno junto al otro, mientras la niña dormía y evitando moverse a fin de no turbar su sueño. ¡Una inmovilidad deliciosa, un silencio en el que oían sus corazones, una dulzura infinita que los enajenaba con una sensación única de amor y de eternidad!

—Es usted buena, es usted buena —murmuró repetidas veces, no encontrando otras palabras para expresar la felicidad que le debía.

Elena había levantado de nuevo la cabeza, sin sentir la menor molestia al sentirse tan ardientemente amada. El rostro de Enrique estaba junto al suyo. Por un momento se contemplaron.

—Déjeme usted trabajar —dijo ella en voz baja—. No voy a terminar nunca.

Pero en este momento una inquietud instintiva la hizo volverse. Vio a Juana, que los estaba mirando, con su cara pálida y sus ojos, abiertos, de un negro intenso. La niña no se había movido, con la barbilla entre las plumas y apretando la almohada entre sus bracitos. Acababa de abrir los ojos y los estaba mirando.

—Juana, ¿qué tienes? —preguntó Elena—. ¿Te sientes mal? ¿Quieres algo?

No respondió, no se movió, ni siquiera bajó los párpados, y en sus grandes ojos fijos centelleaba una llama. La sombra hosca cubría su frente, sus mejillas palidecían y se hundían. Ya se retorcía las muñecas, como cuando iba a acometerle una crisis de convulsiones. Elena se levantó corriendo, rogándola que hablase; pero ella conservaba su testaruda rigidez y fijaba en su madre una mirada tan negra, que ésta acabó por enrojecer y balbucear:

—Doctor, véala usted: ¿qué le ocurre?

Enrique había separado su silla de la silla de Elena; se acercó al lecho y quiso coger una de sus manitas, que estrechaban con tanta fuerza la almohada. Entonces, a su contacto, Juana pareció recibir una sacudida. De un salto, se volvió hacia la pared, gritando:

—¡Déjeme usted!… ¡Me hace usted daño!

Se había escondido bajo el cobertor. En vano, durante un cuarto de hora, ambos intentaron calmarla con cariñosas palabras. Luego, ante su insistencia, se incorporó y, juntando las manos, suplicó:

—Déjenme, por favor… Me hacen ustedes daño. Déjenme.

Elena, trastornada, fue a sentarse delante de la ventana. Pero Enrique no ocupó su puesto junto a ella. Al fin acababan de comprender. Juana estaba celosa. No se les ocurrió ninguna palabra. El doctor caminó un minuto en silencio; luego se retiró viendo las ansiosas miradas que la madre lanzaba al lecho. En cuanto él se hubo alejado, volvió hacia su hija, la cogió por la fuerza entre sus brazos y le habló largamente.

—Escucha, pitusa, estoy sola… Mírame y contéstame… ¿No te duele nada? Entonces, ¿es que te hice enfadar? Tienes que decírmelo todo… ¿Es conmigo que estás enfadada? ¿Qué es lo que te entristece?

Pero fue inútil que la interrogara, que diese a sus preguntas diferentes formas. Juana no dejaba de jurar que no tenía nada. Luego, de pronto, gritó y repitió:

—Tú ya no me quieres… No me quieres…

Y estalló en grandes sollozos, rodeando con sus brazos convulsos el cuello de su madre, cubriéndole la cara de ávidos besos. Elena, con el corazón destrozado, ahogándose en una tristeza indecible, la mantuvo largo rato contra su pecho, mezclando sus lágrimas a las suyas y jurándole que nunca jamás amaría a nadie tanto como a ella.

A partir de este día, los celos de Juana despertaban por una palabra, por una mirada. Mientras ella se había sentido en peligro, un instinto le había hecho aceptar este amor que sentía tan tierno a su alrededor y que la salvaba. Pero ahora volvía a ser fuerte y no quería seguir compartiendo a su madre. Se apoderó de ella un rencor hacia el doctor, un rencor que aumentaba sordamente y se convertía en odio a medida que se encontraba mejor. Esto iba incubándose en su obstinada cabeza y en todo su ser silencioso y suspicaz. Nunca quiso explicarse con claridad: ella misma lo ignoraba. Le dolía aquí cuando el doctor se acercaba demasiado a su madre; y ponía sus dos manos sobre el pecho. Esto era todo; algo la quemaba, y una rabia furiosa la ahogaba y la hacía palidecer. No podía evitarlo: encontraba que la gente era injusta y se obstinaba más, sin contestar, cuando la reñían por ser tan mala. Elena, temblorosa, no atreviéndose a impulsarla a que se diese cuenta de su malestar, apartaba los ojos ante esta mirada de una niña de doce años en que brillaba demasiado pronto toda la apasionada vida de una mujer.

—Juana, me entristeces mucho —le decía con lágrimas en los ojos, cuando la veía en un acceso de loco arrebato, que reprimía y la ahogaba.

Pero esta frase, omnipotente otras veces, que le hacía correr llorando a los brazos de Elena, ya no la conmovía. Su carácter cambiaba. Diez veces al día cambiaba de humor. Generalmente tenía una voz breve e imperativa, hablando con su madre como hubiese hablado a Rosalía, molestándola por los más pequeños servicios, imponiéndose y quejándose siempre.

—Dame una taza de tisana… ¡Qué lenta eres! Me dejáis que me muera de sed.

Después, cuando Elena le daba la taza, decía:

—No está azucarada… No la quiero.

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