Una página de amor (15 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: Una página de amor
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El telón rojo había caído. En medio del alboroto, Paulina anunció a Malignon, con su frase acostumbrada:

—He aquí al bello Malignon.

Llegaba, jadeante y tropezando con las sillas.

—¡Anda! ¡A quién se le ocurre cerrarlo todo! —exclamó sorprendido y titubeando—. Parece que entre uno en una casa donde haya un muerto.

Y, volviéndose hacia la señora Deberle, que se acercaba, le dijo:

—¡Bien puede usted presumir de haberme hecho correr! Estoy buscando a Perdiguet, ya sabe usted, mi cantante, desde la mañana… Pero, como no pude dar con él, les traigo al gran Morizot…

El gran Morizot era un aficionado que divertía los salones presentando juegos de prestidigitación. Le agenciaron un velador y ejecutó sus juegos más bonitos, sin que lograse, ni mucho menos, entusiasmar a los espectadores. Los pobres chiquillos se habían puesto muy serios. Los más pequeños se dormían chupándose el dedo. Otros, los mayores, volvían la cabeza sonriendo a sus padres, que discretamente disimulaban sus bostezos, de manera que, cuando el gran Morizot se decidió a llevarse su velador, fue un alivio para todos.

—¡Oh, es muy bueno! —murmuró Malignon en la nuca de la señora Deberle.

Pero el telón rojo se había levantado de nuevo y un mágico espectáculo había puesto de pie a los niños.

Bajo la luz brillante de la lámpara central y de dos candelabros de diez brazos, el comedor aparecía con su larga mesa puesta y servida como para una cena de gala. Había cincuenta cubiertos. En medio y a los dos extremos, en unas jardineras bajitas, se desparramaban unos ramos de flores separados por anchas compoteras en las que se acumulaban las «sorpresas» relucientes, envueltas en sus papeles dorados y de colorines. Había, además, grandes tartas montadas, pirámides de frutas escarchadas, montañas de emparedados y, más allá, toda una teoría de fuentes con dulces y pasteles: bizcochos borrachos, bocaditos de nata, bollos alternando con las galletas y crocantes con las pastas de almendra. Las jaleas temblaban en sus copas de cristal; las natillas, en sus cuencos de porcelana. Ya las botellas de champaña de un palmo de alto, hechas a la medida de los comensales, iluminaban alrededor de la mesa con el resplandor de sus cascos de plata. Se diría que era una de esas meriendas gigantescas que los niños deben de imaginar en sus sueños, una merienda servida con la formalidad de una cena para personas mayores, evocación mágica de la mesa de los padres, sobre la que se hubiese volcado el cuerno de la abundancia de los pasteleros y de los vendedores de juguetes.

—¡Vamos! Den el brazo a las señoras —dijo la señora Deberle, sonriendo ante el éxtasis de los niños.

No hubo manera de organizar el desfile. Triunfalmente, Luciano había cogido el brazo de Juana y caminaba el primero. Los otros, tras él, se empujaban un poco. Fue necesario que las mamás interviniesen a colocarlos. Y allí se quedaron, sobre todo tras los más pequeños a los que vigilaban para evitar cualquier accidente. En realidad, los invitados, parecieron de momento muy azarados; se miraban sin atreverse a tocar todas aquellas cosas buenas, ligeramente inquietos viendo este mundo al revés, de los niños sentados a la mesa y los padres de pie. Al fin, los mayores se envalentonaron y alargaron las manos. Luego, cuando las mamás intervinieron, cortando las tartas montadas y sirviendo a su alrededor, la merienda se animó y pronto se convirtió en ruidosa. La hermosa simetría de la mesa sucumbió como ante una violenta ráfaga; todo circulaba al mismo tiempo en medio de los brazos tendidos que vaciaban los platos a su paso. Las dos pequeñas Berthier, Blanca y Sofía, reían ante sus platos en los que había de todo: mermeladas, natillas, pasteles y fruta. Las cinco señoritas Levasseur acaparaban un ángulo de las golosinas, mientras que Valentina, orgullosa de sus catorce años, se hacía la señora juiciosa y se ocupaba de sus vecinas. Entretanto, Luciano, para mostrarse galante, descorchó una botella de champaña con tan poca fortuna, que poco faltó para que no vertiera su contenido en sus calzones de seda color cereza. Fue todo un problema.

—¿Quieres dejar tranquilas las botellas? Soy yo quien descorcha el champaña —chilló Paulina.

Se agitaba de manera extraordinaria, divirtiéndose por su cuenta. En cuanto llegaba un sirviente, le cogía la chocolatera y disfrutaba llenando las tazas con una rapidez de mozo de café. Luego, paseaba los helados y los vasos de jarabe y lo soltaba todo para cebar a cualquier chiquilla a la que había olvidado, partiendo de nuevo y preguntando a unos y a otros:

—¿Y tú qué quieres, gordinflón? ¿Cómo? ¿Un bollo?… Espera, voy a acercarte las naranjas… Ahora comed, grandísimos tontos, ya jugaréis después.

La señora Deberle, más tranquila, decía que había que dejarles solos, que ellos mismos sabrían arreglarse. En un extremo de la habitación, Elena y algunas señoras se reían contemplando el espectáculo de la mesa. Todos aquellos hociquitos color de rosa roían con sus bonitos dientes blancos. Nada era tan divertido como ver sus buenas maneras de niños bien educados olvidadas a veces por las acometidas de jóvenes salvajes. Cogían los vasos con las dos manos para beber hasta el fondo, se embadurnaban la cara y manchaban sus trajes. El jaleo aumentaba y los últimos platos eran asaltados. La misma Juana bailaba en su silla oyendo tocar una cuadrilla en el salón, y cuando su madre se acercó para reprocharle que hubiese comido demasiado, dijo:

—¡Oh mamá! Hoy me siento tan bien…

Pero la música había puesto de pie a otros niños. Poco a poco la mesa iba quedando desguarnecida y pronto quedó solamente un gordo bebé en su centro. Parecía importarle muy poco el piano. Con una servilleta al cuello, con la barbilla apoyada en la mesa, de tan pequeño como era, abría unos ojos enormes y avanzaba la boca, cada vez que su madre le presentaba una cucharada de chocolate. La jícara iba vaciándose y él se dejaba secar los labios, sin dejar de tragar y abriendo los ojos cada vez más grandes.

—¡Diantre! ¡Cómo traga el hombrecito! —dijo Malignon, que lo miraba con gesto soñador.

Fue entonces cuando se celebró el reparto de las «sorpresas». Los niños, al levantarse de la mesa, se llevaban cada uno, uno de los grandes envoltorios de papel dorado que se apresuraban en desenvolver; de ellos salían juguetes, sombreros grotescos de papel de seda, pájaros y mariposas. Pero la gran satisfacción eran los petardos. Cada «sorpresa» contenía un petardo que los muchachos lanzaban valientemente felices por el ruido, mientras las señoritas cerrando los ojos, intentaban reiteradamente hacerlos estallar. Por un momento sólo se oyó el fragor de esta mosquetería. Y en medio del estrépito los niños volvieron al salón, donde el piano tocaba sin parar las diferentes figuras de la cuadrilla.

—Muy a gusto me comería un bollo —murmuró la señorita Aurelia sentándose.

Entonces, ante la mesa libre, cubierta todavía por la desbandada de esta colosal merienda, se instalaron las señoras. Eran unas diez las que habían esperado prudentemente para comer, y, como no había manera de echar mano de ningún criado, fue Malignon quien se apresuró a servirlas, vació la chocolatera, inspeccionó el fondo de las botellas e incluso logró encontrar algunos helados. Pero, sin dejar de mostrarse galante, volvía siempre a comentar la singular idea que habían tenido de cerrar las persianas.

—Positivamente —repetía—, estamos en un panteón.

Elena se había quedado de pie, hablando con la señora Deberle. Esta iba a volver al salón y ella se disponía a seguirla, cuando notó que la tocaban suavemente. El doctor sonreía tras ella. No la dejaba un momento.

—¿No va usted a tomar nada? —le preguntó.

Bajo esta frase banal se escondía una súplica tan viva, que Elena se sintió muy turbada. Comprendió claramente que le estaba hablando de otra cosa. Poco a poco una excitación se iba apoderando de ella en medio del júbilo que la rodeaba. Todo aquel mundo saltarín y bullicioso le producía fiebre. Con las mejillas coloradas y los ojos brillantes rehusó de momento:

—No, gracias, no quiero nada.

Luego, como él insistiera, sintiendo mayor desasosiego y queriendo desembarazarse de él, accedió:

—¡Bueno! Una taza de té.

El doctor, presuroso, trajo la taza. Sus manos temblaban al presentárselo y, mientras ella bebía, se le acercó con los labios hinchados y trémulos por la confesión que subía desde su corazón. Entonces ella retrocedió, le tendió la taza vacía y escapó mientras él la ponía encima de un aparador, dejándole solo en el comedor con la señorita Aurelia, que iba comiendo lentamente mientras examinaba metódicamente las bandejas.

El piano tocaba muy fuerte en el fondo del salón. De un extremo al otro, el baile se desarrollaba con una comicidad adorable. Se había formado un corro en torno de la cuadrilla en la que danzaban Juana y Luciano. El marquesito embarullaba un tanto las figuras; la cosa no marchaba bien más que cuando tenía que coger a Juana; entonces la asía con toda el alma y empezaba a girar. Juana se balanceaba como una dama molesta porque ve que le arrugan el traje; luego, arrebatada por el placer, giraba a su vez levantándole del suelo. La casaca de satén blanco bordada de ramilletes se confundía con el vestido bordado con flores y pájaros y las dos figuritas de vieja Sajonia adquirían la gracia y la originalidad de una porcelana de vitrina.

Terminada la cuadrilla, Elena llamó a Juana para arreglarle el vestido.

—Ha sido él, mamá —decía la pequeña—. Me estruja y se pone insoportable.

Alrededor del salón, los padres sonreían. Cuando el piano comenzó de nuevo, toda la chiquillería empezó de nuevo a brincar. Sentían, no obstante, cierta desconfianza viendo cómo los miraban; permanecían formales y se abstenían de saltar para parecer correctos. Algunos sabían bailar, pero la mayor parte desconocían las figuras y se removían sin avanzar, no sabiendo qué hacer de sus miembros. Pero Paulina intervino.

—Tendré que meterme yo… ¡Qué pazguatos!

Se metió en medio de la cuadrilla, cogió a dos por la mano, uno a la derecha y otro a la izquierda y dio tal impulso a la danza que crujieron las maderas del entarimado. No se oía más que la desbandada de los piecezuelos dando taconazos a destiempo mientras solamente el piano seguía marcando el compás. También otras personas mayores intervinieron. La señora Deberle y Elena, viendo a unas chiquillas avergonzadas que no se atrevían a entrar, las introdujeron en el centro del barullo. Ambas componían las figuras, empujaban a los caballeros, formaban las rondas y las madres les pasaban a los más chiquitines para que les hicieran saltar un instante, sujetándolos con ambas manos. Entonces el baile llegó a lo mejor. Los bailarines se las prometieron felices, riéndose y empujándose igual que si se tratara de un pensionado atacado de una locura alegre gracias a la ausencia del maestro. Nada podía haber de más transparente alegría que aquel carnaval de chiquillos, retazos de hombres y mujeres que barajaban en aquel mundo en miniatura las maneras de todos los pueblos, las fantasías de la novela y del teatro. Los disfraces no quitaban a los labios sonrosados, a los ojos azules, a aquellas tiernas caritas, su frescor infantil. Se diría que era la gran gala de un cuento de hadas, con los Amorcillos disfrazados para los esponsales de algún príncipe encantado.

—Se ahoga uno —decía Malignon—. Me voy a respirar un poco.

Salió, abriendo de par en par la puerta del salón. La luminosidad de la calle entró entonces como un chorro de luz pálida que hizo más triste el resplandor de las lámparas y las bujías. Cada cuarto de hora, Malignon abría y cerraba las puertas.

Pero el piano no cesaba. La pequeña Guiraud, con su mariposa negra de Alsaciana sobre su cabellos rubios, bailaba en brazos de un Arlequín dos veces mayor que ella. Un Escocés hacía girar tan rápidamente a Margarita Tissot, que ésta perdió por el camino su cántaro de Lechera. Las dos Berthier, Blanca y Sofía, que eran inseparables, saltaban juntas, la Doncellita en brazos de la Locura, cuyos cascabeles tintineaban. No se podía echar una mirada al baile sin tropezar con una señorita Levasseur; las Caperucitas Rojas parecían multiplicarse; por todas partes se veían gorritos y trajes de satén color amapola, con franjas de terciopelo negro. Mientras tanto, para bailar más a gusto, los muchachos y las chicas mayores se habían refugiado al fondo del otro salón. Valentina de Chermette, envuelta en su mantilla de Española, ejecutaba estudiados pasos frente a un joven señorito que había comparecido vestido de frac. De pronto se oyeron grandes carcajadas y se llamó a todo el mundo para que viesen: tras una puerta, en un rincón apartado, al pequeño Guiraud, el Pierrot de dos años, y una pequeñita de sus mismos años, vestida de Aldeana, estaban abrazados, apretándose muy fuerte por miedo a caerse y daban vueltas solos, los muy solapados, mejilla contra mejilla.

—No puedo más —dijo Elena apoyándose de espaldas en la puerta del comedor.

Se abanicaba, muy sofocada por los saltos que también ella había dado. Su pecho se levantaba bajo la granadina transparente de su corpiño. Todavía notaba, sobre sus hombros, la respiración de Enrique que seguía siempre tras ella. Entonces comprendió que iba a hablar; pero ya no tenía fuerzas para escapar de nuevo a su confesión. Él se acercó y dijo, muy bajo, junto a su cabellera:

—¡La quiero! ¡Oh, la quiero!

Fue como un hálito ardoroso que la quemó de la cabeza a los pies. ¡Dios mío!, él había hablado y ya no podría seguir fingiendo la paz tan dulce de la ignorancia. Ocultó su rostro arrebolado tras el abanico. Los chiquillos, en el arrebato de las últimas cuadrillas, daban más fuerte con los tacones. Sonaban risas argentinas, voces como de pájaro que dejaban escapar ligeros chillidos de placer. Un fresco aliento subía de esta ronda de inocentes lanzada a un galopar de pequeños diablos.

—¡La quiero! ¡Oh, la quiero! —repitió Enrique.

Ella se estremeció todavía y no quiso oír más. Con la cabeza trastornada se refugió en el comedor. Pero en esta pieza no había nadie; únicamente el señor Letellier dormía tranquilamente en una silla. Enrique la había seguido; se atrevió a cogerla por las muñecas, a riesgo de un escándalo, con una cara tan alterada por la pasión, que la hizo estremecerse. Enrique repetía sin cesar:

—La quiero… La quiero…

—Déjeme —murmuró ella débilmente—, déjeme; está usted loco…

¡Y este baile, al lado, que seguía con la desbandada de los piecezuelos! Se oían los cascabeles de Blanca Berthier acompañando las notas ahogadas del piano. La señora Deberle y Paulina batían palmas para marcar el compás. Era una polca. Elena pudo ver, al pasar, a Juana y Luciano sonrientes, con las manos en la cintura. Entonces, con un brusco movimiento, se desprendió y huyó a una habitación contigua, una despensa en la que entraba la luz del día.

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