Una mujer difícil (34 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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El nuevo editor de Ruth fue quien prácticamente la empujó para presentarla a Eddie. El profesional de Random House era un hombre campechano, amistoso y enérgico. Puso una manaza sobre el hombro de Ruth y la hizo salir del rincón donde parecía mantenerse a distancia. Ruth no era tímida, como bien sabía Eddie por las numerosas entrevistas que le habían hecho. Pero al verla en persona, y por primera vez adulta, Eddie se percató de que había en Ruth Cole algo expresamente pequeño, como si ella misma hubiera deseado ser pequeña.

En realidad, no era más baja que el agresivo chico que viajaba en el autobús de la avenida Madison. Aunque Ruth tenía la estatura de su padre, que no era precisamente corta para una mujer, no era tan alta como Marion. No obstante, su pequeñez no tenía que ver con la estatura. Al igual que Ted, tenía un cuerpo compacto, atlético. Vestía su habitual camiseta de media manga negra, que permitió a Eddie comprobar al instante que el músculo de su brazo derecho estaba muy desarrollado. Tanto el antebrazo como el bíceps eran visiblemente más voluminosos y más fuertes que los del delgado brazo izquierdo. El squash, como el tenis, producía ese desarrollo.

Un solo vistazo le bastó a Eddie para saber que Ted saldría siempre perdiendo si jugaba con ella, por lo menos en cualquier pista reglamentaria. Eddie no podía haber imaginado lo mucho que Ruth deseaba vencer a su padre, como tampoco habría adivinado que el viejo seguía imponiéndose a su hija, pese a lo atlética que parecía, gracias a las ventajas injustas que le daba la pista de su granero.

—Hola, Ruth, tenía muchas ganas de verte —le dijo Eddie.

—Hola… otra vez —replicó Ruth, estrechándole la mano. Tenía los dedos cortos y cuadrados de su padre.

—Vaya, no sabía que os conocierais —comentó el editor de Random House.

—¿Quieres ir primero al baño? —preguntó Ruth a Eddie.

Y una vez más, la manaza del campechano editor se posó sobre un hombro, el de Eddie, con un exceso de familiaridad.

—Sí, sí —dijo el nuevo editor de Ruth—, concedamos un minuto al señor O'Hare para que se arregle un poco.

Cuando estuvo a solas en el baño, Eddie observó hasta qué punto necesitaba «arreglarse un poco». No sólo estaba mojado y sucio, sino que tenía enganchada a la corbata una bolsa de celofán, como la funda de un paquete de cigarrillos; y un envoltorio de chicle, que examinado de cerca reveló tener debajo un chicle bien mascado, se le había adherido a la bragueta. Tenía la chaqueta empapada. Al mirarse en el espejo, Eddie no reconoció sus pezones e intentó desprenderlos de un manotazo, como si también fuesen goma de mascar.

Llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era quitarse la chaqueta y la camisa y escurrirlas. También escurrió el agua de la corbata, pero cuando volvió a vestirse, vio las extraordinarias arrugas que se habían formado en la camisa y la corbata, y que la camisa, antes blanca, era ahora de un rosa jaspeado y desvaído. Se miró las manos, manchadas con la tinta roja de la pluma que usaba para hacer correcciones (la llamada favorita del maestro) e, incluso antes de mirar en el interior de la cartera, supo que las correcciones en rojo del texto de su presentación primero se habrían desleído y luego convertido en manchas rosadas sobre las páginas húmedas.

En efecto, cuando examinó las páginas de su presentación, vio que todas las correcciones manuscritas habían desaparecido o vuelto borrosas hasta resultar irreconocibles, y que el texto, ahora sobre un fondo rosa, era notablemente menos claro de lo que había sido. Al fin y al cabo, antes resaltaba en una página limpia y blanca.

El peso del puñado de monedas le torcía la chaqueta. En el baño no había papelera, por lo que, confiando en que aquello fuese la culminación de su insensata conducta durante aquel día, arrojó a la taza toda la calderilla. Después de que tirase de la cadena y el agua se aclarase, comprobó con su resignación habitual que las monedas de veinticinco centavos seguían en el fondo de la taza.

Ruth usó el lavabo después de Eddie. Cuando él la seguía hacia el fondo del escenario, y mientras los demás iban a mezclarse con el público y buscar sus asientos, la escritora le miró por encima del hombro y le dijo:

—Un curioso sitio para convertirlo en pozo de los deseos, ¿verdad?

Eddie tardó unos instantes en comprender que se refería a las monedas que se habían quedado en la taza del váter. Ignoraba, naturalmente, si ella sabía que se trataba de su dinero. Entonces Ruth le habló de una manera más directa y sin malicia.

—Espero que cuando termine esto cenemos juntos. Así tendremos ocasión de hablar.

Los latidos del corazón de Eddie se aceleraron. ¿Quería decir que iban a cenar solos? Incluso él sabía que no podía esperar tal cosa. Cenarían con Karl, Melissa y, sin duda, con el campechano nuevo editor de Random House y sus manazas tan proclives a tomarse ciertas familiaridades. De todos modos, tal vez podría estar un momento a solas con ella. De lo contrario, le propondría otro encuentro más íntimo.

Sonreía estúpidamente, pasmado por el atractivo —o lo que algunos considerarían la belleza— del rostro de Ruth, cuyo labio superior era idéntico al de Marion. También los senos, voluminosos y algo colgantes, eran como los de su madre. Sin embargo, sin la alargada cintura de Marion, los senos de Ruth parecían demasiado grandes en comparación con el resto del cuerpo, y tenía las piernas cortas y robustas de su padre.

La camiseta negra que vestía era cara y le sentaba muy bien. Estaba confeccionada con un tejido sedoso, y Eddie supuso que era más suave que el algodón. También los tejanos, de color negro, eran de una calidad superior a los tejanos corrientes. Le había dado su chaqueta al editor, y Eddie vio que era una prenda de cachemira confeccionada a medida, que con la camiseta y los pantalones negros formaba un conjunto de vestir más que deportivo. No quería llevar la chaqueta mientras daba la lectura, y Eddie llegó a la conclusión de que sus admiradores esperaban verla con la camiseta. Y no cabía duda de que era una autora con algo más que simples lectores. Ruth Cole tenía admiradores, y a Eddie le asustaba francamente dirigirse a ellos.

Cuando se dio cuenta de que en aquel momento Karl le estaba presentando, prefirió no escucharle. El tramoyista de aspecto siniestro había ofrecido a Ruth su taburete, pero ella lo rechazó y siguió en pie, balanceándose un poco, como si estuviera a punto de jugar a squash en vez de dar una lectura.

—No estoy muy satisfecho de mi discurso… —le dijo Eddie a Ruth—. La tinta se ha corrido.

Ella se llevó a los labios uno de los índices cortos y cuadrados. Cuando Karl terminó de hablar, Ruth se inclinó hacia Eddie y le susurró al oído:

—Gracias por no haber escrito acerca de mí. Sé que podrías haberlo hecho.

Eddie no pudo articular palabra. Hasta que la oyó susurrar, no se dio cuenta de que Ruth tenía la misma voz de su madre. Entonces la escritora le empujó hacia el escenario. Como no había escuchado la presentación de Karl, Eddie no sabía que éste y el público, que era el de Ruth Cole, aguardaban su intervención.

Ruth había esperado toda su vida a encontrarse con Eddie. Desde la primera vez que le hablaron de la relación entre Eddie O'Hare y su madre, deseó conocerle. Ahora no soportaba verle dirigirse al escenario, puesto que se alejaba de ella, y prefirió mirarle en el monitor de televisión. Desde la perspectiva del cámara, que era la del público, Eddie no se alejaba, sino que avanzaba hacia el público. «¡Por fin ha venido a mi encuentro!», imaginaba Ruth. «Pero ¿qué diablos pudo ver en él mi madre?», se preguntó. ¡Qué hombre tan patético y desventurado! Observó con detenimiento la imagen de Eddie en blanco y negro en la pequeña pantalla del televisor, una imagen simple, primitiva, que le daba un aspecto juvenil. Ruth comprendió que debía de haber sido un chico guapo. Pero, en un hombre, la guapura sólo tiene un atractivo temporal.

Mientras Eddie O'Hare hablaba sobre ella y su escritura, Ruth se distrajo haciéndose una pregunta familiar y turbadora: ¿qué le atraía a ella permanentemente en un hombre?

Ruth pensaba que un hombre ha de tener confianza en sí mismo, pues al fin y al cabo los hombres están hechos para actuar con agresividad. No obstante, su atracción hacia hombres seguros de sí mismos y enérgicos le había llevado a entablar ciertas relaciones discutibles. Ella jamás toleraría la agresión física, y hasta entonces se había librado de cualquier clase de episodio violento, como los que habían vivido algunas de sus amigas. Dado lo poco que le gustaba su instinto con respecto a los hombres, un instinto en el que no tenía ninguna confianza, no dejaba de ser sorprendente que Ruth creyera poder detectar, en la primera cita, la capacidad de un hombre para mostrarse violento con las mujeres.

Era ésa una de las pocas cosas, en el confuso mundo del sexo, de las que Ruth se sentía orgullosa, aunque Hannah Grant, su mejor amiga, le había dicho repetidas veces que simplemente había tenido suerte. («Lo que ocurre es que no has conocido al tipo adecuado…, quiero decir inadecuado —le había dicho Hannah—. Ya verás cuando salgas con él.»)

Ruth opinaba que un hombre debía respetar su independencia. Nunca ocultaba el hecho de que no estaba segura acerca del matrimonio, y más insegura aún con respecto a la maternidad. Sin embargo, los hombres que respetaban su pretendida independencia solían mostrar una falta de compromiso del todo inaceptable. Ruth no estaba dispuesta a tolerar la infidelidad, exigía de inmediato a todo hombre con el que se relacionaba que le fuese fiel. ¿Acaso era tan sólo anticuada?

A menudo Hannah se había burlado de lo que llamaba la «conducta contradictoria» de Ruth. A pesar de que ésta tenía ya treinta y seis años, nunca había vivido con un hombre, y no obstante esperaba que cualquier amigo con el que saliera en ese momento le fuese fiel aunque no vivieran juntos. «No veo nada contradictorio en eso», decía Ruth, pero Hannah pretendía que ella era superior a Ruth en lo concerniente a las relaciones de pareja. Ruth suponía que esa pretensión de su amiga se basaba en que había tenido más relaciones que ella.

Según el criterio de Ruth, e incluso según criterios más liberales que el suyo, Hannah Grant era promiscua. En aquel momento, mientras Ruth aguardaba para leer un capítulo de su nueva novela en la YMHA de la Calle 92, Hannah también llegaba tarde. Ruth esperaba encontrarse con ella en el camerino, antes del acto, y ahora le preocupaba que su amiga llegara demasiado tarde para ser admitida, aunque le habían reservado un asiento. El retraso era muy propio de Hannah, quien probablemente había conocido a un hombre y estaba hablando con él. (En realidad habría hecho algo más que hablar.)

Ruth dirigió de nuevo su atención a la pequeña pantalla en blanco y negro del monitor de televisión, e intentó concentrarse en lo que decía Eddie O'Hare. La habían presentado en muchas ocasiones, pero aquélla era la primera vez que lo hacía el antiguo amante de su madre. Si bien esta circunstancia distinguía a Eddie, su presentación, por el momento, no tenía nada de distinguida.

—Hace diez años… —empezó a decir Eddie, y Ruth bajó la cabeza. Esta vez, cuando el joven tramoyista le ofreció su taburete, lo aceptó. Si Eddie iba a empezar por el principio, ella sabía que lo mejor sería que se sentara—.
El mismo orfanato
, la primera novela de Ruth Cole, se publicó en 1980, cuando la autora sólo tenía veintiséis años. Está ambientada en un pueblo de la Nueva Inglaterra rural, famoso porque allí, y desde siempre, los estilos de vida alternativos habían encontrado apoyo. En aquel lugar prosperó una comuna socialista y otra de lesbianas, pero al final ambas se disgregaron. Un colegio universitario con unos criterios de admisión discutibles floreció brevemente, pues se fundó sólo para procurar una prórroga a los jóvenes que no querían ir a la guerra de Vietnam. Una vez finalizada la guerra, el colegio cerró sus puertas. Y a lo largo de los años sesenta y comienzos de los setenta, antes de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso Roe contra Wade, que legalizó el aborto en 1973, en el pueblo hubo también un pequeño orfanato. En aquellos años en que la operación era todavía ilegal, se sabía, por lo menos en el pueblo y sus alrededores, que el médico del orfanato practicaba abortos.

Al llegar aquí, Eddie hizo una pausa. Las luces de la sala proyectaban una luminosidad tan tenue que no veía un solo rostro del numeroso público. Sin pensarlo, tomó un sorbo de agua del vaso de Ruth.

Lo cierto era que Ruth se graduó en Exeter el mismo año en que se dictó la sentencia del caso Roe contra Wade. En su novela, dos alumnas de Exeter quedan embarazadas y las expulsan de la escuela sin identificar al posible padre, pues resulta que las dos tenían el mismo novio. Cierta vez, en una entrevista, la autora de veintiséis años bromeó diciendo que «el título de trabajo» de
El mismo orfanato
era
El mismo novio
.

Eddie O'Hare, que estaba condenado a ser exclusivamente autobiográfico en sus novelas, no cometió el error de dar por sentado que Ruth Cole escribía sobre sí misma. Desde la primera vez que la leyó, supo que la novelista tenía suficiente imaginación y recursos para no limitarse a su mundo personal. Pero en varias entrevistas Ruth había admitido que tuvo una amiga íntima en Exeter, una muchacha de cuyo novio también ella estuvo perdidamente enamorada. Eddie no sabía que la compañera de cuarto y mejor amiga de Ruth en Exeter fue Hannah Grant, ni tampoco que ésta asistiría a la lectura de Ruth. Hannah había oído leer a su amiga en muchas ocasiones, pero esta lectura era especial para ella porque las dos amigas habían dedicado gran parte del tiempo que pasaban juntas a hablar de Eddie O'Hare, y Hannah ardía en deseos de conocerle.

En cuanto a que las dos amigas se enamoraron «perdidamente» del mismo chico en Exeter, Eddie no podía saber, pero lo suponía correctamente, que Ruth no había tenido relaciones sexuales durante la época escolar. De hecho, y ello no era un logro fácil en los años setenta, Ruth se las ingenió para prescindir del sexo durante sus estudios universitarios. (Hannah, por supuesto, no esperó. Tuvo varias relaciones sexuales en Exeter y su primer aborto antes de graduarse.)

En la novela de Ruth, las chicas de Exeter expulsadas que compartían el novio van a parar al mismo orfanato del título, adonde las lleva el padre de una de ellas. Una de las jóvenes da a luz en el orfanato, pero decide quedarse con el bebé, pues no soporta la idea de que lo adopten. La otra joven se somete a un aborto ilegal. El muchacho de Exeter, candidato a padre por partida doble y ahora graduado por el centro docente, se casa con la chica que tiene el bebé. La joven pareja hace un esfuerzo para salvar el matrimonio por el bien del niño, pero fracasan… ¡al cabo de tan sólo dieciocho años! La chica que decidió abortar, ahora una mujer soltera al borde de la cuarentena, vuelve a encontrarse con su ex novio y se casan.

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