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Authors: John Irving

Una mujer difícil (16 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Madre e hija estaban en la habitación de invitados situada en el medio, y por la pregunta de la niña Eddie conjeturó que miraban la foto en la que Timothy, cubierto de barro, lloraba.

—Pero ¿qué le ha pasado a Timothy? —preguntó Ruth, aunque conocía la respuesta tan bien como Marion. Por entonces, hasta Eddie conocía las historias de todas las fotos.

—Thomas le ha empujado a un charco —respondió Marion.

—¿Qué edad tiene Timothy ahí, en el barro? —quiso saber Ruth.

—Tiene tu edad, cielo —le dijo su madre—. Sólo tenía cuatro años.

Eddie también conocía la foto siguiente: Thomas, vestido con el equipo de hockey, tras un partido en la pista de Exeter. Está en pie, rodeando a su madre con un brazo, como si ella se hubiera mostrado fría durante todo el partido; pero también parece orgullosa en extremo por estar ahí, al lado de su hijo, que la rodea con el brazo. Aunque se ha quitado los patines y posa, absurdamente, con el uniforme de hockey y unas zapatillas de baloncesto que tienen los cordones desatados, Thomas es más alto que Marion. Lo que a Ruth le gustaba de la fotografía era que Thomas sonreía de oreja a oreja, sosteniendo un disco de hockey entre los dientes.

Poco antes de quedarse dormido, Eddie oyó que Ruth preguntaba a su madre:

—¿Qué edad tiene Thomas con esa cosa en la boca?

—Tiene la edad de Eddie —le oyó decir el muchacho—. Sólo tenía dieciséis años…

El teléfono sonó hacia las siete de la mañana. Cuando Marion respondió, todavía estaba en la cama. El silencio le indicó que se trataba de la señora Vaughn.

—Está en la otra casa —dijo Marion, y colgó el aparato. Durante el desayuno Marion le dijo a Eddie:

—Voy a hacerte una apuesta: Ted va a romper con ella antes de que le quiten los puntos a Ruth.

—Pero ¿no se los quitan el viernes? —le preguntó Eddie. Sólo faltaban dos días para el viernes.

—Te apuesto a que rompe con ella hoy mismo —replicó Marion— o que por lo menos lo intenta. Si ella le pone pegas, es posible que tarde otro par de días.

En efecto, la señora Vaughn iba a poner pegas y Ted, que probablemente las preveía, trató de romper con la señora Vaughn enviando a Eddie para que lo hiciera por él.

—¿Qué dices que he de hacer? —le preguntó el muchacho. Estaban junto a la mesa más grande del cuarto de trabajo de Ted, donde éste había reunido un rimero de unos cien dibujos de la señora Vaughn. A Ted le costaba un poco cerrar la abultada carpeta. Era la más grande que había tenido, con sus iniciales, T. T. C. (Theodore Thomas Cole), grabadas en oro sobre el cuero marrón.

—Le darás estos dibujos, pero no la carpeta, ¿de acuerdo? Quiero que me devuelvas la carpeta.

Eddie sabía, por Marion, que ésta le había regalado aquella carpeta.

—Pero ¿no irás hoy a casa de la señora Vaughn? —le preguntó Eddie—. ¿No te está esperando?

—Dile que no voy a ir, pero que deseo que se quede con los dibujos —respondió Ted.

—Me preguntará cuándo vas a ir —observó Eddie.

—Dile que no lo sabes. Limítate a darle los dibujos y habla lo menos posible.

A Eddie le faltó tiempo para contarle a Marion lo que Ted le había encargado.

—Te envía para romper con ella… ¡Qué cobarde! —comentó Marion, tocándole el cabello de aquella manera tan maternal. Él estaba seguro de que iba a decirle algo sobre la insatisfacción perpetua que le producía su corte de pelo, pero le dijo—: Será mejor que vayas temprano, cuando todavía se esté vistiendo. Así no será tan fácil que sienta la tentación de invitarte a entrar y te evitarás un bombardeo de preguntas. Lo mejor que podrías hacer es tocar el timbre y limitarte a darle los dibujos. Procura que no te haga pasar y cierre la puerta… créeme. Y ándate con cuidado, esa mujer podría albergar intenciones asesinas.

Eddie O'Hare tenía presentes estas advertencias cuando llegó temprano a la dirección de Gin Lane. A la entrada del sendero de acceso cubierto de costosa gravilla, se detuvo junto al impresionante seto de aligustres para sacar de la carpeta de cuero los cien dibujos de la señora Vaughn. Temía encontrarse en la incómoda situación de darle los dibujos a la mujer y quitarle la carpeta mientras la menuda y morena mujer le miraba hecha una fiera. Pero Eddie había calculado mal la fuerza del viento. Dejó la carpeta en el portaequipajes del Chevrolet y depositó los dibujos en el asiento trasero, donde el viento los revolvió y dejó en un montón desordenado. Eddie tuvo que cerrar las portezuelas y ventanillas del Chevy para poder colocar bien los dibujos en el asiento trasero, y entonces no pudo evitar echarles un vistazo.

Estaban primero los retratos de la señora Vaughn con su hijo, el chiquillo de expresión enojada. Las bocas pequeñas y muy apretadas de la madre y el hijo le parecieron a Eddie un rasgo genético poco afortunado. Cuando madre e hijo posaban sentados el uno al lado del otro, tanto la señora Vaughn como su hijo tenían una mirada penetrante e impaciente, con los puños cerrados y colocados rígidamente sobre los muslos. En los dibujos en que el pequeño estaba sentado en el regazo de su madre, parecía a punto de emprenderla a arañazos y patadas para librarse de ella, a menos que la mujer, que también parecía a punto de hacer algo drástico, decidiera impulsivamente estrangularlo primero. Había casi una treintena de estos retratos, cada uno de los cuales transmitía una sensación de descontento crónico y tensión creciente.

Entonces dio comienzo la serie de dibujos en los que la señora Vaughn estaba sola, al principio vestida del todo, pero muy sola, y Eddie se compadeció al instante de ella. Si lo que primero había observado Eddie era el carácter esquivo y sigiloso de la mujer, que había cedido el paso a la sumisión, la cual, a su vez, la había conducido a la desesperación, lo que al muchacho se le había pasado por alto era la profunda desdicha de la señora Vaughn. Ted Cole había captado ese rasgo incluso antes de que la mujer empezara a quitarse la ropa.

Los desnudos presentaban una triste secuencia. Al principio los puños seguían cerrados sobre los tensos muslos y la señora Vaughn estaba sentada de perfil. A menudo uno de los hombros le ocultaba los senos. Cuando por fin estaba de cara al artista, su destructor, se rodeaba con los brazos para ocultar los pechos y juntaba las rodillas. La entrepierna estaba oculta casi por completo y el vello púbico, cuando era visible, consistía sólo en unas tenues líneas.

Entonces Eddie gimió en el coche cerrado. Los desnudos posteriores de la señora Vaughn tenían tan poco disimulo como las fotografías más crudas de un cadáver. Los brazos le pendían fláccidos a los costados, como si se le hubieran dislocado brutalmente los hombros tras una caída violenta. No llevaba sostén y los pechos le colgaban. El pezón de uno de los senos parecía mayor, más oscuro y más caído que el otro. Tenía las rodillas separadas, como si hubiera perdido toda sensación en las piernas o como si se hubiera roto la pelvis. Para ser tan menuda, el ombligo era demasiado grande y el vello púbico demasiado abundante. Los labios de la vagina estaban entreabiertos y laxos. El último de los desnudos era la primera imagen pornográfica que Eddie veía, aunque el muchacho no acababa de comprender qué era lo pornográfico de aquellos dibujos. Se sintió angustiado y lamentó profundamente haber visto tales imágenes, que reducían a la señora Vaughn al orificio que tenía en el centro. Aquellas imágenes degradaban a la mujer todavía más que el fuerte olor que había dejado en las almohadas de la casa alquilada.

Por el sendero de acceso a la mansión de los Vaughn, el crujido de las piedrecillas perfectas bajo los neumáticos del Chevy evocaba la rotura de los huesos de pequeños animales. Al pasar ante el surtidor que se alzaba en el centro del sendero circular, vio moverse una cortina en el piso superior. Cuando tocó el timbre, estuvo en un tris de que se le cayeran los dibujos, y sólo pudo evitarlo sujetándolos con ambos brazos contra el pecho. Le pareció que esperaba una eternidad a que le abriera la mujer menuda y morena.

Marion había estado en lo cierto. La señora Vaughn no había terminado de vestirse, o tal vez no había completado la fase exacta de desnudez que quizá preparaba para atraer a Ted. Tenía el cabello húmedo y lacio, y el labio superior parecía despellejado. En una comisura de la boca, como la sonrisa sin completar de un payaso, había un resto de la crema depilatoria, que había tratado de eliminar con excesiva rapidez. La señora Vaughn también se había apresurado al elegir la bata, pues apareció en el umbral enfundada en un albornoz blanco que parecía una enorme y fea toalla. Probablemente era de su marido, porque le llegaba hasta los delgados tobillos y uno de los bordes rozaba el umbral de la puerta. Iba descalza. El esmalte de uñas del dedo gordo derecho le había manchado el empeine de tal manera que parecía como si se hubiera cortado el pie y estuviera sangrando.

—¿Qué quieres? —le preguntó la señora Vaughn, la cual miró entonces el coche de Ted. Antes de que Eddie pudiera responderle, le preguntó—: ¿Dónde está? ¿No ha venido? ¿Qué ocurre?

—No ha podido venir —le informó Eddie—, pero quería que usted tuviera… esto.

Debido al fuerte viento, no se atrevía a darle los dibujos y seguía apretándolos desmañadamente contra el pecho.

—¿No ha podido venir? —repitió ella—. ¿Qué significa eso?

—No lo sé —mintió Eddie—, pero aquí están estos dibujos… ¿Puedo dejarlos en alguna parte?

—¿Qué dibujos? Ah…, ¡los dibujos! ¡Ah! —exclamó la señora Vaughn, como si alguien la hubiera golpeado en el estómago. Dio un paso atrás, tropezó con la larga bata blanca y a punto estuvo de caer.

Eddie, sintiéndose como su verdugo, la siguió al interior de la casa. En el suelo de mármol pulimentado se reflejaba la araña de luces que colgaba del techo. A considerable distancia, a través de un par de puertas dobles abiertas, se veía una segunda araña colgada sobre la mesa del comedor. La casa parecía un museo. El distante comedor era tan grande como un salón de banquetes. Eddie tuvo la sensación de que recorría más o menos un kilómetro antes de llegar a la mesa, en la que dejó los dibujos, y al volverse vio que la señora Vaughn le había seguido tan de cerca y silenciosamente como si fuese su sombra. Cuando la mujer vio el primer dibujo, en el que aparecía ella con su hijo, se quedó boquiabierta.

—¡Me los da! —exclamó—. ¿No los quiere?

—No lo sé —dijo Eddie, sintiéndose muy incómodo.

La señora Vaughn hojeó rápidamente los dibujos hasta que llegó al primer desnudo. Entonces dio la vuelta al primero y tomó el último dibujo de la parte inferior, que ahora era la superior. Eddie empezó a retirarse. Sabía cuál era el último dibujo.

—¡Ah! —exclamó la señora Vaughn, como si la hubieran golpeado de nuevo—. Pero ¿cuándo va a venir? El viernes, ¿no es cierto? El viernes tengo el día entero para verle… Él sabe que tengo todo el día. ¡Lo sabe!

Eddie intentó marcharse y oyó las pisadas de los pies descalzos de la mujer en el suelo de mármol: corría tras él.

—¡Espera! —le gritó—. ¿Vendrá el viernes?

—No lo sé —repitió Eddie, retrocediendo hacia la puerta. El viento parecía tratar de mantenerle en el interior.

—¡Sí, claro que lo sabes! —gritó la señora Vaughn—. ¡Dímelo!

La mujer le siguió afuera, pero el viento casi la derribó. La bata se abrió y ella se apresuró a cubrirse. Eddie siempre conservaría aquella imagen de la señora Vaughn, como para recordarse a sí mismo cuál era la peor clase de desnudez, el atisbo totalmente indeseado de los senos flácidos de la mujer y su oscuro triángulo de enmarañado vello púbico.

—¡Espera! —volvió a gritarle, pero las agudas piedrecillas del sendero le impidieron seguirle hasta el coche.

Se agachó, cogió un puñado de grava y se lo arrojó a Eddie. La mayor parte de las piedras alcanzaron al Chevy.

—¿Te ha enseñado esos dibujos? —le gritó—. ¿Los has mirado? Los has mirado, ¿no es cierto, puñetero?

—No —mintió Eddie.

Cuando la señora Vaughn se inclinaba para coger otro puñado de piedrecillas, una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio. La puerta, a sus espaldas, se cerró con un ruido como el de un escopetazo.

—Dios mío —le dijo a Eddie—. ¡Me he quedado fuera y sin llave!

—¿No hay ninguna otra puerta que no esté cerrada con llave? —le preguntó. Sin duda, una mansión como aquélla tenía una docena de puertas.

—Creí que era Ted quien venía, y a él le gusta que todas las puertas estén cerradas —respondió la señora Vaughn.

—¿No tiene una llave en alguna parte para casos de emergencia? —inquirió Eddie.

—He enviado al jardinero a casa, porque a Ted no le gusta que esté por aquí. El jardinero tiene una llave para casos de emergencia.

—¿No puede llamar al jardinero?

—¿Con qué teléfono? —gritó la señora ¿tu podrías entrar de alguna manera?

—¿Yo? —dijo el muchacho, perplejo.

—Bueno, sabes cómo hacerlo, ¿no? —replicó la mujer—. ¡Yo no tengo ni idea! —añadió en tono quejumbroso.

No había ninguna ventana abierta debido al aire acondicionado, que los Vaughn usaban para proteger su colección de arte. En la parte trasera había unas puertas vidrieras que daban al jardín, pero la señora Vaughn advirtió a Eddie que el vidrio tenía un grosor especial y estaba entreverado con una tela metálica que lo hacía casi irrompible. El muchacho ató una piedra en su camiseta, golpeó con ella la puerta y por fin rompió el vidrio, pero aun así necesitó una herramienta del jardinero para desgarrar una extensión suficiente de tela metálica a fin de introducir la mano y abrir la puerta desde el interior. La piedra, que era la pieza central del estanque para pájaros en el jardín, había ensuciado la camiseta de Eddie, y además el cristal roto la había cortado. El muchacho decidió abandonar la camiseta junto con la piedra en el montón de cristales rotos, al lado de la puerta ya abierta.

Pero la señora Vaughn, que iba descalza, insistió en que Eddie la tomara en brazos para entrarla en la casa a través de la puerta vidriera, pues no quería correr el riesgo de cortarse los pies con los cristales rotos. Eddie, con el torso desnudo, la tomó en brazos, poniendo cuidado para no tocarle ninguna parte desprotegida por la bata. Parecía ingrávida, como si apenas pesara más que Ruth. Pero cuando la tuvo en sus brazos, incluso durante un momento tan breve, le invadió el intenso olor de la mujer, un olor difícil de definir. Eddie no habría podido decir a qué olía, pero el olor le provocaba arcadas. Cuando la dejó en el suelo, ella percibió una repulsión indisimulada.

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