Authors: John Irving
—No los notarás mucho cuando el doctor te los quite —dijo Eddie.
—¿Por qué no?
Antes de tomar el siguiente giro, a la derecha, el muchacho tuvo el último atisbo de Marion por el retrovisor. Marion estaba al volante del Mercedes. Eddie sabía que ella no iba a girar a la derecha, pues el lugar donde la esperaban los empleados de mudanzas estaba en línea recta. El sol de la mañana, que brillaba intensamente por el lado del conductor, iluminaba el lado izquierdo del rostro de Marion. El cristal de la ventanilla estaba bajado, y Eddie vio que el viento le hacía ondear el cabello. Poco antes de que él girase, Marion saludó a Eddie y a Ruth agitando la mano, como si todavía se propusiera estar allí cuando regresaran.
—¿Por qué no me dolerá cuando me quiten los puntos? —volvió a preguntarle la niña.
—Porque la herida está curada, la piel ha vuelto a crecer —le dijo Eddie.
Marion había desaparecido de la vista, y el muchacho se preguntaba si todo había terminado. «Hasta la vista, Eddie.» ¿Habían sido ésas sus últimas palabras? «Supongo que sí …» era lo último que le había dicho a su hija. Eddie no podía creer que la despedida hubiese sido tan brusca: la ventanilla abierta del Mercedes, el cabello de Marion ondeando al viento, el brazo que la mujer agitaba fuera de la ventanilla. Y la luz del sol le iluminaba sólo media cara; el resto no se veía. Eddie O'Hare no podía saber que ni Ruth ni él verían de nuevo a Marion hasta pasados treinta y siete años. Pero, durante ese largo tiempo, Eddie se haría cruces de la aparente indiferencia de su partida.
¿Cómo había podido hacerlo?, se preguntaría Eddie, el mismo interrogante que un día Ruth se plantearía acerca de su madre.
Le extrajeron los dos puntos con tal rapidez que Ruth no tuvo tiempo de llorar. La pequeña estaba más interesada en los puntos que en la cicatriz casi perfecta. La tenue línea blanca sólo estaba algo descolorida por los restos de yodo o cualquiera que fuese el antiséptico, el cual había dejado una mancha pardoamarillenta. El médico le dijo que ahora podía volver a mojarse el dedo y que con el primer baño que se diera la mancha desaparecería. Pero a Ruth le interesaba más que no sufrieran ningún daño los dos puntos, cada uno de ellos cortado por la mitad y metidos en un sobre junto con la costra, ésta cerca del extremo anudado de uno de los cuatro trocitos de hilo.
—Quiero enseñarle a mamá los puntos y la costra —dijo Ruth.
—Primero vayamos a la playa —sugirió Eddie.
—Primero vamos a enseñarle la costra y luego los puntos —replicó Ruth.
—Ya veremos… —empezó a decirle Eddie.
Pensó que el consultorio del médico en Southampton no estaba a más de quince minutos a pie desde la mansión de la señora Vaughn en Gin Lane. Eran las diez menos cuarto de la mañana. Si Ted seguía allí, ya llevaba más de una hora con la señora Vaughn. Lo más probable era que Ted no estuviera con la señora Vaughn, pero tal vez había recordado que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana y quizá sabía dónde estaba el consultorio del médico.
—Vamos a la playa —le dijo Eddie a la pequeña—. Démonos prisa.
—Primero la costra, luego los puntos y después a la playa —replicó la niña.
—Hablemos de todo eso en el coche —sugirió Eddie.
Pero no hay manera de efectuar una negociación directa con una criatura de cuatro años. Aunque no toda negociación tiene que ser difícil, pocas son las que no requieren una considerable cantidad de tiempo.
—¿Nos hemos olvidado de la foto? —le preguntó Ruth.
—¿La foto? —replicó Eddie—. ¿Qué foto?
—¡Los pies! —exclamó Ruth.
—Ah, pues… la foto no está lista.
—¡Eso está muy mal! —exclamó la niña—. Mis puntos están listos, mi corte está curado.
—Sí —convino Eddie.
Creyó ver en eso una manera de desviar la atención de la pequeña; de este modo se olvidaría de que quería mostrar la costra y los puntos a su madre antes de ir a la playa.
—Mira, iremos a la tienda y les diremos que nos den la foto —sugirió Eddie.
—La foto arreglada —precisó Ruth.
—¡Buena idea! —exclamó Eddie.
El muchacho se dijo que a Ted no se le ocurriría pensar en la tienda de marcos, por lo que era un lugar casi tan seguro como la playa. Pensó que primero debía hablar mucho de la foto, para que Ruth se olvidara de que quería enseñarle a Marion la costra y los puntos. (Mientras la niña miraba a un perro que se estaba rascando en el aparcamiento, Eddie metió en la guantera la costra y los preciados puntos.) Pero la tienda de marcos no era tan segura como Eddie había supuesto.
Ted no se había acordado de que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana. La señora Vaughn no le había dado tiempo para acordarse de nada. Aún no habían transcurrido cinco minutos desde su llegada a la casa cuando la mujer le perseguía por el patio y por Gin Lane, armada con un cuchillo de sierra para cortar pan, mientras le gritaba que era «la encarnación de la perversidad». (Ted recordaba vagamente que ése era el título de un cuadro terrible que figuraba en la colección de arte de los Vaughn.)
El jardinero, que había observado la aproximación del «artista», como le llamaba despectivamente, a la mansión de los Vaughn, también fue testigo de la retirada de Ted por el patio, en cuyo surtidor de agua turbia el artista estuvo a punto de caer, a causa de los implacables tajos y cuchilladas que la señora Vaughn daba al aire. Ted corrió por el sendero de acceso y salió a la calle perseguido por su encolerizada ex modelo.
El jardinero, temeroso de que uno de ellos se abalanzara de cabeza contra la escalera de mano, que medía cuatro metros, se aferró precariamente a lo alto del seto de aligustres y desde esa altura observó que Ted Cole corría más que la señora Vaughn, la cual abandonó la persecución a escasa distancia del cruce de Gin Lane y Wyandanch. Cerca del cruce había otra alta barrera de aligustres y, desde la perspectiva elevada pero distante del jardinero, Ted desapareció en los setos o giró hacia el norte, por Wyandanch Lane, sin mirar atrás ni una sola vez. La señora Vaughn, todavía hecha un basilisco y llamando una y otra vez al artista «la encarnación de la perversidad», regresó al sendero de acceso a su casa. De una manera espontánea, que al jardinero le parecía involuntaria, seguía cortando y acuchillando el aire con el cuchillo de sierra.
Sobre la finca de los Vaughn y en Gin Lane se hizo un profundo silencio. Ted, metido en la espesura de aligustres, apenas podía moverse para consultar su reloj. El laberinto de aligustres tenía tal densidad que ni siquiera un Jack Russell terrier podría haber penetrado en el seto; pero allí se había metido Ted, que estaba ahora lleno de arañazos y tenía las manos y la cara ensangrentadas. Sin embargo, se había librado del cuchillo de cortar pan y, por el momento, de la señora Vaughn. Pero ¿dónde estaba Eddie? Ted esperó entre los aligustres a que apareciera el familiar Chevy modelo 1957.
El jardinero, que había iniciado la tarea de recoger los dibujos hechos trizas de su patrona y del hijo de ésta una hora o más antes de que Ted apareciera, hacía rato que había dejado de mirar los restos de los dibujos, pues incluso lo que revelaban los fragmentos era demasiado turbador. Ya conocía los ojos y la boca pequeña de su patrona, así como el resto de sus tensas facciones, ya conocía sus manos y la tensión tan poco natural de sus hombros. El jardinero hubiese preferido imaginar los senos y la vagina de la señora Vaughn. Lo que había visto de su desnudez en los dibujos destrozados no era en absoluto invitador. Además, había trabajado con mucha rapidez, pues aunque comprendía bien por qué la señora Vaughn habría querido eliminar los dibujos, no concebía qué clase de locura se había apoderado de ella para destrozar las imágenes pornográficas de sí misma en medio de un vendaval y con todas las puertas abiertas. En el lado de la casa que daba al mar, los trozos de papel se habían detenido en la barrera de rosales, pero algunas vistas parciales de la señora Vaughn y su hijo se habían desplazado por el sendero y ahora revoloteaban en la playa.
Al jardinero no le hacía mucha gracia el hijo de la señora Vaughn. Era un chiquillo altivo que una vez se hizo pis en el estanque para pájaros y luego lo había negado. Pero el jardinero era un fiel empleado de la familia Vaughn desde antes de que naciera el mocoso, y además sentía cierta responsabilidad hacia el vecindario. El jardinero no sabía de nadie a quien pudieran agradarle incluso aquellas vistas parciales de las partes íntimas de la señora Vaughn. No obstante, la fascinación por averiguar lo que había sido del artista (a saber, ¿estaba escondido en un seto vecino o había escapado hacia Southampton?) puso fin al brioso ritmo con que trabajaba para limpiar el estropicio.
A las nueve y media de la mañana, cuando Eddie O'Hare llevaba ya una hora de retraso, Ted Cole salió gateando del seto de aligustres en Gin Lane y caminó con cautela, pasando ante el sendero de acceso a la finca de los Vaughn, para darle a Eddie una oportunidad de verle, por si el chico, por alguna razón, le había estado esperando en el extremo oeste de Gin Lane que se cruza con la calle South Main.
En opinión del jardinero, ese movimiento fue imprudente e incluso temerario. Desde lo alto de la torrecilla que había en el tercer piso de la mansión de los Vaughn, la señora podía ver el seto. Si la mujer agraviada estaba en la torrecilla, abarcaría desde allí una vista general de Gin Lane.
Lo cierto es que la señora Vaughn debía de estar en aquella atalaya, porque apenas unos segundos después de que Ted pasara ante el sendero de acceso y empezara a apretar el paso a lo largo de Gin Lane, el jardinero se alarmó al oír el rugido del coche de la dama. Era un Lincoln de un negro reluciente, y salió del garaje a tal velocidad que patinó sobre las piedras del patio y a punto estuvo de estrellarse contra el surtidor de agua turbia. En el último momento, la señora Vaughn intentó evitar el surtidor y giró el volante demasiado cerca del seto. El Lincoln derribó la escalera de mano y dejó al apurado jardinero agarrado a lo alto del seto.
—¡Corra! —le gritó el hombre a Ted.
Que Ted viviera para ver otro día se debió sin duda al ejercicio regular y riguroso que hacía en esa pista de squash que le daba una ventaja injusta. A pesar de sus cuarenta y cinco años, Ted corría como un gamo. Saltó por encima de varios rosales sin aminorar la velocidad y cruzó corriendo un césped, ante un hombre que estaba limpiando una piscina y que se quedó mirándole embobado y en silencio. Luego le persiguió un perro, por suerte pequeño y más bien cobarde. Ted desprendió un bañador femenino de un tendedero, azotó con la prenda el morro del asustadizo animal y éste se alejó con el rabo entre las patas. Como es natural, varios jardineros, sirvientas y amas de casa gritaron al intruso, pero éste, sin inmutarse, saltó tres vallas y escaló un muro de piedra bastante alto. Sólo pisoteó dos parterres de flores, y no vio que el Lincoln de la señora Vaughn rebasaba la esquina de Gin Lane y enfilaba la calle South Main, donde, en el acaloramiento de la persecución, derribó una señal de tráfico. Sin embargo, entre los listones de una valla de madera en Toylsome Lane, Ted vio que el Lincoln, negro como un coche funerario, avanzaba paralelo a él mientras atravesaba dos extensiones de césped, un huerto lleno de árboles frutales y algo que parecía un jardín japonés, donde se metió en un estanque con peces de colores y se mojó los zapatos y los tejanos hasta las rodillas.
Ted dio la vuelta hacia Toylsome. Se atrevió a cruzar esa calle, vio el parpadeo de las luces de freno del Lincoln negro y temió que la señora Vaughn le hubiera visto por el espejo retrovisor y se detuviera para volver atrás, hacia Toylsome. Pero la mujer no le había localizado y Ted la perdió de vista. Llegó a la población de Southampton en un estado bastante lamentable, pero avanzó con audacia por la calle South Main, llena de tiendas y grandes almacenes. Si no hubiera estado tan concentrado en la búsqueda del Lincoln negro, quizás habría visto su propio Chevrolet modelo 1957, estacionado junto a la tienda de marcos en South Main, pero Ted pasó junto a su coche sin reconocerlo y cruzó la calle en diagonal para entrar en una librería.
Como es natural, en todas las librerías conocían a Ted, pero, éste visitaba con regularidad aquel local, donde firmaba rutinariamente los ejemplares de sus obras que hubiera en existencia. El dueño de la librería y sus empleados no estaban acostumbrados a ver al señor Cole tan sucio como se presentó ante ellos aquel viernes por la mañana, pero le habían visto sin afeitar y a menudo vestido más como un estudiante universitario o un trabajador que a la moda, cualquiera que ésta fuese, seguida por los autores de best-sellers e ilustradores de libros infantiles.
La sangre era el principal elemento que prestaba un aire de novedad al aspecto de Ted. Su cara llena de arañazos y ensangrentada, así como la sangre, más sucia, en el dorso de las manos, con las que se había abierto paso a través de un seto centenario, indicaban un accidente o violencia para el sorprendido librero cuyo apellido, curiosamente, era Mendelssohn. No tenía ninguna relación con el compositor alemán, y a aquel Mendelssohn o le gustaba demasiado su apellido, o le desagradaba tanto su nombre de pila que nunca lo revelaba. (En cierta ocasión, cuando Ted le preguntó por su nombre, Mendelssohn se limitó a decirle: «Félix no es».)
Aquel viernes, ya fuese por la agitación que le producía ver la sangre de Ted, ya por el hecho de que los tejanos del escritor goteaban en el suelo de la librería (y los zapatos de Ted arrojaban agua en varias direcciones cada vez que su portador daba un paso), Mendelssohn agarró a Ted por los sucios faldones de la camisa de franela desabrochada y por fuera de los pantalones y exclamó en voz demasiado alta: «¡Ted Cole!»
—Sí, soy Ted Cole —admitió Ted—. Buenos días, Mendelssohn.
—¡Es Ted Cole, no hay ninguna duda! —insistió el librero.
—Perdóneme por sangrar así —le dijo Ted con calma.
—¡No diga eso, por favor, no hay nada que perdonar! —exclamó Mendelssohn.
Entonces se volvió hacia una atónita dependienta, que estaba de pie cerca de ellos, con una expresión de temor reverencial y de horror en el rostro. Mendelssohn le pidió que trajera una silla al señor Cole.
—¿No ves que está sangrando? —apremió el librero a la joven. Pero Ted le preguntó si primero podía ir al lavabo, y añadió en tono solemne que había sufrido un accidente.