Authors: John Irving
La sirena del transbordador retumbó de nuevo. Era un sonido tan intenso que anunciaba a Marion lo que ahora era evidente: ¡Ted sabía desde hacía cierto tiempo que iba a abandonarla! Pero, cosa que la sorprendía a ella misma, la conciencia de ese engaño de su marido no la encolerizaba. Ni siquiera estaba segura de sentir el suficiente odio hacia él como para indicar que alguna vez le había amado. ¿Se había detenido todo, o había cambiado para ella, cuando Thomas y Timothy murieron? Hasta entonces había supuesto que Ted, a su manera, todavía la amaba. Sin embargo, era él quien iniciaba la separación.
Cuando abrió la portezuela y bajó para examinar más de cerca a los pasajeros que desembarcaban del transbordador, era una mujer tan triste como lo había sido ininterrumpidamente durante los últimos cinco años, pero su mente estaba más clara que nunca. Le diría a Ted que se marchara, incluso le permitiría que lo hiciera con su hija. Mejor, los abandonaría a los dos antes de que Ted tuviera ocasión de abandonarla. Mientras se encaminaba al muelle, iba diciéndose: «Todo menos las fotografías». Para alguien que acababa de llegar a aquellas trascendentales conclusiones, su paso evidenciaba una firmeza fuera de lugar. Para quienes la veían, su serenidad era innegable.
El conductor del primer coche que salió del transbordador era un necio. Le asombró tanto la belleza de la mujer que caminaba hacia él que se desvió de la calzada y acabó en la pedregosa arena de la playa. Su vehículo permanecería allí atascado durante más de una hora, pero aunque comprendía lo apurado de su situación, no podía dejar de mirar a Marion; era superior a sus fuerzas. Ella no reparó en el incidente y siguió avanzando despacio.
Durante el resto de su vida, Eddie O'Hare creería en el destino. Al fin y al cabo, en cuanto puso los pies en tierra, allí estaba Marion.
Pobre Eddie O'Hare. Estar en público con su padre le hacía sentirse siempre profundamente humillado, y aquella vez no era una excepción: el largo viaje hasta los muelles del transbordador en New London y la espera, que pareció todavía más larga, en compañía de su padre, hasta que llegó el transbordador de Orient Point. En Exeter, los hábitos de Minty O'Hare eran tan conocidos como los caramelos de menta que chupaba para refrescarse la boca. Eddie había aprendido a aceptar que tanto los alumnos como los profesores huyeran sin disimulo de su padre. La capacidad del señor O'Hare para aburrir al público, a cualquier público, era notoria. Su soporífera manera de enseñar era célebre en las aulas. Los alumnos a los que el señor O'Hare había hecho dormir eran legión.
El método que tenía Minty para aburrir no era, digámoslo así, florido: consistía en la machaconería. Leía en voz alta los pasajes que consideraba más importantes de la tarea asignada el día anterior, cuando presumiblemente la materia estaba aún fresca en las mentes de los alumnos. Sin embargo, la frescura de sus mentes se iba marchitando a medida que avanzaba la clase, pues Minty siempre localizaba muchos pasajes importantes, que leía con gran sentimiento y entre numerosas pausas realizadas a fin de causar efecto. Las pausas más largas eran necesarias para que pudiera chupar sus caramelos de menta. No había demasiados comentarios tras la incesante repetición de aquellos pasajes excesivamente familiares, en parte porque nadie podía discutir la importancia evidente de cada pasaje. Lo único que uno podía poner en tela de juicio era la necesidad de leerlos en voz alta. Fuera del aula, el método de Minty para enseñar lengua y literatura inglesas era un tema de discusión tan frecuente que, a menudo, a Eddie O'Hare le parecía que realmente hubiera soportado las clases de su padre, aunque nunca lo había hecho.
Eddie sufría en otro lugar. Se sentía agradecido porque, ya desde pequeño, había comido casi siempre en el comedor de la escuela, primero en una mesa de profesores con otra familia del profesorado y, más adelante, con sus compañeros de clase. Así pues, las vacaciones escolares eran las únicas ocasiones en las que la familia O'Hare comía en casa. Las cenas con asistencia de invitados, que Dot O'Hare organizaba con regularidad (aunque eran pocos los matrimonios a los que daba su renuente aprobación), eran algo muy distinto. A Eddie no le aburrían esas cenas porque sus padres restringían la presencia del muchacho en ellas a una aparición más breve y de cortesía.
Pero en las cenas familiares, durante las vacaciones, Eddie se veía expuesto a un opresivo fenómeno: el matrimonio perfecto de sus padres, quienes no se aburrían mutuamente por la sencilla razón de que no se escuchaban. Lo que había entre ellos era una tierna cortesía; la mamá permitía que el papá se explayara a placer, y entonces le tocaba el turno a ella, casi siempre para hablar de un tema que no guardaba relación con lo que había dicho su marido. La conversación de los señores O'Hare era una obra maestra de incongruencias. Como Eddie no intervenía, podía distraerse tratando de adivinar si algo de lo que decía su madre o su padre sería recordado por el otro.
Un ejemplo pertinente era una velada transcurrida en el hogar de Exeter poco antes de que el muchacho partiera hacia Orient Point. El curso escolar había terminado, los ensayos para la ceremonia de entrega de diplomas habían finalizado recientemente y Minty O'Hare filosofaba sobre lo que él llamaba la indolencia que habían mostrado los alumnos durante el último trimestre.
—Ya sé que están pensando en las vacaciones de verano —dijo Minty tal vez por centésima vez—. Comprendo que la vuelta del tiempo cálido es de por sí una invitación a la pereza, pero no a una holgazanería tan desmesurada como la que he visto esta primavera.
El padre de Eddie decía lo mismo cada primavera, y esas manifestaciones producían en el muchacho un profundo letargo. Cierta vez se preguntó si el único deporte que le interesaba, correr, no obedecería sino a un intento de huir de la voz paterna, la cual tenía las modulaciones predecibles e incesantes de una sierra circular en un almacén de madera.
Minty aún no había terminado (el padre de Eddie nunca parecía haber terminado), pero por lo menos se había detenido para respirar o tomar un bocado, cuando la madre empezó a hablar.
—Como si no bastara con que, durante todo el invierno, hayamos tenido que soportar que la señora Havelock prefiera no llevar sostenes —dijo Dot O'Hare—, ahora que ha vuelto el buen tiempo debemos padecer las consecuencias de su negativa a depilarse los sobacos. ¡Y sigue sin llevar sostenes! ¡Ahora no lleva sostenes y tiene los sobacos peludos!
La señora Havelock era la joven esposa de un nuevo profesor del centro y, como tal, al menos para Eddie y la mayoría de los chicos de Exeter, era más interesante que las demás señoras de los profesores. Y el hecho de que la señora Havelock no usara sostén constituía, para los chicos, un punto a su favor. Aunque no era una mujer bonita, sino más bien rechoncha y feúcha, la oscilación de sus senos grandes y juveniles hacía que la tuvieran en gran aprecio tanto los estudiantes como no pocos miembros del profesorado que jamás habrían osado confesar su atracción. En aquellos días de 1958 anteriores a la época hippie, que la señora Havelock no llevara sujetador era algo poco frecuente y digno de mención. Los chicos la llamaban entre ellos la «Pechugona», y mostraban hacia el señor Havelock, a quien envidiaban profundamente, un respeto mucho mayor que el que profesaban a cualquier otra persona. A Eddie, que gozaba al ver los pechos oscilantes de la señora Havelock como el que más, le turbaba la cruel desaprobación de su madre.
Y ahora el vello en las axilas… Eddie tenía que admitir que eso había ocasionado una consternación considerable entre los alumnos menos experimentados. En aquel entonces había muchachos en Exeter que o desconocían, al parecer, que a las mujeres les salía vello en las axilas, o estaban demasiado turbados para pensar en los motivos por los que cualquier mujer no se depilaba las axilas. Sin embargo, para Eddie, los sobacos peludos de la señora Havelock constituían una prueba más de la ilimitada capacidad de la mujer para proporcionar placer. Enfundada en un vestido veraniego sin mangas, la señora Havelock dejaba que sus pechos oscilaran al caminar y, además, mostraba el vello de las axilas. Desde que empezó el buen tiempo, no pocos de los chicos, además de llamarla «Pechugona», la llamaban también «Peluda». Con uno u otro nombre, a Eddie le bastaba pensar en ella para tener una erección.
—Cuando menos te lo esperes, verás como deja de depilarse las piernas —añadió la madre de Eddie.
Esa idea, ciertamente, hacía titubear a Eddie, aunque decidió reservar su juicio hasta comprobar por sí mismo si ese aditamento capilar en las piernas de la señora Havelock podía complacerle.
Puesto que el señor Havelock era colega de Minty en el departamento de lengua y literatura inglesas, Dot O'Hare opinaba que su marido debería hablarle sobre la molesta impropiedad del estilo «bohemio» de su mujer en una escuela sólo para chicos. Pero Minty, aunque podía ser un latoso de campeonato, tenía el suficiente comedimiento para no inmiscuirse en la manera de vestir o en la depilación (o su carencia) de la esposa de otro hombre.
—La señora Havelock es europea, mi querida Dorothy —se limitó a decir Minty.
—¡No sé qué quieres decir con eso! —respondió la madre de Eddie, pero su padre ya había vuelto, con tanta naturalidad como si no le hubieran interrumpido, al tema de la indolencia estudiantil en primavera.
Eddie opinaba, aunque jamás lo hubiera expresado, que sólo los pechos oscilantes y los sobacos peludos de la señora Havelock podrían aliviarle alguna vez de la indolencia que sentía, y que no era la primavera lo que le volvía indolente, sino las conversaciones interminables e inconexas de sus padres, que dejaban una auténtica estela de pereza, un rastro de sopor.
A veces, los compañeros de clase de Eddie le preguntaban:
—Oye, ¿cuál es el verdadero nombre de tu padre?
Sólo conocían al señor O'Hare por el apodo de Minty o, cuando hablaban con él, como el señor O'Hare.
—Joe —respondía Eddie—. Joseph E. O'Hare.
La E era la inicial de Edward, el único nombre por el que su padre le llamaba.
—No te puse Edward porque quisiera llamarte Eddie —le decía a cada tanto su progenitor.
Pero todos los demás, su madre incluida, le llamaban Eddie. Y Eddie confiaba en que algún día le llamarían sencillamente Ed.
Durante la última cena familiar antes de que Eddie partiera hacia su primer empleo veraniego, trató de intervenir en la interminable cháchara incongruente de sus padres, pero fue inútil.
—Hoy me he encontrado con el señor Bennett en el gimnasio —les dijo Eddie.
El señor Bennett había sido el profesor de inglés de Eddie el curso anterior, y el muchacho le tenía en gran estima. Su curso incluía algunos de los mejores libros que había leído jamás.
—Supongo que le veremos los sobacos en la playa durante todo el verano —comentó la madre de Eddie, y anunció—: Me temo que no podré evitar decirle algo.
—La verdad es que jugué un poco a squash con el señor Bennett —siguió diciendo Eddie—. Le dije que siempre había querido probarlo, y él se molestó en jugar conmigo durante un rato. Me gustó más de lo que imaginaba.
Además de su cometido en el departamento de inglés, el señor Bennett era el entrenador de squash, una tarea en la que tenía mucho éxito. Golpear una pelota de squash fue una especie de revelación para Eddie O'Hare.
—Creo que unas vacaciones navideñas más breves y una pausa primaveral más larga podría ser la solución —dijo su padre—. Sé que el curso escolar es muy largo, pero debería existir una manera de lograr que los chicos vuelvan en primavera con un poco más de brío, más deseos de trabajar.
—He estado pensando en que el próximo invierno podría escoger el squash como deporte —anunció Eddie—. En otoño, seguiría con el cross, y en primavera podría volver a la marcha atlética.
Por un momento pareció que la palabra «primavera» había llamado la atención de su padre, pero era sólo la indolencia de la primavera lo que mantenía el interés de Minty.
—A lo mejor, si se depila le sale un sarpullido —especuló la madre de Eddie—. Vamos, a mí me ocurre en ocasiones, pero eso no es ninguna excusa.
Más tarde, Eddie fregó los platos mientras sus padres seguían charlando. Poco antes de acostarse, oyó que la madre preguntaba al padre:
—¿Qué ha dicho del squash? Sí, algo acerca del squash.
—¿Qué ha dicho quién?
—¡Eddie! —replicó su madre—. Eddie ha dicho algo sobre el squash y el señor Bennett.
—Es el entrenador de squash —le dijo Minty.
—¡Eso ya lo sé, Joe!
—¿Cuál es tu pregunta, mi querida Dorothy?
—¿Qué ha dicho Eddie acerca del squash? —repitió Dot.
—Bueno, ¿qué ha dicho?
—La verdad, Joe, es que a veces me pregunto si escuchas alguna vez.
—Soy todo oídos, mi querida Dorothy —le dijo el viejo pelmazo.
Entonces los dos se echaron a reír. Seguían riéndose mientras Eddie realizaba con desgana los actos de rutina antes de acostarse. De repente se sintió tan cansado (tan indolente, supuso) que no hubiera podido hacer el esfuerzo de explicar a sus padres lo que les había querido decir. Si el de sus padres era un buen matrimonio, y parecía serlo en todos los aspectos, Eddie imaginaba que un mal matrimonio podría ser muy recomendable. Estaba a punto de poner a prueba esa teoría, y de una manera mucho más ardua de lo que pudiera pensar.
Camino de New London, trayecto que había sido objeto de un tedioso exceso de planificación (al igual que Marion, salieron demasiado temprano hacia el embarcadero del transbordador), el padre de Eddie se extravió en las proximidades de Providence.
—¿Es un error del piloto o del copiloto? —preguntó Minty en tono jovial.
Era un error de ambos. El padre de Eddie hablaba tanto que no había prestado suficiente atención a la carretera. Eddie, que era el «copiloto», había hecho tales esfuerzos por mantenerse despierto que se había olvidado de consultar el mapa.
—Menos mal que hemos salido temprano —añadió su padre.
Se detuvieron en una estación de servicio, donde Joe O'Hare intentó rebajarse para trabar conversación con un miembro de la clase trabajadora.
—Bueno, vaya situación difícil la nuestra, ¿no cree usted? —dijo el señor O'Hare al empleado de la gasolinera, el cual le pareció a Eddie un poco retrasado—. Aquí tiene a un par de exonianos perdidos en busca del transbordador de New London a Orient Point.