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Authors: John Irving

Una mujer difícil (56 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—Supongamos que un hombre y una mujer te ofrecieran pagarte por permitirles que te miren cuando estás con un cliente —empezó a explicarle Ruth—. ¿Harías eso? ¿Lo has hecho alguna vez?

—De modo que es eso lo que quieres, ¿eh? —dijo Rooie—. ¿Por qué no me lo has dicho de entrada? Pues claro que puedo… Lo he hecho, desde luego. ¿Por qué no has traído a tu compañero?

—No, no. No he venido con un compañero —replicó Ruth—. En realidad no quiero mirarte mientras estás con un cliente. Eso puedo imaginarlo. Sólo deseo saber cómo lo organizas y hasta qué punto es algo corriente o no. Es decir, ¿con qué frecuencia te lo piden ciertas parejas? Supongo que los hombres solos te lo piden más a menudo que las parejas, y que las mujeres solas lo hacen…, bueno, casi nunca.

—Eso es cierto —respondió Rooie—. En general se trata de hombres solos. En cuanto a parejas, tal vez una o dos veces al año.

—¿Y mujeres solas?

—Puedo hacer eso si lo deseas —le aseguró Rooie—. Lo hago de vez en cuando, pero no a menudo. A la mayoría de los hombres no les importa que otra mujer mire. Las mujeres que están mirando son las que no quieren ser vistas.

Hacía tanto calor en la habitación y estaba tan poco aireada que Ruth ansiaba quitarse la chaqueta de cuero. Pero en presencia de aquella mujer habría sido demasiado atrevimiento quedarse tan sólo con la camiseta de seda negra. Así pues, abrió la cremallera de la chaqueta, pero no se la quitó.

Rooie se acercó al ropero, que no era un armario, sino un hueco rectangular practicado en la pared, desprovisto de puerta: una cortina de cretona, con un dibujo de hojas otoñales caídas, rojas en su mayor parte, colgaba de un listón de madera. Cuando Rooie corrió la cortina, el contenido del ropero quedó oculto, con excepción de los zapatos, a los que dio la vuelta, de modo que las puntas miraban hacia fuera. Había media docena de zapatos de tacón alto.

—Estarías detrás de la cortina con las puntas de los zapatos hacia fuera —le explicó Rooie.

La prostituta entró en el ropero por la separación de la cortina y se ocultó. Cuando Ruth le miró los pies, apenas pudo diferenciar los zapatos que Rooie llevaba de los demás zapatos. Tuvo que buscarle los tobillos a fin de distinguirlos.

—Comprendo —dijo Ruth.

Quería entrar en el ropero y comprobar cómo se veía la cama desde allí. Por la estrecha abertura en la cortina, la visibilidad podría ser escasa. La pelirroja pareció leerle la mente y salió del ropero.

—Vamos, pruébalo tú misma —le dijo a la norteamericana. Ruth no pudo evitar rozarla cuando penetró por la abertura de la cortina. El hueco era tan estrecho que resultaba casi imposible que dos personas se movieran allí dentro sin tocarse.

Ruth se colocó entre dos pares de zapatos. A través de la estrecha abertura de la cortina veía claramente la toalla rosa en el centro de la cama. En un espejo opuesto, veía también el ropero. Tuvo que mirar atentamente para reconocer sus zapatos entre los que estaban alineados bajo el borde de la cortina. No podía verse a través de la cortina, tampoco veía sus propios ojos que miraban por la abertura, ni siquiera una parte de su rostro, a menos que se moviera, e incluso entonces sólo detectaba algún movimiento indefinido.

Sin mover la cabeza, tan sólo los ojos, Ruth veía el lavabo y el bidé. El consolador en la bandeja de hospital (junto con los lubricantes y geles) era claramente visible. En cambio, no veía bien la butaca de las felaciones, pues se lo impedía un brazo y el respaldo de la misma butaca.

—Si el tío quiere que se la chupe y alguien está mirando, puedo hacérselo en la cama —dijo Rooie—. Si es eso lo que estás pensando…

Ruth llevaba menos de un minuto en el ropero. Aún no se había percatado de que su respiración era irregular ni de que su contacto con el vestido dorado que pendía de la percha más próxima le provocaba picor en el cuello. Notaba una ligera aspereza en la garganta cuando tragaba saliva, como los últimos vestigios de la tos o el inicio de un resfriado. Un salto de cama de color gris perla cayó del colgador, y Ruth sintió como si se le hubiera detenido el corazón y hubiera muerto donde siempre imaginó que lo haría: en un armario.

—Si estás cómoda ahí dentro, abriré las cortinas del escaparate y me sentaré, pero a esta hora del día es posible que pase bastante rato antes de que entre un tío…, media hora, quizá tres cuartos. Por supuesto, tendrás que pagarme otros setenta y cinco guilders. Este asunto tuyo ya me ha ocupado bastante tiempo.

Ruth tropezó con los vestidos del ropero.

—¡No! ¡No quiero mirar! —exclamó la novelista—. ¡Sólo estoy escribiendo un libro! Trata de una pareja. La mujer es de mi edad, y su novio la convence para que haga esto… Su novio es un granuja.

Se sintió azorada cuando vio que el movimiento de sus pies había enviado uno de los zapatos de Rooie al centro de la habitación. La mujer lo recogió, se arrodilló ante el ropero y ordenó los demás zapatos. Volvió a colocarlos en la posición habitual, con las puntas hacia dentro, incluido el zapato que Ruth había desplazado.

—Eres rara —le dijo la prostituta. La situación era un poco molesta: permanecían al lado del ropero, como si estuvieran admirando los zapatos recién ordenados—. Y tus cinco minutos se han terminado —añadió Rooie al tiempo que indicaba su bonito reloj de oro.

Ruth abrió de nuevo su bolso y sacó de la cartera tres billetes de veinticinco guilders, pero Rooie, que estaba lo bastante cerca de ella para ver el interior de la cartera, sacó ágilmente un billete de cincuenta.

—Basta con cincuenta por otros cinco minutos —dijo la pelirroja—. Guárdate tus billetitos. Tal vez quieras volver… cuando hayas pensado en ello.

Ruth no pudo prever el rápido movimiento de la prostituta, quien se acercó a ella y le deslizó los labios y la nariz por el cuello. Antes de que Ruth pudiera reaccionar, Rooie le tocó suavemente un seno mientras se volvía para sentarse en la toalla protectora situada en el centro de la cama.

—Un perfume agradable, pero apenas lo huelo —observó Rooie—. Bonitos pechos, y grandes.

Ruth, ruborizada, trató de sentarse en la butaca de las felaciones sin que ésta la engullera.

—En mi relato… —empezó a decir.

—Lo malo de tu relato es que no pasa nada —la interrumpió Rooie—. La pareja paga para verme mientras lo hago. ¿Y qué? No sería la primera vez. ¿Qué ocurre luego? ¿No consiste en eso el relato?

—No estoy segura de lo que sucede después, pero eso es lo que cuento en la novela —respondió Ruth—. Esa mujer que tiene un novio granuja se siente humillada, degradada por la experiencia, no a causa de lo que ve, sino de su acompañante. Lo que la humilla es la manera en que él la hace sentirse.

—Tampoco sería la primera vez —le dijo la prostituta.

—A lo mejor el hombre se masturba mientras está mirando —sugirió Ruth.

Rooie supo que era una pregunta.

—No sería la primera vez —repitió la prostituta—. ¿Por qué habría de sorprender eso a la mujer?

Rooie estaba en lo cierto, y había otro problema: Ruth ignoraba todo lo que podía suceder en el relato porque no tenía un conocimiento suficiente de los personajes y no sabía cuál era la relación que los unía. No era la primera vez que descubría eso sobre una novela que estaba empezando, pero sí la primera vez que lo hacía delante de otra persona, que además era desconocida y prostituta.

—¿Sabes lo que suele ocurrir? —le preguntó Rooie.

—No, no lo sé —admitió Ruth.

—Mirar es sólo el principio —dijo la prostituta—. En el caso de las parejas, sobre todo…, mirar conduce a alguna otra cosa.

—¿Qué quieres decir?

—La siguiente vez que vienen, no quieren mirar, sino hacer algo —respondió Rooie.

—No creo que mi personaje quiera volver —comentó Ruth, aunque consideró esa posibilidad.

—A veces, después de mirar, la pareja quiere hacer cosas enseguida, sin pérdida de tiempo.

—¿Qué clase de cosas?

—De todas clases —dijo Rooie—. A veces el tío quiere mirarnos a la mujer y a mí, quiere ver cómo pongo cachonda a la mujer, pero normalmente empiezo con el tío y ella mira.

—Empiezas con el tío…

—Luego la mujer.

—¿Eso ha ocurrido de veras? —inquirió Ruth.

—Todo ha ocurrido de veras —dijo la prostituta.

Ruth estaba sentada junto a la lámpara de pantalla escarlata, que sumía a la pequeña habitación en una luminosidad rojiza cada vez más intensa. La toalla rosa sobre la cama, donde Rooie estaba sentada, era sin duda de un rosa más fuerte debido al color escarlata de la lámpara. Por lo demás, a través de las cortinas del escaparate se filtraba una suave claridad que se unía a la mortecina luz piloto situada sobre la puerta principal.

La prostituta se inclinó hacia delante bajo aquella luz favorecedora, y ese movimiento hizo que sus senos parecieran a punto de salirse del sostén. Mientras Ruth se sujetaba con fuerza a los brazos de la butaca, Rooie le cubrió suavemente las manos con las suyas.

—¿Quieres pensar en lo que ocurre y venir a verme otra vez? —le preguntó la pelirroja.

—Sí —dijo Ruth.

No se había propuesto susurrar, y tampoco podía liberar sus manos, sujetas por las de la otra mujer, sin caer hacia atrás en la espantosa butaca.

—Recuerda tan sólo que puede suceder cualquier cosa —le dijo Rooie—. Cualquier cosa que desees.

—Sí —susurró Ruth de nuevo, y se quedó mirando los senos de la prostituta. Parecía más seguro que mirarle a los ojos, llenos de inteligencia.

—Tal vez si me mirases mientras estoy con alguien…, quiero decir, tú sola…, se te ocurrirían algunas ideas —dijo Rooie con voz queda.

Ruth sacudió la cabeza, consciente de que el gesto transmitía mucha menos convicción que si hubiera dicho: «No, no lo creo», de un modo rotundo.

—La mayoría de las mujeres solas que me miran son chicas muy jóvenes —le informó Rooie en un tono más alto y como si no lo tomara en serio.

Esta revelación sorprendió tanto a Ruth que miró a Rooie sin darse cuenta.

—¿Por qué lo hacen? —le preguntó—. ¿Crees que quieren saber lo que es hacer el amor? ¿Son vírgenes?

Rooie soltó las manos de Ruth y, recostándose en la cama, se echó a reír.

—¡No son precisamente vírgenes! Son muchachas que piensan en la posibilidad de hacerse putas… ¡Quieren ver cómo es el oficio!

Ruth nunca se había sentido tan sorprendida. Ni siquiera enterarse de que Hannah tenía relaciones sexuales con su padre le había causado tanto asombro.

Rooie señaló su reloj y se levantó de la cama exactamente en el mismo momento en que Ruth se levantaba de la incómoda butaca. La novelista tuvo que hurtar el cuerpo para no rozar a la prostituta.

La mujer abrió la puerta y la luz del mediodía penetró a raudales, tan intensa que Ruth comprendió que había subestimado la penumbra reinante en la habitación de la prostituta. Rooie se dio media vuelta y bloqueó teatralmente el paso a Ruth, mientras le daba tres besos en las mejillas, primero en la derecha, luego en la izquierda y finalmente en la derecha de nuevo.

—Tres veces, al estilo holandés —le dijo alegremente, en un tono cariñoso más apropiado para los viejos amigos.

Desde luego, no era la primera vez que besaban así a Ruth, pues lo hacían Maarten y su esposa, Sylvia, cada vez que le daban la bienvenida y la despedían, pero los besos de Rooie habían sido un poco más largos y, además, le había aplicado su cálida palma al vientre, haciendo que se le tensaran instintivamente los músculos abdominales.

—Qué barriga más lisa tienes —comentó la pelirroja—. ¿No has tenido hijos?

—No, todavía no —respondió Ruth. La otra seguía bloqueando la puerta.

—Yo he tenido uno —dijo Rooie. Metió los pulgares bajo la cintura de las braguitas y se las bajó un instante—. No fue nada fácil —añadió, refiriéndose a la cicatriz, muy visible, de una cesárea.

La cicatriz no sorprendió tanto a Ruth, quien ya se había fijado en las marcas del embarazo en el vientre de Rooie, como el hecho de que ésta se había rasurado el vello púbico.

Rooie soltó la cintura de las braguitas, y la cinta elástica produjo un chasquido. Ruth se dijo: «Si yo preferiría escribir en vez de lo que estoy haciendo, me imagino cómo se siente ella. Al fin y al cabo, es una prostituta, y probablemente preferiría dedicarse a su oficio que a coquetear conmigo. Pero también disfruta haciendo que me sienta incómoda». Ahora estaba irritada con Rooie y sólo quería marcharse. Intentó rodearla para salir.

—Volverás —le dijo Rooie, pero dejó que saliera a la calle sin más contacto físico. Entonces alzó la voz, de modo que quien pasara por la Bergstraat, o una prostituta vecina, pudiera oírla—. Será mejor que cierres bien el bolso en esta ciudad.

Ruth se había dejado el bolso abierto, un descuido en el que caía con frecuencia, pero le bastó una mirada para cerciorarse de que allí estaban la cartera, el pasaporte y los demás objetos, un lápiz de labios y un tubo más grueso de abrillantador de labios incoloro, un tubo de crema para el sol y otro con hidratante para los labios.

Ruth también llevaba consigo una polvera de bolsillo que había pertenecido a su madre. Los polvos de maquillaje la hacían estornudar y la almohadilla para aplicarlos había desaparecido mucho tiempo atrás. No obstante, en ocasiones, cuando Ruth se miraba en el espejito, esperaba ver allí a su madre. Cerró la cremallera del bolso mientras Rooie le sonreía irónicamente.

Se esforzó por devolver la sonrisa a la prostituta, y la luz del sol le obligó a entrecerrar los ojos. Rooie tendió la mano y le tocó la cara mientras le miraba el ojo derecho con vivo interés, pero Ruth malinterpretó el motivo. Al fin y al cabo, estaba más acostumbrada a que la gente percibiera la mancha hexagonal que tenía en el ojo derecho que a recibir puñetazos.

—Nací con ella… —empezó a explicarle.

—¿Quién te golpeó? —inquirió Rooie, y Ruth se sorprendió, pues creía haber perdido todo vestigio del moretón—. Hace una o dos semanas, a juzgar por su aspecto…

—Un novio granuja —confesó Ruth.

—Así que hay un novio… —dijo Rooie.

—No está aquí. He venido sola.

—No lo estarás la próxima vez que me veas —replicó la prostituta.

Rooie tenía únicamente dos maneras de sonreír, una irónica y la otra seductora. A Ruth sólo se le ocurrió decirle:

—Hablas muy bien el inglés, es asombroso.

Pero este mordaz cumplido, por cierto que fuese, ejerció en Rooie un efecto mucho más profundo del que Ruth había previsto. Sus palabras hicieron desaparecer toda manifestación externa de engreimiento en aquella mujer. Parecía como si se le hubiera despertado una antigua pena con una fuerza casi violenta.

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