Authors: John Irving
Así pues, cuando estaban acostados en la habitación de Eddie, se turnaban para salir al pasillo y prestar atención por si Ruth decía algo. Y cuando yacían en la cama de Marion, las leves pisadas infantiles en el suelo del baño obligaban a Eddie a levantarse a toda prisa de la cama. Cierta vez permaneció tendido en el suelo, desnudo, durante media hora, hasta que Ruth por fin se quedó dormida al lado de su madre. Entonces Eddie cruzó la habitación a gatas. Poco antes de abrir la puerta y encaminarse de puntillas a su propia habitación, Marion le susurró: «Buenas noches, Eddie». Al parecer, Ruth sólo estaba dormida a medias, pues la niña (con voz soñolienta) rápidamente secundó a su madre: «Buenas noches, Eddie».
Después de ese incidente, era inevitable que una noche ni Eddie ni Marion oyeran el ruido de los piececillos que se aproximaban. Así pues, la noche en que Ruth apareció con una toalla en el dormitorio de su madre, porque la niña estaba convencida de que, a juzgar por el ruido que producía, su madre estaba vomitando, Marion no se sorprendió. Y como el muchacho la había montado por detrás y le sostenía los pechos con las manos, Marion tenía poco margen de maniobra. Lo único que hizo fue dejar de gemir.
Eddie, en cambio, reaccionó a la aparición súbita de Ruth de una manera sorprendentemente acrobática pero desafortunada. Se retiró de Marion con tal brusquedad que ella se sintió a la vez vacía y abandonada, pero siguió moviendo las caderas. Eddie, que voló una corta distancia hacia atrás, sólo quedó suspendido un instante en el aire. No logró esquivar la lámpara de la mesilla de noche, y tanto él como la lámpara rota cayeron en la alfombra, donde el esfuerzo espontáneo pero inútil del chico por ocultar sus partes íntimas con una pantalla de lámpara abierta por el extremo aportó a Marion por lo menos un instante de comicidad pasajera.
A pesar de los gritos de su hija, Marion comprendió que el dramatismo de este episodio tendría unos efectos más duraderos para Eddie que para Ruth. Impulsada por esta convicción, Marion le dijo a su hija con aparente sangre fría:
—No grites, cariño. Sólo somos Eddie y yo. Anda, vuelve a la cama.
Eddie se sorprendió al ver que la niña hacía obedientemente lo que le pedían. Cuando el muchacho estuvo de nuevo en la cama al lado de Marion, ésta le susurró, como si hablara consigo misma:
—Bueno, no ha estado tan mal, ¿verdad? Ahora podemos dejar de preocuparnos por eso.
Pero entonces se dio la vuelta, de espaldas a Eddie y, aunque sus hombros se estremecían ligeramente, no lloraba, o lloraba sólo por dentro. Sin embargo, Marion no respondió a las caricias ni a las palabras tiernas de Eddie, y él supo que lo mejor sería dejarla en paz.
El episodio suscitó la primera reacción clarificadora de Ted. Con una hipocresía impávida, Ted eligió el momento en que Eddie le llevaba en coche a Southampton para visitar a la señora Vaughn.
—Doy por sentado que ha sido un error de Marion —le dijo—, pero es indudable que permitir que Ruth os viera juntos ha sido un error de los dos.
El muchacho no abrió la boca.
—No te estoy amenazando, Eddie —añadió Ted—, pero debo decirte que tal vez te llamen a declarar como testigo.
—¿Declarar como testigo?
—En caso de que haya una disputa por la custodia de la niña, sobre cuál de los dos es más adecuado para cuidar de ella —replicó Ted—. Yo nunca dejaría que una criatura me viera con otra mujer, mientras que Marion no ha hecho nada para evitar que Ruth viera… lo que vio. Y si te llamaran a declarar como testigo de lo sucedido, confío en que no mentirás ante un tribunal. —Pero Eddie seguía sin decir nada—. Según parece, se trataba de una penetración desde atrás… Ojo, no es que tenga nada personal contra ésa ni contra ninguna otra postura —se apresuró a decir—, pero imagino que hacerlo como los perros debe de parecerle a una chiquilla especialmente… animal.
Por un instante Eddie supuso que Marion se lo había dicho a Ted. Pero después se dio cuenta, con aprensión, de que Ted había estado hablando con Ruth.
Marion llegó a la conclusión de que Ted debía de haber hablado con Ruth desde el principio: ¿los había visto juntos? Y en caso afirmativo, ¿juntos de qué manera? De repente, todo lo que Marion había malentendido estaba claro.
—¡Por eso quiso que trabajaras para él! —exclamó.
Supuso que Marion tomaría a Eddie como amante, y que el muchacho no podría resistirse. Pero aunque Ted creía conocer bien a Marion, lo cierto era que no la conocía lo bastante bien para comprender que ella nunca se pelearía con él por la custodia de Ruth. Marion era consciente de que había perdido a la niña. Ella nunca había querido a Ruth.
Ahora Marion se sentía insultada porque Ted la tenía en tan poca estima que no se daba cuenta de que ella jamás afirmaría, ni siquiera durante una conversación pasajera, y no digamos ante un tribunal de justicia, que Ruth estaría mejor con su madre que con su falaz e irresponsable padre. Porque incluso Ted podría cuidar de la niña mejor que ella, o así lo creía Marion.
—Voy a decirte lo que vamos a hacer, Eddie —le dijo Marion al muchacho—. No te preocupes. Ted no te hará declarar como testigo de nada, no va a haber ningún juicio. Conozco mucho mejor a Ted de lo que él me conoce a mí.
Durante tres días que parecieron interminables, no pudieron hacer el amor porque Marion tenía una infección y el acto sexual le resultaba doloroso. De todos modos, yacía al lado de Eddie, cuya cabeza sostenía contra sus pechos mientras él se masturbaba a sus anchas.
Marion bromeó con él preguntándole si masturbarse junto a ella no le gustaba tanto como hacerle el amor o incluso más. Cuando Eddie lo negó, Marion siguió bromeando. Dudaba sinceramente de que las mujeres que conocería en un futuro se mostraran tan comprensivas con su preferencia como lo era ella, y le aseguró que lo encontraba bastante agradable.
Pero Eddie protestó: no podía imaginar que alguna vez le interesaran otras mujeres.
—Otras mujeres se interesarán por ti —le dijo ella—. Y puede que no estén lo bastante seguras de sí mismas para permitir que te masturbes en vez de exigirte que les hagas el amor. Sólo te lo advierto como amiga. Las chicas de tu edad se sentirían abandonadas si hicieras eso.
—Nunca me interesarán las chicas de mi edad —replicó Eddie, con ese tono apesadumbrado que a Marion tanto le atraía.
Y aunque ella bromeara con él de ese modo, sería cierto. Jamás le interesaría una mujer de su edad, lo cual no era necesariamente un perjuicio causado por Marion.
—Tienes que confiar en mí, Eddie —le dijo—. No debes temer a Ted. Sé exactamente lo que vamos a hacer.
—De acuerdo.
Yacía con la cara pegada contra sus pechos; sabía que su relación con ella iba a terminar, era inevitable que acabara. Faltaba menos de un mes para que regresara a Exeter, y ni siquiera un muchacho de dieciséis años podía imaginar que mantendría su relación con una querida de treinta y nueve bajo las reglas estrictas del internado.
—Ted cree que eres su peón, Eddie —le dijo Marion—. Pero eres mi peón, no el de Ted.
—De acuerdo —replicó el chico.
Pero Eddie O'Hare aún no comprendía hasta qué punto desempeñaba realmente el papel de peón en la discordia culminante de una guerra conyugal que duraba veintidós años.
Para ser un peón, Eddie se planteaba muchas preguntas. Cuando Marion se recuperó de su infección lo suficiente para poder hacer de nuevo el amor, Eddie le preguntó qué clase de «infección» había tenido.
—Ha sido una infección de la vejiga —le dijo ella.
Aún obedecía al instinto maternal, más de lo que ella creía, y le ahorró la noticia —que tal vez le perturbaría— de que la infección había sido el resultado de sus repetidas atenciones sexuales.
Acababan de hacer el amor en la posición preferida de Marion. Le gustaba sentarse sobre Eddie, «montarle», como ella decía, porque gozaba viéndole la cara. No se trataba tan sólo de que las expresiones de Eddie la obsesionaran agradablemente por sus incesantes asociaciones con Thomas y Timothy, sino también de que Marion había empezado a despedirse del muchacho, lo cual le estaba afectando más íntimamente de lo que había creído posible.
Ella sabía, desde luego, hasta qué punto la afectaba, y se sentía preocupada. Pero al mirarle, o al hacer el amor con él, sobre todo al mirarle mientras hacía el amor con él, Marion imaginaba que podía ver la terminación de su vida sexual, que había sido tan ardiente, aunque breve.
No le había dicho a Eddie que, antes de él, no había hecho el amor con nadie excepto con Ted. Tampoco le había dicho que, desde la muerte de sus hijos, sólo hicieron el amor una vez, y que en esa ocasión, por iniciativa de Ted, lo hicieron con la única finalidad de que ella se quedara embarazada. (Marion no deseaba quedarse embarazada, pero se sentía demasiado abatida para oponer resistencia.) Y desde el nacimiento de Ruth, Marion no había tenido tentaciones de hacer el amor. Con Eddie, lo que había empezado como amabilidad por parte de Marion hacia un muchacho tímido, en el que veía reflejados tantos aspectos de sus hijos, se había convertido en una relación profundamente gratificante para ella. Pero si a Marion le había sorprendido la excitación y la gratificación que Eddie le había proporcionado, eso no la había persuadido de que alterase sus planes.
No sólo abandonaba a Ted y a Ruth, sino que, al despedirse de Eddie, también se despedía de toda clase de vida sexual. ¡Allí estaba ella, despidiéndose del sexo cuando, por primera vez, a los treinta y nueve años, el sexo le parecía placentero!
Si Marion y Eddie tenían la misma estatura en el verano de 1958, Marion era consciente de que pesaba más que él. Eddie era penosamente delgado. Cuando ella estaba encima, presionando al muchacho, Marion tenía la sensación de que todo su peso y su fuerza se concentraban en las caderas. Cuando Eddie la penetraba por detrás, a veces Marion tenía la sensación de que era ella quien le estaba penetrando a él, porque el movimiento de sus caderas era el único movimiento entre ellos: Eddie no era lo bastante fuerte como para levantarla, separándola de él. En un momento dado, Marion no sólo sentía que estaba penetrando en el cuerpo del chico, sino que estaba bastante segura de que lo había paralizado.
Cuando, por la manera en que Eddie retenía el aliento, ella comprendía que su amante estaba a punto de correrse, se apoyaba en el pecho del muchacho y, sujetándole con fuerza por los hombros, le hacía girar y situarse encima de ella, porque no soportaba ver la transformación de su semblante cuando experimentaba el orgasmo. Había en aquella expresión algo muy parecido a la espera del dolor. Marion apenas podía soportar oírle gemir, y él gemía cada vez. Era el gemido de un niño que llora en estado de duermevela antes de dormirse profundamente. Ese instante brevísimo y repetido, en toda su relación con Eddie, era lo único que le hacía dudar un poco a Marion. Cuando el muchacho emitía aquel sonido infantil, ella se sentía culpable. Luego Eddie yació de costado, con la cara hundida en los senos de Marion, y ella deslizó los dedos entre su cabello. Incluso entonces no pudo refrenar una observación crítica sobre el corte de pelo de Eddie, y tomó nota mentalmente para decirle al barbero, la próxima vez, que no se lo cortara tanto en la parte posterior. Entonces revisó su nota mental. El verano estaba terminando y no habría una «próxima vez».
En aquel momento Eddie le hizo la segunda pregunta de la noche.
—Háblame del accidente —le pidió—. ¿Sabes cómo ocurrió? ¿Alguien tuvo la culpa?
Un segundo antes había notado contra su sien las palpitaciones del corazón de la mujer, que latía a través del seno, pero ahora le pareció como si el corazón de Marion se hubiera detenido. Cuando alzó la cabeza para mirarle el rostro, ella ya le estaba dando la espalda. Esta vez ni siquiera se estremecieron ligerísimamente sus hombros. Tenía la columna vertebral recta, la espalda rígida, los hombros cuadrados. Eddie rodeó la cama, se arrodilló a su lado y la miró a los ojos, que estaban abiertos pero con la mirada perdida. Sus labios, carnosos y separados cuando dormía, ahora estaban cerrados y formaban una línea.
—Perdona —susurró Eddie—. Nunca te lo volveré a preguntar.
Pero Marion permaneció como estaba, su cara transformada en una máscara, el cuerpo petrificado.
—¡Mami! —gritó Ruth, pero Marion no la oyó, ni siquiera parpadeó.
Eddie se quedó inmóvil, esperando oír las pisadas de la niña en el baño. Pero la pequeña seguía en su cama.
—¿Mami? —repitió Ruth en un tono más vacilante.
Había un dejo de preocupación en su voz. Eddie, desnudo, fue de puntillas al baño. Se rodeó la cintura con una toalla, una elección mejor que la pantalla de una lámpara. Entonces, con el mayor sigilo posible, empezó a retirarse en dirección al pasillo.
—¿Eddie? —preguntó la niña en un susurro.
—Sí —respondió Eddie, resignado.
Se ciñó la toalla, cruzó el baño y entró en el cuarto de la niña. Pensó que ver a Marion la habría asustado más de lo que ya estaba, es decir, ver a su madre en el estado de aspecto catatónico que acababa de adquirir.
Ruth estaba sentada en la cama, sin moverse, cuando Eddie entró en su cuarto.
—¿Dónde está mamá? —le preguntó.
—Está dormida —mintió Eddie.
—Ah —dijo la niña. Miró la toalla cintura de Eddie—. ¿Te has bañado?
—Sí —mintió él de nuevo.
—Ah —volvió a decir Ruth—. Pero ¿en qué he soñado?
—¿En qué has soñado? —repitió Eddie estúpidamente—. No lo sé. No he tenido tu sueño. ¿En qué has soñado?
—¡Dímelo! —le exigió la niña.
—Pero es tu sueño —señaló Eddie.
—Ah —dijo la pequeña una vez más.
—¿Quieres beber agua? —le preguntó Eddie.
—Vale —respondió Ruth. Esperó mientras él dejó correr el agua hasta que salió fría y le llevó un vaso. Al devolverle el vaso, le preguntó—: ¿Dónde están los pies?
—En la fotografía, donde siempre han estado —le dijo Eddie.
—Pero ¿qué les pasó?
—No les pasó nada —le aseguró Eddie—. ¿Quieres verlos?
—Sí —replicó la niña.
Tendió los brazos, esperando que él la llevara, y Eddie la levantó de la cama.
Juntos recorrieron el pasillo sin encender la luz. Ambos eran conscientes de la variedad infinita de expresiones en los rostros de los muchachos muertos, cuyas fotografías, misericordiosamente, estaban en la penumbra. En el extremo del pasillo, la luz de la habitación de Eddie brillaba como un faro. Eddie llevó a Ruth al baño, donde, sin hablar, contemplaron la imagen de Marion en el Hótel du Quai Voltaire enrollada alrededor de la sabana.