Authors: John Irving
Cuando los chicos murieron, Ted sugirió marcharse de Nueva Inglaterra y dejar atrás cuanto les recordaba aquella región. El extremo oriental de Long Island era principalmente un centro veraniego y un retiro finisemanal para los neoyorquinos. A Marion le aliviaría no seguir viendo a sus viejos amigos.
—Un nuevo lugar, un nuevo hijo, una nueva vida —le dijo ella a Eddie—. Por lo menos ésa era la idea.
A Marion no le sorprendía que las aventuras amorosas de Ted no hubieran disminuido desde que abandonó aquellas pequeñas ciudades universitarias de Nueva Inglaterra. A decir verdad, el número de sus infidelidades había ido en aumento, aunque no conllevaban ninguna pasión apreciable. Ted era adicto a las aventuras amorosas. Marion había hecho una apuesta consigo misma: la adicción de su marido a las seducciones, ¿sería más fuerte o más débil que su adicción al alcohol? (Apostó a que podría abandonar más fácilmente el alcohol.)
Marion explicó a Eddie que, en el caso de Ted, la seducción previa siempre duraba más que la aventura. Primero hacía los retratos convencionales, normalmente de la madre con su hijo, luego la madre posaba sola y, finalmente, lo hacía desnuda. Los desnudos revelaban una progresión determinada de antemano: inocencia, recato, degradación, vergüenza.
—¡La señora Vaughn! —exclamó Eddie, interrumpiéndola, al recordar las maneras sigilosas de aquella mujer menuda.
—La señora Vaughn está experimentando ahora la fase de degradación —le dijo Marion.
Eddie pensó que, a pesar de lo pequeña que era, la señora en cuestión dejaba un fuerte olor en las almohadas. Pensó también que sería imprudente, incluso lascivo, expresarle a Marion su opinión sobre el olor de la señora Vaughn.
—Pero has vivido con él durante muchos años —observó el muchacho, entristecido—. ¿Por qué no le has abandonado?
—Los chicos le querían —le explicó Marion—, y yo los quería a ellos. Había planeado abandonarle después de que mis hijos finalizaran la enseñanza media, cuando se marcharan de casa, tal vez después de que acabaran los estudios universitarios —añadió con menos firmeza.
Eddie superó la tristeza que sentía por ella y dio buena cuenta de un postre enorme.
—Eso es lo que me gusta de vosotros, los jóvenes —le dijo Marion—. Pase lo que pase, vais a lo vuestro.
Permitió que Eddie condujera el coche de regreso a casa. Bajó la ventanilla y cerró los ojos. La brisa nocturna le agitaba el cabello.
—Es agradable que la lleven a una —le dijo a Eddie—. Ted siempre bebía demasiado, y yo conducía siempre. Bueno…, casi siempre. —Esto último lo dijo en un susurro.
Entonces volvió la espalda a Eddie. Quizá lloraba, porque movía los hombros de una manera espasmódica, pero no emitía sonido alguno. Cuando llegaron a la casa de Sagaponack, o el viento le había secado las lágrimas o no había llorado en absoluto. Eddie, que en cierta ocasión había llorado delante de ella, sabía que Marion desaprobaba el llanto.
Una vez en la casa, tras despedir a la niñera de la noche, Marion se sirvió una cuarta copa de vino de una botella abierta que sacó del frigorífico. Pidió a Eddie que la acompañara cuando fue a comprobar si Ruth dormía, y por el camino le susurró que, a pesar de que las apariencias demostraban lo contrario, en otro tiempo había sido una buena madre.
—Pero no seré una mala madre para Ruth —añadió, todavía en un susurro—. Preferiría no ser una madre para ella antes que una mala madre.
Eddie no comprendió entonces que Marion ya sabía que iba a dejar a su hija con Ted. (Y Marion, por su parte, no comprendía que Ted había contratado a Eddie no sólo porque necesitaba un conductor.)
La luz piloto del baño principal iluminaba tan débilmente el cuarto de Ruth que costaba distinguir las fotografías de Thomas y Timothy, pero Marion insistió en que Eddie las mirase. Quería contarle lo que los chicos estaban haciendo en cada una de las fotos, y por qué razón ella había seleccionado ésas en concreto para la habitación de Ruth. Entonces Marion precedió a Eddie al baño principal, donde la luz piloto iluminaba las fotos con un poco más de claridad. Allí Eddie pudo discernir un tema acuático, que Marion consideraba adecuado para el baño: un día festivo en Tortola y otro en Anguilla, una excursión veraniega al estanque de New Hampshire, y los dos hermanos, cuando eran más pequeños que Ruth, juntos en una bañera. Tim estaba llorando, pero Tom no.
—Le había entrado jabón en los ojos —susurró Marion.
Entraron entonces en el dormitorio principal, donde Eddie no había estado hasta entonces y tampoco había visto las fotografías, en torno a cada una de las cuales Marion trenzaba un relato. Recorrieron así toda la casa, de una habitación a otra, de una foto a otra, hasta que Eddie comprendió por qué Ruth se había alterado tanto al ver los trocitos de papel que cubrían los pies descalzos de Thomas y Timothy. Ruth debía de haber realizado aquel viaje al pasado en muchas, muchísimas ocasiones, probablemente tanto en brazos de su padre como de su madre, y para la pequeña los relatos de las fotografías eran sin duda tan importantes como las mismas fotografías. Tal vez incluso más importantes. Ruth estaba creciendo no sólo con la presencia abrumadora de sus hermanos muertos, sino también con la importancia sin par de su ausencia.
Las imágenes eran los relatos, y viceversa. Alterar las fotografías, como lo había hecho Eddie, era tan impensable como cambiar el pasado. El pasado, que era donde vivían los hermanos muertos de Ruth, no era susceptible de revisión. Eddie se juró que intentaría resarcir a la pequeña, le aseguraría que cuanto le habían dicho acerca de sus hermanos muertos era inmutable. En un mundo inseguro, con un futuro incierto, por lo menos la niña podía confiar en ello. ¿O no era así?
Al cabo de más de una hora, Marion dio por finalizado el recorrido de la casa en el dormitorio de Eddie y, finalmente, en el baño para los invitados que el muchacho utilizaba. Que la última de las fotografías que inspiraron el relato de Marion fuese aquella en la que ella estaba en la cama con los dos pies descalzos de sus hijos entrañaba un fatalismo muy pertinente.
—Me encanta esta foto tuya —logró decirle Eddie por fin, sin atreverse a añadir que se había masturbado estimulado por la imagen de los hombros desnudos de Marion y su sonrisa.
Como si lo hiciera por primera vez, Marion se examinó lentamente en la foto tomada hacía ya doce años.
—Aquí tenía veintisiete —le dijo, y el paso del tiempo, y la melancolía que ello le producía, le afloraron a los ojos.
Tenía en la mano la quinta copa de vino, y la apuró de una manera mecánica. Entonces le dio la copa vacía a Eddie. Éste se quedó de pie allí, en el baño para los invitados, inmóvil durante un cuarto de hora después de que Marion se hubiera ido.
A la mañana siguiente, en la casa vagón, Eddie había iniciado la colocación de la rebeca de cachemira rosa sobre la cama, junto con una camisola de seda de color lila y unas bragas a juego, cuando oyó el ruido exagerado de las pisadas de Marion en las escaleras que partían del garaje. No llamó a la puerta del apartamento, sino que la aporreó. Esta vez no iba a sorprender a Eddie haciendo aquello. El muchacho aún no se había desvestido para tenderse al lado de las ropas. No obstante, se quedó un momento indeciso y ya no tuvo tiempo de retirar las prendas de Marion. Había estado pensando en lo desacertado de elegir los colores rosa y lila. Sin embargo, los colores de las prendas no eran nunca lo que le incitaba. Le había atraído el encaje que adornaba la cintura de las bragas y el espléndido escote de la camisola. Eddie estaba todavía inquieto por su decisión cuando Marion golpeó la puerta por segunda vez, y el muchacho dejó las prendas sobre la cama y fue a abrir.
—Espero no molestarte —le dijo ella con una sonrisa.
Llevaba gafas de sol, y se las quitó al entrar en el apartamento. Eddie percibió por primera vez su edad cuando vio las patas de gallo junto a los ojos. Tal vez Marion había bebido demasiado la noche anterior. Cinco copas de cualquier bebida alcohólica eran demasiadas para ella.
Eddie se sorprendió al ver que la mujer se dirigía directamente a la primera de las pocas fotografías de Thomas y Timothy que había llevado a la casa alquilada, y le explicó por qué había elegido precisamente esas fotos. En ellas los chicos tenían más o menos la edad de Eddie, lo cual significaba que habían sido tomadas poco antes de su muerte. Marion le explicó que había pensado que tal vez Eddie encontrara familiares las fotografías de sus coetáneos, incluso acogedoras, en unas circunstancias que probablemente no tendrían nada de familiares y acogedoras. Mucho antes de que Eddie llegara, se había preocupado por él; sabía que iba a tener muy poco que hacer, dudaba de que se lo pasara bien, y había previsto que el muchacho de dieciséis años carecería de vida social alguna.
—Excepto a las niñeras más jóvenes de Ruth, ¿a quién ibas a ver? —le preguntó—. A menos que fueras muy sociable. Thomas lo era, Timothy no, era más bien introvertido, como tú. Aunque físicamente te pareces más a Thomas, creo que tienes un carácter más parecido al de Timothy.
—Ah —dijo Eddie. ¡Le pasmaba que Marion hubiera pensado en él antes de su llegada!
Siguieron mirando las fotografías. Era como si la casa alquilada fuese una habitación secreta situada en el pasillo del ala de invitados y Eddie y Marion no hubieran terminado juntos la velada, sino que se hubieran limitado a pasar a otra habitación, donde había otras fotos. En la cocina fueron de un lado a otro, Marion hablando por los codos, y regresaron al dormitorio, donde ella siguió hablando y señalando la única fotografía de Thomas y Timothy que colgaba sobre la cabecera de la cama.
Eddie reconoció sin dificultad un hito muy familiar del campus de Exeter. Los jóvenes fallecidos posaban ante la puerta del edificio principal, donde, bajo el frontón triangular encima de la puerta, había una inscripción latina. Cinceladas en el mármol blanco, que resaltaba en el gran edificio de ladrillo y la doble puerta verde oscuro, figuraban estas palabras humillantes:
HVC VENITE PVERI
VT VIRI SITIS
(Naturalmente, la U de HVC, PVERI y VT estaba tallada como una V.) Allí estaban Thomas y Timothy con chaqueta y corbata, el año en que murieron. A los diecisiete años, Thomas parecía casi un hombre, mientras que Timothy, a los quince, tenía un aspecto mucho más infantil. La puerta ante la que posaban era el fondo fotográfico que elegían con mayor frecuencia los orgullosos padres de innumerables exonianos. Eddie se preguntó cuántos cuerpos y mentes sin formar habían cruzado aquella puerta, bajo una invitación tan severa e imponente.
VENID ACÁ, MUCHACHOS,
Y SED HOMBRES
Pero eso no les había sucedido a Thomas y Timothy. Eddie se dio cuenta de que Marion había interrumpido su explicación de la fotografía al ver la rebeca de cachemira rosa que, junto con la camisola lila y las bragas a juego, estaba sobre la cama.
—¡Cielo santo! —exclamó Marion—. ¡Rosa con lila jamás!
—No pensaba en los colores —admitió Eddie—. Me gustaba el… encaje.
Pero sus ojos le traicionaban. Miraba el escote de la camisola y no recordaba la palabra francesa que se usaba en inglés para nombrarlo finamente.
—¿El
décolletage
? —sugirió Marion.
—Sí, eso es —susurró Eddie.
Marion alzó los ojos por encima de la cama y miró de nuevo la imagen de sus hijos felices:
Huc venite pueri
(venid acá, muchachos)
ut viri sitis
(y sed hombres). Eddie había tenido dificultades en el segundo curso de latín, y le esperaba un tercer curso de la lengua muerta. Pensó en la vieja broma que circulaba por Exeter sobre una versión más apropiada de aquella inscripción. («Venid acá, muchachos, y hastiaros.»)
Mientras contemplaba la fotografía de sus chicos en el umbral de la virilidad, Marion le dijo a Eddie:
—Ni siquiera sé si hicieron el amor antes de morir.
Eddie, que recordaba la imagen de Thomas besando a una chica en el anuario de 1953, suponía que por lo menos él lo había hecho.
—Tal vez Thomas lo hizo —añadió Marion—. Era tan… popular. Pero Timothy seguro que no, era demasiado tímido y sólo tenía quince años… —Miró de nuevo la cama, donde la combinación de rosa y lila con la ropa interior le había llamado antes la atención—. Y tú, Eddie, ¿has hecho el amor? —le preguntó a bocajarro.
—No, claro que no —respondió Eddie.
Ella le dirigió una sonrisa compasiva. El muchacho procuró no parecer tan desdichado y poco atractivo como estaba convencido de que lo era.
—Si una chica muriese antes de haber hecho el amor, podría decirse que ha sido afortunada —siguió diciendo Marion—, pero un muchacho… Dios mío, eso es todo lo que queréis, ¿no es cierto? Los chicos y los hombres —añadió—, ¿no es cierto? ¿No es eso todo lo que queréis?
—Sí —dijo Eddie en tono desesperado.
Marion tomó de la cama la camisola color lila de escote increíble. También tomó las bragas a juego, pero empujó la rebeca de cachemira rosa al borde de la cama.
—Hace calor —le dijo a Eddie—. Espero que me perdones si no me pongo la rebeca.
El muchacho permaneció allí inmóvil, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, mientras ella empezaba a desabrocharse la blusa.
—Cierra los ojos, Eddie —tuvo que decirle.
Con los ojos cerrados, él temió desmayarse. Oscilaba de un lado a otro, eso era todo lo que podía hacer para no mover los pies.
—Muy bien —oyó que ella le decía. Estaba tendida en la cama, con la camisola y las bragas—. Ahora me toca a mí cerrar los ojos.
Eddie se desvistió torpemente, sin que pudiera dejar de mirarla. Cuando ella notó su peso sobre la cama, a su lado, se volvió para mirarle. Cuando se miraron a los ojos, Eddie sintió una punzada. La mirada de Marion reflejaba más sentimiento maternal del que él se había atrevido a esperar en ella.
No la tocó, pero cuando empezó a tocarse él mismo ella le aferró la nuca y le atrajo el rostro hacia los senos, allí donde él ni siquiera se había atrevido a mirar. Con la otra mano le tomó la mano derecha y la aplicó con firmeza donde había visto que él ponía su mano la primera vez, en la entrepierna de sus bragas. Él notó que se derramaba en la palma de su mano izquierda, con tal rapidez y fuerza que se contrajo contra el cuerpo de la mujer, y ella se sorprendió tanto que también reaccionó contrayéndose.
—¡Vaya, eso sí que es rapidez! —exclamó.