Una muerte sin nombre (25 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Creo que, cuando le dispararon, estaba tumbado en la cama, boca arriba —comenté a Marino—. De hecho, es casi como si hubiera estado dormido.

—Bueno —dijo él, acercándose más a la cama—, sería bastante difícil ponerle el cañón de un arma entre los ojos a alguien despierto sin que reaccionara.

—Pues no hay ningún indicio de que Brown reaccionara en absoluto. El orificio está perfectamente centrado. Quien lo hizo apoyó cómodamente la pistola sobre su piel y no parece que el comisario hiciera el menor movimiento.

—Tal vez estaba sin sentido —apuntó Marino.

—Tenía una tasa de alcohol en sangre de 1,6. Puede que estuviera inconsciente, pero no necesariamente. Tenemos que inspeccionar la habitación con el Luma-Lite para ver si descubrimos restos de sangre que se nos hayan pasado por alto. Pero da la impresión de que el cadáver fue trasladado directamente de la cama a la bolsa. —Mostré a Marino los regueros de sangre del costado del colchón—. Si lo hubieran transportado más lejos, habría más sangre por la casa.

—Cierto.

Investigamos el dormitorio palmo a palmo. Marino empezó a abrir cajones que ya habían sido inspeccionados. Al comisario Brown le gustaba la pornografía y mostraba una especial predilección por las fotos de mujeres en situaciones degradantes que implicaran sumisión y violencia. En un estudio, al fondo del pasillo, encontramos dos armeros llenos de escopetas, rifles y varios fusiles de asalto.

Debajo de los armeros había una cómoda; el mueble había sido forzado y era difícil determinar cuántas pistolas o cajas de munición faltaban, ya que ignorábamos cuántas se guardaban allí anteriormente. Las que quedaban eran una nueve milímetros, una diez milímetros y varias 44 y Mágnum 357. El comisario Brown poseía también una colección de pistoleras, cargadores de repuesto y esposas, así como un chaleco antibalas de kevlar.

—Estaba en esto a lo grande —comentó Marino—. Debía de tener conexiones importantes en Washington, Nueva York y tal vez Miami.

—Quizás había drogas en esa cómoda —apunté—. Puede que no fueran armas lo que Gault buscaba.

—Sigo pensando que esto es cosa de varías personas —dijo Marino—. A menos que admitamos que Gault fue capaz de manejar sin ayuda esa bolsa con el cuerpo. ¿Cuánto pesaba Brown?

—Unos noventa kilos —respondí.

Vi aparecer en la esquina a Neils Vander, cargado con la Luma-Lite. Un ayudante lo seguía con las cámaras y el resto del equipo. Vander llevaba una bata de laboratorio demasiado grande para él y unos guantes de algodón blancos, ridículamente incongruentes con los pantalones de lana y las botas de nieve. Como de costumbre, me miraba como si no me hubiese visto nunca. Aquel hombre era el prototipo del científico chiflado, calvo como una bombilla, siempre con prisas y siempre acertado. Yo era una acérrima admiradora suya.

—¿Dónde quieren que instale esto? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular.

—En el dormitorio —respondí—. Y luego en la cocina.

Volvimos a la alcoba del comisario para contemplar cómo Vander movía su varita mágica. Apagamos las luces, nos pusimos las gafas, y la sangre de la cama emitió su brillo mortecino, pero no apareció nada más de importancia hasta varios minutos después. Vander programó la Luma-Lite en su haz más amplio y el aparato tomó la apariencia de un foco encendido en aguas profundas. El foco barrió la estancia.

A cierta altura por encima de una cómoda, un punto de la pared emitía una luminiscencia en forma de pequeña luna irregular. Vander se acercó y miró con atención.

—Que alguien encienda las luces, por favor —se limitó a decir.

El dormitorio se iluminó y nos quitamos las gafas tintadas. Vander, de puntillas junto a la pared, observaba con interés un agujero en un nudo de la madera.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Marino.

—¡Vaya, esto es interesante! —murmuró Vander, quien rara vez se entusiasmaba con nada—. Hay algo al otro lado.

—¿Al otro lado de dónde? —Marino se colocó junto a él y alzó la mirada con aire ceñudo—. Yo no veo nada.

—Sí, sí. Hay algo —insistió Vander—. Y alguien tocó esa zona del panel con unos dedos que tenían alguna clase de residuos.

—¿Drogas? —apunté.

—Desde luego, podría ser alguna droga.

Todos contemplamos el panel de madera, que tenía un aspecto muy normal cuando no lo iluminaba la Luma-Lite. Pero cuando acerqué una silla y me subí a ella, vi a qué se refería Vander. El pequeño agujero del centro del nudo era perfectamente circular. Había sido abierto con un taladro. Al otro lado de la pared estaba el estudio del comisario, que acabábamos de inspeccionar.

—Resulta extraño —dijo Marino cuando los dos salimos del dormitorio.

Vander, que no era amante de la aventura, reanudó lo que estaba haciendo, mientras que Marino y yo nos encaminamos al estudio y nos acercamos a la pared donde debía estar el agujero. El lugar lo ocupaba un mueble que contenía un equipo audiovisual y ya lo habíamos inspeccionado antes. Marino abrió de nuevo las puertas y extrajo el televisor. También apartó los libros de las estanterías situadas encima, sin ver nada.

—Vaya... —murmuró mientras estudiaba el mueble—. Esto está separado de la pared unos quince centímetros. Muy interesante...

—Sí. Movámoslo —propuse.

Lo apartamos un poco más y descubrimos, justo en línea con el agujero taladrado en la madera, una minúscula cámara de vídeo con una lente de gran angular. La cámara estaba posada en un estrecho estante y de ella salía un cable que llegaba hasta la base del mueble, desde donde podía ser activada por un control remoto que parecía pertenecer al televisor. Experimentamos un poco y descubrimos que la cámara era completamente invisible desde el dormitorio de Brown, a menos que uno pegara el ojo al agujero y la cámara estuviera conectada, con el piloto rojo encendido.

—Tal vez tomaba unas rayas de coca y decidió echar un polvo con alguien —apuntó Marino—. Y en algún momento se acercó a mirar por el agujero para asegurarse de que la cámara estaba en marcha.

—Tal vez —respondí—. ¿Podemos pasar deprisa la cinta?

—No quiero hacerlo aquí.

—Lo entiendo. De todos modos, la cámara es tan pequeña que no veríamos gran cosa.

—La llevaré a la división de Inteligencia tan pronto terminemos.

Quedaba poco que hacer en la escena del crimen. Como esperaba Marino, Vander encontró restos significativos en el armero, pero no había sangre en ningún otro lugar de la casa. Las viviendas contiguas a la propiedad del comisario Brown quedaban ocultas entre los árboles y los vecinos no habían visto ni oído la menor actividad durante la madrugada o las primeras horas del día.

—Podría dejarme junto a mi coche —dije a Marino cuando nos marchamos en el coche patrulla.

Me miró con suspicacia y me preguntó adonde iba.

—A Petersburg.

—¿Qué va a hacer allí?

—Tengo que hablar de botas con un amigo.

Había muchos camiones y muchas construcciones en aquel tramo de la I—95 Sur, que siempre había encontrado desolado. Incluso la factoría de Philip Morris, con su paquete de Merit del tamaño de una casa, me pareció opresiva, pues la fragancia del tabaco fresco me resultaba insufrible. Echaba de menos los cigarrillos desesperadamente, sobre todo conduciendo sin compañía en un día como aquél. Tensa y alterada, volvía constantemente los ojos hacia los retrovisores en busca de una furgoneta azul marino.

El viento barría árboles y ciénagas y arrastraba los copos de nieve. Ya en las cercanías de Fort Lee, empecé a ver barracones y almacenes donde una vez se habían construido parapetos con cadáveres durante la página más cruel de la historia del país. Al pensar en los cenagales de Virginia, en los bosques y en los muertos desaparecidos, aquella lejana guerra me pareció muy próxima. No pasaba año sin que tuviera que examinar huesos, botones viejos y balas cónicas enviados al laboratorio para su análisis. Así pues, había tocado las telas y los rostros de la antigua violencia y percibido la diferencia con lo que llegaba actualmente a mis manos. En mi opinión, el mal había imitado y alcanzaba hoy nuevas cotas extremas.

El museo de Intendencia del Ejército estaba situado en Fort Lee, en un edificio contiguo al Hospital Militar Kenner. Conduje despacio entre oficinas, aulas ubicadas en filas de remolques blancos y pelotones de hombres y mujeres jóvenes con indumentaria de camuflaje y de gimnasia. El edificio que buscaba era de ladrillo, con el techo azul y columnas y un escudo heráldico, en el que figuraban un águila y una llave y una espada cruzadas, justo a la izquierda de la puerta. Aparqué y entré en busca de John Gruber.

El museo era el desván del cuerpo de Intendencia, a su vez encargado de aprovisionar al ejército desde la guerra de la Independencia. Las tropas eran vestidas, alimentadas y albergadas por el cuerpo de Intendencia, que también había suministrado espuelas y sillas de montar a los soldados de Buffalo y megáfonos al general Patton para su Jeep. Yo conocía el museo porque Intendencia también tenía a su cargo la recogida, identificación y entierro de los militares fallecidos. Fort Lee poseía la única sección de Registro de Sepulturas del país y sus oficiales se turnaban en pasar por mi consulta con regularidad.

Dejé atrás las exposiciones de uniformes de campaña y de equipos de combate, así como una reproducción de una trinchera de la Segunda Guerra Mundial con sacos terreros y granadas. Me detuve ante los uniformes de la Guerra Civil, que sabía auténticos, y me pregunté si los desgarrones de la tela serían consecuencia del paso del tiempo o de la metralla. También me pregunté por los hombres que los habían llevado puestos.

—¿Doctora Scarpetta?

Me volví.

—Doctor Gruber —dije con voz cálida—. Estaba buscándole. Hábleme del silbato.

Señalé una vitrina llena de instrumentos musicales.

—Eso es un pífano de la guerra de Secesión —me explicó—. La música era muy importante. La utilizaban para anunciar la hora.

El doctor Gruber, conservador del museo, era un hombre ya mayor de cabellos canosos e hirsutos y facciones talladas en granito, amante de los pantalones anchos y de las corbatas de pajarita. El me consultaba cuando había alguna exposición relacionada con muertos en guerra y yo le visitaba cada vez que aparecía en un cadáver algún objeto militar inusual, pues era capaz de identificar de un vistazo casi cualquier cosa, hebilla, botón o bayoneta.

—Supongo que trae algo para que le eche una ojeada, ¿no? —dijo a continuación, señalando mi maletín con un gesto de cabeza.

—En efecto. Las fotos de que le hablé por teléfono.

—Vamos al despacho. A menos que quiera volver a ver la sala, claro. —Sonrió como un abuelo tímido que hablara con su meta—. Tenemos una exposición muy completa sobre la Tormenta del Desierto. Y el uniforme de campaña del general Eisenhower. No creo que lo tuviéramos en su última visita.

—Doctor Gruber, por favor, dejémoslo para la próxima vez.

No estaba para fingimientos o excusas. Mi expresión le mostraba cómo me sentía.

Me dio unas palmaditas en el hombro y me guió hasta una puerta trasera que nos condujo, fuera del museo, a una zona de carga donde estaba aparcado un viejo remolque pintado de color verde oliva.

—Perteneció a Eisenhower —comentó Gruber mientras caminábamos—. Vivió ahí en ocasiones y no estaba del todo mal, salvo en las visitas de Churchill. Puede imaginárselo: esos habanos...

Cruzamos una calle estrecha. El viento impulsaba la nieve con más fuerza. Empezaron a llorarme los ojos mientras evocaba de nuevo el pífano de la vitrina y pensaba en la mujer a la que habíamos llamado Jane. Me pregunté si Gault habría estado allí alguna vez. Al parecer, le gustaban los museos; sobre todo, aquellos que exhibían artilugios violentos. Seguimos una acera hasta un pequeño edificio beige en el que ya había estado antes. Durante la Segunda Guerra Mundial había sido una estación de aprovisionamiento del ejército. Ahora era el almacén de los archivos de Intendencia.

El doctor Gruber abrió una puerta y entramos en una sala repleta de mesas y de maniquíes que lucían uniformes de tiempos remotos. Las mesas estaban cubiertas con la documentación necesaria para la catalogación de las adquisiciones. Al fondo había una gran zona de almacenaje sin calefacción, cuyos pasillos estaban flanqueados por grandes armarios que contenían ropa, paracaídas, equipos de campaña, gafas protectoras y demás. Lo que buscábamos estaba en unas grandes cajas de madera, junto a una de las paredes.

—¿Me deja ver lo que ha traído? —me pidió Gruber al tiempo que encendía más luces—. Lamento lo de la temperatura, pero tenemos que mantener fresco el local.

Abrí el maletín y saqué un sobre, del cual extraje varias fotos en blanco y negro, tamaño veinte por veinticinco, de las huellas de pisadas encontradas en Central Park. Sobre todo, me interesaban las que creíamos que había dejado Gault. Enseñé las fotografías al doctor Gruber y éste las acercó a una luz.

—Sé que son bastante difíciles de ver porque están marcadas en la nieve —comenté—. Ojalá hubiera un poco más de sombra para aumentar el contraste.

—Así está muy bien —respondió—. Dan una idea bastante aproximada. Decididamente, se trata de material militar. Y lo que me fascina es el logotipo.

Me indicó una zona circular en el tacón que tenía un apéndice en un lado.

—Además, fíjese en esta zona de rombos sobresalientes, aquí abajo, con dos agujeros, ¿los ve? —El doctor Gruber los señaló—. Podrían ser relieves en las suelas que facilitaran trepar a los árboles. El diseño me resulta muy familiar —añadió, al tiempo que me devolvía las fotos.

Se acercó a un armario y abrió las puertas, dejando a lavista filas de botas militares dispuestas en estantes. De una en una, fue levantándolas para mirar las suelas. Después, pasó al armario contiguo, abrió las puertas y continuó. Finalmente, del fondo del mueble sacó una bota con caña de lona verde, refuerzos de cuero marrones y dos tiras del mismo material y color con hebillas en la parte superior. La volvió boca abajo y me pidió si podía ver las fotos otra vez.

Aproximé las fotografías a la bota. Ésta tenía una suela de caucho negro con diversos dibujos: de claveteado, de puntadas, de surcos ondulados y de gravilla. En la puntera había una gran zona ovalada con huellas en forma de rombo y los agujeros que tan claramente se veían en las fotos. En el tacón había una corona con una cinta que parecía encajar con el apéndice apenas visible en la nieve y con la marca que Davila tenía en el costado de la cabeza, donde creíamos que Gault le había descargado la patada.

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