Todas las criaturas de la noche se reúnen en el barrio de los Hollows para esconderse, merodear, divertirse… y alimentarse. Los vampiros son los amos de la noche en un mundo en el que impera la ley del más fuerte, plagado de peligros inimaginables, y el trabajo de Rachel Morgan es precisamente mantener a raya ese mundo. Cazarecompensas y bruja con un indiscutible atractivo sexual y un fuerte carácter, Rachel los atrapa vivos, muertos… o no-muertos. Kim Harrison es una de las autoras imprescindibles de romance paranormal, y se sitúa entre las que más libros venden en los Estados Unidos. Sus relatos han sido publicados junto con los de algunas de las mejores del género: Meg Cabot y Stephenie Meyer.
Kim Harrison
Bruja mala nunca muere
ePUB v1.0
zxcvb6610.07.12
Título original:
Dead Witch Walking
Kim Harrison, Abril 2004.
Traducción: Elena Castillo Maqueda
Editor original: zxcvb66 (v1.0)
ePub base v2.0
Para el hombre que dijo que le gustaba mi sombrero.
Estaba de pie en la penumbra de la desierta entrada de una tienda frente al bar Sangre y Brebajes, intentando disimular mientras me recolocaba los pantalones de cuero en su sitio. Esto es patético, pensé observando la calle vacía por la lluvia.
Soy demasiado buena para esto
.
Detener a brujas sin licencia o practicantes de magia negra estaba dentro de mi línea de trabajo habitual, ya que solo una bruja puede cazar a otra. Pero las calles estaban más tranquilas de lo normal esta semana. Todo el que podía se había ido a la Costa Oeste para la convención anual, dejándome con esta joya de encargo. Se trataba de una simple detención. Era sencillamente mala suerte que aún estuviera aquí en la oscuridad bajo la lluvia.
—¿A quién quiero engañar? —susurré, subiéndome en el hombro la correa de mi bolso. En un mes no me habían mandado seguir ni a una sola bruja, sin licencia, blanca, negra ni de ninguna clase. Detener al hijo del alcalde por transformarse cuando no había luna llena no había sido muy buena idea.
Un coche elegante apareció por la esquina. Parecía negro bajo las farolas de mercurio de la calle. Era la tercera vez que daba la vuelta a la manzana. Una mueca se dibujó en mi cara cuando pasó más despacio frente a mí.
—¡Joder! —dije por lo bajo—. Necesito un portal más oscuro.
—Se cree que eres una puta, Rachel —se rió en mi oído mi ayudante—. Te dije que el top de cuello era chabacano.
—Jenks, ¿no te ha dicho nunca nadie que hueles como un murciélago borracho? —mascullé casi sin mover los labios. Mi ayudante estaba esta noche inquietantemente cerca, de hecho se había colgado de mi pendiente. Era grande y largo; me refiero al pendiente, no al pixie. Jenks se había revelado como un mocoso pretencioso con malos modos y un carácter a juego. Pero sabía de qué lado del jardín provenía su néctar y además parecía que un pixie era lo mejor que me dejaban sacar desde lo del incidente con la rana. Yo habría jurado que las hadas eran demasiado grandes para caber dentro de la boca de una rana.
Me acerqué al bordillo mientras el coche se detenía con un chirrido sobre el asfalto mojado. Sonó el motor del elevalunas eléctrico al bajarse el cristal tintado y me incliné, mostrando con una amplia sonrisa mi identificación oficial. La lasciva mirada del señor Cejijunto se esfumó y su cara se quedó pálida. El coche volvió a acelerar con un ligero rechinar de neumáticos.
—Pardillo —dije con desdén—. No, pensé de pronto. Era un normal, un humano. Aunque fuesen acertados, los términos «pardillo», «becario», «canijo», «mascota» y mi favorito, «tentempié», eran políticamente incorrectos. Aunque si se dedicaba a recoger gente solitaria en los Hollows, bien podría llamarlo directamente fiambre.
El coche ni siquiera se detuvo en el semáforo en rojo. Me giré hacia los silbidos de las putas que había echado de su sitio hacia el anochecer. No estaban muy contentas paseando descaradamente frente a mí. Les hice un gesto con la mano y la más alta se giró para mostrarme su diminuto trasero retocado con algún hechizo. La furcia y su corpulento «amigo» hablaban muy alto e intentaban esconder el pitillo que se pasaban entre ellos. No olía a tabaco normal, pero no era asunto mío, al menos esta noche, pensé volviendo a mi penumbra.
Me apoyé en la fría piedra del edificio. Mi vista se detuvo en las luces rojas de un coche que frenaba. Frunciendo el ceño, me observé a mí misma. Era alta para la media femenina (algo más de un metro setenta), pero ni de lejos tenía las piernas tan largas como la furcia del siguiente hueco sin luz. Ni tampoco llevaba tanto maquillaje como ella. Siendo estrecha de caderas y con el pecho casi plano, no era precisamente buen material para hacer la calle. Antes de conocer las tiendas de los leprechaun compraba en la sección de «Tu primer sujetador» y allí era complicado encontrar algo sin corazones o unicornios.
Mis ancestros habían emigrado a los EE. UU. hacia 1800. Curiosamente, a lo largo de las generaciones, todas las mujeres lograron mantener el inconfundible pelo rojo y los ojos verdes de nuestra patria: Irlanda. Mis pecas, sin embargo, quedaban escondidas bajo un hechizo que me regaló mi padre cuando cumplí los trece. Me hizo un anillo para el meñique con el diminuto amuleto. Nunca salgo de casa sin él.
Se me escapó un suspiro mientras volvía a colocarme el bolso en el hombro. Los pantalones de cuero, los botines rojos y el top de cuello no diferían mucho de lo que solía ponerme los viernes para fastidiar a mis jefes, pero para estar en una esquina de noche…
—Mierda —le dije entre dientes a Jenks—. Parezco una puta.
Su única respuesta fue un bufido. Me controlé para no reaccionar y volví la vista hacia el bar. Llovía demasiado para los juerguistas y aparte de mi colega y de las «señoras» de más abajo, la calle estaba vacía. Llevaba esperando casi una hora sin ver ni rastro de mi objetivo. Podía entrar y esperar allí; además, si estuviese dentro parecería más que buscaba en lugar de que ofrecía.
Respirando hondo para reunir el aplomo suficiente, me solté del moño unos mechones de rizos, que me llegaban hasta el hombro, me paré un momento para colocármelos hábilmente enmarcándome el rostro y finalmente escupí el chicle. Al caminar, el taconeo de mis botines contrastaba con el repiqueteo de las esposas que llevaba enganchadas en la cadera mientras atravesaba la calle húmeda para entrar en el bar. Los aros de acero parecían un adorno hortera, pero eran esposas auténticas y las usaba a menudo. Me estremecí. No me sorprendía nada que el señor Cejijunto se hubiera parado. Las uso en mi trabajo, pero no precisamente en el tipo de trabajo en el que él estaría pensando.
Y a pesar de todo me habían enviado a los Hollows en una noche lluviosa para atrapar a un leprechaun por evasión de impuestos, ¿se podía caer más bajo?, me preguntaba. Debía de ser por fichar a aquel perro lazarillo la semana anterior. ¿Cómo iba yo a saber que no era un hombre lobo? Coincidía con la descripción que me habían dado.
Mientras me sacudía el agua, parada en el vestíbulo, eché una ojeada a la habitual parafernalia irlandesa del bar: gaitas colgadas de las paredes, carteles de cerveza verdes, asientos de plástico negro y un pequeño escenario en el que un aspirante a estrella afinaba su dulzaina y su gaita entre una torre de amplificadores. Había un tufillo a azufre de contrabando. Mis instintos depredadores se despertaron. El olor era de hacía tres días, demasiado viejo como para rastrearlo. Si pillaba al proveedor saldría de la lista negra de mi jefe. Quizá incluso me diera algo a la altura de mi talento.
—¡Oye! —gruñó una voz grave—. ¿Eres la sustituta de Tobby?
Olvidándome del azufre cerré los ojos un instante y me giré, topándome a la altura de los ojos con una camiseta verde chillón. Mi mirada recorrió el pecho de un hombre enorme como un oso. Parecía el gorila del local. El nombre de su camiseta rezaba Cliff
[1]
. Le pegaba.
—¿Quién? —contesté con un ronroneo, secándome la lluvia de lo que yo generosamente llamo escote con el borde de su camiseta. No le impresioné en absoluto, era deprimente.
—Tobby, la fulana asignada por el estado, ¿es que ya no va a venir más?
Desde mi pendiente me llegó una vocecita que canturreaba:
—Te lo dije.
La sonrisa se me hacía más forzada.
—No tengo ni idea —contesté apretando los dientes—, yo no soy ninguna fulana.
El hombre volvió a gruñir, mirándome de arriba abajo. Rebusqué en mi bolso y le enseñé mi identificación oficial. Cualquiera que viese la escena pensaría que me estaba pidiendo el carné. Con los hechizos para ocultar la edad que había ahora era obligatorio; como también lo era el amuleto antihechizos que llevaba, alrededor del cuello, que se iluminó con un rojo pálido en respuesta a mi anillo del meñique. No me iba a realizar una inspección completa por eso. Por lo mismo ninguno de los amuletos que llevaba en el bolso estaba invocado. Tampoco es que los fuese a necesitar hoy.
—Seguridad del Inframundo —dije cuando cogía mi tarjeta—. Estoy aquí para encontrar a alguien, no para molestar a la clientela habitual. Por eso voy… disfrazada.
—Rachel Morgan —leyó en voz alta, cubriendo casi por completo la tarjeta plastificada con sus gruesos dedos—. Cazarrecompensas de la Seguridad del Inframundo, ¿eres una cazarrecompensas de la si? —Miraba una y otra vez la tarjeta y a mí frunciendo sus gruesos labios en una mueca—. ¿Qué te pasó en el pelo?, ¿te lo peinaste con un soplete?
Apreté los labios. La foto era de hace tres años y no fue con un soplete. Fue una broma, una iniciación informal en mi puesto de cazarrecompensas. Muy divertido.
El pixie saltó desde mi pendiente, haciendo que se columpiase con el impulso.
—Yo que tú tendría más cuidado con lo que dices —amenazó señalándome con la cabeza y mirando mi identificación—. El último merluzo que se rió de su foto pasó la noche en urgencias con una sombrilla de cóctel encajada en la nariz.
Ahí ya me calenté.
—¿Cómo lo sabes? —dije recuperando de un manotazo mi identificación y guardándola.
—Todo el mundo en asignaciones lo sabe. —El pixie se rió alegremente—. Y lo de intentar cazar a aquel hombre lobo con un hechizo de picores para luego perderlo en el tigre.
—Prueba tú a pillar a un lobo casi con luna llena sin que te muerda —dije en mi defensa—. No es tan fácil como parece. Tuve que usar una poción. Esas cosas son caras.
—¿Y luego depilaste a toda la gente de un autobús? —Sus alas de libélula se volvieron rojas por la risa y batían con rapidez. Vestido de seda negra y con un pañuelo rojo parecía una miniatura de Peter Pan haciéndose pasar por un miembro de una banda callejera. Diez centímetros rubios, irritantes y con mal genio.
—Aquello no fue culpa mía —dije—, el conductor pilló un bache —fruncí el ceño. Además alguien me había cambiado los hechizos. Yo intentaba atarle las patas y terminé depilando al conductor y a los que se sentaban en las tres primeras filas. Al menos logré mi objetivo, aunque malgasté mi paga entera en taxis durante las siguientes tres semanas hasta que el autobús quiso recogerme de nuevo.
—¿Y lo de la rana? —Jenks volvió a dar un salto hacia atrás antes de que el portero le diese un capirotazo—. Yo soy el único que se ha atrevido a venir contigo esta noche y me van a pagar un plus de peligrosidad. —El pixie se elevó varios centímetros en un gesto de orgullo.