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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (26 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—¿Qué me puede decir de esa bota? —pregunté.

Gruber la sostenía en sus manos y le daba vueltas, examinándola.

—Es de la Segunda Guerra Mundial y fue probada precisamente aquí, en Fort Lee. En estas instalaciones se desarrollaron y probaron muchos diseños de suelas.

—Ha pasado mucho tiempo desde la Segunda Guerra Mundial —señalé—. ¿Cómo podría alguien tener unas botas de ésas, hoy día? ¿Es posible, siquiera, que alguien las lleve en la actualidad?

—Desde luego que sí. Este calzado dura toda la vida. Se puede encontrar en cualquier tienda de excedentes militares. O podría haber pertenecido a alguien de la familia.

Devolvió la bota al atestado armario donde, sospeché, volvería a quedar en un larguísimo olvido. Cuando salimos del edificio y el doctor Gruber cerró la puerta, me detuve en una acera cubierta de nieve. Alcé la vista al cielo gris plomizo y contemplé el tráfico lento de las calles. Los coches llevaban encendidos los faros y el día era tranquilo. Ahora sabía qué clase de botas llevaba Gault, pero no estaba segura de que esto importara.

—¿Puedo invitarla a café, querida? —dijo el doctor. Sufrió un ligero resbalón y le cogí por el brazo—. ¡Oh, vaya!, esto va a ponerse mal otra vez —comentó—. Han predicho que caerán quince centímetros.

—Tengo que volver al depósito —le dije, apretándole el brazo con el mío—. No sé cómo darle las gracias... —Gruber me palmeó afectuosamente la mano—. Quiero describirle a un hombre y preguntarle si recuerda haberle visto aquí en alguna ocasión.

El doctor me escuchó mientras describía a Gault y sus muchos colores de cabello. Mencioné sus facciones angulosas y sus ojos, de un azul tan pálido como los de un perro malamute. Asimismo, su extraña indumentaria y la creciente evidencia de que le gustaban la ropa militar o los diseños que la sugerían, como las botas o el largo abrigo de cuero negro que le habían visto llevar en Nueva York.

—Bueno, a veces tenemos tipos así, ya sabe —respondió mientras abría la puerta trasera del museo—. Pero me temo que...

Sobre la casa móvil de Eisenhower, la nieve se helaba. Sentí las manos y los cabellos mojados y los pies muy fríos.

—¿Sería mucho pedir que me consulte un nombre en los archivos? —le pregunté—. Me gustaría saber si un tal Peyton Gault perteneció alguna vez al cuerpo de Intendencia.

El doctor Gruber titubeó.

—Cree que estuvo en el ejército, ¿no es eso?

—No creo nada. Pero sospecho que tiene edad suficiente como para haber servido en la Segunda Guerra Mundial. Sólo puedo aportarle un dato más: ese hombre vivió en Albany, Georgia, en una plantación de pacanas.

—No se pueden consultar los registros a menos que se trate de un pariente o se tenga un poder legal. Tendría que obtenerlo en Saint Louis. Y lamento decirle que los registros de la A a la J quedaron destruidos en un incendio a principios de los ochenta.

—Magnífico —musité con desánimo. '

Gruber titubeó de nuevo:

—Pero aquí, en el museo, tenemos nuestra propia lista informatizada de veteranos. —Percibí un hálito de esperanza—. Los veteranos que desean consultar su expediente pueden hacerlo a cambio de una donación de veinte dólares.

—¿Y si alguien quiere consultar el expediente de otro?

—No se puede.

—Doctor Gruber... —Me eché hacia atrás los mojados cabellos—. Por favor. Hablamos de un hombre que ha matado alevosamente a nueve personas, por lo menos. Matará a muchas más si no lo detenemos.

El contempló la nieve que caía.

—¿Por qué demonios tenemos esta conversación aquí fuera, querida? —dijo—. Vamos a pillar una pulmonía. Supongo que Peyton Gault es el padre de ese horrible individuo.

Le di un beso en la mejilla.

—Tiene usted el número de mi buscapersonas —le dije, y me encaminé hacia el coche.

Mientras conducía bajo una ventisca, la radio no dejaba de hablar de los asesinatos del depósito de cadáveres. Cuando llegué al despacho, encontré un cerco de furgonetas de televisión y equipos de reporteros en torno al edificio e intenté tomar una decisión. Tenía que entrar.

—¡Al carajo! —mascullé, y giré hacia el aparcamiento.

Al instante, mientras me apeaba del Mercedes negro, una bandada de periodistas corrió hacia mí. Avancé con determinación entre los flashes de las cámaras, con la mirada fija al frente. Desde todos los ángulos aparecían micrófonos y la gente gritaba mi nombre. Me apresuré a abrir la puerta trasera del edificio y volví a cerrarla a mi espalda.

Me encontré a solas en el recinto de llegada de ambulancias, silencioso y vacío, y caí en la cuenta de que probablemente todo el personal se habría marchado a casa debido al mal tiempo.

Como sospechaba, la sala de autopsias estaba cerrada y, cuando tomé el ascensor y llegué arriba, los despachos de mis ayudantes estaban vacíos y los empleados y recepcionistas se habían ido. Me encontraba completamente sola en la segunda planta y empecé a asustarme. Cuando entré en mi despacho y vi el nombre de CAIN en letras rojas goteantes en la pantalla del ordenador, me sentí aún peor.

—Muy bien —me dije en voz alta—. En este momento no hay nadie por aquí. No hay motivo para tener miedo.

Me senté tras la mesa y coloqué el 38 al alcance de la mano.

—Lo que sucedió antes ya es pasado —seguí diciéndome—. Debo dominarme. Estoy al borde de un ataque cardíaco.

Tomé aire otra vez con una profunda inspiración. No podía creer que estuviera hablando conmigo misma. No era propio de mí, y la cuestión me inquietó también cuando empecé a dictar los resultados de las autopsias de la mañana. Los corazones, hígados y pulmones de los policías muertos eran normales. Las arterias eran normales. Los huesos y los cerebros y las constituciones eran normales.

—Dentro de los límites normales —dije al magnetófono—. Dentro de los límites normales.

Lo repetí una y otra vez. Lo único anormal era lo que les habían hecho, porque Gault no era normal. Gault no tenía límites.

A las cinco menos cuarto llamé a la oficina de American Express y tuve la suerte de que Brent no se hubiera marchado ya.

—Debería salir pronto para casa —le dije—. Las carreteras se están poniendo mal.

—Tengo un Range Rover.

—La gente de Richmond no sabe conducir con nieve —insistí.

—Doctora Scarpetta, ¿en qué puedo servirla? —preguntó él.

Brent era un joven muy competente y en otras ocasiones me había ayudado en muchos problemas.

—Necesito un control especial de mi cuenta de American Express. ¿Puede hacerlo?

Brent titubeó.

—Quiero que me notifique cada transacción. Cuando se produzca, me refiero; no puedo esperar hasta que reciba el extracto.

—¿Hay algún problema?

—Sí —dije—, pero no puedo comentarlo con usted. Lo único que necesito que haga por mí en estos momentos es lo que acabo de pedirle.

—Espere.

Oí que pulsaba unas teclas.

—Muy bien. Tengo su número de cuenta. ¿Recuerda que la tarjeta caduca en febrero?

—Espero que para entonces ya no sea necesario seguir con esto.

—Hay muy pocos movimientos desde octubre —dijo Brent—. Casi ninguno, en realidad.

—Me interesan los más recientes.

—Hay cinco, desde el doce hasta el veintiuno de este mes. Un local de Nueva York llamado Scaletta. ¿Quiere las cantidades?

—¿Cuál es el promedio?

—Hum, el promedio es... Déjeme ver... Calculo que unos ochenta dólares por factura. ¿Qué es, un restaurante?

—Continúe.

—Los más recientes... —Hizo una pausa—. Los más recientes son de Richmond.

Se me aceleró el pulso.

—¿De qué fecha?

—Hay dos, del viernes veintidós.

Eso era dos días antes de que Marino y yo repartiéramos mantas a los pobres y el comisario Santa Claus matara a tiros a Anthony Jones. Pensar que Gault pudiera haber estado también en la ciudad me dejó conmocionada.

—Por favor, detálleme los movimientos de Richmond —dije a Brent a continuación.

—Doscientos cuarenta y tres dólares en una galería de Shockhoe Slip.

—¿Una galería? —repetí, perpleja—. ¿Una galería de arte, se refiere?

Shockhoe Slip estaba casi a la vuelta de la esquina de mi despacho. No podía creer que Gault hubiera tenido el atrevimiento de utilizar allí mi tarjeta. Muchos comerciantes me conocían.

—Sí, una galería de arte. —Me dio el nombre y la dirección.

—¿Puede decirme en qué consistió la compra?

Se produjo una pausa; luego, Brent preguntó:

—Doctora Scarpetta, ¿está segura de que no hay ningún problema en el que pueda ayudarla?

—Ya lo está haciendo. Me está ayudando mucho.

—Veamos. No, aquí no indica qué se compró. Lo siento. —A juzgar por su tono de voz, estaba más decepcionado que yo.

—¿Y el otro movimiento?

—Con USAir. Un billete de avión por quinientos catorce dólares. Un viaje de ida y vuelta de La Guardia a Richmond.

—¿Tenemos las fechas?

—Sólo de la transacción. Tendrá que pedir las fechas reales de ida y de vuelta a la compañía aérea. Tome nota del número de billete.

Le pedí que se pusiera en contacto conmigo inmediatamente si aparecían más movimientos en su ordenador. Eché un vistazo al reloj y busqué apresuradamente en la guía de teléfonos. Cuando marqué el número de la galería, el timbre sonó mucho rato hasta que me di por vencida.

Después llamé a USAir y les di el número de billete que Brent me había facilitado. Gault había salido de La Guardia a las siete de la mañana del viernes, 22 de diciembre. Había regresado en el vuelo de las 6,50 de la madrugada siguiente. Me quedé anonadada. Había pasado un día entero en Richmond. ¿Qué había hecho en este tiempo, además de visitar una galería de arte?

—¡Condenado! —murmuré mientras pensaba en las leyes de Nueva York. Me pregunté si Gault habría venido a Richmond a comprar un arma y llamé de nuevo a la compañía aérea.

—Disculpe —dije, y me identifiqué otra vez—. ¿Hablo con Rita?

—Sí.

—Acabo de llamarla. Soy la doctora Scarpetta.

—Sí, señora. ¿En qué puedo ayudarla?

—Ese billete del que hablábamos... ¿Puede decirme si se facturaron maletas?

—Espere un momento, por favor. —Escuché el rápido tecleo de Rita—. Sí, señora. En el vuelo de regreso a La Guardia se facturó una maleta.

—Pero en el vuelo de ida, no.

—No. En el vuelo de La Guardia a Richmond no se facturó equipaje.

Gault había cumplido condena en una prisión que tiempo atrás estaba ubicada en dicha ciudad. No había forma de saber a quién conocía, pero estaba segura de que, si quería comprar una Glock de nueve milímetros en Richmond, lo conseguiría. Los delincuentes de Nueva York solían acudir allí a comprar armas. Gault pudo colocar la pistola en la maleta que facturó y, la noche siguiente, disparar con ella contra nuestra Jane.

Esto sugería una premeditación que nunca habíamos previsto. Todos suponíamos que Jane era alguien a quien Gault había conocido casualmente y había decidido matar, como hiciera con sus otras víctimas.

Me preparé un tazón de té caliente e intenté tranquilizarme. En Seattle sólo era media tarde. Cogí de un estante el directorio de teléfonos de la Academia Nacional de Médicos Forenses y lo hojeé hasta encontrar el nombre y el número del forense jefe de Seattle.

—¿Doctor Menéndez? Soy la doctora Scarpetta, de Richmond —me presenté cuando Menéndez atendió la llamada.

—¡Ah! —exclamó el hombre, sorprendido—. ¿Cómo está usted? Felices Navidades.

—Gracias. Lamento molestarle pero necesito su ayuda.

El hombre titubeó:

—¿Le sucede algo? Parece muy nerviosa.

—Tengo una situación muy difícil. Un asesino en serie fuera de control. —Inspiré aire profundamente—. Uno de los casos ha tenido como víctima a una mujer joven, sin identificar, con numerosas restauraciones dentales con pan de oro.

—Eso que dice es muy curioso —comentó el doctor Menéndez en tono pensativo—. ¿Sabe usted que por ahí hay algunos dentistas que todavía trabajan con oro?

—Por eso le llamo. Tengo que hablar con alguien. Con quien presida su organización, tal vez.

—¿Quiere que haga algunas gestiones?

—Me atrevo a rogarle que compruebe si, por algún pequeño milagro, ese grupo de odontólogos está en alguna red de ordenadores. Parece ser una asociación pequeña e inusual. Tal vez estén conectados a través del correo electrónico o de una publicación o boletín. Quizás algo parecido a Prodigy. ¿Quién sabe? Pero tengo que encontrar la manera de establecer contacto con ellos inmediatamente.

—Ahora mismo pongo a trabajar en ello a varios de mis empleados. ¿Cuál es el mejor modo de comunicarme con usted? —preguntó mi colega.

Le di mis números y colgué. Pensé en Gault y la furgoneta azul desaparecida. Me pregunté de dónde habría sacado la bolsa en la que había metido al comisario Brown, y entonces caí en la cuenta. Siempre guardábamos una bolsa de reserva en cada furgoneta. De modo que primero había venido a robar el vehículo y luego había acudido a casa de Brown. Repasé otra vez la guía telefónica para ver si constaba el número particular del comisario, pero no lo encontré.

Descolgué el teléfono, marqué al número de consultas y pedí el número de Lamont Brown. El telefonista me lo facilitó y llamé para ver qué sucedía.

«En este momento no puedo atender la llamada porque estoy fuera, repartiendo regalos en mi trineo... —La voz del difunto comisario sonaba firme y saludable en el contestador—. ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! ¡Feliiices Pascuas!»

Apabullada, me levanté para ir a los lavabos, revólver en mano. Circulaba armada porque Gault había violado aquel lugar, en el que siempre hasta entonces me había sentido segura. Antes de salir al pasillo miré a izquierda y derecha. Los suelos grises mostraban una acumulación quizás excesiva de cera y las paredes eran de un blanco mate. Agucé el oído, pendiente de cualquier ruido. Él había entrado allí una vez. Podía volver a hacerlo.

El miedo me atenazó con fuerza y, cuando me lavé las manos en el lavabo, me temblaban visiblemente. Estaba empapada en sudor y mi respiración era entrecortada. Anduve con paso rápido hasta el otro extremo del corredor y eché un vistazo por una ventana. Vi mi coche cubierto de nieve y una sola furgoneta. La otra seguía desaparecida. Volví al despacho y continué dictando.

En alguna parte sonó un teléfono y me sobresalté. El crujido de mi propia silla me hizo dar un respingo. Cuando oí el ascensor al otro lado del pasillo, empuñé el revólver y me quedé sentada, muy quieta, pendiente de la puerta, mientras el corazón me latía aceleradamente. Escuché unas pisadas rápidas y firmes, más sonoras conforme se acercaban. Levanté el arma con ambas manos en la empuñadura.

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