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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (24 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Dejó la frase a medias.

—¿Qué impresión le dio? —insistí.

—Para mí que tal vez era homosexual.

—Marino —dije a éste—, vamos a dar un paseo.

Escoltamos a Evans hasta la puerta del edificio y esperamos a que hubiera doblado la esquina porque no queríamos que viese lo que hacíamos a continuación. Las dos furgonetas estaban aparcadas en sus lugares de costumbre, no lejos de mi Mercedes. Sin tocar la puerta ni el cristal, miré por la ventanilla del conductor de la más próxima a la entrada y observé claramente que el plástico de la columna de dirección había desaparecido y los cables estaban al aire.

—Le han hecho un puente —señalé.

Marino cogió el emisor-receptor y se lo acercó a la boca.

—Unidad 800.

—Ochocientas —llegó la respuesta.

—Comuníqueme con 711.

La emisora llamó al detective que había acompañado a Marino, cuyo número de unidad era 711. A continuación oí que Marino decía:

—Después preparen un diez veinticinco para sacarme de aquí.

—Entendido.

La siguiente petición del capitán fue una grúa. Había que investigar la furgoneta por si conservaba huellas en los tiradores de las puertas. Después, el vehículo iba a ser retirado y examinado minuciosamente, por dentro y por fuera.

Quince minutos más tarde el detective 711 aún no había aparecido por la puerta trasera.

—Es más estúpido que un saco de patatas —se lamentó Marino mientras rodeaba la furgoneta con el radioemisor en la mano—. Ese maldito holgazán. ¿Qué le habrá pasado, mierda? ¿Se habrá perdido en los servicios de caballeros?

Esperé en el asfalto, aterida de frío porque seguía con la indumentaria verde de quirófano y no llevaba abrigo. También yo di varias vueltas en torno a la furgoneta, impaciente por echar una ojeada a la parte trasera. Transcurrieron cinco minutos más y Marino hizo que el agente de la emisora llamara a los otros policías que estaban en el edificio. Estos respondieron de inmediato.

—¿Dónde está Jakes? —les preguntó Marino con un gruñido tan pronto cruzaron la puerta.

—Dijo que iba a echar un vistazo —contestó uno de los agentes.

—Hace veinte minutos que le llamé para que se presentara aquí fuera. Pensaba que estaba con alguno de ustedes.

—No, señor. No le hemos visto desde hace media hora, por lo menos.

De nuevo, Marino intentó comunicarse con el detective pero no obtuvo respuesta. En sus ojos había un destello de temor.

—Tal vez está en alguna parte del edificio desde la que no puede captarnos —sugirió el agente, al tiempo que alzaba la vista hacia las ventanas.

Su compañero empuñaba el arma y también miraba a su alrededor.

Marino pidió refuerzos por la radio. El personal ya empezaba a acceder al aparcamiento y a entrar en el edificio. Muchos de los científicos, cargados con sus maletines y arrebujados en sus abrigos para protegerse del tiempo frío y desapacible, pasaron sin prestarnos la menor atención. Al fin y al cabo, los coches de policía y sus conductores eran cosa habitual. Marino intentó una vez más establecer contacto por radio con el detective, pero éste seguía sin responder.

—¿Dónde le vieron ustedes? —preguntó a los agentes.

—Le vimos tomar el ascensor.

—¿Dónde?

—En la segunda planta.

Marino se volvió hacia mí.

—No puede haber subido, ¿verdad?

—No —respondí—. El ascensor necesita una llave de seguridad para subir a cualquier planta por encima de la segunda.

—Entonces, ¿bajó otra vez al depósito? —Marino se mostraba cada vez más agitado.

—Yo estuve allí unos minutos más tarde y no lo vi —apuntó uno de los agentes.

—El crematorio —indiqué—. Puede que haya bajado a ese nivel.

—Está bien. Ustedes busquen en el depósito —dijo Marino a los agentes—. Y no se separen. La doctora y yo echaremos un vistazo al crematorio.

En la zona de admisión de ambulancias, al lado del muelle de carga, había un viejo ascensor que conducía a un nivel inferior en el que, en otro tiempo, los cuerpos donados a la ciencia eran embalsamados, almacenados y, por último, una vez utilizados exhaustivamente por los estudiantes de medicina, incinerados. Era posible que Jakes hubiera entrado allí a mirar. Pulsé el botón para descender. El ascensor llegó de abajo entre muchos chirridos y gemidos. Agarré el tirador y abrí de un empujón las pesadas puertas, llenas de desconchados. Entramos;

—Maldita sea, esto no me gusta nada —dijo Marino.

Mientras descendíamos, soltó el cierre de la funda que llevaba al cinto. Ya tenía la pistola en la mano cuando el ascensor se detuvo con un bote y las puertas se abrieron frente a la zona que menos me agradaba del edificio. Aunque reconocía su importancia, aquel espacio sin ventanas y débilmente iluminado no era de mi gusto. Desde el traslado de la división de Anatomía a MCV, habíamos empezado a utilizar el incinerador para deshacernos de los desperdicios biológicos que entrañaban algún riesgo. Yo también empuñé el revólver.

—Quédese detrás de mí —murmuró Marino mientras lanzaba una mirada escrutadora a un lado y a otro.

La espaciosa sala estaba en silencio, salvo por el rugido del horno que se oía a través de una puerta situada en mitad de una pared. En silencio y sin movernos de donde estábamos, observamos unas camillas abandonadas, medio cubiertas por bolsas de guardar cadáveres, y unos barriles azules que en otro tiempo habían contenido el formol utilizado para llenar las cubas donde se almacenaban los cuerpos. Vi que los ojos de Marino se posaban en los raíles montados en el techo, en las recias cadenas y ganchos que habían servido para levantar las sólidas tapas de las cubas y los cuerpos guardados bajo ellas.

Noté su respiración acelerada y le vi sudar profusamente cuando se acercó a una sala de embalsamamiento y asomó la cabeza. Me quedé cerca de él mientras inspeccionaba los despachos abandonados. Me miró y se enjugó la frente con la manga.

—Debemos de estar a cincuenta grados —murmuró mientras cogía la radio del cinturón.

Me volví hacia él, sobresaltada.

—¿Qué sucede? —dijo al ver mi expresión.

—El horno no debería estar encendido. —Miré hacia la puerta cerrada del crematorio y di unos pasos hacia ella—. Que yo sepa, no tenemos desperdicios de los que deshacernos y va contra todas las normas que el horno funcione sin vigilancia.

Frente a la puerta, oíamos el infierno al otro lado. Puse la mano en el tirador. Estaba muy caliente.

Marino se situó delante de mí, movió el tirador y abrió la puerta con el pie. Sostenía la pistola con ambas manos, en posición de combate, como si el horno fuera un enemigo al que quizá tendría que disparar.

—¡Dios santo! —exclamó.

En el interior del crematorio las llamas asomaban por los resquicios en torno a la monstruosa puerta de hierro de la caldera, y el suelo de ésta estaba sembrado de fragmentos de hueso chamuscados y calcinados. Muy cerca había aparcada una camilla. Cogí una larga vara de hierro con un gancho en el extremo y pasé éste a través de un aro de la puerta de la caldera.

—Retírese —dije a Marino.

Nos golpeó una oleada de calor y el rugido que la acompañó sonó como una ventolera malévola. Tras aquella boca cuadrada se abría el infierno, ciertamente, y el cuerpo que ardía en el interior no llevaba mucho rato allí. La ropa se había incinerado, pero no las botas vaqueras de cuero. Estas humeaban en los pies del detective Jakes mientras las llamas le arrancaban la piel a lametazos e inhalaban sus cabellos. Cerré la puerta de golpe.

Salí a toda prisa y encontré unas toallas en la sala de embalsamamiento. Marino vomitaba en aquel momento junto a un montón de bidones metálicos. Tapándome la boca con las manos, contuve el aliento y volví al crematorio para cerrar la llave de paso del gas. Las llamas se apagaron de inmediato y salí corriendo del recinto. Mientras Marino seguía vomitando, le arrebaté su radio.

—¡Socorro! —chillé por el aparato—. ¡Socorro!

13

P
asé el resto de la mañana trabajando en dos casos de homicidio con los que no había contado. Mientras tanto, un equipo de asalto recorría el edificio. La policía buscaba la furgoneta azul con el puente, que había desaparecido en el intervalo en que todos buscábamos al detective Jakes.

Los rayos X revelaron que éste había muerto de un golpe que le había hundido el pecho. Tenía el esternón y varias costillas fracturados, con rotura de aorta, y una medición del monóxido de carbono pulmonar revelaba que ya no respiraba cuando le habían prendido fuego.

Al parecer, Gault había lanzado uno de sus golpes de karate, pero no sabíamos dónde se había producido la agresión. Tampoco dábamos con una teoría que explicara razonablemente cómo había podido una sola persona levantar el cuerpo y colocarlo en la camilla. Jakes pesaba noventa kilos y medía casi uno ochenta, y Temple Brooks Gault no era un hombre fornido.

—No veo cómo pudo hacerlo —dijo Marino.

—Yo tampoco —asentí.

—Tal vez le obligó a tumbarse en la camilla a punta de pistola.

—Si hubiera estado tumbado, Gault no podría haberle pegado una patada así.

—Tal vez le dio con la mano.

—Fue un golpe tremendo.

—Bien, es más probable que no estuviera solo —apuntó Marino tras una pausa.

—Eso me temo.

Era casi mediodía y nos dirigíamos a casa de Lamont Brown, el difunto «comisario Santa Claus», ubicada en el tranquilo barrio de Hampton Hills. La casa estaba en Cary Street, frente al Country Club de Virginia, que no habría aceptado como miembro al señor Brown.

—Supongo que a los comisarios les pagan mucho más que a mí —comentó Marino con ironía mientras aparcaba el coche patrulla.

—¿Es la primera vez que ve su casa? —pregunté.

—He pasado por delante cuando patrullaba por la zona, pero no he estado nunca dentro.

Hampton Hills era una combinación de mansiones lujosas y chalés modestos entre arboledas. La casa de ladrillo del comisario Brown tenía dos pisos y un tejado de pizarra, garaje y piscina. El Cadillac y el Porsche 911 todavía estaban aparcados en el camino particular, junto a varios vehículos policiales. Me fijé en el Porsche: era verde oscuro y antiguo, pero bien conservado.

—¿Cree que es posible...? —empecé a decirle a Marino.

—Es extraño —respondió.

—¿Recuerda la persecución de ayer? ¿Se fijó en la matrícula?

—No. Maldita sea...

—Pudo ser él... —añadí, pensando en el negro que nos había seguido en un Porsche la noche anterior.

—Carajo, no sé.

Marino se apeó del coche.

—¿Reconocería la furgoneta? —pregunté.

—Desde luego, si quería enterarse podía saber que era mía.

—Y si lo sabía quizás intentaba hostigarle —apunté mientras recorríamos una acera de losas—. Quizá se trató de eso, simplemente.

—No tengo ni idea.

—O tal vez sólo fue culpa de la pegatina racista del parachoques. Una coincidencia, ¿Qué más sabemos de él?

—Divorciado, con hijos mayores.

Un agente de Richmond con uniforme azul oscuro muy pulcro y atildado abrió la puerta y entramos en un vestíbulo recubierto de maderas nobles.

—¿Está Neils Vander? —pregunté.

—No ha llegado todavía. Arriba están los de Identificación —dijo el agente refiriéndose a la Unidad de Identificación del departamento de Policía, que era responsable de la recogida de pruebas e indicios.

—Quiero la fuente de luz alterna —declaré.

—Sí, señora.

Marino habló con tono áspero, pues había trabajado en Homicidios demasiado tiempo como para tener paciencia con las normas de otros.

—Necesitamos más respaldo. Cuando la prensa husmee el asunto, esto va a ser un infierno. Quiero más coches delante y que se acordone un perímetro amplio. Hay que poner la cinta de la barrera policial en la entrada del camino de la casa. No quiero a nadie en el camino: ni peatones, ni coches. Y la cinta debe rodear también el jardín trasero. Debe considerarse como escena del crimen toda esta jodida casa.

—Sí, señor, capitán. —El agente empuñó su radio.

La policía llevaba horas trabajando allí, aunque no le había ocupado mucho tiempo determinar que a Lamont Brown le habían disparado en la cama de la suite principal, en el piso de arriba. Seguí a Marino por una estrecha escalera cubierta con una alfombra china hecha a máquina y unas voces nos guiaron por el pasillo. Dos detectives se encontraban en un dormitorio de paredes recubiertas de pino nudoso teñido de oscuro. Las cortinas de la ventana y la ropa de cama recordaban un burdel. El comisario era amante del rojo oscuro y del dorado, de las borlas y del terciopelo, y de los espejos en el techo.

Marino miró a su alrededor sin hacer comentarios. Tiempo atrás ya se había formado un juicio sobre aquel hombre. Me acerqué más a la cama, tamaño extragrande.

—¿Han cambiado algo de lo que hay aquí? —pregunté a uno de los detectives. Me puse los guantes y Marino me imitó.

—En realidad, no. Lo hemos fotografiado todo y hemos mirado bajo las sábanas, pero lo que se ve es prácticamente lo que encontramos.

—¿Las puertas estaban cerradas cuando llegaron? —preguntó Marino.

—Sí. Tuvimos que romper el cristal de la trasera.

—Es decir, no había ningún signo de que se hubiera forzado la entrada de la manera que fuese.

—Ninguno. Hemos encontrado restos de coca en un espejo del salón, abajo. Pero podrían llevar allí algún tiempo.

—¿Qué más han descubierto?

—Un pañuelo de seda blanco con algo de sangre —dijo el detective, que vestía un traje de tweed y mascaba chicle—. Estaba justo ahí, en el suelo, a un metro de la cama. Y parece que el cordón de zapato utilizado para atar la bolsa de plástico en torno a la cabeza de Brown pertenecía a una zapatilla deportiva guardada ahí, en el vestidor. —Hizo una pausa—. He oído lo de Jakes.

—Es una verdadera desgracia —dijo Marino, que continuaba trastornado.

—¿No estaría vivo cuando...?

—No. Tenía el pecho aplastado.

El detective dejó de mascar.

—¿Han recuperado el arma? —pregunté mientras observaba la cama.

—No. Decididamente, no estamos ante un suicidio.

—Desde luego —añadió el otro detective—. Es un poco difícil que uno se suicide y luego se lleve a sí mismo al depósito.

La almohada estaba empapada de sangre marrón rojiza, coagulada y separada del suero en los bordes. La sangre había rebasado el costado del colchón pero no vi una sola gota en el suelo. Pensé en la herida de arma de fuego que Brown presentaba en la frente. Era un agujero de bala de medio centímetro, con el borde quemado, lacerado y escoriado. Al examinar el cadáver, había encontrado humo y hollín en la herida y pólvora quemada y sin quemar en el tejido cutáneo, en el hueso y en las meninges. El disparo se había efectuado a quemarropa y el cuerpo no presentaba otras lesiones que indicaran un gesto defensivo o la menor resistencia.

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