Read Una muerte sin nombre Online

Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (21 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
6.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Muy bien —gruñó Marino—. Ya me estoy hartando de esto.

Pisó enérgicamente el freno. El coche nos esquivó y pasó a nuestro lado con un largo e irritado alarido del claxon. Era un Porsche y al volante iba un negro.

—No llevará todavía esa pegatina con la bandera confederada en el parachoques, ¿verdad? —pregunté a Marino—. ¿Ésa que brilla cuando la iluminan los faros?

—Sí, la llevo.

Devolvió el arma a su funda.

—Tal vez debería pensar en quitarla.

El Porsche ya era un par de minúsculos pilotos posteriores en la lejanía. Recordé la amenaza del jefe Tucker de enviar a Marino al curso sobre diversidad cultural. No estaba segura de que sirviera de mucho hacerlo, aunque Marino asistiera al curso el resto de su vida.

—Mañana es martes —dijo—. Tengo que ir a la comisaría Central a ver si alguien se acuerda de que todavía trabajo para la ciudad.

—¿Qué hay del comisario Santa Claus?

—La vista preliminar está señalada para la próxima semana.

—Supongo que lo han metido entre rejas —apunté.

—No. Está en libertad bajo fianza. ¿Cuándo empieza usted a ejercer como jurado?

—El lunes.

—Quizá podría librarse de esa obligación.

—No puedo pedir tal cosa —repliqué—. Alguien convertiría la cuestión en un gran debate y, aunque no lo hiciera nadie, sería una demostración de hipocresía. Se supone que me importa la justicia.

—¿Cree que debería verme con Doris?

Ya estábamos en Richmond, y teníamos a la vista la silueta de los edificios del centro.

Observé el perfil de Marino, sus cabellos cada vez más escasos, sus orejas grandes y sus facciones marcadas y el modo en que sus manazas cubrían casi por entero el volante. Aquel hombre ya no recordaba cómo era su vida antes de tener esposa. Hacía tiempo que su relación matrimonial había dejado atrás la etapa del ardor sexual y se había trasladado a una órbita de estabilidad, segura pero aburrida. Para mí que se habían separado porque ambos tenían miedo de envejecer.

—Sí, creo que debería verse con ella —le respondí.

—Entonces, ¿debo ir a New Jersey?

—No. Fue Doris quien se marchó. Debería ser ella quien viniera.

11

W
indsor Farms estaba a oscuras cuando doblamos la esquina de Cary Street, y Marino no quiso que entrara en casa sola. Detuvo la furgoneta en el enladrillado camino particular y se quedó mirando la puerta del garaje, cerrada e iluminada por los faros.

—¿Tiene el mando automático para abrir? —preguntó.

—Está en el coche.

—¿Y de qué cono sirve, si el coche está en el garaje y la puerta cerrada?

—Si me hubiera dejado en la puerta principal, como le he pedido, podría haber entrado por allí —dije.

—No. Se le ha acabado caminar sola trechos largos y desprotegidos, doctora.

Lo dijo en tono muy autoritario, y yo sabía que, cuando se ponía de aquel modo, era inútil discutir. Le entregué las llaves.

—Entonces, entre usted y abra la puerta del garaje. Yo esperaré aquí.

Marino abrió la portezuela de su lado.

—Tengo un arma entre los asientos.

Deslizó la mano para enseñarme un fusil Benelli negro de calibre doce con un cargador de ocho balas. Me vino a la mente que Benelli, fabricante italiano de excelentes escopetas de caza, era también el apellido del permiso de conducir falso de Gault.

—El seguro está aquí —me indicó Marino—. Sólo tiene que quitarlo, cargar y disparar.

—¿Hay alguna revuelta popular inminente de la que no he sido informada?

Marino se apeó de la furgoneta y cerró las puertas con seguro. Abrí la ventanilla.

—Convendría que supiera usted el código de mi alarma contra ladrones —apunté.

—Ya lo conozco. —Echó a andar por la hierba helada—. Su fecha de nacimiento.

—¿Cómo lo ha adivinado?

—Es usted predecible —le oí decir antes de que desapareciera detrás de un seto.

Unos minutos más tarde empezó a levantarse la puerta del garaje y en el interior se encendió una luz, que iluminó las herramientas de jardín pulcramente alineadas en las paredes, una bicicleta que rara vez utilizaba, y el coche. Siempre que veía el Mercedes nuevo no podía evitar pensar en el que Lucy había destrozado.

El 500E que tenía antes era estilizado y rápido, con un motor diseñado en parte por Porsche. Ahora, yo prefería algo más grande y tenía un S500 negro que probablemente resistiría el impacto con un camión de cemento o incluso con todo un trailer. Marino se quedó cerca del coche y me miró como si deseara que me diera prisa. Hice sonar el claxon para recordarle que estaba encerrada en su furgoneta.

—¿Por qué todo el mundo intenta encerrarme dentro de su vehículo? —le dije cuando me dejó salir—. Esta mañana, un taxista; ahora, usted.

—Porque cuando anda suelta no está segura. Quiero echar un vistazo a su casa antes de marcharme.

—No es necesario.

—No se lo pido. La informo de que voy a inspeccionar —respondió.

—Muy bien. Usted mismo.

Entró en la casa detrás de mí. Pasé directamente a la sala de estar y encendí la chimenea de gas. Luego abrí la puerta principal y entré el correo y varios periódicos que uno de mis vecinos no había recogido. Para cualquiera que observara mi bella casa de ladrillos, resultaría evidente que había estado fuera por Navidad.

Cuando volví a la sala miré en torno para comprobar si había algo desordenado, aunque sólo fuera ligeramente. Me preguntaba si alguien habría pensado en introducirse en la casa, qué ojos se habrían posado en ella, qué oscuros pensamientos habrían envuelto el lugar donde yo vivía.

El barrio era uno de los más ricos de Richmond y, desde luego, había habido problemas en algunas ocasiones, sobre todo con gitanos, aunque éstos comparecían en las casas de día, cuando estaban presentes sus habitantes. A mí no me preocupaban porque nunca dejaba las puertas sin cerrar y la alarma estaba activada continuamente. A quien temía era a un criminal de una casta muy diferente; alguien que no estaba interesado en lo que yo poseía, sino en mí misma y en lo que era. En la casa guardaba muchas armas, en lugares donde pudiera echarles mano con facilidad.

Me senté en el sofá. Las sombras que creaban las llamas se movían sobre los cuadros colgados en las paredes. El mobiliario era europeo contemporáneo y, durante el día, la casa se llenaba de luz. Al inspeccionar el correo, descubrí un sobre rosa parecido a otros que había visto anteriormente. Tenía un tamaño corriente y el papel no era de buena calidad: la clase de papel y de sobre que se podían comprar en una tienda no especializada. Esta vez, el matasellos era de Charlottesville y la fecha, 23 de diciembre. Lo abrí con un cortapapeles. Como las otras, la nota estaba escrita a mano con tinta negra de estilográfica.

Querida doctora Scarpetta
:

¡Espero que tenga una Navidad muy especial!

CAIN

Con cuidado, dejé la nota sobre la mesilla de café. —Marino.

Gault había escrito la nota antes de asesinar a Jane. Pero el correo era lento. Yo acababa de recibirla.

—¡Marino!

Me puse en pie. Oí sus pasos, rápidos y sonoros, en la escalera. Entró en la sala como una exhalación, pistola en mano.

—¿Qué...? —exclamó jadeante, mientras miraba a un lado y otro—. ¿Está usted bien?

Señalé la nota. Su mirada se posó en el sobre rosa y el papel a juego.

—¿De quién es?

—Mírelo.

Se sentó a mi lado y, al instante, se levantó de nuevo.

—Primero voy a conectar la alarma otra vez.

—Buena idea.

Cuando regresó, volvió a sentarse.

—Déjeme un par de bolígrafos. Gracias.

Utilizó los bolígrafos para mantener desplegada la nota y leerla sin poner en peligro las huellas dactilares que yo no hubiera destruido ya.

—¿Es la primera vez que recibe una nota de éstas? —me preguntó.

—No.

Marino me lanzó una mirada acusadora:

—¿Y no ha dicho nada?

—No es la primera nota, pero es la primera que viene firmada «CAIN» —respondí.

—¿Cómo iban firmadas las otras?

—Sólo ha habido dos más con esos sobres rosa. Y no llevaban firma.

—¿Las ha guardado?

—No. No creí que fueran importantes. Tenían matasellos de Richmond y eran notas excéntricas, pero no alarmantes. Suelo recibir un correo bastante especial.

—¿Enviado a su casa?

—Normalmente, al despacho. Mi dirección particular no está en la guía.

—¡Mierda, doctora! —Marino se puso en pie y empezó a caminar por la sala—. ¿Y no la inquietó recibir notas así en su casa, que no consta en la guía?

—Desde luego, la situación de mi casa no es ningún secreto. Ya sabe cuántas veces hemos pedido a los medios de comunicación que no la filmen ni la fotografíen, pero lo hacen a pesar de todo.

—Cuénteme qué decían las otras notas.

—Eran cortas, como ésta. Una me preguntaba cómo estaba y si todavía trabajaba tanto. Me parece que la otra iba más en la línea de que me echaba de menos.

—¿Que la echaba de menos?

Hurgué en mi memoria.

—Algo así: «Ha pasado demasiado tiempo. Es imperioso que nos veamos.»

—Y está segura de que era la misma persona... —Volvió a clavar la mirada en el papel rosa de la mesilla.

—Eso creo. Evidentemente, Gault tiene mi dirección, como usted predijo.

—Es probable que haya explorado su guarida. —Dejó de deambular y me miró—. ¿Se da cuenta de lo que ello significa?

No respondí.

—Digo que Gault ha visto dónde vive. —Marino se pasó los dedos por los cabellos—. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? —insistió.

—Mañana por la mañana, lo primero que hay que hacer es llevar esto al laboratorio —apunté.

Pensé en las dos primeras notas. Si también eran de Gault, las había echado al correo en Richmond. Había estado en la ciudad.

—No puede quedarse aquí, doctora.

—Que analicen el sello. Si lo lamió para pegarlo, dejaría saliva adherida. Podemos utilizar la reacción en cadena de la polimerasa para conseguir el ADN.

—No puede quedarse aquí —repitió Marino.

—Claro que puedo.

—Le digo que no puede.

—Tengo que hacerlo, Marino —insistí con terquedad—. Aquí es donde vivo.

Pero él movía la cabeza:

—No. Ni hablar. O yo me instalo con usted.

Marino me caía bien pero no podía soportar la idea de tenerlo en casa. Lo imaginé limpiándose los zapatos en las alfombras orientales y dejando cercos en los muebles de madera de tejo y caoba. Seguro que miraría la lucha libre arrellanado delante del fuego y bebería Budweiser directamente de la lata.

—Llamaré a Benton ahora mismo —continuó—. Y él le dirá lo mismo que yo.

Se dirigió al teléfono.

—¡Marino! —le dije—. No meta a Benton en esto.

El capitán se acercó al fuego y, en lugar de llamar, tomó asiento en la piedra arenisca de la base de la chimenea. Apoyó la cabeza en las manos y, cuando alzó la vista hacia mí, su rostro reflejaba agotamiento.

—¿Sabe, doctora, cómo me sentiría si le sucediese algo?

—¿No muy bien...? —apunté, incómoda.

—Eso me mataría. Acabaría conmigo, lo juro.

—Se está poniendo sensiblero, capitán.

—No sé qué significa sensiblero. Lo que sí sé es que Gault tendrá que pasar por encima de mi cadáver, ¿me oye?

Me lanzó una intensa mirada y yo aparté la mía. Noté que la sangre afluía a mis mejillas.

—Usted es como todo el mundo —continuó—. La pueden matar como a cualquiera, ¿sabe? Como a Eddie, como a Susan, como a Jane, como a Jimmy Davila... Gault la tiene en su punto de mira, maldita sea. Y probablemente es el peor asesino de este jodido siglo. —Hizo una pausa y me observó—. ¿Oye lo que le digo?

Levanté la vista hasta sus ojos.

—Sí —respondí—. Le oigo. Oigo perfectamente lo que me dice.

—Y tiene que hacerlo por Lucy, también por Lucy. No debe venir más a visitarla aquí. Si a usted le sucede algo, ¿qué cree que le va a pasar a ella?

Cerré los ojos. Amaba aquella casa. Me había esforzado para tenerla. Había trabajado intensamente
e
intentado ser una buena profesional en mi campo. Pero se estaba cumpliendo la predicción de Wesley. Si quería protección, tendría que ser a costa de mi identidad y de todo lo que poseía.

—Entonces, ¿qué? ¿Debo trasladarme a otra parte y gastarme todos mis ahorros? ¿Abandonar todo esto sin más? —Hice un ademán que abarcaba la sala—. ¿Tengo que conceder a ese monstruo semejante poder?

—Y tampoco volverá a conducir su coche —continuó Marino, pensando en voz alta—. Tiene que cambiarlo. Puede utilizar mi furgoneta, si quiere.

—¡Ni hablar! —repliqué.

Marino se mostró dolido.

—Que le ofrezca mi furgoneta a alguien es una gran cosa. Nunca se la presto a nadie.

—No se trata de eso. Quiero seguir mi vida. Quiero tener la tranquilidad de que Lucy está segura. Quiero vivir en mi casa y conducir mi coche.

Él se levantó y me ofreció su pañuelo.

—No estoy llorando —le dije.

—Le falta poco.

—No es verdad.

—¿Quiere una copa? —me preguntó.

—Sí, whisky.

—Creo que yo tomaré un poco de bourbon.

—No puede. Tiene que conducir.

—No —replicó mientras se detenía detrás del mueble bar—. Voy a acampar en su sofá.

Cerca de medianoche, fui a por una almohada y ropa de cama y le ayudé a instalarse. Marino habría podido dormir en una habitación de invitados, pero quiso quedarse allí, con el fuego del hogar al mínimo.

Me retiré a mi dormitorio, en el piso de arriba, y leí hasta que no pude seguir enfocando la vista. Agradecía la presencia de Marino en la casa. No recordaba haber estado nunca tan asustada. Hasta entonces, Gault se había salido siempre con la suya; hasta entonces había alcanzado todos los perversos objetivos que se había propuesto. Si Gault deseaba verme muerta, yo sabía que no me libraría. Y si él decidía acabar con Lucy, también estaba segura de que lo conseguiría.

Esto último era lo que más me aterrorizaba. Había visto la obra de Gault. Sabía lo que hacía a sus víctimas. Podía bosquejar cada fragmento de hueso quebrado y cada zona de piel extirpada. Observé el negro metal de la pistola de nueve milímetros colocada en la mesilla de noche y me pregunté qué sería lo que haría yo. ¿Alcanzaría a empuñar el arma a tiempo? ¿Salvaría mi propia vida o la de otros? Mientras contemplaba mi dormitorio y el estudio anejo, comprendí que Marino tenía razón. No podía quedarme allí a solas.

BOOK: Una muerte sin nombre
6.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hawthorn by Jamie Cassidy
Maulever Hall by Jane Aiken Hodge
F Paul Wilson - Novel 05 by Mirage (v2.1)
Acapulco Nights by K. J. Gillenwater
Forever My Girl by McLaughlin, Heidi