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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (20 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—No tengo la más remota idea —respondí.

Como no se había podido demostrar que hubiera sido ella quien entró irregularmente en las instalaciones o que hubiera robado propiedades del FBI, había sido despedida pero no procesada. Carrie no había pasado un solo día encerrada.

Marino reflexionó unos instantes.

—En fin, no es de esa zorra de quien Lucy debe preocuparse, sino de él.

—Desde luego, quien me preocupa a mí es él —corroboré.

—¿Cree que Gault tiene ese sobre?

—Es lo que temo.

Noté una mano en mi hombro y me volví.

—¿Nos sentamos aquí o vamos a otra parte? —preguntó Lucy.

Se había cambiado de ropa y llevaba unos pantalones caqui y una camiseta de algodón con el logotipo del FBI bordado. Calzaba unas botas de montaña y lucía un recio cinturón de cuero. Lo único que le faltaba era una gorra y una pistola.

Marino estaba más interesado en Janet, que llenaba una camiseta de polo de un modo que resultaba cautivador.

—Bien, hablemos de lo que contenía ese sobre —me dijo, incapaz de apartar sus ojos del pecho de la muchacha.

—Aquí no.

La furgoneta de Marino era una gran Ford azul que él mantenía mucho más limpia que el coche policial. En ella había una radio de baterías, una pistolera y, salvo las colillas que llenaban el cenicero, no se apreciaba suciedad alguna. Me senté delante, donde los ambientadores suspendidos del espejo retrovisor aportaban a la oscuridad un potente aroma a pino.

—Dime exactamente qué había en el sobre —dijo Marino a Lucy, que iba detrás con su amiga.

—No puedo precisarlo exactamente. —Lucy se inclinó hacia delante y apoyó una mano en el respaldo de mi asiento.

La furgoneta dejó atrás la garita del centinela y cambió de marcha. El motor mostró sonoramente su interés por cobrar vida. Marino alzó la voz:

—Piensa.

Janet dijo algo a Lucy en voz baja y las dos conversaron unos instantes en murmullos. La estrecha carretera estaba oscura; los campos de tiro, inusualmente tranquilos. Yo no había montado nunca en la furgoneta de Marino y me pareció un símbolo descarado de su machismo.

Lucy se decidió a hablar:

—Había algunas cartas de la abuela, de tía Kay, y correo electrónico de Prodigy.

—De Carrie, quieres decir —apuntó Marino.

Lucy titubeó.

—Sí —asintió por fin.

—¿Qué más?

—Felicitaciones de cumpleaños.

—¿De quién?

—De los mismos de antes.

—¿Y de tu madre?

—No.

—¿Qué hay de tu padre?

—No tengo nada de él.

—Su padre murió cuando era muy pequeña —le recordé a Marino.

—Cuando escribió usted a Lucy, ¿puso remitente? —me preguntó él.

—Sí. Está impreso en mi papel de carta.

—¿Un apartado de correos?

—No. El correo personal lo recibo en casa. Todo lo demás va al despacho.

—¿Qué intenta usted averiguar? —preguntó Lucy con un asomo de enojo.

—Está bien —respondió Marino mientras conducía a través del oscuro paisaje—, repasemos lo que el ladrón conoce de ti hasta ahora. Sabe dónde estudias, dónde vive tu tía en Richmond y dónde vive tu abuela en Miami. Conoce tu cara y sabe cuándo naciste. También está al corriente de tu amistad con Carrie por ese asunto del correo electrónico. —Echó un breve vistazo por el espejo retrovisor—. Y eso es lo mínimo que ese sapo conoce de ti. No he leído las cartas y notas y no sé qué más habrá descubierto.

—De todos modos, ella conocía la mayor parte de esas cosas —afirmó Lucy con irritación.

—¿Ella? —preguntó Marino, sarcástico.

Lucy calló. Fue Janet quien le dijo en tono apaciguador:

—Vamos, tienes que sobreponerte. Tienes que olvidarlo.

—¿Qué más? —preguntó Marino a mi sobrina—. Intenta recordar el menor detalle. ¿Qué más había en el sobre?

—Unos cuantos autógrafos y unas monedas antiguas. Cosas de cuando era niña. Cosas que no tendrían valor para nadie más. Una concha que recogí en la playa una vez, cuando estuve allí con mi tía Kay, siendo muy pequeña. —Permaneció pensativa unos instantes—. El pasaporte. Y unas cuantas páginas que escribí en el instituto.

El dolor que expresaba su voz me encogió el corazón y deseé abrazarla, pero cuando Lucy estaba triste rechazaba a todo el mundo, se resistía.

—¿Por qué guardabas todo eso en el sobre? —preguntó Marino.

—Tenía que guardarlo en alguna parte. Eran mis cosas, ¿no? Si las dejaba en Miami, seguro que mi madre las tiraría a la basura.

—Eso que escribiste en el instituto... —intervine—. ¿De qué trataba, Lucy?

La furgoneta quedó en silencio, no se oían más rumores que los del propio vehículo. El ronroneo del motor aumentaba y disminuía con las aceleraciones y los cambios de marcha. Así llegamos a la pequeña población de Triangle. Los restaurantes de carretera estaban llenos de luces y sospeché que muchos de los coches aparcados delante iban conducidos por marines.

—Bueno, resulta un tanto irónico. Uno de los papeles era un ejercicio práctico sobre seguridad en UNIX. Mi interés se centraba sobre todo en las contraseñas; ya sabe, qué puede suceder si el usuario escoge una contraseña poco segura. De modo que hablaba de la subrutina de codificación en las bibliotecas que...

—¿Y de qué trataba el otro papel? —la interrumpió Marino—. ¿De cirugía cerebral?

—¿Cómo lo ha adivinado? —replicó ella con el mismo tono altanero.

—¿De qué trataba? —pregunté yo.

—De Wordsworth.

Cenamos en el Globe and Laurel y, al contemplar los manteles a cuadros escoceses, los motivos decorativos policiales y los picheles de cerveza colgados sobre la barra, pensé en mi vida. Mark y yo solíamos comer aquí antes de que, en Londres, estallara una bomba cuando él pasaba junto al artefacto. En otra época, yo había frecuentado el local con Wesley, pero luego empezamos a conocernos demasiado bien y ya no volvimos a aparecer en público casi nunca.

Todos tomamos sopa de cebolla a la francesa y filete. Janet permaneció taciturna como de costumbre y Marino no paró de mirarla y de hacer comentarios provocadores. Lucy estaba cada vez más furiosa con él y a mí también me sorprendió su comportamiento. Marino no era ningún estúpido. Sabía lo que hacía.

—Tía Kay —dijo Lucy—, quiero pasar el fin de semana contigo.

—¿En Richmond? —pregunté.

—Todavía vives allí, ¿no?

Lo dijo sin el menor asomo de sonrisa. Yo vacilé.

—Creo que debes quedarte donde estás ahora.

—No estoy en una cárcel. Puedo hacer lo que quiera.

—Claro que no estás en una cárcel —respondí con calma—. Déjame hablar con Benton, ¿de acuerdo?

Lucy no respondió.

—Bien, dime qué opinas de la Sig-nueve —decía Marino a los senos de Janet.

Ella le miró abiertamente a los ojos y respondió:

—Preferiría una Colt Python con cañón de seis pulgadas. ¿Usted no, capitán?

Durante la cena el ambiente siguió deteriorándose y el viaje de vuelta a la Academia transcurrió en un tenso silencio, salvo los incansables intentos de Marino para entablar diálogo con Janet. Cuando ella y Lucy se apearon de la furgoneta, me volví hacia él y estallé:

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué le ha dado?

—No sé de qué me habla.

—Ha estado detestable. Absolutamente detestable. Y sabe muy bien a qué me refiero.

Marino aceleró en la oscuridad de la avenida]. Edgar Hoover, en dirección a la interestatal, mientras buscaba un cigarrillo en el salpicadero.

—Seguro que Janet no quiere volver a verle nunca más —continué—. Yo no censuraría a Lucy si le evitara. Y es una lástima, porque se habían hecho amigos.

—Que le haya dado lecciones de tiro no significa que seamos amigos —respondió—. Por lo que a mí respecta, su sobrina sigue siendo la chiquilla malcriada de siempre. Y una sabihonda. Por no hablar de que no es mi tipo y que, desde luego, no entiendo cómo le permite hacer las cosas que hace.

—¿Qué cosas? —quise saber, cada vez más molesta con él.

—¿Ha salido alguna vez con un chico? ¿Ha salido una sola vez?

—Su vida privada no es de su incumbencia —repliqué—. Y no tiene que ver con la conducta de usted esta noche.

—Bobadas. Probablemente, si Carrie no hubiera sido la amiguita de Lucy, nadie se habría colado en las instalaciones y ahora no tendríamos a Gault infiltrado en el ordenador.

—Lo que dice es ridículo. No tiene el menor fundamento —repliqué—. Sospecho que Carrie habría completado su misión tanto si Lucy entraba en sus planes como si no.

—Escúcheme bien —Marino expulsó el humo hacia su ventanilla, ligeramente abierta—: los invertidos están llevando a la ruina el planeta.

—¡Que Dios nos ayude! —mascullé con disgusto—. Dice lo mismo que mi hermana.

—Creo que debería usted enviar a Lucy a algún sitio donde puedan ayudarla.

—¡Basta ya, Marino! Sus opiniones se basan en la ignorancia y son aborrecibles. Dígame una cosa, por favor: ¿por qué considera tan amenazador para usted que mi sobrina prefiera a las mujeres en lugar de a los hombres?

—¿Amenazador? ¡En absoluto! ¡Sencillamente, es antinatural! —Arrojó la colilla por la ventana, como un pequeño misil que la noche apagó—. Aunque, eso sí, no piense que no lo entiendo. Es un hecho conocido que muchas mujeres se lían entre ellas porque es lo mejor que pueden hacer.

—Ya —respondí—. Un hecho conocido. —Hice una pausa—. Entonces, dígame, ¿sería éste el caso de Lucy y Janet?

—Por eso recomiendo que alguien las ayude: porque aún hay esperanza. No tendrían problemas para intimar con hombres. Sobre todo Janet, con el cuerpo que luce. Si no estuviera tan liado, puede que yo mismo me animara a proponerle una cita.

—Déjelas en paz —insistí. Ya estaba harta de oírle—. Se está ganando su rechazo y su desprecio. Conseguirá quedar como un condenado estúpido. Las Janet del mundo no van a salir con usted.

—Ellas se lo pierden. Si pasaran por la experiencia adecuada, probablemente cambiarían de actitud. Para mí, lo que las mujeres hacen entre ellas es un sucedáneo. No tienen idea de lo que se pierden.

La noción de que Marino se considerase un experto en lo que necesitaba una mujer en la cama era tan absurda que me olvidé de sentirme molesta. Me eché a reír.

—Lucy me inspira un sentimiento de protección, ¿de acuerdo? —continuó él—. Me siento una especie de tío y el problema es que siempre se ha visto privada de una presencia masculina. Su padre murió, usted está divorciada, Lucy no tiene hermanos y su madre vive y duerme a copia de pastillas.

—En eso tiene razón —reconocí—. Ojalá Lucy hubiera recibido una influencia masculina positiva.

—Le garantizo que, de haberla tenido, no se habría vuelto bollera.

—No emplee esa palabra —le advertí—. Y, en realidad, no sabemos por qué la gente se vuelve como se vuelve.

—Entonces, dígamelo usted. —Se volvió a mirarme—. Explíqueme qué funcionó mal.

—En primer lugar, no acepto que algo funcionase mal. Es posible que la orientación sexual de una persona tenga un componente genético. O puede que no. Pero lo que cuenta es que no importa.

—De modo que le da igual, ¿no?

Reflexioné un momento antes de responder:

—No, no me da igual porque es una manera de vivir más dura.

—¿Y ya está? —insistió con tono escéptico—. ¿Quiere decir que no preferiría que Lucy estuviera con un hombre?

Titubeé de nuevo.

—Supongo que, a estas alturas, sólo deseo que esté con buenas personas.

Marino continuó conduciendo sin decir palabra. Por fin murmuró:

—Lamento lo de esta noche. Sé que he hecho el imbécil.

—Agradezco que se disculpe —dije yo.

—Bien, la verdad es que, en el terreno personal, las cosas no me van muy bien últimamente. Molly y yo nos entendíamos bastante bien hasta hace una semana, cuando llamó Doris.

La revelación no me sorprendió demasiado. Las ex esposas y las antiguas amantes siempre acaban por reaparecer.

—Parece que se enteró de lo de Molly porque Rocky le dijo algo. Ahora, de repente, quiere volver a casa. Quiere volver conmigo.

Cuando Doris se marchó, Marino quedó destrozado. Sin embargo, a aquellas alturas de mi vida tenía la creencia, algo cínica tal vez, de que las relaciones rotas no podían repararse y curarse como si fueran huesos. Él encendió otro cigarrillo mientras un camión se nos acercaba por detrás y nos pasaba a toda velocidad.

—A Molly no le ha gustado nada la perspectiva —continuó con dificultad—. La verdad es que desde entonces saltan chispas entre nosotros y ha sido un acierto que no hayamos pasado juntos las Navidades. También creo que ha empezado a pegármela. Ese sargento que conoció... Quién iba a imaginarlo. Yo mismo los presenté una noche en la Asociación Fraternal.

—Lo siento muchísimo. —Observé su expresión y creí que iba a echarse a llorar—. ¿Todavía quiere a Doris? —le pregunté con suavidad.

—No lo sé. ¡Demonios, no sé nada! Para mí, las mujeres podrían ser de otro planeta. Como esta noche, ¿sabe? Todo lo que hago está mal.

—No es verdad. Usted y yo somos amigos desde hace años. Algo debe de hacer bien...

—Usted es la única amiga que tengo —respondió—. Pero parece más bien un hombre.

—¡Vaya, gracias!

—Quiero decir que puedo hablar con usted como con un hombre. Y usted sabe lo que hace. No ha llegado donde está porque sea mujer. Maldita sea... —Marino miró por el retrovisor, entrecerró los párpados y movió el espejo para reducir los reflejos—. Ha llegado donde está a pesar de serlo.

Volvió a mirar por el espejo. Yo me giré. Un coche estaba tocando prácticamente nuestro parachoques y nos deslumbraba con las luces largas, íbamos a más de cien por hora.

—Qué raro —comenté—. Tiene mucho espacio para adelantarnos.

La Interestatal 95 llevaba poco tráfico. No había motivo para que alguien nos siguiera tan de cerca, y pensé en el accidente de Lucy el otoño anterior, cuando había estrellado mi Mercedes. En aquella ocasión alguien se había pegado también a su parachoques. El miedo me atenazó.

—¿Distingue qué clase de coche es? —pregunté a Marino.

—Parece un Z. Quizás un viejo 280, o algo así.

Se llevó la mano al interior de la chaqueta y desenfundó una pistola. Se colocó el arma en el regazo y continuó mirando los retrovisores. Volví la cabeza otra vez y observé la silueta oscura de una cabeza. Creí ver que se trataba de un hombre. El conductor nos miraba fijamente.

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