Read Una muerte sin nombre Online

Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (19 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
13.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Deberíamos ir a cenar —sugerí con suavidad a mi sobrina.

—En este momento no tengo hambre —fue su respuesta, mientras seguía tecleando órdenes.

—Lucy, no puedes dejar que esto absorba tu vida.

—¡Mira quién habla!

En eso, Lucy tenía razón.

—Se ha declarado la guerra —añadió—. Esto es una guerra.

—No se trata de Carrie —apunté, en referencia a la mujer que, según mis sospechas, había sido algo más que amiga de Lucy.

—No importa de quién se trate —replicó sin dejar de teclear.

Pero importaba. Carrie Grethen no asesinaba gente ni mutilaba los cuerpos de sus víctimas. Temple Gault, sí. Probé de nuevo:

—¿Echaste en falta algo más en tu mesa de trabajo, después del incidente?

Lucy dejó lo que estaba haciendo y me miró con un destello en los ojos.

—Sí, ya que quieres saberlo. Tenía un sobre grande de papel manila que no quería dejar en mi habitación de la universidad ni en la de aquí, porque las compañeras de cuarto y otras personas entran y salen sin parar. Era un asunto personal y me pareció más seguro guardarlo en el escritorio, aquí.

—¿Qué había en el sobre?

—Cartas, anotaciones y otras cosas. Algunas eran tuyas, como la carta con la foto y la tarjeta de crédito; la mayoría, de ella. —Lucy se sonrojó—. También había unas cuantas notas de la abuela.

—¿Cartas de Carrie? No lo entiendo. ¿Por qué había de escribirte? Las dos estabais aquí, en Quantico, y no os conocisteis hasta el otoño pasado.

—En cierto modo, sí nos conocíamos —respondió ella, y su rostro adquirió un tono aún más encendido.

—¿Cómo? —exclamé, perpleja.

—Nos conocimos a través de un tablón de anuncios informático, Prodigy, durante el verano. Guardé todas las copias impresas de las notas que enviamos.

Mi incredulidad fue en aumento.

—¿Intentaste deliberadamente arreglar las cosas de modo que pudierais estar juntas en el trabajo?

—Carrie ya estaba en vías de ser contratada por el FBI —contestó Lucy—. Me animó a intentar conseguir aquí una beca.

Mi silencio se hizo ominoso.

—¿Cómo iba a saber...? —añadió.

—Supongo que no podías —respondí—. Pero ella te tendió una trampa. Quería tenerte aquí, Lucy. Todo esto se urdió mucho antes de que os conocierais a través de Prodigy. Probablemente Carrie ya había conocido a Gault en esa tienda de artículos para espías del norte de Virginia y luego decidieron que ella se pusiera en contacto contigo.

Lucy desvió la mirada con gesto irritado. No dijo una palabra.

—¡Señor! —exclamé yo con un sonoro suspiro—. Y caíste en el engaño sin sospechar nada. —Aparté también la mirada y, casi mareada, añadí—: Y no fue sólo por lo buena que eres en tu trabajo. También fue por mi causa.

—No intentes convertir esto en culpa tuya. Detesto que lo hagas.

—Eres mi sobrina. Y Gault hace tiempo que lo sabe, probablemente.

—También soy bastante conocida en el mundo de los ordenadores —me replicó con una mirada desafiante—. Otras personas han oído hablar de mí en este mundo. No todo ha de suceder porque tú seas mi tía.

—¿Benton sabe cómo conociste a Carrie?

—Se lo conté hace mucho tiempo.

—¿Cómo es que no me has dicho nada?

Lucy rehuyó mi mirada.

—No quería hacerlo —afirmó—. Ya me siento suficientemente mal. Es un asunto personal. Tenía que quedar entre el señor Wesley y yo. Pero, ya que hablamos de ello, yo no hice nada malo.

—¿Quieres decir que ese sobre grande de papel manila desapareció después del incidente del intruso?

—Sí.

—¿Y quién querría robarlo?

—Ella —respondió Lucy con acritud—. Dentro había cosas que ella me había escrito.

—¿Ha intentado ponerse en contacto contigo desde entonces?

—No —respondió, como si odiara a Carrie Grethen.

—Ven —dije con el tono firme de una madre—. Vamos a buscar a Marino.

Este estaba en la cantina, donde yo pedí una Zima y él, otra cerveza. Lucy se marchó a buscar a Janet y ello nos dejó a Marino y a mí unos minutos para hablar.

—No sé cómo soporta ese brebaje —murmuró, dedicando una mirada de desdén a mi bebida.

—Yo tampoco sé cómo me sentará, porque es la primera vez que lo tomo.

Probé un sorbo. En realidad era muy agradable, y así se lo dije.

—Debería probarlo antes de juzgar —añadí.

—Yo no bebo cerveza de maricas. Y hay muchas cosas que no necesito probar para saber que no son para mí.

—Supongo que una de las principales diferencias entre nosotros, Marino, es que yo no tengo esa constante preocupación de que la gente pueda tomarme por homosexual.

—Pues hay gente que cree que lo es —fue su respuesta.

—¡Vaya! —exclamé, divertida—. En cambio, tenga la seguridad de que, de usted, nadie lo piensa. Lo único que la mayoría de la gente opina de usted es que es intolerante.

Marino bostezó sin cubrirse la boca. Estaba fumando y bebía una Budweiser directamente de la botella. Tenía unas marcadas ojeras y, aunque no había empezado aún a divulgar detalles íntimos de su relación con Molly, reconocí en él los síntomas de un hombre en celo. Había momentos en que parecía haber pasado semanas seguidas sin acostarse y haciendo ejercicios atléticos.

—¿Se encuentra bien? —le pregunté.

Dejó la botella en la mesa y miró a su alrededor. La cantina estaba llena de nuevos agentes y de veteranos que bebían cerveza y comían palomitas ante un televisor a todo volumen.

—Estoy rendido —respondió, pareciendo muy alterado.

—Le agradezco que haya venido a recogerme.

—De acuerdo, pero déme un codazo si empiezo a dormirme al volante. Aunque podría conducir usted. De todos modos, eso que bebe no debe de llevar una gota de alcohol.

—Lleva suficiente. No me apetece conducir y, si tan cansado está, quizá deberíamos quedarnos aquí.

Se levantó para pedir otra cerveza y lo seguí con la mirada. Aquella noche Marino iba a mostrarse difícil. Yo percibía sus frentes de borrasca mejor que cualquier meteorólogo.

—Tenemos un informe de laboratorio procedente de Nueva York que podría resultar interesante —anunció cuando volvió a sentarse—. Se refiere al cabello de Gault.

—¿El cabello que encontramos en la fuente?

—Sí. Pero no tengo esos detalles científicos que tanto le gustan, ¿está claro? Si los quiere saber, tendrá que llamar allí usted misma, pero lo fundamental es que han encontrado drogas en ese cabello. Dicen que, para que aparecieran en el cabello, el tipo tenía que abusar de la bebida y de la coca.

—¿Han encontrado etileno de coca? —apunté.

—Creo que ése era el nombre. Estaba en todo el cabello, desde la raíz hasta la punta, lo cual significa que lleva una temporada dándole a la botella y a los polvos.

—En realidad, no podemos estar seguros de cuánto tiempo lleva haciéndolo —puntualicé.

—El hombre con el que he hablado decía que la muestra de cabello correspondía a cinco meses de crecimiento —dijo Marino.

—Los análisis de presencia de drogas en los cabellos son objeto de controversia. No es seguro que ciertos resultados positivos por cocaína en el cabello no se deban a contaminación externa. Por ejemplo, al humo de los fumaderos de crack que es absorbido por el cabello como el humo de los cigarrillos. No siempre resulta fácil distinguir entre lo que se ha absorbido y lo que se ha ingerido.

—Es decir, que ese tipo podría estar contaminado, ¿no? —reflexionó Marino.

—Sí, pero eso no significa que él no esté también bebiendo y drogándose. De hecho, es seguro que lo hace. El etileno de coca se produce en el hígado.

Marino encendió otro cigarrillo, pensativo.

—¿Qué hay del hecho de que ande tiñéndose los cabellos continuamente?

—Eso también podría afectar a los resultados de la prueba. Ciertos agentes oxidantes podrían destruir parte de la droga.

—¿Oxidantes?

—Como los peróxidos, por ejemplo.

—Entonces, es posible que parte de ese etileno de coca se haya destruido —reflexionó en voz alta—. Según esto, también cabe la posibilidad de que el nivel de droga fuera, en realidad, más alto de lo que parece.

—Cabe la posibilidad.

—Entonces tiene que proveerse de droga en alguna parte.

La mueca de su rostro se hacía cada vez más tensa. Le pregunté qué pensaba.

—Le diré lo que pienso —respondió de inmediato—. Esta conexión con la droga hace aún más delicada la posición de Jimmy Davila.

—¿Por qué? ¿Tenemos los resultados de toxicología del agente? —pregunté, desconcertada.

—Son negativos. —Hizo una pausa—. Benny ha empezado a cantar. Dice que Davila traficaba.

—Me parece que la gente debería tener en cuenta la fuente, en este caso. Benny no me parece precisamente un narrador de fiar.

—Estoy de acuerdo —asintió Marino—, pero hay quien intenta hacer aparecer a Davila como un mal policía. Corre el rumor de que quieren cargarle el asesinato de la mujer del parque.

—Es ridículo —murmuré, sorprendida—. No tiene pies ni cabeza.

—¿Recuerda esa sustancia que nuestra Jane tenía en la ; mano y que brillaba bajo la luz de la Luma-Lite?

—Sí.

—Cocaína.

—¿Y el análisis toxicológico de Jane?

—Negativo. Lo cual resulta extraño. —Marino parecía frustrado—. Pero lo otro que dice Benny, ahora, es que fue Davila quien le dio la mochila.

—¡Oh, vamos! —exclamé con irritación.

—Yo sólo se lo cuento.

—Ese cabello que encontramos en la fuente no era de Davila.

—No podemos determinar cuánto tiempo llevaba allí. Y no sabemos con certeza que sea de Gault.

—El análisis del ADN determinará que es suyo —declaré con convencimiento—. Y Davila llevaba una 380 y una 38. A Jane la mataron con una Glock.

—Escuche, doctora... —Marino se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en la mesa—. No he venido para discutir con usted. Sólo le digo que las cosas no pintan bien. Los políticos de Nueva York quieren ver resuelto el caso y una buena manera de hacerlo es adjudicarle el crimen a un muerto. Lo entiende, ¿verdad? Se ensucia el nombre de Davila y nadie siente lástima de él. A nadie le importa.

—¿Y qué hay de la muerte del agente?

—Esa estúpida forense que acudió a la escena del crimen todavía piensa que podría tratarse de un suicidio.

Me volví hacia Marino como si se hubiera vuelto loco.

—¿Se dio una patada en la cabeza él mismo? ¿Y luego se disparó entre los ojos?

—Estaría de pie cuando se disparó con su propia arma y, al caer, se golpeó con el cemento o con algo.

—La reacción vital a las lesiones demuestra que primero recibió el golpe en la cabeza —repliqué, cada vez más furiosa—. Y haga el favor de explicarme cómo es que el revólver terminó tan perfectamente colocado sobre su pecho.

—Usted no lleva el caso, doctora. —Marino me miró a los ojos y añadió—: Eso es lo que cuenta. Usted y yo somos simples observadores. Somos invitados.

—Davila no se suicidó. Y el doctor Horowitz no permitirá que salga de su despacho una cosa así.

—Quizá no tendrá que hacerlo. Quizá se limitarán a decir que Davila era un corrupto y que se lo cargó otro camello. Y la mujer terminaría en una caja de pino en la fosa común. Fin de la historia. Central Park y el metro vuelven a ser lugares seguros.

Pensé en la comandante Penn y me sentí inquieta. Pregunté por ella a Marino.

—No sé qué tiene que ver con todo esto —fue su respuesta—. Acabo de hablar con algunos de los muchachos, pero la comandante está ante un dilema. Por un lado, no quema que nadie pensara que tenía a sus órdenes un mal policía. Por otro, no desea que la gente crea que hay un loco asesino múltiple corriendo por los túneles del metro.

—Ya veo —asentí.

Pensé en la enorme presión que Frances Penn debía de estar soportando, porque era competencia de su departamento recuperar el metro de manos de los delincuentes. La ciudad había adjudicado decenas de millones de dólares a la policía de Tránsito para que lo consiguiera.

—Además —añadió Marino—, fue un maldito periodista quien encontró el cuerpo de la mujer en Central Park. Y ese tipo es más insistente que un martillo neumático, por lo que he oído. Quiere ganar un premio Nobel.

—No es probable —murmuré, irritada.

—Nunca se sabe —respondió Marino, que solía hacer predicciones respecto a quién ganaría un premio Nobel: a aquellas alturas, yo había ganado ya siete, según él.

—Ojalá supiéramos si Gault sigue en Nueva York —dije.

Marino apuró su segunda cerveza y consultó el reloj.

—¿Dónde está Lucy?

—Lo último que me ha dicho es que iba a buscar a Janet.

—¿Qué tal es esa Janet?

Yo sabía muy bien lo que le interesaba averiguar.

—Es una chica encantadora —respondí—. Brillante, pero muy tranquila. —Cuando vi que no decía nada, comenté—: Marino, han trasladado a Lucy a la planta de seguridad.

Él se volvió hacia el mostrador como si pensara pedir otra cerveza.

—¿Quién lo ha ordenado? ¿Benton?

—Sí.

—¿Por el asunto del ordenador?

—Sí.

—¿Quiere usted otra Zima?

—No, gracias. Y usted no debería tomar otra cerveza, ya que va a conducir. De hecho, es probable que lleve un coche de la policía, así que no debería haber tomado ni la primera...

—Esta noche he traído mi furgoneta.

No me alegró oír aquello, y él se dio cuenta.

—De acuerdo, no lleva el maldito airbag —dijo—. Lo siento, ¿vale? Pero un taxi o una limusina tampoco lo llevarían.

—Marino...

—Le compraré a usted el maldito airbag, uno bien grande, para que lo lleve a todas partes como su globo personal.

—Cuando se coló el intruso en las instalaciones, el pasado otoño, desapareció algo del escritorio de Lucy.

—¿Algo? ¿Qué?

—Un sobre con correspondencia personal.

Le conté lo de Prodigy y cómo se habían conocido Lucy y Carrie.

—¿Se conocían antes de Quantico?

—Sí. Y me parece que Lucy cree que fue Carrie quien se llevó el sobre del cajón de su mesa.

Marino miró a su alrededor mientras, con gesto nervioso, movía la botella de cerveza vacía en pequeños círculos sobre la mesa.

—Parece obsesionada con Carrie y no es capaz de ver nada más —continué—. Me preocupa.

—¿Dónde está Carrie actualmente?

BOOK: Una muerte sin nombre
13.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

What a Boy Needs by Nyrae Dawn
The Telastrian Song by Duncan M. Hamilton
Tikkipala by Sara Banerji
Perfect Partners by Jayne Ann Krentz
Designer Genes by Diamond, Jacqueline