Micky mostró su blanca dentadura en una sonrisa.
—Gracias -dijo. Parecía sinceramente encantado.
Augusta experimentó la apremiante necesidad de estar un rato a solas y reflexionar acerca de lo que había oído. -Ahora, déjame -pidió-. Encontraré el camino de vuelta a la casa del director.
—Se lo agradezco en el alma -manifestó Micky, al tiempo que se levantaba del banco y le tendía la mano.
Ella se la aceptó.
—También yo te estoy agradecida, por proteger a Teddy. El chico se inclinó, como si se dispusiera a besarle la mano, y luego, ante el asombro de Augusta, la besó en la boca. Fue tan rápido que la mujer no tuvo tiempo de apartar el rostro. Buscó palabras para expresar su protesta, mientras Micky se enderezaba, pero no se le ocurrió nada que decir. Un segundo después, el chico había desaparecido.
¡Qué vergüenza! No debía haberla besado, y mucho menos en los labios. ¿Quién se creía que era? Lo primero que pasó por su mente fue cancelar la invitación para pasar el verano con ellos. Pero eso no lo haría nunca.
¿Por qué no?, se preguntó. ¿Por qué no iba a anular una invitación hecha a un simple alumno del Windfield? El chico se había comportado con descarado atrevimiento, así que no debía quedarse con ellos todo el verano.
Pero la idea de faltar a su promesa le hacía sentirse incómoda. No era sólo el hecho de que Micky hubiera salvado a Teddy de la ignominia, comprendía Augusta. Era algo peor. Ella se había convertido en cómplice de Micky en una conspiración criminal, lo que la colocaba en una desagradable situación de vulnerabilidad con respecto al muchacho.
Permaneció mucho tiempo sentada en la fresca capilla, con la vista clavada en los muros desnudos, dominada por la aprensiva sensación de que aquel guapo y astuto joven utilizaría su poder.
1873
Micky Miranda contaba veintitrés años cuando su padre fue a Londres a comprar rifles.
El señor don Carlos Raúl Xavier Miranda, más conocido por Papá, era hombre de baja estatura y hombros macizos. Su curtido rostro constituía una talla de agudas aristas que irradian crueldad y agresividad. A lomos de su garañón castaño, con los zahones y el sombrero de fieltro de anchas alas, su figura podía resultar airosa e impresionante; pero en Hyde Park, vestido con levita y chistera, se sentía ridículo y eso le convertía en un individuo de peligroso mal genio.
No se parecían mucho. Micky era alto y esbelto, de facciones regulares y más inclinado a sonreír que a fruncir el ceño. Los refinamientos de la vida de Londres le tenían robado el corazón: ropa elegante, modales educados, sábanas de hilo y fontanería interior. Su gran temor era que su padre se empeñase en hacerle regresar a Córdoba. No podría suportar la vuelta al tormento de los días en la silla de montar y las noches durmiendo en el duro suelo. Todavía era peor, incluso, la perspectiva de verse bajo el dominio de su hermano Paulo, que era una réplica de su padre. Tal vez Micky volviera a casa algún día, pero entonces lo haría como personaje importante por méritos propios, no como benjamín de Papá Miranda. Mientras tanto, tenía que convencer a su padre de que le era mucho más útil allí, en Londres, que en la casa familiar de Córdoba.
Paseaban por el South Carriage Drive en la soleada tarde de un sábado. A pie, a caballo o en carruajes descubiertos pululaban asimismo por el parque innumerables londinenses bien trajeados, todos ellos disfrutando de la cálida temperatura. Pero Papá Miranda no disfrutaba precisamente.
—¡Debemos hacernos con esos rifles! -murmuró para sí en español. Y lo repitió un par de veces.
Micky se expresó en el mismo idioma:
—Puedes adquirirlos en Córdoba -dijo tanteando el terreno.
—¿Dos mil unidades? -dudó-. Quizá me fuera posible. Pero sería una compra tan desproporcionada que todo el mundo se enteraría.
De modo que deseaba mantenerlo en secreto. Micky no tenía idea de lo que estaba tramando su padre. El importe de los dos mil fusiles y de sus correspondientes municiones se llevaría, con toda probabilidad, las reservas de efectivo de la familia. ¿Por qué necesitaba su padre, de pronto, tantas armas de fuego? En Córdoba no había habido guerra alguna desde la ya legendaria Marcha de los Vaqueros, cuando Miranda condujo a sus huestes a través de los Andes para liberar la provincia de Santamaría, arrebatándosela a los señores feudales españoles*. ¿Quiénes iban a empuñar aquellos fusiles? Sumados los vaqueros de Miranda, los parientes, vecinos y gorrones, el conjunto no llegaría al millar de hombres. Papá Miranda tendría la intención de reclutar más. ¿A quién iban a combatir? Papá Miranda no parecía dispuesto a proporcionarle voluntariamente tal información y Micky temía pedirla.
—De todas formas -dijo, en cambio-, seguramente en nuestro país no conseguirías unas armas de tan alta calidad.
—Eso es cierto -convino Papá Miranda-. El Westley-Richard es el rifle más estupendo que he visto en toda mi vida.
Micky estaba en condiciones de asesorar a su padre en la adquisición de los fusiles. A Micky siempre le había fascinado toda clase de armas y estaba al día en cuanto a los últimos adelantos técnicos. Su padre necesitaba rifles de cañón corto, que no fuesen incómodos de manejar para hombres a caballo. Micky había llevado a su padre a una fábrica de Birmingham, donde le enseñaron la carabina Westley-Richard con el mecanismo de retrocarga, apodado «cola de mono» por su palanca curvada.
—Y los hacen rápido -dijo Micky.
—Creí que tendría que esperar seis meses a que los manufacturasen. ¡Pero pueden fabricarlos en unos días!
—Es la maquinaria norteamericana que emplean.
Antiguamente, cuando las armas de fuego las hacían los herreros, que preparaban las piezas, las montaban y tenían que probar las unidades una por una, se hubieran necesitado seis meses para fabricar dos mil rifles; pero la maquinaria moderna era tan precisa que las piezas de un arma encajaban en cualquier otra del mismo modelo, y una fábrica bien equipada podía producir centenares de rifles idénticos en un día, como si fueran alfileres.
—¡Y ese artilugio que produce doscientos mil cartuchos diarios! -exclamó Papá Miranda, al tiempo que meneaba la cabeza, maravillado. Luego, su humor cambió otra vez y dijo en tono preocupado-: Pero ¿cómo pueden pedir el pago por adelantado, antes de la entrega de los rifles?
Papá Miranda no sabía nada acerca de comercio internacional y daba por supuesto que el fabricante entregaría los fusiles en Córdoba y aceptaría que se los abonaran allí. Por el contrario, se requería el pago de las armas antes de que éstas saliesen de la factoría de Birmingham.
Pero Papá Miranda se mostraba reacio a embarcar barriles de monedas de plata y enviarlas a través del océano Atlántico. Y lo peor era que no podía entregar la fortuna de toda la familia antes de que las armas estuvieran seguras en su poder.
—Resolveremos el problema -le apaciguó Micky-. Para eso están los bancos mercantiles.
—Repítemelo -dijo Papá Miranda-. Quiero estar seguro de que lo entiendo.
A Mike le encantaba poder explicar algo a su padre.
—El banco pagará al fabricante de Birmingham. Se encargará de que se embarquen las armas con destino a Córdoba y las asegurará contra los riesgos que puedan presentarse durante la travesía. Cuando lleguen los rifles, el banco te cobrará el importe de los mismos en su oficina de Córdoba.
—Pero entonces tendrán que embarcar la plata rumbo a Inglaterra.
—No necesariamente. El dinero que les abones pueden invertirlo en la compra de un cargamento de carne vacuna salada y transportarla de Córdoba a Londres.
—¿De qué viven?
—Se quedan con una parte del dinero de las operaciones. Al pagar al fabricante de armas, le hacen un descuento sobre el importe, deducen una comisión de las facturas del embarque y del seguro y te cargan a ti un porcentaje por los rifles.
Papá Miranda asintió. Se esforzaba por no demostrarlo, pero se sentía impresionado, lo que hizo feliz a Micky.
Salieron del parque y avanzaron por Kensington Gore, hacia el domicilio de Joseph y Augusta Pilaster.
Durante todos y cada uno de los siete años transcurridos desde que Peter Middleton se ahogó, Micky pasó las vacaciones con los Pilaster. Al concluir los estudios en el Windfield, Edward y él recorrieron Europa durante un año, y con Edward compartió también habitación los tres años que estuvieron en la Universidad de Oxford, dedicados a jugar, a beber y a montar sonadas juergas, sin apenas molestarse en fingir que estudiaban.
Micky no había vuelto a besar a Augusta. Y no por falta de ganas. Le habría gustado, incluso, hacer algo más que besarla. Pero presentía que ella no se lo hubiera permitido. Estaba seguro de que bajo la capa superficial de arrogancia gélida palpitaba el fogoso corazón de una mujer apasionada y sensual. Sin embargo, la prudencia le contuvo. Había conseguido algo de inapreciable valor al verse aceptado casi como un hijo por una de las más adineradas familias de Inglaterra y hubiera sido una insensatez demencial poner en peligro tan apreciada situación tratando de seducir a la atractiva esposa de Joseph. A pesar de todo, no podía impedir soñar con ello.
Los padres de Edward se habían mudado recientemente a una nueva casa. Kensington Road, hasta hacía poco un camino rural que a través de los campos unía Mayfair con la aldea de Kensington, era ahora una avenida flanqueada en su lado sur por espléndidas mansiones. En el lado norte se encontraban Hyde Park y los jardines del palacio de Kensington. Era el sitio perfecto para que una rica familia de banqueros estableciese su hogar.
Micky no identificaba a ciencia cierta el estilo arquitectónico.
Desde luego, era impresionante. Un edificio de ladrillo rojo y piedra blanca, con enormes ventanales emplomados en la planta baja y en el primer piso. Por encima de ese primer piso se elevaba un enorme gablete, cuya forma triangular ceñía tres hileras de ventanas: de seis, de cuatro y, en el ápice, de dos; ventanas que corresponderían seguramente a los dormitorios, a las habitaciones de los innumerables parientes, invitados y servidores. En las pendientes laterales del gablete había pequeñas repisas, y sobre ellas animales de piedra: leones, dragones y monos. En el vértice superior, un barco con todo el velamen desplegado. Tal vez representaba al buque negrero que, de acuerdo con la leyenda de la familia, constituyó la base de la riqueza de los Pilaster.
—Estoy seguro de que en todo Londres no hay otra casa como ésta -comentó Micky mientras su padre y él la contemplaban desde fuera.
—No cabe duda de que es lo que la señora pretendía -repuso Miranda en español.
Micky asintió. Papá Miranda no conocía personalmente a Augusta, pero ya la había catalogado.
El edificio tenía un sótano amplio. Un puente cruzaba la zona del basamento y conducía al porche de la entrada. La puerta estaba abierta y ambos entraron. Augusta celebraba un té, una merienda organizada para enseñar la casa. El vestíbulo de paredes recubiertas de madera de roble rebosaba de invitados y sirvientes. Micky y su padre entregaron el sombrero a un criado de librea y se abrieron paso entre la multitud, hacia el salón de la parte posterior de la casa. Las puertas cristaleras estaban abiertas de par en par y los asistentes a la fiesta se esparcían por la embaldosada terraza y el alargado jardín.
Para presentar a su padre, Micky había elegido de forma deliberada una ocasión en la que hubiera mucha gente, ya que los modales del señor Miranda no siempre se encontraban a la altura de los que regían en Londres y era mejor que a los Pilaster se les fuese conociendo poco a poco. Ni siquiera en Córdoba se preocupaba mucho Miranda de estar al nivel de las sutilezas sociales, y acompañarle por Londres era como llevar un león sujeto por una correa. El señor Miranda insistió en llevar continuamente su pistola debajo de la chaqueta.
Papá Miranda no necesitó que Micky le señalase a Augusta.
La señora se erguía en el centro de la sala, envuelta en un vestido de seda azul de cuello rectangular que revelaba la prominencia de sus pechos. Mientras Papá Miranda le estrechaba la mano y la miraba como hipnotizado, la voz de terciopelo de Augusta dijo en tono bajo:
—Es un placer conocerle por fin, señor Miranda…
Embelesado automática y absolutamente, Miranda hizo una profunda reverencia, inclinándose por encima de la mano de la mujer.
—Nunca podré pagarle lo bondadosa que ha sido con mi hijo -manifestó en su defectuoso inglés.
Micky observó a Augusta, que proyectaba su hechizo sobre Miranda. La mujer había cambiado muy poco desde el día en que la besó en la capilla del Colegio Windfield. El par de leves arrugas adicionales aparecidas en torno a sus ojos la hacían más fascinante; el toque plateado surgido en sus cabellos realzaba la negrura de los demás; y si bien había engordado ligeramente ello aumentaba la voluptuosidad de su cuerpo.
—Micky me ha hablado mucho de su espléndido rancho -decía la señora Pilaster a Papá Miranda.
Éste bajó la voz.
—Debe usted visitarnos algún día.
No lo permita Dios, pensó Micky. Augusta estaría en Córdoba tan fuera de lugar como un flamenco en una mina de carbón.
—Quizá lo haga -dijo Augusta-. ¿Cuánto dura el viaje?
—Con los veloces barcos modernos, sólo se tarda un mes.
Micky se dio cuenta de que su padre retenía aún la mano de Augusta. y de que hablaba en tono más suave. Se había prendado de ella. Micky sintió un ramalazo de celos. Si alguien iba a coquetear con Augusta, debería ser él, no su padre.
—Me han dicho que Córdoba es un país hermosísimo -elogió Augusta.
Micky rezó para que su padre no cometiese ninguna inconveniencia. Sin embargo, podía ser encantador cuando le cuadraba, y en aquel momento le placía interpretar, en honor de Augusta, el papel de romántico gran señor de América del Sur.
—Puedo prometerle que la recibiríamos como la reina que es -dijo en voz baja; y era evidente que se esforzaba en halagarla.
Pero, en ese aspecto, Augusta era una digna competidora.
—¡Qué perspectiva tan extraordinariamente tentadora! -exclamó con una desvergonzada falta de sinceridad que anegó la cabeza de Papá Miranda. Al tiempo que retiraba la mano sin perder una décima de segundo más, Augusta miró por encima del hombro y declamó-: ¡Vaya, capitán Tillotson, qué amable ha sido usted al honrarnos con su presencia!