—Necesito papel para escribir. Y tú también. —Con el tono de voz de «aquí mando yo», que reserva normalmente, supone Gail, para los alumnos descarriados que no entregan el trabajo semanal.
Baja las persianas. Enciende la lámpara de lectura de mi lado de la cama, que apenas ilumina, y deja el resto de la habitación en penumbra.
Abre bruscamente el cajón de la mesilla de mi lado y extrae un cuaderno de papel apaisado: también mío. Consignadas en él, mis brillantes reflexiones sobre
Samson contra Samson:
mi primer caso como ayudante de uno de los togados del bufete, mi paso de gigante hacia la fama y la fortuna instantáneas.
O no.
Tras arrancar las hojas donde he plasmado por escrito mi sapiencia jurídica, las mete en un cajón, parte en dos lo que queda de mi cuaderno y me entrega la mitad.
—Voy a entrar ahí. —Señalando el cuarto de baño—. Tú quédate aquí. Siéntate ante el escritorio y anota todo lo que recuerdes. Todo lo que ha pasado. Yo haré lo mismo. ¿De acuerdo?
—¿Qué hay de malo en que nos quedemos los dos en esta habitación? Dios mío, Perry. Estoy muerta de miedo. ¿Tú no?
Dejando de lado el comprensible deseo de su compañía, mi pregunta es de lo más razonable. El bungalow contiene, amén de una cama muy utilizada del tamaño de un campo de rugby, un escritorio, dos sillones y una mesa. Puede que Perry haya mantenido su charla en confianza con Dima, pero ¿y yo qué, allí encerrada con la loca de Tamara y sus santos barbudos?
—Los testigos separados requieren declaraciones separadas —decreta Perry, encaminándose hacia el cuarto de baño.
—¡Perry! ¡Espera! ¡Vuelve! ¡Quédate aquí! ¡Soy yo, Gail! Aquí la abogada soy yo, joder, no tú. ¿Qué te ha dicho Dima?
Nada, a juzgar por su cara. Se ha cerrado herméticamente.
—Perry.
—¿Qué?
—Soy yo, joder, Gail. ¿Te acuerdas? Así que siéntate y cuéntale a tu buena amiga qué te ha dicho Dima para convertirte en un zombi. Vale, no te sientes. Cuéntamelo de pie. ¿Se acaba el mundo? ¿Es Dima una chica? ¿Qué coño os traéis entre manos para que yo no pueda enterarme?
Una contracción en el rostro. Una contracción palpable. Una contracción suficiente para dar pie al optimismo. Infundado.
—No puedo.
—No puedes ¿qué?
—Involucrarte en esto.
—Tonterías.
Una segunda contracción. No más productiva que la primera.
—¿Es que no me escuchas, Gail?
¿Qué coño te piensas que estoy haciendo?, piensa ella. ¿Cantar
El Mikado?
—Eres una buena abogada y tienes por delante una carrera muy prometedora.
—Gracias.
—Dentro de dos semanas empieza el juicio de tu gran caso. ¿Lo he resumido bien?
Sí, Perry, lo has resumido bien. Tengo una prometedora carrera por delante, a menos que en lugar de eso decidamos tener seis hijos, y el caso
Samson contra Samson
se verá dentro de quince días, pero, conociendo como conozco a nuestros togados, dudo mucho que me den ocasión de meter baza.
—Eres la estrella más brillante de un bufete prestigioso. Te has matado a trabajar. Tú misma me lo has dicho más de una vez.
Sí, es verdad, desde luego, trabajo como una muía. Una suerte para una joven abogada, y ahora acabamos de pasar la peor noche de nuestras vidas con diferencia, ¿y tú qué coño intentas decirme con la boca pequeña? ¡Perry, no puedes hacerme esto! ¡Vuelve! Pero Gail solo lo piensa. Se le han agotado las palabras.
—Tracemos una línea. Una línea en la arena. Lo que Dima me ha contado es asunto mío. Lo que Tamara te ha contado a ti es asunto tuyo. No crucemos esa línea. Atengámonos al secreto profesional.
Gail recupera el habla.
—¿Quiere eso decir que ahora Dima es tu cliente? Estás tan chiflado como ellos.
—Estoy utilizando una metáfora jurídica. Tomada de tu mundo, no del mío. Digo que Dima es mi cliente y Tamara la tuya. Conceptualmente.
—Tamara no ha hablado, Perry. No ha dicho ni una sola palabra, ni una. Piensa que han puesto micrófonos hasta en los pájaros que vuelan alrededor. A veces sentía el impulso de dedicar una oración en ruso a alguno de sus protectores barbudos, y entonces me hacía una seña para que me arrodillase a su lado, y yo la complacía gustosamente. Ya no soy una atea anglicana; ahora soy una atea ortodoxa rusa. Por lo demás, entre Tamara y yo no ha pasado nada que no esté dispuesta a compartir con todo detalle, nada, ni una mierda, y de hecho acabo de compartirlo. Mi mayor preocupación era la posibilidad de que me arrancase la mano de un mordisco. Pero eso no pasó. Tengo las dos manos intactas. No necesito la vacuna contra el tétanos. Ahora te toca a ti.
—Lo siento, Gail. No puedo.
—¿Cómo dices?
—No voy a contártelo. Me niego a meterte en este asunto más de lo que ya estás metida. Quiero que te quedes al margen. A salvo.
—¿Eso es lo que quieres tú?
—No. No es que yo quiera. Insisto en ello. No me dejaré tentar.
¿«Tentar»? ¿Es Perry quien habla? ¿O el predicador fanático de Huddersfield a quien debe su nombre?
—Lo digo muy en serio —añade, por si ella lo duda.
A continuación ese Perry se metamorfosea en otro distinto. De mi querido y esforzado Jekyll sale un Mr. Hyde del servicio secreto británico muchísimo menos apetecible:
—También hablaste con Natasha, lo vi. Durante un buen rato.
—Sí.
—A solas.
—Para ser exactos, no a solas. Nos acompañaban dos niñas, pero dormían.
—A solas a efectos prácticos, pues.
—¿Es un delito?
—Ella es una fuente de información.
—¿Qué es?
—¿Te ha hablado de su padre?
—Repíteme eso.
—He dicho: ¿te ha hablado de su padre?
—Paso.
—Hablo en serio, Gail.
—Yo también. Muy en serio. Paso, y métete en tus asuntos o cuéntame de una puta vez qué te ha dicho Dima.
—¿Te ha hablado Natasha de cómo se gana la vida Dima? ¿Con quién trata? ¿En quién confía? ¿A quién temen tanto? Todo lo que sepas a ese respecto deberías anotarlo también. Podría ser de vital importancia.
Tras ese comentario, se retira al cuarto de baño y —para mortal vergüenza suya— echa el pestillo.
Durante media hora Gail se queda acurrucada en la terraza con la colcha alrededor de los hombros, porque el cansancio le impide desvestirse. Se acuerda de la botella de ron, resaca garantizada, se sirve un dedo a pesar de todo, y se adormece. Al despertar, advierte que la puerta del baño está abierta y ve a Perry, el as del espionaje, encuadrado en el umbral, en una postura anómala, con la cabeza agachada para no partírsela contra el dintel, dudando si salir o no. Lleva las manos a la espalda, sujetando firmemente la mitad del cuaderno. Parte de este asoma por detrás de él, y Gail distingue su letra en el papel.
—Toma una copa —propone ella, señalando la botella de ron.
Él no la escucha.
—Lo siento —dice. Luego se aclara la garganta y lo repite—: Lo siento mucho, Gail, de verdad.
Abandonando por completo orgullo y razón, ella se pone en pie impulsivamente, corre hacia él y lo abraza. En interés de la seguridad, Perry mantiene los brazos detrás de la espalda. Gail nunca hasta entonces había visto asustado a Perry, pero ahora lo está. No por él. Por ella.
Soñolienta, Gail consulta su reloj con los ojos entornados. Las dos y media. Se levanta, con la intención de concederse otro vaso de rioja, se lo piensa mejor, se sienta en la butaca preferida de Perry y descubre que está debajo de la manta con Natasha.
—¿Y a qué se dedica, ese Max tuyo? —pregunta.
—Me ama plenamente —contesta Natasha—. También en sentido físico.
—Aparte de eso, quiero decir. ¿De qué vive? —aclara Gail, procurando no sonreír.
Se acercan las doce de la noche. Para protegerse de los vientos fríos y entretener a dos niñas huérfanas muy cansadas, Gail ha construido una tienda de campaña con mantas y cojines al abrigo de la tapia que delimita el jardín. Como salida de la nada, Natasha ha aparecido sin libro. Gail identifica primero sus sandalias griegas a través de una rendija entre las mantas, inmóviles como las de un centinela. Allí permanecen durante interminables minutos. ¿Está escuchando, Natasha? ¿Está haciendo acopio de valor? ¿Para qué? ¿Se plantea un ataque sorpresa para divertir a las niñas? Como hasta ese momento Gail no ha cruzado una sola palabra con Natasha, no imagina cuáles pueden ser sus motivaciones.
Se abre la cortina de la tienda, la sandalia griega entra con cautela, seguida de una rodilla y la cabeza ladeada de Natasha, oculta tras su larga melena negra. Luego una segunda sandalia y el resto de ella. Las niñas, profundamente dormidas, no se han movido. Durante unos cuantos interminables minutos más, Gail y Natasha yacen cabeza con cabeza, contemplando enmudecidas por la abertura entre las mantas las salvas de cohetes lanzados con inquietante maestría por Niki y sus compañeros de armas. Natasha se estremece. Gail extiende una manta sobre las dos.
—Según parece, me he quedado embarazada recientemente —observa Natasha con un pulido inglés a lo Jane Austen, dirigiéndose no a Gail sino a un despliegue de plumas de pavo real fluorescentes que cae del cielo nocturno como un goteo.
Si tienes la suerte de recibir las confesiones de los jóvenes, lo sensato es mantener la mirada fija en un objeto común a lo lejos, más que en los ojos del otro: Gail Perkins,
ipsissima verba.
Antes de empezar a estudiar derecho, daba clases en una escuela de niños con dificultades de aprendizaje, y esa fue una de las cosas que aprendió. Y si una chica guapa de solo dieciséis años te confiesa, así de pronto, que cree estar embarazada, la lección adquiere doble importancia.
—En la actualidad, Max es monitor de esquí —contesta Natasha a la pregunta que Gail, como quien no quiere la cosa, ha dejado caer respecto al posible padre de la criatura que espera— Pero eso es un empleo temporal. Será arquitecto y construirá casas para los pobres sin dinero. Max es muy creativo, y también muy sensible.
En su voz no se trasluce jocosidad alguna. El amor verdadero es demasiado serio para eso.
—Y sus padres a qué se dedican, si puede saberse —pregunta Gail.
—Tienen un hotel. Es para turistas. Es inferior, pero Max es muy filosófico en cuanto a las cosas materiales.
—¿Un hotel en las montañas?
—En Kandersteg. Es un pueblo en las montañas, muy turístico.
Gail dice que ella nunca ha estado en Kandersteg pero Perry ha participado allí en una carrera de esquí.
—La madre de Max no tiene cultura, pero es compasiva y espiritual como su hijo. El padre es del todo negativo. Un idiota.
Mantén un tono banal.
—¿Y Max pertenece a la escuela oficial de esquí o, como suele decirse, va por libre?
—Max siempre va por libre. Esquía solo con aquellos a quienes respeta. Prefiere el esquí fuera de las pistas, que es más estético. También el esquí en glaciar.
Fue en una remota cabaña, muy por encima de Kandersteg, cuenta Natasha, donde descubrieron, asombrados, su propia pasión.
—Yo era virgen. También inepta. Max es muy considerado. Ser considerado con todo el mundo forma parte de su naturaleza. Incluso en la pasión, es muy considerado.
En su resuelta búsqueda del lugar común, Gail pregunta a Natasha cómo le va con los estudios, qué materias se le dan mejor y en qué exámenes tiene la mira puesta en ese momento. Desde que vive con Dima y Tamara, contesta la chica, asiste a un colegio de monjas, católico, en el cantón de Friburgo, interna de lunes a viernes.
—Por desgracia, no creo en Dios, pero eso no viene al caso. En la vida, a menudo es necesario simular convicción religiosa.
Me gusta más el arte. Max también es muy artístico. Puede que estudiemos los dos arte en San Petersburgo o en Cambridge. Ya se decidirá.
—¿Él es católico?
—En cuanto a la práctica, Max se atiene a la religión de su familia. Eso es por su sentido del deber. Pero en el fondo de su alma cree en todos los dioses.
¿Y en la cama?, le gustaría saber a Gail, pero no pregunta: ¿también ahí se atiene a la religión de su familia?
—¿Y quién más está enterado de lo tuyo con Max? —dice con la ligereza y el desenfado que por ahora ha logrado mantener—. Aparte de los padres de Max, claro. ¿O quizá ellos tampoco lo saben?
—La situación es complicada. Max se ha comprometido muy firmemente, bajo juramento, a no hablar con nadie de nuestro amor. En eso he insistido mucho.
—¿Ni siquiera con su madre?
—La madre de Max no es digna de confianza. Es una mujer inhibida por los instintos burgueses, también locuaz. Si a ella le conviene, se lo contará a su marido, y también a otras muchas personas burguesas.
—¿Tan malo es eso?
—Si Dima se entera de que Max es mi amante, es posible que lo mate. A Dima no le es ajena la violencia física. Forma parte de su naturaleza.
—¿Y Tamara?
—Tamara no es mi madre —replica con un amago de la violencia física de su padre.
—¿Y qué harás si descubres que efectivamente vas a tener un niño? —pregunta Gail sin darle mayor importancia mientras sucesivas candelas romanas inflaman el paisaje.
—En el momento de confirmarse, nos fugaremos de inmediato a un lugar lejano, quizá Finlandia. Max se encargará. Ahora no es conveniente, porque en verano él también trabaja, de guía. Esperaremos un mes más. Quizá sea posible estudiar en Helsinki. Quizá nos matemos. Ya veremos.
Gail deja la peor pregunta para el final, tal vez porque sus instintos burgueses la han puesto en guardia ante la respuesta:
—¿Y tu Max cuántos años tiene, Natasha?
—Treinta y uno. Pero en el fondo es un niño.
Como tú, Natasha. ¿Es esto, pues, un cuento de hadas, una historia de amor, que estás inventándote bajo las estrellas del Caribe, una fantasía sobre el amante de ensueño que algún día conocerás? ¿O de verdad te has acostado con un obseso del esquí, un mierdecilla de treinta y un años que no se lo cuenta a su madre? Porque si es así, has acudido a la persona indicada.
Por entonces Gail era un poco mayor, no mucho. El chico en cuestión no era un obseso del esquí, sino un mestizo sin un céntimo, expulsado de un colegio público local, con unos padres divorciados en Sudáfrica. La madre de Gail había abandonado el hogar familiar hacía tres años, sin dejar su nueva dirección. Su padre alcohólico, lejos de ser una amenaza física, estaba internado por una insuficiencia hepática terminal. El médico de la familia, compañero de borracheras de su padre, era poco digno de confianza. Con dinero prestado por los amigos, Gail se sometió a un torpe aborto y no llegó siquiera a decírselo al chico.