El policía, que estaba de pie junto al mostrador, delante de Lily, parecía salido de un anuncio de coñac, con su traje cruzado de corte italiano en seda cruda color añil, su camisa de lino beis y su corbata amarilla. Rondaba los cincuenta, era hispano, fibroso, con rasgos afilados y el aire de un pájaro de presa. Llevaba el pelo peinado en línea recta hacia atrás y las canas de sus sienes daban la impresión de que se estaba moviendo hacia uno incluso cuando estaba quieto.
—Inspector Alphonse Rivera —dijo al tenderle la mano—. Gracias por bajar. La señorita dice que estaba usted trabajando el lunes pasado a última hora de la tarde.
El lunes. El día que había espantado a los cuervos en el callejón, el día que la pelirroja pálida entró en la tienda.
—No tienes que decirle nada, Asher —dijo Lily, que obviamente pretendía reafirmar su lealtad, a pesar de la afición a las lavativas de Charlie.
—Gracias, Lily, ¿por qué no te tomas un descanso y vas a ver cómo van las cosas en el abismo?
Ella refunfuñó, sacó algo del cajón de debajo de la caja registradora (presumiblemente su tabaco) y salió por la puerta de atrás.
—¿Por qué no está esa cría en la escuela? —preguntó Rivera.
—Lily es especial —dijo Charlie—. Ya sabe, estudia en casa.
—¿Por eso está tan alegre?
—Este mes está estudiando a los existencialistas. La semana pasada me pidió un día libre para matar a un árabe en la playa.
7
Rivera sonrió y Charlie se relajó un poco. El policía se sacó una fotografía del bolsillo de la pechera y se la enseñó a Charlie. Sophie quiso cogerla. La fotografía era de un señor mayor, en traje de domingo, de pie junto a la escalinata de una iglesia. Charlie reconoció la catedral de San Pedro y San Pablo, que quedaba a unas pocas calles de Washington Square.
—¿Vio a este hombre el lunes por la noche? Ese día vestía abrigo gris oscuro y sombrero.
—No, lo siento. No lo vi —respondió Charlie. Y no lo había visto—. Estuve aquí, en la tienda, hasta eso de las diez. Entraron unos cuantos clientes, pero este tipo no.
—¿Está seguro? Se llama James O'Malley. No se encuentra bien. Cáncer. Su mujer dice que el lunes por la tarde salió a dar un paseo al anochecer y que ya no volvió.
—No, lo siento —dijo Charlie—. ¿Ha preguntado al conductor del funicular?
—Ya he hablado con los conductores que trabajaron esa noche. Creemos que pudo sufrir un ataque en alguna parte y no lo hemos encontrado. Después de tanto tiempo, no tiene buena pinta.
Charlie asintió, intentando parecer pensativo. Estaba tan aliviado porque el policía no hubiera ido a verlo por nada relacionado con él que se sentía casi mareado.
—Quizá debería preguntar al Emperador. Lo conoce, ¿no? Él ve más recovecos de la ciudad que la mayoría de la gente.
Rivera hizo una mueca al oír mencionar al Emperador, pero luego se relajó y volvió a sonreír.
—Es buena idea, señor Asher. Veré si puedo encontrarlo. —Le entregó una tarjeta—. Si se acuerda de algo, llámeme, ¿quiere?
—Lo haré. Eh, inspector —dijo Charlie, y Rivera se detuvo a unos pasos del mostrador—, ¿no es un caso muy rutinario para que lo lleve un inspector?
—Sí, normalmente de algo así se encargaría el personal de uniforme, pero puede que esté relacionado con otro asunto en el que estoy trabajando. Por eso he venido yo.
—Ah, vale —dijo Charlie—. Bonito traje, por cierto. No he podido evitar fijarme. Cosas del negocio.
—Gracias —contestó Rivera, y se miró las mangas con cierta melancolía—. Hace un tiempo tuve una breve racha de buena suerte.
—Me alegro por usted —dijo Charlie.
—Se pasó —añadió Rivera—. Un bebé muy mono. Cuídense, ¿eh?—Y salió por la puerta.
Charlie se dio la vuelta para subir las escaleras y estuvo a punto de chocar con Lily. Ella tenía los brazos cruzados bajo la leyenda de su camiseta («El infierno son los otros») y parecía más sentenciosa que de costumbre.
—Bueno, Asher, ¿tienes algo que decirme?
—Lily, no tengo tiempo para...
Ella le enseñó la pitillera de plata que le había dado la pelirroja. Seguía emitiendo un fulgor rojizo. Sophie intentó echar mano de ella.
—¿Qué pasa? —dijo Charlie. ¿Podía verlo Lily? ¿Distinguía ella el extraño resplandor?
Lily abrió la pitillera y la puso ante la cara de Charlie.
—Lee lo que hay grabado.
«James O'Malley», decía la inscripción ornamentada.
Charlie dio un paso atrás.
—Lily, no puedo... No sé nada de ese señor. Mira, tengo que decirle a la señora Ling que cuide de Sophie para ir un momento al Castro. Luego te lo explico, ¿vale? Te lo prometo.
Ella se quedó pensando un momento mientras lo miraba con reproche, como si lo hubiera sorprendido dándole cereales con sabor a frutas a su
béte noire
. Después, pareció aplacarse.
—Vete —dijo.
Por la retaguardia del distrito del Castro cargó Charlie con un viejo bastón espada que había sacado de la tienda. Llevaba el bastón colocado a su lado en el asiento de la furgoneta, la mandíbula cargada cual bayoneta y el semblante como la efigie misma de una determinación pavorosa. Media manzana, media manzana, media manzana adelante, hacia el interior del valle de los bares de zumos a precio de oro y las mechas de fantasía, avanzaba el macho beta cargado de razones. ¡Y ay del incauto que osara joder vivo a aquel mortífero tratante de géneros de segunda mano, pues su astrosa existencia sería pasto de la mesa de saldos!
Va a haber una escabechina en el barrio gay,
pensó Charlie.
Voy con la escopeta cargada en busca de justicia
.
Bueno, lo de la escopeta cargada era un decir, porque no llevaba un arma de fuego, sino una espada oculta en un bastón; iba más bien con el garrote enhiesto en busca de justicia, lo cual no tenía la connotación de ángel vengador que andaba buscando. Estaba enfadado y dispuesto a patearle el culo a alguien, nada más. Así que, ya saben, ándense con ojo. (Con el
garrote enhiesto
era, dicho sea de paso, la segunda película más popular en los videoclubes del Castro, a punto de desbancar a
Ha nacido una estrella
:
el montaje del director
y solo superada por
Policías sin pantalones
, la número uno con diferencia).
Charlie dejó la calle Market y nada más doblar la esquina de la calle Noe vio el letrero de Fresh Music, hecho en vidrio cuadriculado de colores, estilo artesano, y sintió que el vello de la nuca se le erizaba al tiempo que el impulso de empuñar la espada se apoderaba de él. Su cuerpo había entrado en estado de lucha-o-huye, y por segunda vez esa semana Charlie fue en contra de su naturaleza de macho beta y decidió luchar.
Pues que así sea
, pensó. Que así sea. Se enfrentaría a su torturador y lo pondría en su sitio en cuanto encontrara un aparcamiento... que no encontró.
Rodeó la manzana pasando por bares y cafés, cosas que abundaban en el Castro. Subió y bajó por las bocacalles flanqueadas por hileras de impecables edificios Victorianos de precio exorbitante y no encontró acomodo para su leal corcel. Cuando llevaba media hora dando vueltas por el barrio, volvió hacia la parte alta de la ciudad y en Fillmore encontró sitio en un aparcamiento subterráneo; luego cogió el viejo tranvía que, bajando por la calle Market, llevaba al Castro. Era un lindo tranvía verde y chiquito, de factura italiana, con bancos de roble, barandillas de latón y ventanas con marco de caoba, una encantadora campanilla de bronce y una velocidad máxima de unos cuarenta kilómetros por hora. De esa guisa fue como Charlie Asher entró en batalla. Intentó imaginarse una horda de hunos colgados de los costados del tranvía, blandiendo temibles espadas y disparando flechas al pasar junto a los murales del distrito de Mision; quizá incluso una horda de piratas vikingos con los escudos sujetos a los flancos del coche y un gran timbal que resonaría mientras remaban dispuestos a saquear las tiendas de antigüedades, los bares sado, los bares de sushi, los bares de sushi sado (no pregunten) y las galerías de arte del Castro. Pero hasta la formidable imaginación de Charlie fracasó en ese empeño. Se bajó del tranvía entre Castro y Market y recorrió a pie una manzana hasta Fresh Music; luego se detuvo delante de la tienda y se preguntó qué cono iba a hacer.
¿Y si el que había llamado solo había pedido prestado el teléfono? ¿Y si entraba hecho una furia, dando voces y lanzando amenazas, y detrás del mostrador no había más que un chaval despistado? Pero entonces miró por la puerta y allí, detrás del mostrador, completamente solo, había un negro extraordinariamente alto, vestido de verde menta de la cabeza a los pies. Fue entonces cuando Charlie perdió los estribos.
—¡Tú la mataste! —gritó al irrumpir entre las hileras de discos hacia el hombre de menta. Mientras corría sacó la espada, o lo intentó, confiando en extraerla de la funda del bastón con un solo movimiento fluido y rebanar con ella el gaznate del asesino de Rachel. Pero el bastón llevaba mucho tiempo en la trastienda y, salvo las tres veces en que Abby, la amiga de Lily, había tratado de llevárselo (una comprándolo, aunque Charlie se negaba a vendérselo; y dos intentando robarlo) hacía años que nadie desenfundaba la espada. El botoncito de bronce que había que pulsar para soltar la hoja se había atascado, de modo que, al descargar el golpe mortal, Charlie blandió todo el bastón, que era más pesado (y más lento) que la espada. El hombre de verde, que era rápido para su altura, agachó la cabeza y Charlie se llevó por delante una fila entera de compactos de Judy Garland, perdió el equilibrio, rebotó contra el mostrador, se giró e intentó ejecutar de nuevo el movimiento desenfunda-y-golpea que había visto tantas veces en las películas de samurais y que tantas veces había ensayado de cabeza por el camino. Esta vez la espada salió de la funda y trazó un mortífero arco a metro y medio del hombre de menta, decapitando por completo un póster recortado a tamaño real de Barbara Streisand.
—¡A qué co-coño viene esto! —bramó el larguirucho.
Mientras recuperaba el equilibrio para lanzar un tajo de revés, Charlie vio que algo grande y oscuro descendía sobre él y en el último instante, cuando la caja registradora antigua caía sobre su cabeza, se dio cuenta de lo que era. Entonces hubo un destello, un tintineo y todo se volvió viscoso y oscuro.
Al volver en sí, Charlie se halló atado a una silla en el cuartito de atrás de la tienda de discos, el cual se parecía sensiblemente al de su tienda, de no ser porque las cajas apiladas en él estaban llenas de discos y compactos y no de toda clase de artículos de desecho. Aquel negro tan alto estaba de pie junto a él, y en un principio Charlie pensó que tal vez se estuviera convirtiendo en niebla o en humo, pero luego cayó en la cuenta de que eran solo sus ojos, que estaban enturbiados. Después, el dolor encendió el interior de su cabeza como una luz estroboscópica.
—¡Ay!
—¿ Qué tal tu cuello? —preguntó el alto—. ¿Lo notas roto ? ¿Sientes los pies?
—Adelante, mátame, puto cobarde —dijo Charlie mientras se revolvía en la silla intentando abalanzarse hacia su captor. Se sentía un poco como el Caballero Negro de
Los caballeros de la mesa cuadrada
de los Monty Python después de que le cortaran los brazos y las piernas. Estaba seguro de que, si aquel tipo daba un paso adelante, podría darle un cabezazo en los huevos.
El larguirucho le pisó los dedos de los pies con un mocasín de cuero que le quedaba como un guante, sobre el que descargó sus ciento veinte kilos de tratante de muerte y discos usados.
—¡Ay! —Charlie saltó e hizo girar la silla en un pequeño círculo de dolor—. ¡Me cago en la leche! ¡Ay!
—Entonces, ¿notas los pies?
—Acaba de una vez. Vamos. —Charlie estiró el cuello como si le ofreciera la garganta para que se la cortara. Su estrategia consistía en atraer a su captor hasta su radio de alcance, seccionarle luego la arteria femoral con los dientes y, a continuación, regodearse viendo cómo la sangre chorreaba por sus pantalones verde menta hasta el suelo. Se reiría a carcajada limpia, siniestramente, mientras veía cómo la vida escapaba de aquel malvado cabrón; luego saldría a la calle dando saltos con la silla, se montaría en el tranvía en Market, tomaría el autobús cuarenta y uno en Van Ness, se apearía de un salto en Columbus y recorrería brincando en la silla dos manzanas hasta llegar a su casa, donde alguien lo desataría. Tenía un plan (y un bono de autobús al que todavía le quedaban cuatro días), así que aquel hijo de puta se había equivocado de tío al que joder.
—No tengo intención de matarte, Charlie —dijo el alto mientras se mantenía a una distancia prudencial—. Perdona que haya tenido que darte con la caja. No me quedó más remedio.
—¡Habrías probado el filo letal de mi espada! —Charlie miró a su alrededor en busca de su bastón espada, por si acaso el hombre de verde lo había dejado a mano.
—Sí, bueno, estaba esa opción, pero me pareció mejor la que no incluía manchas de sangre y un funeral.
Charlie se esforzó por librarse de sus ataduras, que, se dio cuenta ahora, eran bolsas de plástico de la compra.
—Te la estás jugando con la Muerte, ¿sabes? Yo soy la Muerte.
—Sí, ya lo sé.
—¿Lo sabes?
—Claro. —El alto dio la vuelta a otra silla de madera y se sentó con el respaldo hacia delante, frente a Charlie. Con las rodillas a la altura de los codos parecía una inmensa rana arborícola de color verde, agazapada para lanzarse sobre un insecto. Charlie se fijó por primera vez en que tenía los ojos dorados, duros y llamativos en contraste con su piel oscura—. Yo también lo soy —dijo el malvado hombre rana de color verde menta.
—¿Tú? ¿Tú eres la Muerte?
—Una muerte, no la Muerte. No creo que exista la Muerte con mayúscula. Ya no, por lo menos.
Charlie no entendía nada, así que empezó a forcejear y a tambalearse hasta que el alto tuvo que alargar el brazo para sujetarlo e impedir que se cayera.
—Tú mataste a Rachel.
—No es cierto.
—Te vi allí.
—Sí, me viste. Ese es el problema. ¿Te importaría dejar de retorcerte? —Sacudió la silla de Charlie—. Pero no fui yo quien mató a Rachel. No es eso lo que hacemos. Ya no, por lo menos. ¿Es que ni siquiera le has echado un vistazo el libro?
—¿Qué libro? Dijiste algo de un libro por teléfono.