Un trabajo muy sucio (6 page)

Read Un trabajo muy sucio Online

Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
3.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
Capítulo 5
La oscuridad se sube a la parra

—Hola, Ray —dijo Charlie cuando bajó las escaleras que daban a la tienda. Siempre intentaba hacer mucho ruido al bajar y normalmente vociferaba un «hola» antes de tiempo para advertir a sus empleados de su llegada. Había desempeñado diversos trabajos antes de volver para hacerse cargo del negocio familiar, y sabía por experiencia que a nadie le gustaba tener un jefe sigiloso.

—Hola, Charlie —dijo Ray. Estaba a la entrada, sentado en un taburete, detrás del mostrador. Rondaba los cuarenta, era alto, tenía poco pelo e iba por la vida sin volver la cabeza jamás. No podía. Seis años antes, cuando trabajaba como policía en San Francisco, un tipo de una banda callejera le había pegado un tiro en el cuello, y esa fue la última vez que Ray miró por encima del hombro sin usar un espejo. Vivía de una generosa pensión de invalidez que le pagaba el municipio y trabajaba para Charlie a cambio de no pagar el alquiler de su apartamento del cuarto piso; así la transacción quedaba fuera de los libros de cuentas de los dos.

Se volvió en el taburete para mirar a Charlie.

—Oye... eh... quería decirte que, ya sabes, tu situación, quiero decir tu pérdida... Rachel le caía bien a todo el mundo. Ya sabes, si puedo hacer algo...

Era la primera vez que Charlie lo veía desde el entierro, así que aún tenían que vadear el embarazoso brete del segundo pésame.

—Ya has hecho más que suficiente haciéndote cargo de mis turnos. ¿En qué estás trabajando?—Charlie intentaba desesperadamente no mirar los diversos objetos de la tienda que brillaban con una luz rojiza.

—Ah, esto. —Ray se dio la vuelta y se echó hacia atrás para que Charlie viera la pantalla del ordenador, en la que aparecían unas cuantas filas de fotografías de mujeres asiáticas jóvenes y sonrientes—. Se llama
Filipinasdesesperadas.com
.

—¿Ahí es donde conociste a la señorita Tequerrésiempre?

—No se llamaba así. ¿Te lo contó Lily? Esa chica tiene problemas.

—Sí, bueno, los adolescentes, ya se sabe —dijo Charlie. De pronto se había fijado en una señora de edad que, vestida de tweed, estaba rebuscando entre las estanterías de curiosidades de la parte delantera de la tienda. Llevaba en la mano una rana de porcelana que relucía con un brillo rojizo y apagado.

Ray pinchó en una de las fotos, que abrió un perfil.

—Mira esta, jefe. Dice que le gusta remar. —Se giró en el taburete y miró a Charlie moviendo las cejas.

Charlie apartó los ojos de la mujer de la rana refulgente y miró la pantalla.

—Se refiere a remar en barca, Ray.

—No, qué va. Mira, dice que en la universidad fue timonel. —Volvió a menear las cejas y levantó el brazo para que entrechocaran sus manos.

—También se refiere al remo —dijo Charlie, que dejó al ex policía con el brazo colgando—. La persona que va en la parte de atrás de la barca y grita a los remeros se llama timonel.

—¿En serio? —preguntó Ray, desilusionado. Se había casado tres veces y sus tres mujeres lo habían abandonado debido a su incapacidad para desarrollar las habilidades sociales de un adulto normal. Ray se comportaba ante el mundo como un policía, y aunque a muchas mujeres aquello les parecía atractivo en un principio, esperaban que con el tiempo Ray dejara aquella actitud, junto con el arma reglamentaria, en el armario de los abrigos cuando llegaba a casa. Pero no lo hacía. Cuando empezó a trabajar en Oportunidades Asher, a Charlie le costó dos meses que dejara de ordenar a los clientes: «Circulen, aquí no hay nada que ver». Ray pasaba mucho tiempo desilusionado consigo mismo y con la humanidad en general.

—¡Pero, hombre! ¡Remar, no veas...! —dijo Charlie intentando animarlo. Le caía bien el ex policía, a pesar de su torpeza. Ray era esencialmente un buen tipo, generoso y fiel, trabajador y puntual, y, lo que era más importante, estaba perdiendo el pelo más deprisa que el propio Charlie.

Ray suspiró.

—Quizá debería buscar otra página web. ¿Hay alguna palabra que signifique que tus criterios son inferiores a los de la desesperación?

Charlie leyó un poco la página.

—Esta chica tiene un master en literatura inglesa por Cambridge, Ray. Y mírala. Es preciosa. Y tiene diecinueve años. ¿Por qué estará desesperada?

—Eh, espera un segundo. Un master a los diecinueve años, esa chica es demasiado lista para mí.

—No, no lo es. Está mintiendo.

Ray se volvió en el taburete como si Charlie le hubiera pinchado la oreja con un lápiz.

—¡No!

—Mírala, Ray. Parece una de esas modelos asiáticas que anuncian delicias de calamar con sabor a manzana amarga.

—¿Eso existe?

Charlie señaló el lado izquierdo del escaparate.

—Ray, permíteme presentarte al barrio chino. Barrio chino, este es Ray. Ray, el barrio chino.

Ray sonrió, azorado. A dos manzanas de allí había una tienda que solo vendía trozos de tiburón seco y cuyos escaparates estaban repletos de fotografías de hermosas chinas, sujetando bazos y ojos de tiburón como si acabaran de recibir un premio de la Academia.

—Bueno, la verdad es que en el perfil de la última mujer que conocí a través de esta página había unos cuantos errores y omisiones.

—¿ Como cuáles ? —Charlie miraba a la mujer del traje de tweed y la rana brillante, que se iba acercando al mostrador.

—Pues decía que tenía veintitrés años, que medía un metro cincuenta y dos y pensaba ciento cinco libras, así que pensé,
Vale, a lo mejor puedo pasar un buen rato con una mujer pequeñita
. Y resultó que eran ciento cinco kilos.

—Entonces, ¿no era lo que esperabas? —dijo Charlie. Sonrió a la mujer que se acercaba y sintió que su pánico empezaba a crecer. ¡Iba a comprar la rana!

—Un metro cincuenta y dos y ciento cinco kilos. Tenía la complexión de un buzón de correos. Eso podría haberlo pasado por alto, pero es que ni siquiera tenía veintitrés años, tenía sesenta y tres. Uno de sus nietos intentó vendérmela.

—Señora, lo siento, no puede llevarse eso —dijo Charlie a la mujer.

—Uno oye a menudo esa frase —prosiguió Ray—, pero rara vez se conoce a alguien que de verdad intente venderte a su abuela.

—¿Por qué no? —preguntó la mujer.

—Cincuenta pavos —dijo Ray.

—¡Qué vergüenza! —contestó la mujer—. La etiqueta marca diez.

—No, cincuenta vale la abuela con la que está saliendo Ray —dijo Charlie—. La rana no está en venta, señora, lo siento. Está defectuosa.

—Entonces, ¿por qué la tienen en la estantería? ¿Y por qué tiene el precio puesto? Yo no le veo ningún defecto.

Evidentemente, no veía que la dichosa rana de porcelana no solo refulgía en sus manos, sino que había empezado a latir. Charlie alargó el brazo por encima del mostrador y se la quitó.

—Es radioactiva, señora. Lo siento. No puede comprarla.

—Yo no salía con ella —dijo Ray—. Solamente fui a Filipinas a conocerla.

—No es radioactiva —dijo la mujer—. Solo intenta subirme el precio. Muy bien, le doy veinte por ella.

—No, señora, se trata de una cuestión de seguridad pública —contestó Charlie mientras intentaba poner cara de preocupación y sujetaba la rana contra su pecho como si quisiera proteger a la mujer de su peligrosa energía—. Además, es ridícula. Habrá notado usted que esta rana está tocando un banjo con solo dos cuerdas. Es una parodia, en realidad. ¿Por qué no deja usted que mi compañero le enseñe otra cosa, como un mono tocando el címbalo? Ray, ¿podrías enseñarle algún mono a esta joven, por favor? —Charlie confiaba en ganar puntos con lo de «joven».

La mujer se apartó del mostrador sujetando el bolso delante de ella como un escudo.

—No sé si quiero comprarles nada, están los dos chiflados.

—¡Eh, oiga! —protestó Ray, como diciendo que allí solo había un chiflado de guardia y no era él.

Entonces la señora se acercó rápidamente a un estante de zapatos y cogió un par de Converse All Star del número 46. Las zapatillas también refulgían.

—Quiero estas.

—No. —Charlie le tiró la rana por encima del hombro a Ray, que la cogió a duras penas y estuvo a punto de dejarla caer—. Esas tampoco están en venta.

La señora del traje de
tweed
retrocedió hacia la puerta con las zapatillas a la espalda. Charlie la siguió por el pasillo y de vez en cuando intentaba echar mano de las All Star.

—Démelas.

La mujer levantó la mirada cuando, al darse de culo contra la puerta, la campanilla que había encima del quicio empezó a tintinear; Charlie aprovechó la ocasión para hacer una finta a la izquierda, se volvió luego hacia la derecha, la rodeó con el brazo y agarró los cordones de las zapatillas y, de paso, un puñado de culo gordo enfundado en
tweed
. Retrocedió rápidamente hacia el mostrador, lanzó las zapatillas a Ray, se dio la vuelta y, adoptando una postura de sumo, plantó cara a la señora del traje de tweed.

Ella seguía en la puerta, como si no supiera si asustarse o indignarse.

—Están para que los encierren. Pienso denunciarles ante la Oficina de Mejora Mercantil y ante la Cámara de Comercio municipal. Y usted, señor Asher, puede decirle a la señorita Severo que volveré. —Con esas, salió por la puerta y se fue.

Charlie se volvió hacia Ray.

—¿A la señorita Severo? ¿A Lily? ¿Venía a ver a Lily?

—Es la supervisora de su instituto —dijo Ray—. Ha venido un par de veces.

—Podías habérmelo dicho.

—No quería perder la venta.

—Entonces, ¿Lily...?

—Se escabulle por la puerta de atrás cuando la ve venir. La mujer también quería preguntarte si los justificantes de Lily eran auténticos. Le dije que sí.

—Pues Lily va a volver al instituto. Y, desde este mismo momento, yo vuelvo al trabajo.

—Estupendo. Esta mañana recibí un aviso. La venta del legado de una difunta, en Pacific Heights. Montones de ropa de mujer. —Ray dio unos golpecitos a un trozo de papel que había sobre el mostrador—. No estoy cualificado para encargarme de eso.

—Lo haré yo, pero primero tenemos que ponernos al día. Pon el cartel de «cerrado» y cierra la puerta, ¿quieres, Ray?

Ray no se movió.

—Claro, pero... Charlie, ¿seguro que estás listo para volver al trabajo? —Señaló con la cabeza las zapatillas y la rana que había sobre el mostrador.

—Ah, eso, creo que les pasa algo. ¿No ves nada raro en esas dos cosas?

Ray volvió a mirarlas.

—Pues no.

—¿Ni te fijaste en que, cuando le quité la rana, se fue derecha a por un par de zapatillas que no eran de su talla?

Ray puso en una balanza la verdad y el chollo que tenía allí, con un apartamento y un sueldo clandestino y un jefe que siempre había sido un buen tipo hasta que se volvió tarumba, y dijo:

—Sí, había algo raro en ella.

—¡Ajajá! —exclamó Charlie—. Ojalá supiera dónde conseguir un contador Geiger.

—Yo tengo un contador Geiger —dijo Ray.

—¿En serio?

—Claro, ¿quieres que lo traiga?

—Puede que luego —contestó Charlie—. Ahora cierra la puerta y ayúdame a recoger un poco la mercancía.

Durante la hora siguiente, Ray presenció cómo Charlie trasladaba de la tienda a la trastienda un montón de cosas elegidas aparentemente al azar y le ordenaba no volver a sacarlas bajo ningún concepto, ni vendérselas a nadie. Luego fue a buscar el contador Geiger que se había agenciado en un mercadillo callejero a cambio de una raqueta de tenis extragrande sin cuerdas y, siguiendo las instrucciones de Charlie, lo pasó por cada uno de aquellos objetos. Que, naturalmente, estaban tan inertes como el polvo.

—¿Y no ves nada que brille, ni que lata, ni nada de nada en este montón ? —preguntó Charlie.

—Lo siento. —Ray sacudió la cabeza. Se sentía un poco avergonzado por tener que presenciar aquello—. Pero, para ser el primer día de vuelta al trabajo, ha estado muy bien —añadió para quitarle hierro al asunto—. A lo mejor deberías dejarlo, ir a ver cómo está la niña y llamar a eso de Pacific Heights por la mañana. Yo meteré todo esto en una caja y le pondré una marca para que Lily no lo venda ni lo cambie.

—Vale —dijo Charlie—. Pero tampoco lo tires. Pienso llegar al fondo de este asunto.

—Claro, jefe. Nos vemos por la mañana.

—Sí, gracias, Ray. Puedes irte a casa cuando termines.

Charlie volvió a su apartamento; por el camino iba mirándose las manos para ver si se le había pegado el resplandor rojizo del montón de objetos, pero sus palmas parecían las de siempre. Mandó a Jane a casa, dio de comer y bañó a Sophie y le leyó unas cuantas páginas de
Matadero 5
para que se durmiera; luego se fue a la cama temprano y durmió espasmódicamente. A la mañana siguiente se despertó aturdido y, al ver la nota que había sobre su mesilla de noche, se sentó como impulsado por un resorte, con los ojos como platos y el corazón acelerado. Se fijó entonces en que esta vez no estaba escrita con su letra, y que el número era sin duda de teléfono, y suspiró. Era la cita que le había concertado Ray. La había puesto en la mesilla de noche para no olvidarse de ella. «Señor Michael Mainheart», leyó; y luego, subrayado dos veces, «ropa de mujer de primera calidad» y «pieles ». El número de teléfono tenía un prefijo local. Charlie cogió la nota. Bajo ella había otro trozo de papel con el mismo nombre, escrito de su puño y letra y, bajo él, el número cinco. No recordaba haber escrito nada allí. En ese momento, una cosa grande y oscura pasó junto a la ventana de su dormitorio del segundo piso, pero cuando Charlie levantó la mirada aquella cosa había desaparecido.

Un manto de niebla cubría la bahía y desde Pacific Heights las grandes torres anaranjadas del Golden Gate emergían del banco de bruma como las zanahorias de las caras de dos muñecos de nieve siameses y adormilados. En los Heights, el sol de la mañana había despejado ya el cielo y los trabajadores iban de acá para allá, atendiendo los patios y jardines que rodeaban las mansiones.

Cuando llegó a casa de Michael Mainheart, lo primero que llamó la atención de Charlie fue que nadie se fijaba en él. Dos tipos que estaban trabajando en el jardín, y a los que saludó con la mano al pasar, no le devolvieron el saludo. Luego el cartero, que bajaba del amplio porche, lo echó del caminito y lo obligó a pisar la hierba mojada sin decir siquiera «perdón».

—¡Usted perdone! —-dijo Charlie sarcásticamente, pero el cartero llevaba auriculares e iba escuchando algo que lo impulsaba a menear la cabeza como una paloma cebada de anfetaminas, y siguió adelante. Charlie iba a gritarle algo devastadoramente ingenioso, pero al final se lo pensó mejor, porque, aunque hacía algunos años que no oía hablar de ningún empleado de correos que hubiera perpetrado una masacre, mientras «ser cartero»
5
evocara otra cosa que no fuera trabajar para Correos, tenía la impresión de que no debía tentar a la suerte.

Other books

The Saint-Germain Chronicles by Chelsea Quinn Yarbro
Bury the Lead by David Rosenfelt
Free Lunch by Smith, David
A World at Arms by Gerhard L. Weinberg
The Damage (David Blake 2) by Linskey, Howard
Uncle John’s 24-Karat Gold Bathroom Reader® by Bathroom Readers’ Institute
Truth Within Dreams by Elizabeth Boyce