Alzó los brazos como si lo fueran a fusilar, pero era para que su partenaire le sacara la capa. Ya había puesto el sombrero tarro y el maletín de cuero negro sobre la mesa y ahora se parecía menos a Drácula, para tranquilidad de Julius y de muchos otros que lo seguían atentamente con los ojos y con la boca abierta. Cinthia le dio un codazo a su hermano, «no te olvides, Julius, ¿te acuerdas de todo?», parece que Vilma también participaba del secreto. Pero en ese instante llegaba Víctor donde el mago con el vaso de agua, que lo dejara ahí no más, sobre la mesa, y pudo comprobar que no era tan blanco, se talquea el rosquete y se maquilla, dejó el vaso y le mentó la madre con los ojos. Ahora sí ya iba a empezar la función.
Iba a empezar, porque en ese instante llegó el señor Lastarria, el padre de Rafaelito y el mago se derritió. Entró el señor Lastarria, Juan Lastarria, y avanzó para saludar una vez más a su esposa, hacía diecisiete años que la saludaba una vez más. El mago lo miraba, lo admiraba y esperaba que, con los ojos, lo autorizara a correr y saludar. Ese era el señor Lastarria, digno de admiración, ése que ahora lo estaba mirando, ya podía venir y saludar, ése cuya mano estrechaba ahora feliz, sobón, y que por supuesto no le besó la mano a su partenaire, a su mujer.
En cambio a Susan sí se la iba a besar. A Susan, no Susana, Juan Lastarria sentía la diferencia; a Susan, linda, la madre de Julius que en ese instante llegaba también: estaba bien visto eso de recoger a los hijos de un santo, amor maternal, sentido de responsabilidad, etc.; y ella aprovechaba, ella mataba dos pájaros de un tiro: recogía a los hijos y de paso se soplaba a su prima Susana, tan fea, tan sosa; de paso se soplaba a Juan, de paso lo hacía feliz, de paso se dejaba besar la mano por él, my duchess, y el besito como una esponja en la mano siempre linda.
Ahí estaban todos. Se saludaban. Susan y Susana. Juan Lastarria y el mago. La partenaire y Susana y Susan imposible. Susan era viuda y Susana era fea, horrible. Juan fue pobre arribista trabajador, por matrimonio había logrado hasta el castillo y ahora era cursi. El mago era un artista. El señor Lastarria había triunfado. La partenaire estaba muerta, pero era también veinte años de una vida llena de trucos. Terminaron de saludarse. «¡Julius!, ¡Cinthia!», exclamó Susan, volteando a mirar a donde ya sabía que estaban, se acercó y los besó, linda. «¿Un whisky, duchess?», así la llamó su primo Juan. «Sí, darling, con una pizca de hielo.» Pobre darling, se casó con Susana, la prima Susana, y descubrió que había más todavía, something called class, aristocracy, ella por ejemplo, y desde entonces vivía con el pescuezo estirado como si quisiera alcanzar algo, algo que tú nunca serás, darling.
Pero para el mago el asunto era distinto; él ya no captaba tanta sutileza, cuestión de centavos más bien para él; él sí que admiraba al señor Lastarria y por eso maldecía haber pedido el vaso de agua, maldito el momento en que lo pidió, seguro que ahora no le invitaban un escodo. Ya los traía el mayordomo, él los contó mentalmente, rápidamente los distribuyó, para algo era mago: no, no había uno para él, ya iba cogiendo cada uno el suyo, el señor Lastarria también, ya le tocaba empezar con su show.
Juan Lastarria acomodó a duquesa a su lado, sorbió un trago de whisky y mirándola de refilón, dio la orden de que empezaran con todo eso. Susan también lo miró: el primo Juan, ¡qué feliz estaba!, sus pechitos regordetes bajo la camisa de seda, la pancita que tanto hacían entre él y el sastre para esconder, la paradita insoportable con la mano entre los botones del saco, el bigotito recto sobre el labio, aprendido en sabe Dios qué cabaret (no olvidaría nunca cuando Santiago, su esposo, dijo que era la distancia más corta entre sus dos cachetes), la planchada de cabellos tipo magnate griego-argentino, por ejemplo, los anteojazos de sol todo el año, cursilón el primo; era la imagen que se le había grabado y que la espantaba, pobre primo... La risa de los niños atrajo su atención: el mago ya había empezado.
Y no sólo ya había empezado sino que ya había sacado una barbaridad de huevos de un sombrero, y todavía sacó uno más y uno más, en realidad continuaba sacando huevos como esas tías viejas y pintarrajeadas que uno tiene, solteronas románticas, uno cree que ya jamás podrán tener otro novio y ¡zas!, se te presentan un día en casa con unos dulcecitos, para ti hijito, y otro novio más, un italiano, esta vez. Hasta Martín se quedó cojudo con la cantidad de huevos y todo el mundo aplaudió. El mago agradeció, hizo una venia, y señaló a su partenaire para que también la aplaudieran un poquito. En verdad los aplausos disminuyeron mucho porque la mujer lo único que hacía era ir guardando todo lo que el mago sacaba del sombrero, o de los puños del saco, o de la boca, o de la solapa, o del bolsillo interior del saco; era endemoniado el tipo, ahora acababa de sacarse tres palomas al hilo de un bolsillo en que no había nada. Por supuesto que no faltó quien tuviera un jebecito por ahí, quien se fabricara una hondita por ahí, nadie confesó haberlo hecho pero nada le gustó al mago cuando casi le liquidan una de las palomas del negocio.
«¡Esténse quietos, niños!», ordenó la señora Susana y, por su parte, Juan Lastarria: «Siga, por favor; no ha pasado nada.» El mago obedeció y siguió, pero claro, es lógico, antes guardó bien sus palomas y ahora empezó más bien a meterse cosas: se tragó un fierro caliente, luego una espada, y así sucesivamente hasta que empezó con otros trucos, de cartas esta vez. Era un trome, el mago, había trabajado en la televisión y todo, su partenaire no se cansaba de decirlo, un espectáculo de primerísima calidad para los niñitos del Perú y de Sudamérica, un espectáculo de calidad en honor de Rafaelito Lastarria cuyo onomástico celebramos hoy día, un aplauso para él (Martín, por supuesto, cero), hijo del señor y la señora... Ya basta, pintamonos.
Pero hay un momento en que los magos tratan de probarles a los niños que en esta vida no hay nada imposible. Entonces los llaman, les piden que se acerque uno, cualquiera de ellos y que pruebe hacer un truco. Los niños se cortan toditos, se avergüenzan, enmudecen, agachan las caritas, las esconden en el pecho, las amas los empujan, les dicen que vayan, así hasta que se para un decidido, uno que, por ejemplo, ya ha ayudado la misa y va y hace un truquito dirigido por el mago, y se gana la eterna admiración de sus compañeros. Sucede siempre, o mejor dicho, casi siempre, porque en este santo sucedió algo mucho mejor, una escena colosal.
El mago ya estaba empezando con toda la alharaca de «a ver, ¿quién quiere hacer un truquito?», cuando, sin que nadie lo hubiese notado (sólo Vilma y Cinthia), descubrió que, a su lado, junto a la mesa, había una criatura orejona parada con los tacos muy juntos, las puntas de los pies muy separadas y las manos pegaditas al cuerpo.
—Yo sé hacer un truco.
—¡Averaveraveraveraver! ¿Cómo te llamas, hijito? —Julius.
Todos se desternillaban de risa. Susan, linda, vibraba. Vilma se moría de miedo. Cinthia tosía, «ojalá que se acuerde».
—¡Fantástico! ¡Maravilloso! ¡Extraordinario! ¿Y cuántos años tienes, hijito? —Cinco.
—¡Maravilloso! ¡Fantástico! ¡Fenomenal! ¡Julius, bajo mi dirección, les va a hacer el más extraordinario truco de todos los tiempos!
—No. Yo sé hacer un truco.
—¡Averaveraveraver, hijito!
El mago se estaba poniendo un poco nervioso. Miró hacia los dueños de casa, sonreían. —¿Tú sabes hacer un truco? —Sí.
—A ver, hijito, averaveraveraver, pasa por acá. ¿Qué truquito sabes hacer? Cuéntanos...
Julius miró a Cinthia: Cinthia le hacía señas con el dedo como si quisiera recordarle algo. Vilma se tapaba la cara.
—Necesito que otro niño me ayude. —Julius hablaba como si supiese todo de paporreta, casi no daba entonación a sus palabras. Seguía con las manos muy pegaditas al cuerpo y orejonsísimo, pero tenía la mirada fija en Rafaelito.
—¡Ah! entonces es un truco complicado, ¡doble! ¡Fenomenal! ¡Fantástico! ¿Cuál es tu nombre, hijito?
—Julius.
—¡Aquí Julius nos va a mostrar toooda su ciencia! ¡No se lo pierdan! ¡Aquí viene lo mejor! ¿Y qué niñito te va a ayudar?
—Rafael.
—¡Ah! ¿Rafaelito? ¡Claro que sí! ¡Rafaelito el dueño del santo! ¡Muy pero muy bien!
La partenaire estiró ambos brazos en dirección a Rafaelito que miraba toda la escena desconcertado y temeroso. A su lado, Martín sonreía más escéptico que nunca.
—A ver, pues, anda —le dijo, dándole un codazo.
El dueño del santo se paró y avanzó desconfiado hasta la mesa. En su vida había odiado tanto a su primo; además ahora estaba odiando a todos los invitados, era increíble la bulla que metían. ¡A ver, pues Rafael!, ¡a ver, pues!, gritaban y se movían inquietos en los asientos.
—Necesito un cenicero y una piedrita —dijo Julius, sacando el cenicero y la piedrecita del bolsillo del saco—: Aquí están.
—¡Fantástico! ¡Fenomenal! —exclamó el mago—. Y ahora, ¿qué truquito nos vas a hacer?
Julius colocó el cenicero y la pequeña piedra sobre la mesa y miró a su primo Rafael.
—Yo pongo la piedrita y la tapo con el cenicero. Entonces digo unas palabras mágicas y te apuesto que saco la piedrita sin tocar el cenicero.
Rafaelito se puso verde y lo odió ya para siempre. Miró hacia el auditorium y vio, entre mil cabecitas que se movían inquietas, a su padre, a su madre, a la madre de Julius: lo estaban mirando, estaban esperando. Además, en primera fila, Martín parecía decirle: «Ya anda pues hombre; friégate de una vez.»
En el auditorium, todo el mundo se había olvidado de que era el dueño del santo y de todo, no tuvo más remedio que decir:
—¡Mentira!
—De verdad —dijo Julius, y cubrió la piedrecita con el cenicero.
—¿Viste? Ahí está, debajo. —Sí. ¿Y ahora?
—Yo di-digo —tartamudeó Julius mirando a Cinthia—, yo digo unas palabras mágicas... —¡A ver!
—Abracadabra —pronunció Julius, poniendo las manos unos veinte centímetros encima del cenicero.
El mago, bien empolvado y su partenaire, toda pintarrajeada, miraban a Julius como implorando.
—¿Y ahora? —preguntó Rafaelito, furioso.
—Ahora yo puedo sacar la piedrecita sin tocar el cenicero.
Vilma terminó de comerse una uña, empezó con otra y Cinthia suspiró como aliviada. —¿Cómo?
—Mira, para que veas.
Rafaelito se abalanzó sobre el cenicero, levantándolo para comprobar que la piedra seguía allí abajo. En ese momento, la manita de Julius, temblorosa, robotiana, retiró la piedrecita.
—¿Ya ves? —dijo—; no he tocado el cenicero.
Al principio nadie entendió bien lo que había ocurrido, en realidad los niños tardaron un poco todavía en desternillarse de risa, pero ya Juan Lastarria había empezado a arrancarse bigotitos, Susana a odiar para siempre a Susan, linda, mientras el mago hacía volar palomas por todo el castillo, sacaba millones de huevos de todas partes y casi se traga el maletín. Julius miraba a Cinthia y los niños empezaban a aplaudir, cuando Rafaelito, verde y todo inflado de rabia, gritó:
—¡Pero tú no tienes casa en Ancón! —Y desapareció.
El mago todavía se cortó un dedo imaginario, se sacó un brazo imaginario, le atravesó una espada a su partenaire en pleno corazón y en fin, varias pruebas más que lograron calmar un poco a los niñitos, bien excitados se les notaba. Julius volvió a sentarse junto a Cinthia y Vilma, con tres uñas destrozadas, buscaba la mirada de Víctor.
Ya los niños habían regresado al jardín y allí esperaban que mamá o el chofer viniera a recogerlos. Habían iluminado todo con luces de mil colores y las caras de las amas se veían pálidas, casi tan blancas como sus uniformes. Ya lo único que querían era que los niñitos no se ensuciaran más, no tardaban en venir por ellos. Y ahí los iban llamando por su nombre y apellido, que a fulanito, que a menganito, que a zutanito, y se iban retirando, previo beso de la señora Susana, en la puerta y previa cara de odio de Rafaelito, también en la puerta.
Más alegre era la cosa por el bar del castillo. Ahí Juan Lastarria, Susan y Chela, más otros familiares o amigos que habían aceptado pasar un ratito a beber un whisky, fumaban y conversaban alegremente. Claro que no faltaba alguna pesada que insistía en hablar del colegio de su hijo, pero en general, el ambiente era propicio para que Lastarria pudiera realmente entablar conversación con Susan y decirle my duchess, mil veces más y sentirse en la gloria cuando ella le decía darling, delante de medio mundo. Así la vida era más agradable, así sí que valía la pena vivir y para eso se había trabajado tanto en la vida, así, hablando de nuestros antepasados, de tu abuelo, Susan, tan británico en todo, tan señor, como ya no los hay y con ese nombre tan sugestivo, Patrick, estudió en Oxford ¿no?, ¡cuánta tradición! A Lastarria le fascinaba todo lo inglés, el castillo era una buena prueba de ello y por eso era tan maravilloso tener a Susan, nieta de ingleses, hija de inglés, educada en Londres, metida en el bar, ahí ya no faltaba nada ni nadie.
Sólo el mago; el pobre mago ya había guardado sus palomas, sus espadas, sus pañuelos de seda, hasta a su partenaire hubiera querido guardarla en el maletín y, ahora, a unos diez metros del bar, se mandó tremendo afarolado con la capa de Drácula, su partenaire lo ayudó a abrochársela, así se la ponía en las grandes ocasiones. Juan Lastarria notó su presencia y lo llamó, los llamó, para invitarles un whisky. Y él mismo se los sirvió, el mismo les puso hielo en cada vaso, entonces ellos empezaron a responder a unas cuantas preguntas. Preguntas como ¿Y el truco de las palomas, cómo lo hace usted?, o ¿Y cuando se corta y le sale sangre? Después, también, preguntas sobre su vida, su vida de artista, claro, ahí fue cuando la partenaire, qué bárbara cómo se pintarrajea, se puso sentimental y todo, hasta que ya era hora de que se fueran.
También en el jardín estaban sucediendo cosas. El trío Rafaelito-Pipo-Martín, acompañado de algunos nuevos adeptos a la mafia, había reaparecido decidido a jugar al perro y al amo, lo cual, en resumidas cuentas, quería decir, vengarse de Julius y a sacarle la mugre. Cinthia era la última mujercita que quedaba y se estaba quejando de frío y sudor, mientras Vilma se apuraba en abrigarla para volver a conversar con Víctor. Estaban los dos la mar de disforzados, bajo un árbol y todo, pero Vilma no dejaba que sus niños se alejaran mucho. Por eso ellos podían oír su conversación, algo así como:
—Yo iría, pues, a la esquina.