Más semanas pasaron y Fernandito continuó tranquilísimo y furioso. Cada día venía más maduro o más viejo o de peor humor. Hasta Morales lo respetaba. La profe de castellano, que era bien huachafa y la habían visto con su novio por la avenida Wilson, dijo que Fernandito era un caso de altanería excepcional, cosa que le puso la piel de gallina al pobre Sánchez Concha que se sintió convertido en un vulgar matoncito. «Ni hablar, decidió Sánchez Concha: mañana mismo cierro el pico, no le vuelvo a hablar a nadie, me vuelvo muy serio y si alguien se mete conmigo le pego una tremenda bofetada y después lo sigo mirando hasta que ponga cara de bobo y se largue tristísimo como Martinto.» Esa tarde, en su casa, se miró en el espejo y por fin la cara número veintisiete le pareció la más conveniente para enfrentarse a su nuevo destino. La ensayó ciento veintisiete veces y, a la mañana siguiente, la llevó consigo durante todo el trayecto casa-Inmaculado Corazón. Al entrar, Del Castillo le dijo por qué no te metes con Fernandito y él se arrugó íntegro y le aplicó soberana cachetada. Enseguida se arrugó más todavía para lo del efecto psicológico tipo Fernandito, pero Del Castillo era bien macho y, aunque Sánchez Concha le había pegado ya tres veces, se lanzó para lo del común catchascán, lo sorprendió al otro que seguía arrugadísimo, felizmente que reaccionó rápido porque hubo un momento en que Del Castillo lo tuvo debajo medio acogotado y todo. Terminada la pelea Sánchez Concha casi le explica que el apuro que había pasado se debía aun mal empleo de una nueva técnica y no a una ilógica pérdida de fuerza, «No vayas a creer que porque casi...», le estaba diciendo, pero se acordó de Fernandito y se puso serísimo y él no tenía que darle explicaciones a nadie, ¿a nadie?... bueno, a sí mismo sí, porque acababa de fallarle lo del golpe único y luego eso de tus ojos en mise fijaron con tal fuerza en el mirar, que es cuando Del Castillo debió haberle bajado la mirada pero en cambio se le vino encima y casi casi.
Otro Del Castillo, zambo éste, treinta y cinco años y fotógrafo oficial del colegio, llegó esa mañana para lo de la fotografía anual. Había desayunado temprano, allá en la chingana de la esquina. Ahí estaban también los amigos del barrio y qué tal si le entramos al día con una mulita de pisco, pero Del Castillo, que era medio artista y por eso trasnochador y bohemio de chalina y emoliente, les respondió, bien varonilmente les dijo que ni hablar del peluquero, que esa mañana se iba a ganar los pesos, tengo que fotografiar en claustro, foto en claustro es cosa seria y hay que cuidar el aliento. Se iba a fotografiar a miles de blanquiñocitos que estudian allá por San Isidro, tremendo colegio con sus monjitas norteamericanas, la mulita de pisco para otro día, nunca cuando hay que fotografiar en claustro. Abandonó a los compadres Del Castillo, los dejó en la chingana, limpiándose la garganta de anoche, escupiendo sobre el aserrín de la mañana, y partió rumbo a lo del claustro y la seriedad. Y ahora la Madre Superiora lo presentaba como todos los años, el siñor Delcastilo, y todos, buenos días señor Del Castillo, y luego otra vez la Madre Superiora, en inglés, ha venido a tomarles una foto para que la guarden de recuerdo, para que algún día se la enseñen a sus nietecitos, mira hijito, abuelito fue también un niño hace mil años. Se ponía igualita a abuelito, al menos ella lo creía, se arrugaba todita la madre superiora y te enseñaba temblando la foto que Del Castillo te iba a tomar en cuanto la gorda, sí madre, sí madre, en cuanto la gorda acabe con el palabreo y me deje tranquilo para ganarme los pesos. Pero la Madre Superiora siguió todavía un ratito con lo del nieto y el abuelo, le encantaba ver a los niños reírse con sus bromas. Hasta Sánchez Costa soltó la risa por un momento, pero ahí fue cuando vio que Fernandito presenciaba la escena furioso y adoptó rápidamente la cara número veintisiete. Lo malo fue que, a la semana, Del Castillo fotógrafo, trajo las fotos listas y Sánchez Concha descubrió que Fernandito había posado feliz, con una sonrisa de oreja a oreja, una que nadie le había visto nunca y él, en la hilera del centro, más alto que todos pero con una cara que parecía que iba a tirarse un pedo en cualquier momento o que le dolía terriblemente el estómago, qué complicada era la vida. Sánchez Concha se guardó rápido la foto en el bolsillo del saco y volteó a mirar qué pasaba con el resto de la clase. No pasaba nada, o mejor dicho sí: todos compraban su foto para enseñársela a mamá y que no crea que le pedí el dinero por gusto, todos compraban su foto menos Fernandito que ni siquiera se tomó el trabajo de mirarla. Del Castillo fotógrafo se le acercó y Fernandito le soltó un no, más seco que los desiertos de nuestra costa. Unos cuantos años más y Fernandito, de puro corrompido, tendría su lugar entre los de la mulita matinal de pisco, allá muy lejos de San Isidro, algo así captó Del Castillo, fotógrafo del recuerdo.
«Todo listo para la mudanza», decía el cable del arquitecto. Juan Lucas se lo leyó a Susan, en la suite del hotel Ritz, de Madrid. Se habían venido en viaje relámpago, primero pasaron una semanita en Londres y se adoraron en un restaurant hindú donde Juan Lucas era amigo del chef y luego volaron a Madrid donde aprovecharon para ver tres corridas del Briceño que estuvo estupendo. «Todo listo para la mudanza», repitió Juan Lucas e inmediatamente decidieron ponerle fin a tanto placer. El del Golf cogió el teléfono y pidió comunicación con su agencia de viajes. El primer avión para Lima y ahora sólo faltaba hacer las maletas de cuero de chancho y cancelar dos o tres compromisos que tenía pendientes con amigos madrileños. Una pesadilla eso de instalarse en la casa nueva, pero Juan Lucas andaba chocho con su nuevo palacio y no veía las horas de inaugurarlo con tremendo coctelazo. A Susan le encantó la idea de regresar tan rápido porque había dejado a los chicos solos en la suite del Country Club, y Bobby, sobre todo, era capaz de cualquier cosa. «A lo mejor ha desalojado a Julius y se ha instalado con la canadiense en nuestro dormitorio», le dijo Juan Lucas, muerto de risa, cogiendo nuevamente el teléfono para ordenar unos martinis que iban muy bien con las ocho de la noche.
Bobby no había instalado a nadie en el dormitorio de sus padres, pero en cambio había estrellado la camioneta frente a la casa de la niña nueva de Villa María y también le había vaciado los frenos al Mercedes, durante uno de los frecuentes pleitos con Peggy la canadiense. Últimamente se llevaban muy mal los dos y ella ya no quería escaparse a pasear en auto con él. Una tarde discutieron larguísimo y, cuando a Bobby se le acabaron los argumentos, arrancó el motor y se la llevó aterrada rumbo a la casa de la niña nueva del Villa María. Ahí tiró trompos hasta que Peggy lloró de miedo y le dijo que todavía lo quería, en el preciso instante en que los frenos del Mercedes dejaron de funcionar. Total que Carlos tuvo que ir a recoger a los señores al aeropuerto en el Jaguar, y Juan Lucas prefirió pagarle un taxi de regreso al hotel, porque en ese carro tres personas viajaban muy incómodas.
Susan besó a Julius y le dijo que lo había extrañado muchísimo. Bien mentirosa pero también bien buena era Susan porque, al terminar de decirle que lo había extrañado muchísimo, se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en él y que no había sentido nada al decirle que lo había extrañado muchísimo. Entonces se le acercó de nuevo y lo besó adorándolo y le dijo otra vez te he extrañado muchísimo darling, y ahora sí se llenó de amor y pudo por fin quedarse tranquila. Juan Lucas, bromeando, le preguntó si tenía alguna queja que darle sobre la conducta de su hermano Bobby. Julius le dijo que ninguna y el golfista celebró eso porque sólo los mariconcitos, los tontos pollas y los cipotes se quejaban de sus hermanos o de sus amigos. «Acusar es de gilipollas», agregó, encantado con las expresiones tan españolas que había recuperado para su vocabulario. Carlos apareció en ese instante cargando algunas maletas que se había traído en el taxi, y Juan Lucas le dijo que cómo así le había dado las llaves del Mercedes a Bobby, que si no había tenido suficiente con estrellar la camioneta. Carlos se arrancó con tremenda explicación: que al niño quién lo va a parar cuando quiere algo, que él sólo se había quedado con las llaves de la camioneta, que seguro las del Mercedes las encontró el niño en la suite, etc. Julius, que seguía la escena con gran atención, le dijo que parara ya de acusar porque tío Juan les llamaba maricones y tontos pollas a los que acusan. Juan Lucas maldijo la hora en que conoció a Julius, y Carlos, que era muy criollo y algo sabía del derecho de huelga y eso, se debatió entre el señor aceptará mi renuncia, una mentada de madre, vamos afuera y aquí está usted en lo suyo pero vamos respetando. Incomodísima la situación, felizmente Carlos miró a Julius y sintió respeto por el padrastro del niño y se tragó su amargura, pero desde ahora en adelante él era el chofer de la señora y punto, yo no le aguanto pulgas a nadie, vamos respetando. Dejó las maletas en el lugar que Juan Lucas le ordenó y se marchó a fumar donde la atmósfera esté menos cargada. Lo malo es que Juan Lucas hacía rato que se estaba cagando en él, aunque no en Julius: tal vez no hayas salido mariconcito, felizmente, pero te pareces a la lora de los cuentos, todo tienes que repetirlo...
—Bueno, anda, llámate a un botones para que nos ayude a subir estas maletas... anda apúrate.
Tres días después Julius entretenía a sus compañeros de tercero, contándoles el asunto de la mudanza. Ni estudiaba ni nada. Esa noche era la primera que iban a pasar en el palacio nuevo y todo estaba hecho una leonera. Susan se paseaba atareadísima aunque, viéndolo bien, nunca llegaba a hacer nada, a lo más controlaba que los camioneros no fueran a romperle alguno de sus nuevos muebles o que no le fueran a estropear ninguno de sus cuadros preferidos. Pero tanto temor era injustificado porque los camioneros eran verdaderos especialistas y en realidad ella no tenía por qué preocuparse tanto. Más tarde vino el decorador pero sólo para los últimos toques ya que, desde tiempo atrás, Juan Lucas había firmado la suficiente cantidad de cheques como para encontrar el palacio perfectamente habitable el día en que les tocara instalarse. El decorador era mariconsísimo pero ello no impedía que se le cayera la baba por Susan, y Susan encantada porque los maricones son siempre tan conversadores y uno puede pasarse horas hablando con ellos sin sentir que te quieren para otra cosa. Más bien cuando Julius llegó del colegio, le encargó que no se le alejara mucho porque el decorador ya le había echado ojo. Era de buena familia el decorador, tan elegante como Juan Lucas sólo que con más colorín por lo de la mariconada, y no era de los que andan tras los chocolateros de los cines, ¡qué va!, éste era de los que en cualquier palacio de Monterrico o de San Isidro se te pone a jugar con los niños, y entre broma y broma, les sale con una peleíta de lucha libre y cosas por el estilo... Pero felizmente el encargado del buen gusto en el palacio era artista de gran conciencia profesional y a la hora de trabajar se olvidaba de todo lo que no fuera su arte, o sea que el asunto no pasó de una buena mirada al pobre de Julius, que no comprendía bien qué diablos hacía esa especie de pavo real dándole instrucciones a todo el mundo ahí. Poco a poco lo fue comprendiendo, pues a medida que pasaban las semanas, el palacio iba quedando cada vez más lindo, cualquiera de estos días se les desmayaba el del buen gusto al ver su obra culminada. Feliz el decorador. Se despeinaba íntegro mientras trabajaba y gritaba nerviosísimo y lleno de inspiración que así sí que daba gusto trabajar. «Mucha plata en Lima —les explicaba a Susan y a Juan Lucas—, mucha plata en Lima pero también cada señora, ¡para qué les cuento! Ustedes no saben toda la huachafería que puede tener cabida en una ciudad. Te piden que vengas a decorarles una casa y son ellas las que quieren dirigirte, ¿entonces para qué he estudiado yo en Roma?, ¿para qué?, ¡díganme! ¡Díganme para qué!... ¿Para que una señora que en su vida ha pasado de la esquina del barrio te obligue a que le decores una torta de merengue?... ¡Horrible! ¡Espantoso!... Lima para el trabajo y el dinero, nada más que para eso, para todo lo demás Europa, oye, no hay como Europa... Pero no me cuenten de su último viaje todavía... No me maten de la pura envidia porque todavía me falta mucho en el comedor. ¿Esas cortinas, las instalaron? A ver, voy voy voy, hay que verlas instaladas antes de decidir la ubicación de los cuadros. A mí las cosas sólo perfectas.» También a Juan Lucas las cosas sólo perfectas y los hombres sólo hombres, o cuando menos no tan amanerados como el ejemplar del buen gusto. Le propuso un whisky para taparle el hocico, qué diablos le importaba haber sido amigo de su padre, él no tenía por qué soplarse tanta mariconada.
Celso y Daniel hicieron su reaparición por esos días. Arminda se había venido desde el primer día y había ayudado en todo lo posible, aunque a Juan Lucas no le gustaba mucho que andará por toda la casa así tan fea, íntegramente vestida de negro y con las mechas azabache colgándole por la cara. Susan tuvo que mandar a Carlos hasta la barriada para traer a sus dos mayordomos. Se quedaron hasta el último momento, aprovechando lo de las vacaciones pagadas para terminar con sus casitas estilo con-mis-propias-manos, allá en el terrenito. Grandes abrazos y gran reunión hubo en la sección servidumbre del nuevo palacio. Hasta Susan vino a saludarlos y ni hablar de Julius que se instaló ahí desde que llegaron Celso y Daniel y se acostó tardísimo esa noche. Muy moderna y funcional era la sección servidumbre. Había botones por todas partes, y a cada rato se escuchaba la voz de Juan Lucas por uno de los mil altoparlantes empotrados en las paredes. El que más gozaba con el sistema era Carlos. Eso de escuchar la voz del señor y poderle contestar váyase a la mierda, sin que nada ocurriera era cojonudo. De repente, por ejemplo, la voz de Juan Lucas pedía hielo para una copa, y Carlos feliz le contestaba ven a buscarlo tú mismo. Claro que el de allá no se enteraba pero era cojonudo de todos modos. A Arminda no le gustaba mucho el asunto, sobre todo cuando Carlos decía esas cosas delante de Julius. Agachaba la cabeza y su rostro, expresando sabe Dios qué, desaparecía oculto entre sus mechas. Otra cosa que le molestaba bastante era lo moderno. Es verdad que todo era bien blanco y estaba nuevecito y bien limpio, pero las mesas siempre han tenido cuatro patas y ahora, de pronto, la pobre se encontraba con una mesa de una sola pata, al centro. «No tarda en venirse abajo mientras comemos», pensaba, y no se atrevía a cortar la carne ni a apoyar los codos por no hacer presión. Además, las sillas tenían muy poco espacio para las nalgas y en cualquier momento ella se iba a descuidar y se iba a resbalar por un lado, un golpe malo, «A mi edad las caídas y los golpes saben ser muy malignos», le explicaba a Carlos, que siempre se burlaba respetuosamente de la Doña.