Maitre y mozo se cuadraron junto a la mesa y esperaron que se movieran. Se movieron, hicieron el ademán de ponerse de pie, maitre y mozo se abalanzaron suavísimos sobre el espaldar de sus sillas. Ahora los tres estaban de pie. Julius miró una vez más, la última: José Antonio Bravano, muerto, encendía un puro; su mujer también muerta o dormida o le molestaba el humo pero siempre. Tenía que pasar delante de su mesa, para dirigirse a la puerta que comunicaba el restaurant con el interior del hotel. Empezaba a avanzar cuando escuchó la voz de Juan Lucas llamándolo y señalándole la puerta que daba al jardín exterior y a la calle. «Para qué, si por aquí es más corto», pensó, pero ya la escolta se precipitaba educadamente sobre la otra puerta, obligándolo a cambiar de dirección y a seguirlos. Susan permaneció un instante más junto a la mesa, y aplastó con la palma de la mano la cucharilla que continuaba clavada sobre la ya deforme y gastada bolita de vainilla; la espadita se hundió en la crema pero no encontró apoyo y resbaló sobre el borde de la copa. Se apresuró hasta la puerta, todavía alguien allá al fondo la conocía, la vio salir encantada.
Ahora estaban mudos. Julius, demasiado cansado, no iba a preguntar por qué salían hasta la calle, por qué no seguían el camino más corto, el caminito que cruzaba el jardín y llevaba hasta la puerta principal del hotel. Juan Lucas avanzaba seguido por Susan; dos metros más atrás venía Julius mirando el brazo extendido de su madre, la mano rígida, abierta como si le fuera a decir ven, cógete de mí, avancemos juntos. Pero ahí nadie decía nada. Julius se moría de sueño, no podía ser, algo pasaba porque de pronto el tío se había detenido, se había apoyado en el Jaguar y esperaba que ellos terminaran de acercarse.
—Bueno, jovencito, la noche se ha terminado para usted —dijo, casi desafiante. Le quedaba olor a Yardley para varias horas.
—Nos vamos a dormir, Julius.
—Yo creí que tío Juan Lucas quería llevarnos a pasear...
—Darling, si hay algo que tío Juan Lucas no quiere es llevarnos a pasear.
—Voy a tomarme una copa, Susan; ven conmigo... No creo que tú tengas tanto sueño.
—Te equivocas, darling; me muero de sueño.
—Bien, como quieras; yo me voy.
—Good-bye, darling.
Juan Lucas subió al automóvil y puso el motor en marcha, mientras Susan y Julius avanzaban hacia la entrada al jardín exterior del hotel. Susan se detuvo, volteó: el Jaguar retrocedía, Juan Lucas maniobraba, detuvo el automóvil al ver que ella lo miraba.
—¡Qué pasa! —gritó.
Susan puso el brazo sobre el hombro de Julius, avanzaba nuevamente, no pasaba nada. El Jaguar continuaba parado en medio de la pista.
—¿Qué hubo de ese mensaje, Susan?
Entraban al jardín, caminaban por una vereda hacia la puerta principal del hotel, una puerta giratoria. ¿Qué había de ese mensaje? Susan no escuchaba el motor del Jaguar, seguía parado ahí, un automóvil iba a entrar veloz por esa pista en curva, iba a estrellar, iba a matar a Juan Lucas, ¿qué había de ese mensaje?... Terminaban de subir la escalera de piedra del jardín a la puerta.
—Tú primero, darling.
La puerta giratoria, enorme, de vidrio y madera, cuatro pequeños compartimientos, cuatro personas podían ir entrando. Julius se metió, la hizo girar, Susan lo siguió, entraba en otro compartimiento, él empujó fuertemente, una broma que a menudo le hacía, ella no lograba contener la puerta, casi se bamboleaba, no logró contenerla, apareció nuevamente en la escalera, sobre el jardín: el Jaguar se ponía en movimiento, roncaba el motor, no podía ver a Juan Lucas que ahora viraba para tomar la avenida del Golf, rumbo al Freddy Solo's Bar, donde tantas veces habíamos... tell her, dile que se muera, que se quede en Lima, ya verá, ya verás como mañana hace veinte años que estás aquí, no que seas infeliz, pero hace veinte años que dejaste de ser feliz o joven o libre o soltera o motociclista, de motociclista a esposa, de libre a puta, de soltera a ama de casa, de lo que quieras a lo que un día descubres, de Sarrat, de Londres a un caserón húmedo, quédate, Lima te devuelve hasta la virginidad, el traje de novia, la iglesia, la respetabilidad, todo te lo devuelve si quieres jugar con ella... Susan se lanzó sobre la puerta, la pateó para hacerla girar. Julius tiró desde adentro, la esperaba, esta vez no le había gustado la broma, avanzar callado, dejarse seguir hasta el ascensor, esperar que encienda el cigarrillo, que mire hacia el bar que ya está cerrado, que vuelva, esperarla con la puerta del ascensor abierta. Susan sintió que algo se la tragaba, la puerta del ascensor se cerraba a su espalda, esta parte había terminado.
La sueca esperaba sentada en el MG, estacionado en la puerta del Freddy Solo's Bar. Ya se estaba hartando la pobre, no veía las horas de que Juan Lucas apareciera. Primero estuvo sentada con las piernas estiradas y fumando. Se le acercaron tres playboys, dos borrachos, un chileno, unpurser, otro que dijo ser magnate y uno que se presentó como Pericote Siles pero que pisó una caca de perro y se fue avergonzadísimo. A todos la sueca los mandó a la puta de su madre que era lo último que había aprendido y le encantaba. Continuó sentada valientísima y muy segura de sí misma, hasta que se le acercó uno que decía que le quería cuidar el carro. Ese casi la mata del susto, casi grita ¡auxilio! la sueca. Ni a eso se había atrevido y el tipo seguía parado ahí, con la gorra inmunda de marino, con todo inmundo. Había salido de entre la noche; el letrero intermitente del Freddy Solo's Bar lo hizo aparecer verdoso, y se le acercaba y era un ladrón o un asesino peruano o un loco o eso que llaman las barriadas; lo cierto es que repetía cuidar, señorita, y ella con el miedo no le entendía y el otro pensó americanita la rubia, y para traducirle no encontró mejor medio que el de pasarle la franela inmunda que llevaba por la luna delantera, se la dejó totalmente empañada, y ahora sí ella estaba segura de que ese era el comienzo de un crimen horrible en esta tierra de salvajes. Pegó un salto la sueca y cayó sobre la vereda, al otro lado del automóvil. ¡Que se largara!, ¡que se largara!, le rogaba al tipo y el otro dale que dale con lo de cuidar, ya hasta se ofrecía a traerle un baldecito para lavarle las llantas, pero la sueca empezó a subir la capota del auto sport, la aseguró bien por todos lados y luego se subió ante la mirada desconcertada del guardián, que ahora insistía en enseñarle una tapita de Coca-Cola que llevaba prendida en la solapa y que, según él, le daba jurisdicción sobre todos los carros que llegaban a ese bar, desde hace siete años, además. Ya lo de la chapita de Coca-Cola tranquilizó un poco a la sueca, también eso de que no empezara nunca con el crimen la había hecho pensar que probablemente se trataba sólo de un loco nada peligroso. Por si las moscas cerró bien las lunas y le puso seguro a ambas puertas, no se movería hasta que llegara Juan Lucas este hombre de mi-er-da, demorrón. Pero Juan Lucas se había demorado más todavía, y la sueca pudo ver cómo los hombres que llegaban solos o acompañados por mujeres de toda clase y tamaño no le tenían ni miedo ni asco ni nada al tipo ese, a nadie se le había ocurrido avisarle a la policía para que se lo llevaran al manicomio. Por el contrario, los hombres le encargaban su automóvil, «Cuídamelo pero sin ensuciarlo», le decían, bromeando, y algunos le añadían su palmadita en el hombro que seguro tenía lepra o algo como los perros. Hasta popular no paraba el tipo, y sabía muy bien cuando alguien no era peruano, lo notaba en el pelo rubio o en la «lengua», porque los que no hablaban peruano hablaban «lengua», y él se sabía sus palabras: «I mister, I mister», les decía, y ellos le soltaban monedas y le confiaban sus automóviles. «Le voy a preguntar a Juan Lucas», pensó la sueca, que aún no lograba perder el miedo del todo.
Se olvidó de la pregunta. Se olvidó de la pregunta, del tipo con la gorra de marino inmunda y del miedo. Se olvidó de todo cuando vio que a su derecha, precisamente en el espacio que un Cadillac acababa de dejar vacío, aparecía la nariz aerodinámica del potente Jaguar. Juan Lucas estacionaba, extraía la llave del contacto, inclinándose ligeramente, y la sueca aprovechaba la luz intermitente del letrero del bar para deleitarse en la contemplación de esa nuca en que se deslizaban algunas canas perfectas, apropiadísimas, el símbolo del hombre interesante y de la masculinidad para ella. Apagó su último cigarrillo, bajó del MG para esperarlo y entrar juntos. Quería un whisky para mirar el vaso en la media luz, con la música entre el humo, quería que le hablara poco y bien dicho, y ella voltear de rato en rato para gozar de su nuca bronceada, adornada de plata y de seda. Juan Lucas empujaba la puerta del Freddy Solo's Bar, la dejaba entrar.
Susan lo vio sentado, casi dormido sobre la cama. La corbata le colgaba de una oreja mientras con gran dificultad se desabotonaba la camisa. Ella había querido arrojar su vestido azul por el balcón de la suite pero esas cosas no se hacen, ella no era la sueca, ¡a la mierda con todo! ¿Para qué había entrado al cuarto de Julius ? Sí. Para no decirle que esta noche mami iba a dormir sola y si quería meterse en su camota, hay espacio para veinte en mi camota, ¿qué te parece, darling? Le espantó el proyecto, Julius la miraba, ¿qué pasa?, ¿algo malo con tío Juan? Eso no pasa nunca, se ríen toda la vida pero... ¿Qué diablos hacía ella ahí?, no decirle que esta noche voy a dormir... La bata la asfixiaba, podría tomar un duchazo, no, pastillas para dormir... Susan salió disparada en busca de un whisky pero en el camino todo dejó de importarle, sólo que Julius debía haberla notado rarísima... ¿Qué pasa esta noche y ahora mami ha cerrado su puerta y tose o llora?
Las chicas del barrio Marconi se pusieron sus gorros y se metieron juntitas al agua, por el lado menos profundo de la piscina. Era un buen momento porque el gringo parecía cansado luego del salto mortal número catorce de esa tarde, se había marchado el gringo, se había perdido entre los jardines, era un rosquete de mierda, siempre desaparecía en el instante en que ellos iban a romperle el alma, la otra tarde también se había escapado. Pero no importaba: el momento de romperle el alma llegaría, cualquiera de ellos bastaría para la tarea, lo que pasa es que todos querían pegarle, en el fondo es una manera de que mi hembrita me quiera más, ya ahora le meto lengua, imagínate si además le pego al gringo. El otro día Carmincha le dijo a Pepe por qué no te tiras un salto mortal como el gringuito, cojuda de mierda, claro que Carmincha es medio putillona, su mamá está divorciada y todo, al pobre Pepe uno de estos días me lo adornan y ellos no querían cornudos en el barrio, la fama muchachos, habría que aconsejar a Pepe, que le cayera a Norma, ésa fijo que lo acepta, cualquier cosa porque ellos no querían cornudos en el barrio.
Los muchachos del barrio Marconi, con la peinada de después del almuerzo, fumaban controlando a cuanto bañista desconocido se arrojaba a la piscina. Ocupaban su banca de siempre, sentados unos, otros de pie a ambos lados, el resto también de pie detrás de la banca, apoyándose en el espaldar y, de vez en cuando, soltándole la ceniza del cigarrillo a uno de los sentados. «¡Me cago!», gritaba la víctima, incorporándose para devolver la broma con un escupitajo pequeño, compacto, perfecto que golpeaba certero la camisa del primer bromista. «¡Tísico de mierda!», gritaba éste, limpiándose con el pañuelo, mientras el otro extraía del bolsillo posterior del pantalón kaki o azul un peinecito tipo cholo, lo mejor para armarse nuevamente la montañita engominada que te da uno, dos y hasta tres centímetros más de estatura. Fumaban hasta quemarse los dedos, luego arrojaban las colillas encendidas al pie de la piscina, a ver si alguien viene descalzo y se quema la pata. Ya los habían descubierto y el administrador les había llamado la atención, pero ellos negaron rotundamente, de todo nos acusan y, además, que no jodan, hombre. Continuaron divirtiéndose cada vez que alguien se quemaba la planta del pie y se arrojaba desesperado al agua. Al gringo le llenaban el camino de colillas encendidas, pero el gringo salía empapado de la piscina y corría mojando todo lo que pisaba, nunca se había quemado, se le pegaban las colillas en las plantas de los pies y el tipo como si nada, seguía corriendo, trepaba nuevamente al trampolín, volaba, salto mortal sabe Dios número cuántos, salía nuevamente por el borde y por enésima vez corría hacia el trampolín con los pies llenecitos de colillas que se apagaban sin quemarlo. «Pobre gringo», había dicho Carmincha, pero Carmincha ya todos sabían lo que era, hielo con Carmincha, y tú, Pepe, a tomar desahuevina, había que aplicar la ley del barrio.
Pero las chicas del barrio Marconi dijeron que no, que ni hablar de romper con Carmincha, ellos qué se habían creído. Ellos fumaron más y pelearon toditos con toditas, a buscarse la hembrita en otro barrio, un amor en cada puerto y todo eso. Por la noche Luque se robó el auto de su cuñado y el barrio en pleno, como sardinas en lata, partió a beber y aterrizó borracho en un prostíbulo de la avenida Colonial. Tres se aventuraron, otros ni aventura ni plata para la aventura, sólo para beber unas cervezas más. Dos desertaron enamoradísimos después de la tercera botella, hubo uno que quiso suicidarse, lo cierto es que al día siguiente todos se sentían pésimo cuando llegaron a la piscina del Country. Las chicas no habían ido por la mañana y ellos fumaron como bestias y se pasaron horas prendidos a la barra del bar, pidiendo agua helada para apagar el incendio que los consumía. De vez en cuando controlaban la puerta de ingreso a la piscina, pero ni sombra de las chicas. Ellos no sabían que se estaban probando sus uniformes: el verano se acababa.
Por la tarde sí vinieron toditas, pero ellos se cagaban en ellas y no las saludaron. Las pobres estaban arrepentidísimas. Carmincha quería hablar con ellos y explicarles que ella era así, que no había nada de malo en su manera de ser, quería pedirles por favor que la perdonaran, ojalá que se apuren porque ellas la habían convencido, tienes que disculparte, hazlo por nosotras, y ya se le estaban quitando las ganas. Lo haría por Cecilia que era la única que la comprendía, pobre, el gringo le gustaba más que Pepe, Cecilia comprendió cuando la vio llorar. Sí, lo haría por ella. Por ella esperaría a que el gringo terminara sus saltos mortales y sólo entonces se bañaría con todas, era la única manera de que ellos se dieran cuenta de que los querían, más tampoco hay que hacer. Se pusieron sus gorros y se metieron juntitas al agua, nadaban despacito, los miraban, puff se zambullían, debajo del agua los querían horrores.