Pero la sueca era una excepción; también los chicos de Altamira, que andaban en la época en que el periódico se abre en la página de los cines y punto. Los demás no, y había de verlos cuando se acercaban, unos poco a poco, como quien no quiere la cosa, otros al estilo Lastarria, como quien sí quiere la cosa, aunque los había también que no se acercaban, parece que el Premier gozaba de sus antipatías. Y él debía saberlo porque temblaba un poquito todo el tiempo, ni más ni menos que si se estuviera muriendo de miedo; en el patio encantado siglo xx prácticamente no había rincones, pero él como que los buscaba, casi se diría que los creaba, como que se iba arrinconando siempre; además se cuidaba mucho la mano porque te entregaba una especie de estropajo y, antes de que pudieras encontrarle el hueso, ya te habías quedado sin nada. Ernesto Pedro de Altamira protegía a su invitado momentáneamente más importante, ayudándolo a evadir algunas conversaciones preguntonas que se hacían muy largas, o las embestidas de algunos entusiastas, o las caras de algunos que venían con cara de ya sabe a quién va a joder usted con su nueva ley. Finita, finísima, se acercó con un vaso de jugo de toronjas y se lo puso en la mano al Premier que sintió un cierto entusiasmo y vio a Susan, linda, y pidió por favor que quería saludarla: la quería mucho, fue compañero de universidad de su primer esposo, años que no la veía, la quería mucho, siempre, siempre la quería mucho, tenía que acercarse a saludarla. «Susan la bella, la bella Susan, Susan la bella», iba diciendo el Premier mientras avanzaba con su jugo de toronjas y los invitados se iban acostumbrando a su presencia y la última ley en realidad no los perjudicaba en nada; los invitados lo veían cruzar el patio, Lastarria se inflaba de orgullo y el arquitecto de moda hubiera querido hacerle una casa gratis al Premier.
«Aquí te traigo al señor ministro —dijo Ernesto Pedro de Altamira, añadiendo tensísimo—-: no sabía que era un gran admirador tuyo.» «Muy antiguo, muy antiguo», iba repitiendo el Premier, mientras que Altamira se alejaba excusándose y sintiendo que un músculo le tiraba desde el hombro, obligándolo a cerrar el ojo izquierdo. Susan vio un muchacho con un terno pasado de moda pero elegantísimo y hablaba siempre de política, quería bailar conmigo, vio también a Santiago, su novio, bailaba conmigo... «Muy antiguo, muy antiguo», continuaba repitiendo el Premier, y ella vio un vaso amarillo que iba quedando sobre una mesa blanca y luego al ministro en un montón de fotografías en todos los periódicos, vestido a la moda esta vez pero también en caricaturas horribles, deformes, volvió a verlo hablando de política justo antes de sentir que dos manos frías, sin huesos estrechaban sus brazos diciendo Susan Susan. «Darling», dijo ella, aún distraída, arrojando su mechón hacia atrás para volver del todo al patio, hasta Juan Lucas apareció conversando más allá con la sueca que se había puesto de pie y era bellísima. «Darling —repitió, esforzándose—: ¿y ahora cómo te voy a llamar?» Lo besó tiernamente en ambas mejillas, mientras él iba repitiendo Dodó, llámame Dodó como siempre... «Un hombre tan importante, darling...» «Dodó, Dodó, como siempre.» El Premier cogió su jugo de toronjas, le apetecía alejarse un poco más del barullo de las conversaciones. Tomó a Susan del brazo y lentamente la fue acercando a un punto del jardín desde donde podía divisarse Lima, al fondo, entre lucecitas como estrellas. El no se olvidaba nunca de Lima y un instante después ya había empezado a hablarle de política, pero esta vez ella fingía enorme seriedad y lo escuchaba y lo quería mucho y en ningún momento se iba a poner a llorar.
Con un pie apoyado en el borde de la lagunita, Juan Lucas cogía otro vaso de whisky y seguía contándole a la sueca historias sobre la selva del Perú, «¡Ah!, es algo que no hay que perderse», le decía mientras ella introducía, sabe Dios cómo, una mano en el bolsillo posterior del pantalón estrechísimo y con la otra cogía su quinto whisky, estallando de golpe en tremenda carcajada y derramando medio vaso, porque Juan Lucas acababa de reducirle la cabeza con un procedimiento que nadie conocía. También él se mataba de risa cuando ella extendía el brazo con su cabecita reducida colgando de los pelos y la miraba y luego se la iba colocando en la cara a los chicos de Altamira. Pero a ellos no les hizo la menor gracia: comprendieron los pobres que esta noche con la sueca nada, justo cuando se había marchado el hermano mayor; comprendieron y se marcharon hacia la repostería con la esperanza de tomarse unos whiskys a escondidas de sus padres.
A algunos invitados no les gustaba mucho eso de que la sueca se hubiera puesto a putear en pleno cóctel, pero ya la mayoría había bebido lo suficiente como para que el asunto fuera quedando poco a poco de lado y cada vez se notara menos. Sólo a Lastarria le seguía fastidiando lo de Juan Lucas y la sueca. Quería acercarse y traerse a Juan Lucas a conversar con él y con otros, pero se moría de miedo de otra mentada de madre de esas rarísimas, esta vez en pleno cóctel y entonces sí que tragúeme tierra. No sabía muy bien qué hacer el pobre y a Susan no se le veía por ninguna parte. En cambio al arquitecto de moda sí se le veía por todas partes; era muchachón el arquitecto y su esposa joven y elegante, hasta bonita no paraba y parece que no decía tonterías cuando hablaba tonterías con las otras señoras. Lastarria lo miraba y se debatía entre hacerse una casa con él y quitarle el saludo: mira cómo se sonríe, calculador, simpático, mira cómo no tiene barriga, yo tampoco (sacó pechito), es fortachón a la de verdad y debe hacer tabla hawaiana... Cambió de postura Lastarria, de whisky también y por allá, al fondo, distinguió a Finita y todavía no había charlado con ella. Allá iba ahora, y entre la carrerita y las venias no tardaba en irse de cara al suelo, pero como últimamente se había asociado con Juan Lucas ya no hacía tanto el ridículo y llegó sano y salvo. Colocó su whisky anunciador en medio del círculo y esperó la sonrisa de Finita: «¿Y Susana, Juan?», le preguntó Finita, finísima, y él se arrancó con una historia interminable que todos en el pequeño grupo escuchaban con santa paciencia hasta que, de repente, un soplido caliente que venía de arriba lo hizo decir: «bueno, ¿y tú, Finita? Ya creo que todos te habrán felicitado por este palacio de cristal...» Al segundo soplido caliente, Finita pensó que tal vez debía presentarlos: «Juan le dijo es Lalo Bello, nuestro primer historiador, el hombre que más historia sabe en el Perú.» Lastarria cambió el whisky de mano, alargó el brazo feliz pensando en la guerra con el Ecuador, pero ahí se le acabó la historia y su sonrisa ¿quieres-sermi-amigo? desapareció al coger una mano de trapo caliente y húmeda que venía de un gordo inmenso, que no le hacía el menor caso mientras lo saludaba y que sólo volteó a mirarlo cuando retiró la mano asquerosa: Lastarria creyó que iba a hablar porque se inflaba todito, pero lo que hizo fue soltarle otro soplido caliente de arriba a abajo, en plena cara, y cargado de un desprecio cuyo origen se remontaba indudablemente al virreinato.
Y es que el gordo vivía en una casona vieja con zaguán y todo, en el centro de Lima, y era su tía la que tenía aún un poco de dinero y le daba semanalmente su propina y algo extra también para que se compre más libros. No tenía carro ni nada Lalo Bello, pero subía en taxis y partía a cuanta reunión hay como la de Altamira, después la gente lo invitaba a comer y en algún momento él le contaba al dueño de la casa de quién fue la hacienda que hoy es Monterrico, en 1827, por ejemplo. Siempre le dolían sus anchísimas caderas y tenía pie plano, asma, callos y juanetes y una cara que con ella debió acabarse el imperio romano, en todo caso, en la actualidad, era a través de ese rostro que decaía occidente. Pero Lastarria no perdía las esperanzas con el gordo sucio y sacó una cigarrera de oro para ofrecerle un cigarrillo egipcio: Lalo Bello se contuvo un ataque de histeria, se introdujo un dedo homosexual entre el cuello de la camisa le dio íntegra la vuelta como si ya no tolerara ni un segundo más el calor ni la corbata ni nada, y por fin le dijo «neee», con un montón de aire calíente, al pobre Lastarria que llevaba horas ahí con la cigarrera de oro esperando y no quedaba nadie más a quien ofrecerle porque Lizandro Albañiles y Cocotero Tellagorri acababan de cambiar de grupo y a Finita el médico le tenía terminantemente prohibido fumar, además, Ernesto Pedro la estaba llamando porque ya el Premier había terminado su jugo de toronjas y tenía que marcharse. Lo cierto es que Lastarria decidió aceptarse un cigarrillo y ya se lo ponía en la boca, cuando notó que el historiador extraía un paquete de los peores nacionales, de papel el paquete, medio amarillento y todo aplastado, se llevaba un cigarrillo a la boca e inmediatamente empezaba a morirse de nervios porque las fibras del tabaco se le pegaban en los labios. No se controlaba Lalo Bello, y realmente lo que estaba haciendo era lanzar pequeños escupitajos de tabaco que bien podrían ir a parar sobre la solapa inglesa y a la medida del pobre Juan Lastarria, que tuvo la brillante idea de defenderse encendiéndole el cigarrillo con su encendedor de oro exacto al de Juan Lucas. Feliz con su idea, Lastarria lanzó el brazo en cuyo extremo iban apareciendo el puño perfecto de la camisa de pura seda, el gemelo de oro con su escudito a la de mentiras no más, y por fin fuego en el mechero que iluminaba amarillenta la papada grasosa y mal afeitada de Lalo Bello que, además, tenía un hombro descolgado y era completamente chato por atrás. Pero Lastarria estaba dispuesto a perdonarle todo al de arriba y se entregó vital, parecía que llegaba al estadio con la llama olímpica y era tan feliz porque el historiador le cogía la mano y lo ayudaba... Y lo seguía ayudando y no lo soltaba, parece que Lalo tenía la manía de hacer girar el cigarrillo con los labios y realmente incendiar toda la punta porque ahí el tabaco estaba siempre flojo, casi cayéndose y no se dejaba fumar bien; lo cierto es que le había cogido la mano al pobre Lastarria, se la había envuelto con las toallitas húmedas y tibias que eran las suyas, y el otro, ahí, medio empinado, casi colgando y entre sonriente y suélteme oiga, porque más allá el Premier besaba a Susan, despidiéndose, y ya no tardaba en pasar a su lado.
Ya venía el Premier y hubiera sido tan natural despedirse encontrándolo así, de casualidad y en buena compañía además, porque Lalo Bello podía tener los puños de la camisa inmundos pero era definitivamente importante. Pero Lalo Bello recién lo soltaba, muy tarde, el Premier ya no podía verlo, al gordo Bello más bien sí y seguro que se iban a saludar y él podría entrar nuevamente en escena, pero el Premier, que avanzaba conducido por tres de los dedos arios de Ernesto Pedro de Altamira y pensando en Susan todavía, divisó esas caderas anchísimas y ese hombro descolgado y se trasladó ipso facto a su despacho, donde su secretaria le leía la columna «Papeles viejos» de un diario, Lalo Bello sobre el origen de ciertas fortunas y odios políticos... El Premier pasó junto al historiador y su ojo izquierdo satánico se le vino casi hasta la oreja, una mirada de reojo que se convirtió en frontal y con odio, hubo el terror de Lastarria y el instante en que, finalmente, Lalo Bello se desinfló en el humo caliente de su primera, inmensa pitada y se ocultó furioso tras el humo porque su tía lo había resondrado por el articulito, más el pobre Lastarria perdido entre el aire asfixiante y a Lalo Bello le estaba dando un ataque horrible de tos.
Cuando volvió a sonar la música para Lastarria y nuevamente aparecieron los invitados en el patio, el gordo historiador se había retirado algunos metros del lugar y buscaba una silla y un whisky y un mozo que se lo alcanzara. Lastarria comprendió que era su oportunidad para escapar, tal vez Susan esté sola por ahí o Juan Lucas haya abandonado a la sueca... Pero algo llamó su atención y lo puso en busca de una columna que no existía en ese patio: Lalo Bello, ya sentado, se refregaba un pañuelo inmundo por la cara y llamaba a un mozo, a otro, a ése también y ninguno le hacía caso; lo veían y como si nada, en cambio seguían apareciendo en los grupos donde alguien acababa de pensar quiero otro whisky. Pero el gordo Bello como si no existiera, y hasta una mirada oculta de desprecio porque un mozo le caló la tela del terno y él tenía por lo menos dos mejores. Lo que Lastarria no captaba era que el gordo ni cuenta se daba, estaba muerto para todo lo que fuera darse cuenta de que había mozos que lo despreciaban; pedía no más, se refregaba el pañuelo por la cara y volvía a decir whisky, a secas, y tenía tanta sed y empezaba a pensar en su tiíta para que le trajera el vaso hasta los labios. Nuevamente dijo whisky, esta vez más fuerte, y Lastarria se ocultó tras la columna que no existía y fue el arquitecto de moda el que, simpático, calculador y con un terno comprado durante su luna de miel en Nassau, le dijo al jefe del servicio que andaba por ahí cerca: «oiga, alcáncele un whisky al señor». Se lo dijo medio en voz alta, lo suficiente como para que se oyera hasta allá, en todo caso, y el jefe del servicio, lo suficientemente antiguo como para saber quién era el señor Bello y tenerle su debido respeto, corrió a llamar al mozo más cercano y fue así como Lalo Bello logró beber un whisky y olvidar a su tía. Segundos después, ya aliviado, el historiador alzó la vista y miró hacia donde el arquitecto volteaba la cara para integrarse nuevamente a su grupo. Pero se había dejado ver la cara el arquitecto de moda. Lalo Bello había observado ese perfil sonriente y, un poco más a su derecha, había observado también a Lastarria saliendo de su escondite, dispuesto a construirse una casa con el joven artista. Enseguida el historiador echó la cabeza hacia atrás, como si ya no los quisiera ver, pero ambos continuaron flotando en el aire y él, dejando escapar un enorme, caliente y virreinal soplido de satisfacción, se puso a pensar en Plutarco y en lo de las vidas paralelas y en que, como siempre, alguien le ofrecería su automóvil y esta noche él pediría que lo dejaran en el Aquarium porque tenía ganas de comer una langosta y de beber buen vino para seguir imaginándose cosas que tal vez iba a escribir.
Se les veía perfecto en el patio encantado siglo xx. Ahora que ya habían bebido varias copas y que las conversaciones estaban completamente entabladas y los grupos definitivamente formados, el patio encantado siglo xx participaba de tanta elegancia y alegría, ofreciéndoles la protección de sus muros de cristal, que eran la casa maravillosa, iluminada, envolviéndolos y aislándolos de la noche en que se perdía Lima, allá al fondo, olvidada. Entre la música se escuchó un ¡ole!, probablemente de la sueca, porque el arquitecto de moda volteó a mirar y vio que se clavaba un dedo como un cuerno en el pecho y que Juan Lucas se reía fuertemente y echaba el cuerpo un poco hacia atrás, manteniendo siempre un pie sobre el borde de la lagunita y el vaso de whisky colgando entre sus dedos larguísimos, ligeramente apoyado sobre la rodilla flexionada. Finita y Ernesto Pedro de Altamira habían acompañado al Premier hasta la puerta; allí esperaron que su automóvil se pusiera en marcha y avanzara hacia el camino que descendía el cerro rumbo a las oscuras pistas de Monterrico y más allá, a la carretera que llevaba a Lima. Ambos volvían ahora al patio. «¿Hasta qué hora durará todo eso? —se preguntaba Finita al ver que sus invitados continuaban charlando alegremente—. Sólo el Premier ha tenido la consideración de marcharse temprano, éstos ni siquiera miran sus relojes, arrojan los cigarrillos encendidos sobre mi piso, mis lajas ¡santo cielo!, pisan las colillas, pasarán meses ¡Dios mío! antes de que mi casa quede nuevamente limpia y los mayordomos...» Transparente, Finita escuchó que la llamaban de un grupo y sufrió espantosamente porque no le quedaba otra alternativa que acercarse. «Es la Beba Marinas», se dijo, mientras avanzaba transformando su psicosis en sonrisa hacia donde una enorme pulsera de brillantes la esperaba sonriente: «Finita, todavía no nos has explicado de dónde ha salido la rockanrolerita esa que conversa con Juan Lucas.» «Amiga de los chicos, Beba, amiga de los chicos», empezó a decir, cuidándose mucho de que el aire no le fuera a dar en su espalda descubierta y angostísima y pensando que realmente no sabía muy bien de dónde había salido: «Los chicos, los chicos, incontrolables en estos tiempos.» Sufría porque la Beba era capaz de preguntarle más, le temblaba la sonrisa pero insistía en ser muy dulce con sus invitados que la llamaban de todas partes, obligándola a entregarse cuerpo y alma al cóctel, aunque era bien probable que se desmayara pronto. Mientras tanto, Ernesto Pedro, momentáneamente con ambos ojos abiertos, avanzaba escapándose de los diversos grupos que lo solicitaban a su paso; les sonreía eso sí, y por orden de méritos: tres cuartos de sonrisa al del consorcio, mueca-sonrisa al pesquero solamente, venia-sonrisa-mueca al hacendadomiembro del consorcio-y-pesquero, le tocó el brazo al arquitecto, se le cerró un ojo al ver a Lastarria, neurastenia para Lalo Bello que se ahogaba en una silla y, por fin, sonrisa total con los dos ojos abiertos porque ya iba llegando a donde Susan, entre distraída, traviesa y nadie sabrá si tristísima, hacía equilibrio sobre el borde del piso, ahí donde el patio se transformaba en jardín. «Uno, dos, tres», contaba mentalmente Susan, pero resbaló un poquito y tuvo que pisar el césped, abandonando su juego y avanzando unos metros hasta el borde de la piscina iluminada. Allí se detuvo y esperó de espaldas la llegada de Ernesto Pedro de Altamira: «No te muevas —escuchó que le decía, cogiéndola por los codos—: quédate como estás, un momento, Susan... Es enorme el placer de mirar Lima por encima de tu hombro tan blanco... No te muevas todavía... Déjame contemplarla un rato más reducida a esas luces que apenas se distinguen... claro que podría colocar una estatua en este lugar, ¿pero y tus cabellos, mujer?» Susan sintió que las manos de Ernesto Pedro se apartaban de sus codos y volteó sonriente, llevándose el mechón rubio hacia atrás y presentándole la belleza de su pecho atrevidamente libre sobre el traje brillante y azul. Tenía ya en los labios las palabras en inglés y la ternura para una frase perfecta... «Darling», fue todo lo que dijo y su voz tembló tanto y es que, mirando por encima del hombro de Altamira, su vista era Juan Lucas hablando entusiasta con la sueca feliz, contándole probablemente de viajes en jeep a través del Brasil, lo conocía tanto, era la cara que usaba cuando la juerga estaba por empezar, Susan había visto mucho esa cara pero con ella. «Juan Lucas se está portando pésimo, Ernesto; no sé hasta qué hora se va a quedar con la chica esa.» De Altamira, que aparte de neurastenia tenía mil manías, envejeció rapidísimo, se llenó de arrugas en la mejilla izquierda y empezó a odiar a Juan Lucas y a todos sus invitados porque él a las diez en punto de la noche tenía que quitarse la dentadura postiza. «Vendrá, Susan, Juan Lucas vendrá», le dijo, tratando de contenerse y cogiéndola del brazo para llevarla hasta un mirador, desde donde Lima se divisaba bastante bien. «Estás temblando, Ernesto», le dijo ella. Iba a añadir algo, pero él le pidió que la esperara, «voy por un vaso de agua, Su-Susan», tartamudeó, y salió disparado en busca de agua para la pastillita celeste eléctrico de las nueve y media de la noche y porque el vacío, ahí al frente, el hueco inmenso y negro que era la noche por ese lado del cerro, lo empujaba con incontrolable ímpetu a arrojar su dentadura sobre Lima, sobre Monterrico en todo caso, ya no podía más de Altamira y la visión de sus manos blanquísimas, surcadas de venas azules, como la pastilla de las once, tampoco le ofrecía ningún reposo, algo sereno que mirar. «Sólo Susan sólo Susan», se iba diciendo mientras corría por su agua, compungidísimo y completamente tuerto, felizmente que no encontró a Lastarria en el camino porque lo hubiera apuñalado. Y felizmente también que Finita se había acordado de la pastilla del señor y había mandado a un mozo con un vaso de agua a buscarlo. Por ahí se encontraron los dos, y ahora Ernesto Pedro regresaba donde Susan, pensando que tomar la pastillita celeste eléctrico en su compañía podría tranquilizarlo aunque lo de la dentadura a las diez y los invitados... «He estado bastante decaído últimamente —le dijo cuando estuvo nuevamente a su lado—: los domingos por la tarde, sobre todo, son terribles», y ya le iba a decir que pensaba marcharse de nuevo a Europa para consultar con un neurólogo en Alemania, pero de pronto sintió que el color celeste eléctrico de la pastillita de las nueve y media de la noche iba surtiendo efecto y que su fe en Dios no había desaparecido como él tanto se temía, los domingos después de almuerzo especialmente. Sintió también fuerzas para esperar en compañía de Susan que la gente empezara a marcharse y que Juan Lucas terminara de molestar a la salvajilla esa, calculaba que podría tolerar, por un día, la dentadura postiza hasta las diez y media. Susan, siempre en el mirador, lo había recibido con una sonrisa, le había cogido el vaso de entre las manos y había esperado que él hablara.