Un mundo para Julius (37 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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—Casi me matas del susto, Juan Lucas.

—Hace cinco minutos que detuve el coche. ¡Ni cuenta te diste de que casi nos matamos en la última curva! ¿Cuántas copas has bebido?

—Menos que John y Julius —soltó Susan, mirándolo encantada pero un poquito más allá, tristísima.

Juan Tenorio encendió el motor, lo apagó, sacó la llave del contacto y la volvió a introducir, se contuvo justo cuando la iba a sacar de nuevo, por poco no se va a la mierda el golfista. Susan lo miró aguantándose la carcajada y el llanto. Juan Lucas encendió un cigarrillo, dio una pitada y produjo tres roscas de humo, blancas y perfectas en homenaje a la paz, luego tosió dos veces, varonilmente, encendió el motor, lo dejó quietecito el tiempo necesario para probar de nuevo lo de darling de Altamira, lo dijo muy bien esta vez y ya se iba...

—Darling de Neanderthal —lo acusó Susan, ya seguro de que el otro había comprendido la alusión, pero arrojándose por si acaso el mechón de pelo sobre la cara y clavándole un dedo para abrir el agujero famoso y mirar al imbécil este. Juan Lucas apagó el motor ya para siempre y cruzó los brazos dispuestos a escuchar lo que fuera, a ver también si de paso entendía algo más.

—¿Dónde estabas el veintisiete de septiembre de mil novecientos treinta y siete? —le preguntó Susan, rarísima y sin soltar la carcajada porque podía escapársele el llanto.

—Susan, perdóname pero no entiendo ni jota.

—¿Quién se le acercó a quién y quién estaba sentada al borde de una lagunita el veintisiete de septiembre de mil novecientos treinta y siete?

—¡Ni papa!, Susan; pero dime, ¿la sueca es darling de Neanderthal?

—Yo más bien diría que darling de Neanderthal estaba sentada al borde de la lagunita en Sarrat, el veintisiete de septiembre de mil novecientos treinta y siete —dijo Susan, continuando el juego.

—¿Luego, tú eres darling de Neanderthal?

—¿Y entonces quién es darling de Altamira? —Susan casi vomita.

—Cálmate, Susan; nos vamos a buscar a Julius...

—Julius estaba completamente borracho esa noche... ¿Tú dónde estabas, Juan Lucas?

—Te lo he contado mil veces, Susan: por esa época yo también andaba en Londres...

—¿Y la sueca, darling?

—¡Basta Susan! Nos vamos. Van a ser las once de la noche y Julius debe estar ciego de hambre. —O borracho...

—¡No Susan! ¡Julius tu hijo, el beato chupa cirios ese que ninguno de los dos quisiera ver esta noche!

—El otro, Juan Lucas, el que andaba siempre borracho...

—¡No lo conozco!

—Pero si tú estabas en Londres en esa fecha, me lo acabas de decir; además, asistió a nuestra boda...

—¡Nos largamos!

El Jaguar empezó a avanzar lentamente por las pistas oscuras de Monterrico.

—¿Encontraste el camino, Juan Lucas? —preguntó Susan, momentos después.

—Sí, estamos bien por aquí.

—En cambio yo no lo veo muy claro... Hay un camino que lleva de darling de Neanderthal a darling de Altamira, pero para eso hay que encontrar una lagunita en Sarrat, al norte de Londres... Y un peruano, darling. ¿Pero qué pasa si la lagunita está en Suecia?... No interesa; no interesa porque Lima tiene la culpa, la mayor parte del camino pasa por Lima...

—¿De qué hablas, Susan?

—Del camino entre darling de Neanderthal y darling de Altamira: pasa por Lima, Juan. Esta noche, cuando te vayas, hazme acordar para darte un mensaje.

—¿Para quién, Susan?

—Para mí, Juan.

Le rogó que se apurara, tenía miedo, por primera vez en muchos años tenía realmente miedo de ponerse a llorar... Me da flojera cambiarme, ¿quiénes son, Liz?, la pareja JJ, John y Julius, una fiesta en nuestra casa en Sarrat, al norte de Londres, te quedan mejor que un traje de baile tus pantalones, sueca, fastidiarlo...

—... los señores gustarían —terminó de decir el mozo, alienadísimo y entregándoles la carta de los vinos, ante la supervigilancia del maitre que había llegado hasta la mesa patinando sobre el hielo.

—Champagne —dijo Susan, dirigiéndose, en el fondo de su alma, al otro Julius, al de Londres—. Hay que festejar el santo de este chico —explicó burlona, casi disforzada.

—Está bien: champagne —aceptó Juan Lucas dispuesto a seguir el juego o lo que fuera eso. No pudo, sin embargo, disimular un cierto fastidio que el mozo no logró captar, pero que el maitre, ya más fino, sí había notado; ahora le tocaba al maitre hacer notar que no había captado nada: retiró las copas de vino con influencia francesa y muy buen sueldo, y se alejó patinando entre las mesas; más allá se reunió con otro maitre, juntos dibujaron un arabesco, patinando ahora sobre un solo pie y se deslizaron sonrientes, inclinados y con la pierna izquierda extendida hacia atrás, hasta llegar a la mesa en que el Premier había terminado ya su gelatina y quería marcharse. Juan Lucas no tuvo en ese instante una pelotita de golf para introducírsela en la boca a Julius que con un inmenso bostezo debutaba en la dolce vita. Lo habían encontrado dormido en el sofá de la suite, y Susan no pudo evitar conmoverse al notar que su corbata le colgaba de una oreja, una vieja broma que años atrás le había enseñado Vilma: le ponía la corbata en una oreja mientras le cerraba el cuello de la camisa. «Apúrese, jovencito», le había dicho Juan Lucas, despertándolo. Julius se había lavado la cara, había dudado por un instante si era ayer u hoy y luego se había puesto el saco y los había seguido sonámbulo hasta el famoso restaurant. Ni pizca le provocaba estar ahí, más bien hubiera preferido comer unas galletas en su dormitorio y meterse enseguida a la cama. Pero ahí estaba sentado y había escuchado vagamente lo del champagne y en algo había asociado la presencia del maitre en la media luz del Aquarium con un porfiado que años atrás había tenido y que, por más que lo enderezaba, se le volvía a inclinar. Después había pegado un tremendo bostezo y Juan Lucas lo había mirado, con los ojos le había dicho algo que fluctuaba entre happy Birthday, por ser tu santo y huevón de mierda. Con eso despertó un poco más y empezó a mirar hacia las otras mesas, hasta que despertó del todo cuando vio que el de la mesa un poquito más a la derecha, casi al frente de la suya, se estaba chupando unos dedos gordísimos, sin notar que le había chorreado comida en la solapa; luego atacaba feliz una langosta, pero se le metían fibras de comida entre los dientes y tenía que soltar la langosta para extraérselas nerviosísimo. Quedaba agotado el gordo, le faltaba la respiración o algo, lo cierto es que pegaba unos suspiros enormes, se inflaba todito y al arrojar el aire iba empujando un pañuelo inmundo y probablemente húmedo que había dejado sobre el mantel blanquísimo.

Era Lalo Bello y no le importaba nada y había venido dispuesto a gastarse toda su propina, además qué diablos, si no me alcanza, firmo. Lo conocían muy bien al señor Bello en el Aquarium. «Lo raro es que haya venido solo —se decían los mozos cuando entraban a la cocina—: el gordito sabe hacerse invitar siempre.» Pero esta noche no, y Lalo Bello seguía comiendo ante la mirada de asombro de Julius. Susan quería reírse, que Juan Lucas pensara que se reía de Lalo porque, aunque casi no se saludaban, eran parientes: Lalo pertenecía a la rama que empobreció, la más antigua también y a Juan Lucas le molestaba encontrárselo con el cuello de la camisa inmundo por todas partes, hasta al Golf había llegado una tarde Lalo. Apareció en pleno Club con una camiseta blanca de ñanguey, chatísimo como nunca por atrás porque estaba sin saco, felizmente se marchó pronto: «Mucho yanqui, mucho yanqui», había dicho en aquella oportunidad, y se puso tan malcriado que los que lo habían invitado tuvieron que llevárselo. Juan Lucas lo saludó como diciéndole ni te me acerques y el gordo le contestó con mucho más desprecio y sin necesidad de dinero. A Susan más bien le hizo una venia, luego miró a Julius un poco desconcertado y se metió una pata de langosta a la boca. «Darling, no lo mires tanto», le dijo Susan a Julius, que continuaba asombrado, ahora más que antes, al ver que un mozo muy amable le entregaba una carta a Lalo Bello, arrancándose inmediatamente con lo de el señor gustaría y nombres de vinos con su año de cosecha y todo, pero Lalo, sin hacerle el menor caso, clavaba una uña enorme y sucia sobre la carta, «neee —decía—, yo quiero éste éste éste», y luego volteaba a mirar a Julius con odio. Julius tuvo que mirar a otro lado, y Susan muerta de miedo y deseando que trajeran pronto el champagne, porque el chico mira descaradamente a todas partes, alguien podría molestarse.

Alguien que no fuera el Premier: «La suerte de volverlos a ver, la suerte de volverlos a ver, la suerte de vol...» Juan Lucas, Susan y Julius voltearon ligeramente para comprobar que el Premier se acercaba, quería saludarlos nuevamente, ya tenía que marcharse. «No, no, no se paren, no se molesten, por favor», les dijo, cuando estuvo al lado de la mesa. Juan Lucas aprovechó para hacer como si se fuera a poner de pie... «No no, no se molesten», insistió, sonriente. «Darling», pronunció Susan, entregándole su mano, dejando que él la cogiera entre las suyas y le comunicara su temblor. Se quedaron así hasta que Juan Lucas intervino: «Se nos va el señor ministro», con todo el respeto de que era capaz. «La vida de un ministro, la vida de un ministro, la vida de...», empezó a repetir, y Susan sintió un ligero cosquilleo en el brazo, ya no tardaba en soltar la risa, sabe Dios cuánto iba a durar eso, pero Juan Lucas, como siempre encontró la solución; le hizo creer a todo el mundo en el Aquarium que se iba a poner de pie... «No te molestes muchacho no te molestes, muchacho», lo detuvo el Premier que, en realidad, no le llevaba tantos años como para tratarlo de muchacho. Miró a Julius, descubriéndolo recién, y empezó a sacar cuentas, a ver si era de éste o del otro matrimonio, no quería meter la pata al preguntar por él. «¿Es el menor?», preguntó, porque las cuentas no le salían, había olvidado el año exacto de la muerte de Santiago y tampoco lograba calcularle la edad al chico. Susan le contestó que sí, que Julius era el menor, y el Premier hizo un nuevo esfuerzo por calcular: nada, los números se le mezclaron toditos, se le formó un enredo terrible al Premier, por fin Juan Lucas se puso de pie interrumpiéndole bruscamente una suma. «El menor, el menor, el menor», pronunció el Premier, pensativo, despidiéndose en seguida y descubriendo que tenía la mano de Susan entre las suyas. Ya afuera en su auto haría sus cálculos, lo ayudarían los dos hombres que lo habían acompañado a comer, dos tipos que esperaban en la sombra mientras él saludaba a sus amigos. Partió el Premier, acompañado por dos hombres que no fueron identificados.

—¡Julius, por favor! —dijo Susan, al ver que volteaba a mirar nuevamente a Lalo Bello.

—Ni te comas las uñas ni mires con esa cara de bobalicón—intervino Juan Lucas.

—No te hagas caso, darling —dijo Susan, contreras, y añadió—: Es su santo y tiene derecho a pasarlo bien.

—Eso no quiere decir que...

—¿Podría retirar la carta, señores ? —intervino un mozo, brutísimo, porque a los señores no se les interrumpe.

Juan Lucas dibujó un a-la-mierda finísimo con un ligero movimiento de mano y una arruga nueva en la cara, el mozo agradeció antes de marcharse.

—¿Qué es Aquarium?

—Un sitio donde hay muchos pescados, darling —explicó Susan, interesadísima en la educación de su hijo y para fregar a Juan Lucas.

—No los veo, mami; ¿puedo ver los pescados?

—Este es un Aquarium sin pescados —concluyó Juan Lucas, al ver que el maitre patinaba hacia la mesa con la botella de champagne; se acercaba también el mozo cargándole el maletín, las copas de champagne, en este caso.

Estalló la botella dentro de los límites de la mejor elegancia y el maitre la dominó ante la admiración de Julius, haciendo caer la espuma no al mantel, como él temió, sino en el baldecillo de plata cargado de hielo para mantener el champagne en la temperatura ideal. Los ojos del maitre reflejaron cierta satisfacción: había cautivado al hijo de los señores pero los ojos de Juan Lucas apagaron ese reflejo: había abierto mil botellas, había visto abrir cuarenta mil: que se dejara de alcahueterías, que se apurara con lo demás, todo dicho con la mirada. El maitre se alejó patinando, de espaldas, no sin antes dejar las copas bien servidas, burbujeantes. Juan Lucas miró su reloj.

—A ver, Julius, ¡salud! —dijo, al ver que empezaba a hacerse un poco tarde.

—Despacito, darling —añadió Susan—, hay tiempo.

—Salud —repitió Juan Lucas, clavándole los ojos a Susan, primero, a Julius, después.

Julius se llevó la copa a los labios y bebió un trago bastante corto, no le interesó mayormente el asunto. Más le interesaba mirar hacia donde el gordo Bello se había volteado, comía de lado el historiador, no quería ni ver a cuatro muchachos que, desde otra mesa, ya más de una vez se habían reído de él, andaba furioso con ellos. Ellos, por el contrario, felices; estaban algo bebidos los cuatro y eran estudiantes, unos muchachos muy elegantes: dos estudiaban para Juan Lucas, uno para ministro, el cuarto no se notaba bien para qué estudiaba, no andaba muy contento el cuarto.

—Años que no nos reuníamos, desde el colegio —dijo un Juan Lucas.

—¿Por qué mierda se te ocurrió entrar a San Marcos? —preguntó el otro.

—Era más fácil el ingreso. No tenía palanca para entrar a la Católica.

—Pásate, todavía estás a tiempo —sugirió el que iba a ser ministro.

—El deshueve —dijo un Juan Lucas—: te pasas, volvemos a ser los cuatro del colegio.

—En cuarto de Derecho, en quinto, mejor, hacemos una trafa y nos pasamos a San Marcos —el otro.

—Ahí es más huevo graduarse —un Juan Lucas.

—Hay el problema de la reputación —intervino el que iba a ser ministro.

—Y la cojudez de las huelgas. Arrancan con una huelga y a lo mejor pierdes un año —un Juan Lucas.

—Volvemos a la Católica —el otro—. ¡Salud!— Se cagaron de risa, menos uno.

—Hablen un poco más bajo —el que iba a ser ministro—. Y menos lisuras que se oye.

—Mozo, otro whisky.

—Cuatro.

—No me va a alcanzar el dinero —el cuarto.

—Olvídate: hoy pagamos nosotros —un Juan Lucas.

—Carajo, Carlos... —el otro.

—Ssshhhiiiii... No seas bruto, hombre —el que iba a ser ministro.

—Me cago en la noticia.

—¡Y en la cuenta que le voy a firmar a mi viejo esta noche!

—¿Ustedes firman? —el cuarto.

—¿Y de dónde crees que vamos a sacar para divertirnos? Allá los viejos si quieren que uno estudie, que se frieguen con las propinas.

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