Un mundo para Julius (32 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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Arminda vio una cabecita medio canosa de pelos rizados, una zambita y a su lado el asiento libre, se dejó caer cerrando los ojos hasta que pasara ese momento en que la presión debió habérsele ido a cero. Cuando los abrió, el cobrador estaba a su lado con el boleto y ella le entregó las monedas que sacó del fondo de su cartera, envueltas en un pañuelo. Cerró nuevamente los ojos para darse cuenta de que el paquete reposaba protegido sobre sus muslos y de que había tenido suerte y que también el paquetito para el niño Julius continuaba bien seguro en su cartera. Otra vez se sentía mejorcita, empezaba a pensar que podía seguir planchando, cuando en eso escuchó una vocecita a su lado, una especie de pitito y volvió a abrir los ojos para mirar bien a la viejita morena que estaba junto a ella. Efectivamente cantaba, pero eso no era lo más raro, además tenía cara de bebé y se sonreía cojudísima mientras cantaba y tenía el vientre hinchado como si estuviera embarazada. Al ver que Arminda la miraba como quien se despierta y se encuentra con Caperucita Roja al pie de su cama, le dijo que era un pajarito y le sonrió ya directamente a su amiguita, después empezó a desternillarse de risa, feliz se puso el pajarito y en efecto trinaba y todo el ómnibus tenía que ver con ella y ella ya no podía más de felicidad, hasta se paraba por momentos para trinarle a todos los pasajeros que eran unos niñitos bien buenos. Gracias a Dios que de vez en cuando se le ocurría mirar por la ventana y veía un árbol o un arbusto; gracias a Dios porque en esos momentos se olvidaba de Arminda y como que se iba a las nubes y hasta dejaba de trinar unos minutos. Pero volvía a la carga en cuanto el árbol o su imagen desaparecían de su mente y empezaba a cantar canciones para niños probablemente improvisadas y a cogerse el vientre y de repente también el paquete con las camisas que Arminda tanto protegía, sabe Dios en qué estaba pensando Pajarito. En todo caso, mientras el asunto no pasara de caricias, ella la dejaría porque a lo mejor si le daban la contra era capaz de convertirse en águila, vaya usted a saber, pensaba la pobre Arminda y de rato en rato hasta le hacía la mueca que era su sonrisa, como diciéndole que la vida no era tan rosada como ella creía, que más tenía de color hormiga que de arbolito o de angelito o de niñito bueno, en fin que de todas esas palabras que la zambita iba pronunciando mientras acariciaba cada vez con mayor insistencia las camisas del señor. El ómnibus se detuvo en un semáforo y Pajarito volteó a mirar por la ventana, esta vez vio a otro de sus seres queridos, un policía, grandazo el cholo y medio buenmozón. Ahí sí que se puso de pie para alcanzar bien la ventana, era chiquitita Pajarito y quería que el policía la escuchara muy muy bien. El ómnibus entero tuvo que ver en el asunto porque lo que Pajarito estaba haciendo era y no era falta a la autoridad y el policía no sabía cómo proceder, por momentos como que se iba a amargar, por momentos como que se iba a reír, pero los pasajeros se estaban burlando, en todo caso él nunca se movería de ahí para que nadie fuera a pensar que cedía terreno ante la ofensiva de una loca. Pero entre lo de la autoridad, la luz que seguía roja y la gente que se cagaba de risa, el pobre no pudo más y desvió la mirada, vio un automóvil que tal vez había cruzado cuando la luz ya estaba en ámbar, lo cierto es que ahora estaba en ámbar y él furioso y salvándose tocó pito, pistola en su funda y palo y se lanzó en busca de una multa que le devolviera su autoridad; mala suerte: la luz cambió a verde el ómnibus se puso en marcha y él tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para no írsele de cara encima, momento que aprovechó muy bien Pajarito para cantarle en las narices a su ser querido: «Adiós niñito, adiós niñito», le iba diciendo al pasar, pero un pito loco ocultaba su canción de amor a la infancia.

El éxito obtenido tuvo el efecto de varios caramelos para Pajarito; largo rato se quedó saboreando sonriente la dulce imagen del policía que jugaba al pito con ella, olvidando momentáneamente al otro niñito, el que Arminda traía en su blanco vientre. Lo malo es que a medida que el ómnibus se iba acercando a San Isidro, la cosa se iba poniendo cada vez más bonita, había más y más árboles y las casas embellecían gradualmente hasta convertirse en palacios y castillos. Ya por Javier Prado todo se fue llenando de flores, enredaderas y árboles que bordeaban la pista y Pajarito como que despertó en su rama y se arrancó, cual ave precursora de primavera, en un trinar padre. Se asomaba tanto, que por momentos Arminda temía que saliera volando por la ventana del ómnibus y hasta empezó a sentirse en la obligación de cuidarla y de estar atenta a todos sus movimientos. No paraba de trinar la zambita, y en los paraderos, cuando el ómnibus se detenía, recibía a los pasajeros con una bondad tipo San Francisco de Asís y los dejaba espantados porque después de todo andamos en pleno siglo veinte y las guerras de liberación. De pronto vino el cobrador y le pegó su grito para que no se asomara, la sentó en su sitio del susto y le cerró la ventana con amenazas. Pajarito arrancó a llorar muerta de risa, ahí fue cuando se acordó del otro niñito y mano con el paquete de camisas nuevamente, hasta lo quería besar y Arminda temía que se lo manchara, ya le iba a llamar la atención a Pajarito, cuando en eso el ómnibus se detuvo y subió un rubio; algo de húngaro, tal vez, recio el tipo, pelo ordinario, madre peruana probablemente, entre futbolista de tercera y ayudante de mecánico, hombre del pueblo en todo caso, pero lo de rubio... algo entre cholo de Europa, serrano blanco y cholo decente. En todo caso el niñito Dios o el Presidente de la República para Pajarito porque le pegó su empellón a Arminda y se fue derechito a colmarlo de trinos y de cariños. Se había quedado parado en medio del ómnibus el pobre y seguía tratando de hacerle creer a todo el mundo que todavía no se había dado cuenta; le había dado la espalda a Pajarito y se hacía el que no sentía su mano tocándole la cabeza, mentira porque bien nervioso que estaba y la gente empezó a reírse nuevamente como con el policía y el otro ya no sabía qué cara poner, porque ahora Pajarito metía la cabecita entre su estómago y el asiento en que estaba apoyado y se le aparecía por allá abajo con una sonrisita para su amiguito, el más lindo, el más digno de todas sus caricias. Hasta el chofer por el espejo retrovisor se estaba cagando de risa; casi se sigue de largo por escuchar las canciones de cuna de Pajarito, pero Arminda apareció de repente a su lado, le clavó los ojos de pena, los que no se habían reído en todo el trayecto y no sólo le hizo saber que aquél era su paradero, sino que además le hizo sentir que él era el capitán del barco y que estaba en la obligación de poner orden entre los pasajeros y que Pajarito era la miseria humana, vaya usted a saber.

Oscurecía ya cuando Carlos, al volante del Mercedes, desembocó en la avenida que conduce desde Javier Prado hasta el Country Club y la vio venir. «Ya llega la Doña», se dijo y detuvo el automóvil para que ella subiera y evitarle ese último trecho que tenía que caminar. Arminda avanzó muda hasta el Mercedes y él le abrió la puerta, sin bajarse como hubiera hecho con la señora, pero diciéndole burlón cosas que hubiera podido decirle a la señora. Arminda cerró mal la puerta dos veces y él tuvo que ayudarla, previa miradita filuda que ella ni siquiera trató de interpretar. Le preguntó por su salud y ella murmuró que estaba mejorcita. Mejorcita de qué, porque Carlos ni se sospechaba que la Doña había estado pensando en la muerte, el velorio, el entierro y todas esas palabras con sabor a mármol, durante los últimos días. Arminda se había dejado tragar por el acolchonado asiento del Mercedes, aprovechando el par de minutos que duró el trayecto para descansar con los ojos cerrados, tal vez a punta de ver sólo negro lograría olvidar que el paquete que reposaba a su lado, sobre el asiento, eran las camisas del señor y no el niñito lindo de Pajarito que, en el fondo, era la única feliz.

Ya que al menos por ahora los botones tampoco eran felices: Carlos, con el bigotito y la pendejada característicos, detuvo el automóvil frente a la entrada principal del hotel y tres de los verdes se abalanzaron educadísimos sobre la puerta del Mercedes, creyendo que era la señora y las propinas de fin de mes. Se apuntó un poroto en su diario y criollo duelo verbal con el personal del hotel, los cojudeó a los tres; sentado al volante, se reía a carcajadas contenidas al ver que los botones recibían el paquete con las camisas y, desconcertados, miraban bajar a la mujer pobre que estaban sirviendo.

La noche anterior ellos habían regresado a las mil y quinientas y como siempre en esos casos, Julius había comido solo en la suite y luego había esperado un rato más, hasta que por fin lo venció el sueño sin que mami supiera que mañana es mi santo. Por eso primero casi se muere del susto y después, al darse bien cuenta de lo que se trataba, casi se muere de felicidad porque era mami que se había metido a la cama para despertarme. Mami en bata lo aplastaba, lo asfixiaba a punta de besos y de hablar de regalos que le iba a comprar esta tarde misma. Le pedía una lista, urgentemente se la pedía, quería llenarlo de regalos, no sólo de besos y amor, quería hacerlo feliz inmediatamente, quería que supieras que te adoro. Hubiera querido ser recordada para siempre en ese momento: ágil, feliz, despeinada, mami, atravesándolo de amor maternal, rodándolo, impregnándolo para que también la sensación dure mucho tiempo, como a Santiago cuando le enviaban dinero a los Estados Unidos, diciéndole tiene que durarte un buen rato. Susan estaba tendida boca abajo, a lo ancho de la cama; su cabeza sobresalía colgando por el otro costado y sus cabellos rubios caían sobre la alfombra, mientras su mano derecha, en un disforzado esfuerzo, mami is getting oíd, darling, lograba apretar el timbre junto a la mesa de noche, llamando al mozo que les traería el desayuno para querernos los tres alrededor de la mesita. Ya Juan Lucas tarareaba varonil, afeitándose en el baño y ella empezaba a sentir nuevamente, un día más, la existencia de ese otro gran amor, el que ella seguía con los ojos ocultos bajo enormes gafas de sol, por inmensos campos de golf, por el mundo entero. La sangre se le había venido a la cabeza y Julius la ayudó a incorporarse coloradísima y a echarse de espaldas a su lado. Susan colocó ambas manos bajo la nuca, se desperezó culebreando el tronco, bostezó por última vez en la mañana y jugó a quedarse dormida junto a Julius, pero era que Juan Lucas, allá en el baño, ya no sólo tarareaba, cantaba ahora bajo el chorro del duchazo matinal y ella lo estaba escuchando.

Tres cuartos de hora más tarde, el desayuno de los tres alrededor de la mesita y con amor, era esas toronjas a medio terminar en sus platitos, las tazas vacías y chorreadas de café con leche, las tostadas con mantequilla que sobraron, grasosas ya y la mermelada esperando su mosca, aunque tratándose de una suite del Country Club, muy probable que la mosca nunca llegara; era Juan Lucas, impecablemente vestido de hilo blanco, anunciando reunión muy importante con otros pesqueros y el ministro de hacienda, anunciando que pasaría hacia el mediodía para recogerlos y llevarlos a almorzar al Golf; era Susan gritándole desde la ducha que no le oía; era Julius pensando que al diablo con su lista de regalos porque pasarían la tarde en el Golf y era Julius, hundido en un sofá, envuelto en una bata finísima pero definitivamente enorme, siguiendo con los ojos a Juan Lucas que, de encima de una cómoda, iba recogiendo llavero de oro, cigarrera de oro, encendedor de oro, lapiceros de oro, billetera con iniciales de oro, chequera también de oro, si se quiere, en fin el sueño dorado de un carterista, lo malo es que él nunca iba por donde ellos estaban o, como es lógico, viceversa. «¿Tiene usted un terno elegante, jovencito?» Julius le iba a responder, pero como de costumbre él se le adelantó: «Esta noche lo vamos a llevar a comer al Aquarium, jovencito; ¿no quiere usted celebrar su santo?» Julius pensó en algunos compañeros de colegio y en los de la piscina, pero también en los primitos Lastarria, esas mierdas y en las cosas que a Susan podrían ocurrírsele si en ese momento acababa de tomar una Coca-Cola, por ejemplo; mejor no pensar en nada, además ya Juan Lucas decía ¡adiós con todos! y abandonaba la suite millonario, dejando a Susan y a Julius millonarios y con toda la mañana de verano encima. Ahora hasta que volviera al mediodía y los llevara al Golf.

Allá todo fue como siempre: Juan Lucas jugó casi toda la tarde, Susan un rato y después se limitó a acompañarlo con otras amigas, mientras Julius se bañaba en la piscina sin lograr entablar conversación con otros niños porque hacía tiempo que no venía y no conocía a nadie. A eso de las seis, Juan Lucas regresó a cambiarse, a pegarse un duchazo y se tomó un par de copas en el bar, un poco apurados porque esa noche tenían un cóctel y más tarde tenemos que llevar al chico a comer. Susan, feliz, envió a un mozo a decirle a Julius que estuviera listo y que se reuniera con ellos en el bar porque quería darle una sorpresa. «Darling, rápido al automóvil, le dijo cuando Julius apareció; tenemos que ir a un cóctel pero después te vamos a llevar a comer al Aquarium.» Ella encantada de poder darle la sorpresota, y es que desde la ducha no había podido escuchar lo que Juan Lucas dijo antes de partir, esa mañana.

En cambio esta vez sí escuchó los tres golpecitos tímidos en la puerta de la suite. Hacía sólo unos minutos que había regresado del Golf y estaban tomando una copita de jerez, antes de cambiarse para lo del cóctel. «¿Quién podrá ser?», pensaba Susan, muerta de flojera de ponerse de pie. Julius había bajado un rato pero él abría la puerta sin necesidad de tocar. Nuevamente golpecitos. Juan Lucas se paró y fue a abrir para salir de una vez del asunto.

—¡Hola!, mujer —dijo, con el tono adecuado para la situación—; ¿viene usted trayéndome mis camisas? Pase, pase... A ver, Susan, encárgate.

Arminda dio tres pasos tímidos y ya estaba en la suite, absurda. Susan notó que empezaba a oscurecer lastimosamente, cosa que podría deprimirla y corrió a cerrar todas las cortinas, para acercar la noche y con ella el cóctel. Encendió luego una lámpara de pie, en un rincón, y otra sobre la mesa, al lado derecho del sofá, logrando un ambiente perfecto para el jerez, realmente las copitas se lucían iluminadas marroncito sobre el azafate de plata. Arminda continuaba parada, tres pasos adentro y de pronto también sucia y había murmurado algo. Pero Juan Lucas ya no estaba allí y para Susan aún no había logrado entrar, para Susan todo andaba un poco en el subconsciente, otro poco por ahí atrás, hasta que bebió una pizca de jerez, dejó nuevamente la copita sobre la mesa y ahora sí ya no tardaba en ver a Arminda, en ocuparse de ella, por alguna parte debe haber dinero, hay que cogerlo, entregárselo, pagarle y quedarse con el paquete de camisas, Arminda ya, ahora sí: darling, can you give me some money, please?Juan Lucas, sentado e improvisando una profunda lectura de Time, extrajo la billetera y alargó el brazo hacia Susan, sin mirar porque el artículo se ponía cada vez más interesante. Susan cogió la billetera, la abrió y sacó cualquier billete, mientras avanzaba hacia donde Arminda seguía parada, paquetote en brazos y muy acabada. «¿Es suficiente?», le preguntó, muerta de miedo y linda. Arminda fabricó la mueca que era su sonrisa y le dijo a la señora que no tenía vuelto para ese billete, ya iba a decir que la semana próxima le pagarían, pero Susan, que continuaba recordando a sus pobres del hipódromo y enviándoles cosas no pudo más de bondad: había que ver lo linda y sajona que se puso cuando tomó el paquete de entre las manos de Arminda, lo dejó sobre una silla y le hizo entrega del billete con su vuelto, y la otra avergonzadísima y le olía el sobaco. Así hasta que el asunto empezó a parecerse demasiado a viaje de reina a sus colonias y ya no les quedaba nada por decirse y la copita de jerez esperaba iluminadita, tengo que cambiarme para el cóctel, pero Arminda quería ver también al niño Julius y preguntó por él. «Debe estar en la piscina», le dijo Susan, pensando que Julius no podía estar en la piscina porque hacía más de una hora que la habían cerrado. En seguida avanzó hasta la copita de jerez y bebió nuevamente una pizca, a ver si de ahí surgía algo porque la mujer continuaba en la suite y qué se iban a hacer con ella, a lo mejor Julius se demora horas en venir. Se conversa o no se conversa, parecía pensar la pobre Susan, porque la presencia de Arminda como que iba creciendo y ni avanzaba ni retrocedía ni se marchaba ni nada y el jerez ya no tardaba en terminarse y ella tampoco ni se sentaba ni se iba a cambiar y Juan Lucas era capaz de pedirle unos anteojos que no tenía, tan interesado seguía en su Time, ya sólo faltaba que la revista esté al revés para que la suite estalle, con todo lo que ha costado construirla y decorarla, como en las superproducciones cinematográficas norteamericanas. Alguien venía a salvarlos porque tocaban la puerta y tenía que ser alguien que llegaba a salvarlos; así se sentía Susan cuando corrió a abrir y se cruzó con Arminda mirando sin ver y viendo sin mirar, le sonrió pero el mechón se le había caído y le tapaba la boca y Arminda no vio, sólo notó que la señora se apresuraba a abrir: era el botones que se encargaba de lustrar las maletas del señor. Venía cargadito de maletas y muy sonriente por lo de las propinotas. Cuando Susan le dijo pase, casi le ruega que pase, el de verde avanzó feliz, pensando que a lo mejor la señora le entraba al cuento, pero se topó con la otra mujer, como fuera de temporada, y más atrás el señor leyendo. Dejó, pues, de hacerse locas ilusiones, ya ni se atrevió a mirar como diciendo ¿ya ésta quién la invitó?, además ésta le obstruía el camino y no tuvo más remedio que descargar su equipaje y marcharse, dejando a la pobre

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