En un fascinante mundo celta, un relato épico de amor y de guerra.
A finales del año 79 d.C. Gneo Julio Agrícola, gobernador de Britania, se prepara para asestar el golpe de definitivo y someter toda la isla al Imperio Romano. Con tal fin conduce a las legiones hasta las puertas de Alba (Escocia), donde las tribus locales, fieles a la tradición druídica y en plena armonía con sus dioses ancestrales, se preparan para resistir. La llegada de Eremon, un príncipe guerrero de la cercana Erín (Irlanda), que huye de su tío, usurpador del trono paterno, resulta providencial para los epídeos. El príncipe exiliado necesita liderar la resistencia y recabar alianzas para, posteriormente recuperar su corona. Esto sólo es posible si oculta su condición de exiliado y contrae un matrimonio político con Rhiann, la joven princesa heredera, torturada por un oscuro y desgarrador pasado.
Atrapados en una unión que ninguno desea, están condenados a entenderse, pese a sus respectivos secretos.
Una inolvidable historia de guerra, amor, ritos paganos e intrigas políticas en el marco del maravilloso paisaje de la Escocia del siglo I.
Jules Watson
La yegua blanca
Trilogía Dalriada 1
ePUB v1.0
Dirdam06.04.12
Título original: «The White Mare»
Publicación original: marzo de 2004
Traductor: Amado Diéguez Rodríguez
Publicación en España: octubre de 2005
ISBN: 978-84-96463-13-4
Linnet
Era la hija de mi corazón, aunque no de mi cuerpo.
La recuerdo como una niña que corría a mi encuentro por el sendero de la montaña, con su pelo ámbar flotando al viento y una mueca de llanto.
Me preocupaba por ella entonces y por el hecho de que los celosos insultos de los demás niños pudieran dar pie a tantas lágrimas. Temía que fuese débil, que no sobreviviera a lo que habría de llegar. Porque fue mi don y mi condena vislumbrar una parte de su futuro.
Sangre que salpica sobre arena mojada.
Un hombre de ojos verdes en la proa de un bote.
El mar cerrándose sobre su cabeza.
Y, por último, gritos de mujeres en un campo de batalla,
abriéndose paso entre los muertos.
Yo sabía que tenía un destino mayor que cumplir, pero ¿en qué forma se presentaría? Eso lo ignoraba. Como sacerdotisas, proclamamos nuestros poderes de adivinación, pero lo cierto es que se nos conceden raras veces y jamás con claridad.
Observé a la niña desde el día en que mi hermana mayor falleció al dar a luz. Recuerdo cómo se agarraba a mi dedo, sus ojos lechosos buscando mi rostro, su cabello, rojizo y dorado, aún húmedo, recién salida del vientre… Ah, pero esto no son más que recuerdos de madre.
Aquel día me di cuenta de que ella era una de Las que Nacen Muchas Veces, de las que regresan a la vida una y otra vez. Y de que, a causa de esto, sus sufrimientos serían tan numerosos como sus dones.
Por este motivo, no podía ayudarla. Era ella quien tenía que ganar fuerza. Y eso hizo. Como el fiero salmón se debatió contra las corrientes de los celos, las ambiciones y el asombro de la gente. A medida que sus piernas se alargaban, también su rostro iba cobrando forma, perdiendo la suavidad que tanto me había preocupado. Comprobé también que ya no lloraba nunca, y mi corazón de sacerdotisa sintió alivio.
Pero en mi corazón de madre, fui yo quien lloró por ella.
No podía hablar de su futuro: de la sangre, del hombre de la nave, de la batalla. Mi papel no consistía en guiarla, en orientarla, sino en alentar su valor y su inteligencia, para que pudiera gobernar su propio destino a través de lo que habría de llegar.
Porque mientras estamos atrapados como ovillos en el útero de la Madre, todavía tenemos elección. La amaba más que a mi vida, por eso quería que eligiera su camino. Tal vez hubiera actuado de otra forma de haber sabido cuánto sufriría.
Me aferré tan sólo a una cosa: aunque mi visión insinuaba que el pueblo de Alba padecería innumerables años oscuros, yo sabía que, de alguna manera, ella era el vínculo con nuestra libertad.
La historia depende de muchas cosas.
De una palabra.
De la hoja de una espada.
De una niña, que corre por el sendero de una montaña con el pelo ámbar flotando al viento.
Caída de la hoja, 79 d. C.
El bebé cayó en las manos de Rhiann con un chorro de sangre.
La madre soltó un grito de triunfo y dolor y se deslizó hasta el suelo por el poste que sostenía la choza y que le había servido de apoyo mientras estuvo en cuclillas. Inclinándose hacia delante, Rhiann, que estaba de rodillas, se retorció para tomar mejor el cuerpecito resbaladizo. El fuego del hogar brilló sobre la piel amarillenta embadurnada de sangre, y, bajo mechones de cabello oscuro, los huesos diminutos del bebé vibraron entre sus dedos.
—En brazos de la Madre caes. El clan te da la bienvenida, la tribu te da la bienvenida, el mundo te da la bienvenida. Estás seguro —murmuró Rhiann. Éstas eran las palabras rituales y ella resollaba. La mujer le clavaba los talones en las costillas.
Sin soltar al niño, asintió, mirando a la anciana tía, que ayudaba ya a la madre a tenderse junto al fuego de la choza en un camastro de helechos. Felizmente ya en pie, Rhiann se echó el pelo hacia atrás con ayuda del hombro, pues todavía no había soltado al bebé.
La madre se incorporó sobre los codos, jadeante.
—¿Qué es?
—Un niño.
—Doy gracias a la Diosa —dijo la mujer, y volvió a tumbarse.
Cuando el cordón dejó de latir, Rhiann depositó al niño en el camastro y cogió su cuchillo de sacerdotisa de la bolsa que llevaba colgada de la cintura.
—Gran Madre, del mismo modo que el niño se ha alimentado de este cuerpo, deja que ahora se alimente de Ti. Que su sangre sea Tu sangre. Que su aliento sea Tu aliento. Que así sea. —Cortó el cordón y lo ató con destreza con hilo de lino. A continuación sujetó un paño alrededor de los pequeños hombros del bebé a fin de que su cara quedase orientada hacia el fuego.
—Oh, señora, ¿qué es lo que ves?
Era lo que toda madre reciente preguntaba a las sacerdotisas. ¿Y qué iban a contestar ellas?
Este niño no pertenece a la clase de los guerreros, de modo que, por lo menos, no morirá por la espada.
—¿Qué será? —preguntó la anciana tía, que jadeaba.
Rhiann la miró con una sonrisa.
—Le veo en compañía de su padre recogiendo redes repletas de grandes peces durante muchos años. —Colocó al niño en el pecho de su madre, con una última caricia en su suave cabecita.
—Pronto tendréis uno —repuso la tía con voz ronca, y le entregó un trapo—. No serán muy quisquillosos con el pretendiente. No cuando el rey está tan enfermo.
—¡Chitón! —le urgió la madre desde el camastro.
Rhiann forzó una sonrisa mientras se limpiaba las manos.
—Ahora, tal como te expliqué —dijo, dirigiéndose a la recién parida—, debes preparar la aspérula dos veces al día. Así tendrás leche.
—Gracias, señora.
—He de irme. Mis bendiciones para ti y para tu hijo.
La mujer estrechó a su pequeño entre sus brazos.
—Gracias, señora.
Afuera, el aire matutino purificaba la peste a boñiga y a pescado que desprendía la choza. Respirando profundamente, Rhiann se obligó a olvidar las palabras de la anciana tía y se agarró a las tablas del corral de la vaca para estirar la espalda. El huesudo animal agachó el cuello y se frotó contra su palma. La joven sonrió.
Tal vez muchos nobles de Dunadd mirasen de forma despectiva aquel lugar: el tejado de hierba, la cerca de madera y las costrosas redes de pescar. Rhiann, sin embargo, parecía contenta en aquella pequeña cañada de helechos. El olor a salmuera y el rumor de las canciones de los pescadores flotaban sobre la bahía. El día había empezado bien para todos. Sería una jornada como todas los demás.
«Qué maravilloso sería también», pensó, «un futuro así: sereno, predecible, sin incidentes».
En esos momentos, una pequeña figura salió corriendo desde detrás de la choza y se precipitó contra sus piernas. Rhiann profirió un quejido exagerado y se agachó para levantar en el aire al pequeño.
—¿Pero quién es este verraco fiero y grandote que quería tirarme al suelo?
El niño estaba tan sucio que resultaba difícil distinguir quién era. A Rhiann le resultó imposible ver dónde terminaba su desgreñado flequillo y dónde empezaba su cara. El niño golpeó los muslos de la sacerdotisa con sus mugrientos pies. Ésta, jugando, le hizo cosquillas hasta hacerle chillar.
La hermana del niño no tardó en llegar, balbuciendo unas palabras de disculpa mientras cogía a su hermano por un brazo.
—¡Ronan, eres muy malo! Oh, perdón, señora…, la ropa…
—Eithne —dijo Rhiann fijándose en su vestido, que, en efecto, estaba muy sucio—, no estaba limpia, tu nuevo hermano se ha ocupado de ensuciarme. ¡Menuda pinta tengo!
—¡Un varón! —Eithne ocultó una tímida sonrisa con la mano—. Padre se va a poner muy contento. Y estáis tan bien como siempre —añadió, recordando sus modales.
—Mi hermana dice que eres muy guapa —intervino el niño.
Eithne agachó la mirada, tirando con fuerza del brazo de su hermano. Era morena, como él, y tenía los ojos negros y huesos de pájaro. Los dos eran fuertes, habían heredado la sangre de los Antiguos, el pueblo que había vivido en Alba antes de la llegada de los altísimos ancestros pelirrojos de Rhiann. Sangre vulgar, la llamaban.
En aquellos momentos, a Rhiann le dieron ganas de ser morena y de corta estatura y vulgar. La vida sería entonces para ella mucho más sencilla.
—Gracias por traer al niño con bien, señora. Y por venir desde tan lejos. —Eithne dirigió una mirada fugaz a Rhiann—. Especialmente cuando el rey está tan enfermo.
A Rhiann le dio un vuelco el estómago al oír esto, pero, una vez más, procuró tranquilizarse.
—Cuando tu madre supo que estaba encinta, le prometí que vendría, Eithne. Y he dejado a mi tío en buenas manos. Mi tía le atiende.
—Roguemos a la Diosa para que le cure. —Eithne rebuscó entre su remendado vestido y le entregó algo a Rhiann: un broche, rudimentario y dentado, en forma de cabeza de ciervo—. Padre me ha pedido que te lo dé. Es cobre del bueno, lo encontró en la playa.
Rhiann se tocó la frente con el broche y lo guardó enseguida. Era costumbre pagar a las sacerdotisas por sus servicios, por muy pobre que fuera la familia que los había recibido. Pero, ¡por la Diosa!, ¿cuántos broches tenía ya?
Se oyó un resoplido. Al extremo de la cerca había atada una cabalgadura, una yegua muy esbelta del color de la niebla invernal. Rhiann sonrió.
—¡Ah! Mi Liath se impacienta —dijo a Eithne—. Transmite mis bendiciones a tu padre y dale las gracias por el broche. Es precioso.
Se echó sobre los hombros el manto de badana y tiró del borde para subírselo hasta el cuello. A continuación, se irguió y tomó su hatillo. Era hora de regresar a su propio hogar.
La bruma que se deslizaba sobre los húmedos prados cubría el sendero del interior, asfixiando al río Add en su lecho, y se adhería al rostro y el cuello de Rhiann. Los cascos de Liath pisaban terreno mullido —el sendero estaba cubierto de hojas de aliso—, reinaba el silencio y las ramas estaban cubiertas de gotas.