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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Un guerrero de Marte (27 page)

BOOK: Un guerrero de Marte
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—¡Silencio! —musitó— ¡Si quieres conservar la vida no hagas el menor ruido!.

Para asegurarse, me amordazó y me ató los tobillos. Luego cruzó rápidamente a donde estaba Tavia, la ató y al hacerlo mis ojos buscaron ayuda en el interior de la cabina. Vi que Phao estaba atada y amordazada, igual que yo. Sanoma Tora estaba acurrucada junto a la pared, aparentemente poseída por el terror. No la había atado ni amordazado. ¿Por qué no me previno? ¿Por qué no había acudido en mi ayuda? ¡Si hubiera sido Tavia la que no estaba atada, en vez de Sanoma Tora, qué distinto hubiera sido el resultado de la búsqueda de la libertad y la venganza por parte de Tul Axtar!

¿Cómo había podido suceder todo aquello? Estaba seguro de haber atado a Tul Axtar tan fuertemente que no podía liberarse por sí solo, y, sin embargo, tuve que haberme equivocado y me maldecí por mi descuido, que había tirado por tierra todos mis planes y que fácilmente podía poner en juego el destino de Helium.

Una vez que se hubo deshecho de Phao, Tavia y de mí, Tul Axtar se dirigió rápidamente a los mandos ignorando a Sanoma Tora al pasar ante ella. Viendo el marcado terror que sentía la muchacha, pude entender fácilmente que no la considerara una amenaza para sus planes; ella era tan inocua estando suelta como atada.

Dio la vuelta a la nave para regresar a Jahar y aunque no entendía el mecanismo de la brújula de control del destino y no podía abortarla, eso carecía de importancia mientras manejara los mandos; el único efecto de la brújula sería el de hacer regresar la nave a su rumbo anterior si se soltaban los mandos mientras estaba en movimiento.

Ahora se volvió a mí.

—Te hubiera destruido, Hadron de Hastor —dijo—, de no haber dado mi palabra de jeddak de que no lo haría.

Me pregunté vagamente a quién había dado semejante palabra de no matarme, pero había otros pensamientos más importantes que me atravesaban el cerebro, haciendo que todo lo demás quedara en segundo término. Sobre todo, desde luego, estaban mis planes para retomar el control del
Jhama y,
en segundo lugar, mi temor por la suerte de Tavia, Sanoma Tora y Phao.

—Da gracias a la magnanimidad de Tul Axtar —prosiguió—, que no va a castigar la afrenta que le hiciste. En vez de eso, te dejaré libre —se echó a reír—. ¡Libre! Te dejaré en tierra en la provincia de U-Gor.

Había algo desagradable en el tono de su voz que hizo que su promesa sonara más como amenaza. Nunca había oído hablar de U-Gor, pero di por supuesto que era alguna provincia remota desde la que me sería difícil, cuando no imposible, regresar a Jahar o Helium. De una cosa estaba seguro: de que Tul Axtar no me dejaría libre en ningún lugar donde pudiera suponer una amenaza para él.

El
Jhama
voló silencioso durante horas. Tul Axtar no había tenido la decencia ni el rasgo humanitario de quitarnos las mordazas. Estaba absorto con los mandos y Sanoma Tora, que permanecía acurrucada contra el costado de la cabina, no abrió la boca para nada; ni siquiera me miró en todo ese tiempo. ¿Qué pensamientos cruzaban por su preciosa cabeza? ¿Trazaba algún plan que volviera las tornas contra Tul Axtar, o simplemente estaba abatida ante la desesperada perspectiva: la de ser devuelta a la esclavitud en Jahar? No lo sabía ni podía adivinarlo; ella era un enigma para mí.

No podía decir qué distancia habíamos recorrido ni en qué dirección. Había amanecido hacía mucho tiempo y el sol ya estaba alto cuando caí en la cuenta de que Tul Axtar estaba descendiendo. Repentinamente cesó el rugido del motor y la nave se detuvo. Soltando los mandos se volvió a donde estaba yo.

—Hemos llegado a U-Gor —anunció—. Aquí te quedarás libre pero, primero, dame esa cosa tan extraña que te hizo invisible en mi palacio.

¡El manto de la invisibilidad! ¿Cómo lo había sabido? ¿Quién pudo decírselo? Sólo parecía haber una explicación, pero todas las fibras de mi ser se encogieron al pensar en ella. Lo había enrollado hasta formar una bola de pequeño tamaño que había escondido en el fondo de mi bolsillo ya que la finísima seda permitía comprimirlo al mínimo de espacio. Me quitó la mordaza.

—Cuando regreses a tu palacio de Jahar —le dije—, mira en el suelo al lado de la ventana de la habitación que ocupaba Sanoma Tora. Si lo encuentras, para ti. Por lo que a mí respecta ya sirvió bien a mis propósitos.

—¿Por qué lo dejaste allí? —preguntó.

—Tenía mucha prisa por salir del palacio y a veces suceden accidentes.

Admito que no fui muy inteligente, pero tampoco lo era Tul Axtar y le engañé.

Abrió, refunfuñando, una de las escotillas de la quilla y sin la menor ceremonia me arrojó por ella. Por fortuna, la nave estaba cerca del suelo y no me lastimé. A continuación hizo descender a Tavia y la situó a mi lado y luego él mismo bajó. Se inclinó para cortar las cuerdas que ataban sus muñecas.

—Me quedaré con la otra —dijo—, me gusta.

No sé por qué comprendí que se refería a Phao.

—Esta parece un hombre y juro que sería tan fácil de someter como una banth. Conozco el tipo. La dejaré aquí, contigo.

Era evidente que no había reconocido a Tavia como una de las ocupantes de las habitaciones femeninas de su palacio y me sentí muy complacido por ello.

Regresó a bordo del
Jhama,
pero antes de cerrar la escotilla se dirigió a nosotros de nuevo.

—Dejaré caer vuestras armas cuando esté donde no podáis usarlas contra mí y podéis dar las gracias a la futura jeddara de Jahar por la clemencia que tengo con vosotros.

El
Jhama
se elevó lentamente. Tavia se estaba soltando los tobillos y cuando terminó se volvió hacia mí y me quitó las ataduras, pero yo estaba demasiado obnubilado, demasiado aplastado por el golpe que había recibido como para darme cuenta de ninguna otra cosa que no fuera que Sanoma Tora, la mujer que amaba, me había traicionado, pues ahora comprendía claramente lo que el más tonto hubiera comprendido desde el principio: que Tul Axtar la había comprado para que le liberara, prometiéndole que sería la jeddara de Jahar.

Bien, ya estaba satisfecha su ambición, pero a un coste espantoso. Nunca, aunque viviera mil años, podría mirarse a sí misma o a su acción sin despreciarse y odiarse, salvo que estuviera más degradada de lo que era posible pensar. No. Ella sufriría; de eso estaba seguro, pero pensarlo no me produjo el menor placer. La amaba y no podía desear que fuera desgraciada.

Sentado en el suelo incliné la cabeza abrumado. Sentí que un suave brazo se deslizaba sobre mis hombros y una dulce voz me habló al oído.

—¡Mi pobre Hadron!

Eso fue todo, pero tan pocas palabras tenían tal riqueza de simpatía y comprensión que, como si fueran un milagroso bálsamo, aliviaron al instante la agonía de mi atribulado corazón.

Nadie, salvo Tavia, podía haberlas pronunciado. Me volví, tomé entre las mías una de sus delicadas manos y me la llevé a los labios.

—Amada amiga mía —dije—. Doy las gracias a todos mis antepasados porque no fuiste tú.

No sé qué impulso me movió a decir aquello. Pareció que las palabras surgían por sí solas, sin mi voluntad, pero, al pronunciarlas, comprendí todo el horror que me hubiera producido de haber sido Tavia la traidora. Ni siquiera podía pensarlo sin sentir un agudo dolor en mi interior. La tomé en brazos, impulsivamente.

—¡Tavia! —grité— ¡prométeme que no me abandonarás jamás! No podría vivir sin ti.

Ella rodeó mi cuello con sus fuertes y jóvenes brazos.

—¡Nunca a este lado de la muerte! —musitó y se apartó de mí. Vi que estaba llorando.

¡Qué amiga! Sabía que nunca podría volver a amar a una mujer, pero qué me importaba si podría poseer la amistad de Tavia toda mi vida.

—No nos separaremos jamás, Tavia —dije—. Si nuestros antepasados son piadosos con nosotros y nos permiten regresar a Helium, encontrarás un hogar en la casa de mi padre y una madre en la mía.

Se enjugó los ojos y me miró con una extraña expresión melancólica que no logré descifrar y entonces me sonrió a través de sus lágrimas, con la sonrisa extraña, inquisitiva, que ya le había visto antes y que no entendí, como no entendía una docena de actitudes y expresiones suyas que la ha cían tan distinta de otras muchachas y que, pienso, coadyuvaban a su atractivo sobre mí. No todas sus características eran visibles: había profundidades y corrientes subterráneas que no se podían adivinar fácilmente. Si alguna vez pensaba que iba a llorar, se echaba a reír; cuando creía que debía ser feliz, lloraba, pero nunca como lo hacen otras mujeres, nunca era un llanto histérico, porque Tavia no perdía el control de sí misma en ningún caso. Su llanto era silencioso, como si surgiera de un corazón lleno, más que de unos nervios tensados y a pesar de las lágrimas siempre asomaba una sonrisa.

Pienso que Tavia era la muchacha más maravillosa que había conocido y a medida que la conocía mejor y veía más cosas de ella, más me daba cuenta de que a pesar de su intento de masculinizar su atuendo, que aún lucía, era la muchacha más bella que había visto jamás. Su belleza no era como la de Sanoma Tora, pero al contemplar su hermoso rostro me di cuenta repentinamente, no sé por qué razón, que la belleza de Tavia superaba con creces la de Sanoma Tora ya que la hermosura de su alma, que resplandecía en sus ojos, transfiguraba su semblante por completo.

Tul Axtar cumplió su promesa y nos arrojó las armas por la escotilla inferior del
Jhama
y mientras nos las ceñíamos pudimos escuchar cómo el ruido de las hélices de la nave se iba perdiendo en la distancia. Estábamos solos y a pie en un país extraño y, sin lugar a dudas, hostil.

—U-Gor —dije—, nunca he oído hablar de ti. ¿Y tú, Tavia?

—Sí, es una de las provincias lejanas de Jahar —respondió—. En tiempos fue un país agrícola rico y próspero, pero al caer bajo la maldición de la loca ambición de poder de Tul Axtar, que quería hombres para su ejército, la población creció hasta proporciones tan enormes que U-Gor no pudo subvenir a las necesidades de sus gentes. Entonces se desató el canibalismo. Empezaron por devorar a los oficiales enviados por Tul Axtar para hacer cumplir sus crueles decretos. Mandó un cuerpo de ejército a someter a la provincia, pero la gente era tan numerosa que derrotaron al ejército y se comieron los guerreros. Sus campos de labranza estaban ya arruinados en aquellos momentos. No tenían semillas y habían desarrollado una gran afición por la carne humana. Los que querían arar los campos fueron abatidos por bandas de vagabundos que les devoraron. Durante un siglo se han ido alimentando con la carne de los demás y la provincia ha dejado de estar poblada para convertirse en un páramo habitado por las bandas trashumantes que se buscan para poder comer.

Su relato me produjo un temblor. Era evidente que teníamos que escapar, lo más rápidamente posible, de un lugar maldito como éste. Pregunté a Tavia si conocía el emplazamiento de U-Gor y me contestó que estaba a un millar de haads al sudeste de Jahar, y a unos dos mil haads al sudoeste de Xanator.

Comprendí que era inútil tratar de llegar a Helium desde aquí. Un viaje de estas características a pie, si era posible hacerlo, llevaría años. La ciudad amistosa más próxima a la que podríamos dirigimos era Gathol que, en mi estimación, estaba a siete mil haads hacia el norte. La posibilidad de llegar a Gathol parecía remota en extremo, pero era nuestra única esperanza, por lo que nos pusimos en camino hacia el norte, en un viaje desesperado hacia la ciudad natal de mi madre.

El paisaje que nos rodeaba era poco accidentado, con una cordillera de colinas bajas aquí y allá mientras que allá lejos, al norte, se adivinaban unas colinas más altas silueteadas contra el horizonte. La tierra era yerma, salvo por algunos arbustos venenosos, lo que demostraba la terrible batalla por la supervivencia que libró este pueblo infeliz. No había reptiles, ni insectos, ni aves: todos habían sido devorados a lo largo del siglo de miseria que asoló esta tierra.

Mientras avanzábamos lenta, pesadamente, por estos páramos desolados y deprimentes, tratamos de mantener altos nuestros espíritus de la mejor manera posible y un ciento de veces tuve oportunidad de dar las gracias porque Tavia, y ninguna otra persona, fuera mi acompañante.

¿Qué podría haber hecho en circunstancias similares con la carga de Sanoma Tora? Dudo que ella hubiera andado una docena de haads, mientras que Tavia se mantenía a mi lado con la gracia alada de una salud y una fuerza perfectas. Un hombre tiene que ser muy fuerte para no quedarse rezagado marchando conmigo, pero Tavia no cedió en ningún momento; ni mostró síntomas de cansancio con más rapidez que yo.

—Formamos una buena pareja, Tavia —dije.

—Ya lo había pensado… hace mucho tiempo —respondió en voz baja.

Seguimos andando hasta casi el crepúsculo sin encontrar la menor señal de vida y nos felicitábamos por nuestra buena suerte cuando Tavia, como hacíamos con frecuencia, miró hacia atrás.

Me tocó en el brazo y me hizo una seña con la cabeza.

—¡Ahí vienen! —dijo sencillamente.

Miré hacia atrás y vi tres figuras que seguían nuestras huellas. Estaban demasiado lejos para que pudiera hacer otra cosa que identificarles como seres humanos. Era evidente que nos habían visto y que reducían distancias corriendo a un ritmo sostenido.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tavia— ¿Nos quedamos aquí y luchamos, o tratamos de escapar amparados por la oscuridad de la noche?

—Ni lo uno ni lo otro —respondí—. Vamos a eludirles sin hacer el más mínimo esfuerzo.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Con el genio inventivo de Phor Tak y el compuesto de invisibilidad que le sisé.

—¡Soberbio! ¡Me había olvidado del manto —exclamó Tavia— Con él no tendremos dificultad para eludir todos los peligros que nos acechen de aquí a Gathol.

Abrí el bolsillo y busqué el manto. ¡No estaba! ¡Tampoco el vial que contenía el resto del compuesto! Miré a Tavia, quien leyó la verdad en mi expresión.

—¿Lo has perdido?

—No, me lo han robado —respondí.

Se me acercó de nuevo y puso su mano en mi brazo en un gesto de simpatía. Entonces supe que ella pensaba lo mismo que yo: que no pudo ser nadie más que Sanoma Tora la que lo había robado. Incliné la cabeza.

—¡Y pensar, Tavia, que puse en riesgo tu seguridad por salvar a una mujer como ella!

—No la juzgues precipitadamente —respondió ella—. No podemos saber hasta qué punto fue tentada o qué amenazas usaron para hacerla abandonar el camino del honor. Quizá no sea tan fuerte como nosotros.

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