Un guerrero de Marte (28 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Un guerrero de Marte
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—No hablemos de ella —dije—. Es una sensación extraña, Tavia, ver cómo el amor se vuelve odio.

Apretó mi brazo.

—El tiempo cura todas las heridas —exclamó— y algún día encontrarás una mujer digna de ti, si es que existe.

La miré fijamente.

—Sí existe —musité pensativo, pero interrumpió mi meditación con una pregunta.

—¿Luchamos o huimos, Hadron de Hastor?

—Preferiría luchar y morir —contesté—, pero debo pensar en ti, Tavia.

—Entonces nos quedamos y luchamos —dijo ella—, pero Hadron, no debes morir.

Había un tono de reproche en su voz que no se me escapó y me sentí avergonzado de mí mismo y sentí vergüenza de mí mismo por haberme olvidado de la gran deuda que tenía con ella por su amistad.

—Lo lamento —dije—. Tavia, no puedo desear morir mientras tú vivas.

—Así está mejor—replicó—. ¿Cómo vamos a luchar? ¿Me sitúo a tu derecha, o a tu izquierda?

—Debes ponerte detrás de mí, Tavia —le dije—. Mientras mi mano pueda sostener una espada no necesitarás otra defensa.

—Hace mucho tiempo, después de conocernos —respondió—, me dijiste que debíamos ser camaradas de armas, lo que significa luchar juntos, codo con codo o espalda contra espalda. Te tomo la palabra, Hadron de Hastor.

Sonreí y, aunque pensé que lucharía mejor solo que con una mujer a mi lado, admiré su valor.

—Muy bien —dije—, lucha a mi derecha porque así estarás entre dos espadas.

Los tres tipos que seguían nuestras huellas se acercaron tanto que esta vez pude determinar qué clase de criaturas eran y lo que vi fueron salvajes desnudos, con cabellos enredados y grasientos, cuerpos llenos de suciedad y rostros degradados. La alocada luz de sus ojos, sus labios que se entreabrían dejando al descubierto unos colmillos amarillos, su sigiloso comportamiento les daban más aspecto de bestias salvajes que de hombres.

Iban armados con espadas que empuñaban y no tenían correaje ni vainas. Se detuvieron a corta distancia mirándonos con expresión hambrienta y no cabía duda de que lo estaban, porque sus vientres fláccidos sugerían que frecuentemente estaban vacíos y que sólo se llenaban cuando les tocaba en suerte carne en cantidades suficientes. Esta noche, los tres confiaban en saciar su hambre, podía verlo en sus ojos. Conferenciaron en voz baja unos minutos y se separaron para atacarnos desde distintos puntos simultáneamente.

—Vamos a llevar nosotros la batalla, Tavia —musité—. Cuando se hayan situado a nuestro alrededor, daré la voz y atacaré al que tenga enfrente y trataré de deshacerme de él antes de que los otros puedan atacarnos. Mantente pegada a mí, para que no puedan apartarte.

—¡Codo con codo hasta el fin! —respondió Tavia.

CAPÍTULO XV

La batalla de Jahar

Mirando por encima del hombro vi que los dos que nos rodeaban por la espalda estaban bastante más lejos que el que tenía enfrente y comprendiendo que lo inesperado de nuestra acción aumentaría en gran medida las posibilidades de éxito, di la voz.

—Ahora, Tavia —musité y los dos nos dirigimos a toda carrera contra el salvaje desnudo que teníamos delante.

Era evidente que no se lo esperaba, como lo era que se trataba de una bestia de entendederas muy lentas, porque al vernos avanzar se le cayó la mandíbula inferior y se limitó a esperar que llegáramos; si hubiera sido mínimamente inteligente, habría retrocedido para dar tiempo a sus compañeros para atacarnos por la espalda.

Al cruzar nuestras espadas oí un rugido salvaje detrás de mí, el rugido que solo puede emitir una bestia salvaje. Vi de reojo que Tavia miraba hacia atrás y entonces, antes de que pudiera darme cuenta de lo que intentaba, saltó adelante y atravesó con su espada el cuerpo del hombre que estaba delante cuando me embestía tratando de alcanzarme con su propia arma; ahora, girando sobre nuestros talones, nos enfrentamos a los otros dos que venían corriendo rápidamente hacia nosotros y puedo asegurarles que supuso un alivio infinito para mí darme cuenta de que las posibilidades contra nosotros no eran ya tan grandes.

Cuando nos atacaron, sufrí la desventaja inicial de tener que mirar constantemente a Tavia, pero no duró mucho.

Un momento después me di cuenta de que la espada estaba en manos maestras. La punta del arma se agitaba y superaba la guardia desgarbada del salvaje y supe, y adiviné que también él se había dado cuenta de ello, que su vida estaba en la palma de la diminuta mano que sujetaba la empuñadura. Entonces dediqué toda mi atención a mi propio antagonista.

No eran los mejores espadachines que había visto, pero estaban lejos de ser los peores. Su defensa, sin embargo, superaba con mucho a su ataque lo que, en mi opinión, se debía a dos cosas: la cobardía natural y el hecho de que solían cazar en grupo que superaba con creces a la presa. Para ello sólo se precisaba una buena defensa, ya que el golpe mortal lo podía asestar en todo momento desde detrás algún compañero del que atacara a la presa de frente.

Nunca había visto antes luchar a una mujer y quizá debí pensar que me tenía que haber sentido molesto por tener una luchando a mi lado; por el contrario, sentí una extraña excitación mitad orgullo y mitad algún otro sentimiento que no pude analizar.

Creo que, al principio, el tipo que se enfrentaba a Tavia no se dio cuenta de que era una mujer, pero no tardó en comprenderlo porque el escaso correaje de Barsoom oculta poco y, ciertamente, no las redondeces del cuerpo adolescente de Tavia. Por tanto, quizá fue esta sorpresa la que le perdió, o tal vez se confió en exceso cuando descubrió su sexo; fuera como fuera, lo cierto es que Tavia le atravesó el corazón un instante después, justamente, de que yo acabara con mi oponente.

No puedo decir que me sintiera especialmente entusiasmado por nuestra victoria. Los dos sentíamos compasión por las pobres criaturas que habían sido reducidas a su horrible estado por la tiranía del cruel Tul Axtar, pero eran sus vidas o las nuestras y nos sentíamos complacidos del resultado final.

Eché, precavido, un vistazo en torno al caer nuestro último antagonista y me alegré de haberlo hecho, porque inmediatamente descubrí a tres criaturas acurrucadas encima de una breve colina no muy distante.

—¡Todavía no hemos terminado, Tavia! —dije— ¡Mira! —indiqué la dirección de los tres tipos.

—Tal vez no se atrevan a seguir la suerte de sus compañeros —dijo ella—. No se acercan.

—¡Por lo que a mí respecta, si quieren pueden tener la paz! —exclamé— Vámonos de aquí. Si nos siguen, tendremos tiempo de sobra para decidir qué hacemos.

Mientras avanzábamos hacia el norte mirábamos atrás de vez en cuando; ahora vi que los tres hombres se levantaban y bajaban la colina acercándose a los cuerpos de sus amigos; al hacerlo, nos dimos cuenta de que eran mujeres y estaban desarmadas.

Cuando comprendieron que nos íbamos y que no teníamos intención de atacarles echaron a correr, lanzando gritos chirriantes, dirigiéndose hacia los muertos como enloquecidas.

—¡Es patético! —dijo Tavia tristemente— Hasta esas infelices criaturas degradadas tienen sentimientos humanos. También pueden sentir pena por la pérdida de sus seres queridos.

—Sí —convine—, pobrecillas, lo siento por ellas.

Temiendo que en el frenesí de su pesar pudieran intentar la venganza de sus compañeros muertos las mantuvimos vigiladas; de otro modo, no hubiéramos sido testigos del horroroso final de la lucha. ¡Y ojalá no lo hubiéramos presenciado, porque cuando las tres mujeres llegaron a los cadáveres, se lanzaron sobre ellos, no ya para llorar ni lamentarse, sino para devorarlos!

Nos volvimos sintiendo que las náuseas se apoderaban de nosotros y nos dirigimos rápidamente al norte hasta mucho después de anochecer.

Pensamos que había pocas probabilidades de ser atacados de noche ya que no había bestias salvajes en un país carente de alimentos y era de suponer que los cazadores saldrían de día, más que de noche, ya que en la oscuridad les resultaría más difícil localizar una presa y seguirla.

Sugerí a Tavia que descansara un poco; luego seguiríamos el resto de la noche y buscaríamos un lugar donde ocultarnos al amanecer, quedándonos allí hasta que la noche cayera de nuevo, ya que estaba seguro de que siguiendo este plan avanzaríamos más y sufriríamos menos agotamiento andando en las horas frescas de la noche, al tiempo que reduciríamos el riesgo de ser descubiertos y atacados por cualquier banda hostil que encontráramos entre nosotros y Gathol.

Tavia estuvo de acuerdo conmigo, por lo que descansamos un rato, haciendo turnos para dormir y vigilar.

Seguimos luego nuestro camino y estoy seguro de haber cubierto una gran distancia antes del amanecer, aunque las elevadas colinas del norte seguían pareciendo muy lejanas, igual que el día anterior.

Nos pusimos a buscar un lugar cómodo donde ocultamos durante el día. Ninguno de los dos sufría hambre ni sed, como hubieran sufrido los antiguos en semejantes circunstancias, ya que la gradual disminución de agua y verduras en Marte durante incontables eras hizo que todas las criaturas del planeta sufrieran un lento proceso de evolución que les permitía pasarse largos períodos sin comida o bebida, y habíamos aprendido, además, a controlar nuestras mentes para no pensar en ellas hasta que podíamos conseguirlas, lo que sin duda nos ayudaba en gran manera a controlar nuestras ansias.

Tras una búsqueda considerable encontramos un barranco profundo y estrecho que nos pareció el mejor sitio para escondernos, pero, apenas habíamos entrado en él cuando vi, por casualidad, dos ojos que nos miraban desde la cresta de un caballón que lo flanqueaba. Estaba mirándolos cuando desaparecieron por detrás de la cresta.

—Eso descarta este lugar —dije a Tavia al informarle de lo que había visto—. Debemos salir de aquí y buscar un nuevo refugio.

Cuando salimos del barranco por su extremo superior eché un vistazo hacia atrás y de nuevo vi aquella criatura que nos miraba, que trató de ocultarse de nuevo. Mientras avanzábamos miraba atrás de vez en cuando y volví a verle alguna vez: era uno de los cazadores de U-Gor. Nos estaba acechando como la bestia salvaje acecha a su presa. Sólo pensarlo me hizo sentirme incómodo. De haber sido un guerrero acechándonos para matarnos no me hubiera sentido así, pero pensar que nos seguía con el fin de devorarnos era repugnante, horrible.

Aquella cosa se mantuvo hora tras hora tras nuestra estela; sin duda temía atacarnos por ser dos, o quizá pensó que nos separaríamos o que nos echaríamos a dormir, o que haríamos cualquier otra cosa que puedan hacer los viajeros dándole la oportunidad que buscaba, pero tras largo tiempo debió abandonar toda esperanza. Dejó de ocultarse de nosotros y en una ocasión trepó a una colina de poca altura y se mantuvo de pie, silueteado contra el cielo y alzando la cabeza lanzó un aullido, un grito horrible que me erizó los pelos del cogote: era el alarido de caza que lanza la bestia que llama a su manada para matar.

Sentí el estremecimiento de Tavia y la apreté contra mí, rodeándola con un brazo en un gesto de protección y así caminamos largo rato en silencio.

La criatura lanzó dos veces más su aterrador grito hasta que finalmente fue respondido desde algún lugar situado a la derecha, delante de nosotros.

Otra vez nos vimos forzados a luchar, pero esta vez sólo con dos y, cuando reanudamos nuestro camino lo hicimos con un sentimiento de depresión que no podíamos sacudirnos, depresión por lo desesperanzado a ultranza de nuestra situación.

Me detuve en la cima de una colina más alta que habíamos cruzado. En ella crecían algunos matorrales altos.

—Vamos a tumbarnos, Tavia —dije—. Desde aquí podemos vigilar; vamos a permanecer en guardia un rato, dormiremos y cuando llegue la noche nos pondremos en marcha.

Parecía cansada y eso me preocupó, pero pienso que sufría más por la tensión nerviosa del interminable acecho que por fatiga física. Sé que eso me había afectado y que podía afectar mucho más a una muchacha joven que a un luchador bien entrenado. Se acostó muy cerca de mí, como si así se sintiera más segura, mientras yo montaba la guardia.

Desde aquella atalaya podía ver una amplia zona del terreno que nos rodeaba y no pasó mucho tiempo antes de que detectara unas figuras humanas que merodeaban como banths cazadores y era evidente con frecuencia que una acechaba a otra. En un momento dado vi no menos de media docena. Vi un tipo que alcanzó a su presa y saltó sobre su espalda. Estaban demasiado lejos de mí como para ver su lucha al detalle, pero pensé que el atacante había atravesado al otro con su espada y entonces, como un banth cazador, saltó sobre ella y empezó a devorarla. No sé si la consumió entera, pero estaba comiendo cuando cayó la noche.

Tavia durmió largamente y cuando se despertó me reprochó por haberla dejado tanto tiempo, insistiendo en que también yo tenía que dormir.

La necesidad me ha enseñado a dormir sólo un rato cuando las condiciones no permiten perder el tiempo, aunque siempre lo recupero después, de manera que había aprendido a limitar mi tiempo de sueño como me conviniera de manera que, ahora, me desperté en cuanto pasó el breve tiempo que me había concedido a mí mismo y reanudamos nuestra marcha hacia la lejana Gathol.

Esta noche, una vez más, como había sucedido la anterior, avanzamos sin ser molestados por el horrible páramo de U-Gor y cuando amaneció vimos que las elevadas colinas se alcanzan cerca de nosotros.

—Quizá estas colinas marquen el límite norte de U-Gor —sugerí.

—Creo que así es —contestó Tavia.

—Ya están a poca distancia —dije—. Vamos a seguir andando hasta que las atravesemos. Me siento impaciente por dejar esta tierra maldita atrás cuando antes.

—Lo mismo que yo —dijo Tavia—. Me enferma pensar en lo que he visto.

Habíamos cruzado un estrecho valle y llegábamos a las colinas cuando oímos el odioso grito de caza a nuestras espaldas. Al volverme vi a un solo hombre que cruzaba el valle dirigiéndose a nosotros. Sabía que le habíamos visto, pero siguió avanzando sin vacilar, deteniéndose a veces para lanzar su extraño aullido. Llegó una respuesta desde el este, y luego otra, y otra más, de distintas direcciones. Nos apresuramos a trepar las bajas laderas que llevaban a la cumbre, mucho más lejos. Al mirar atrás vi que los cazadores convergían sobre nosotros desde todos lados. Nunca habíamos visto antes tantos juntos.

—Quizá si trepamos lo bastante alto por las montañas podamos escabullimos —dije.

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