Al tirar de la espada, un guerrero se puso de pie, pero no sacó su arma.
—¡Estúpido! ¡Idiota! —aulló— ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿No sabes quién soy?
—Dentro de un momento serás
quién eras
—respondí en voz baja—. ¡En guardia!
—¡No! —gritó, retrocediendo— Llevas el correaje y la insignia de un guerrero de la guardia. No puedes tener la osadía de sacar la espada frente al hijo de Haj Osis. Atrás, joven, soy el príncipe Haj Alt.
—Rogaría a Issus que fueras el propio Haj Osis —contesté—, pero, cuanto menos, habrá alguna recompensa en saber que he destruido a su vástago. En guardia, estúpido, a menos que quieras morir como un sorak.
Seguía retrocediendo y me miraba con el terror retratado en sus débiles facciones. Espiaba el panel que yo había dejado abierto inadvertidamente y antes de que pudiera impedirlo se lanzó como una flecha, cerrado a sus espaldas. Salí en su persecución, pero había corrido el pestillo y yo desconocía dónde estaba el mecanismo que lo abría.
—¡Rápido, Phao! —grité—. Tú conoces el secreto del panel. Ábrelo. No debemos permitir que ese tipo se escape o hará sonar la alarma y estaremos perdidos.
Phao corrió a mi lado y pulsó con el pulgar un botón inteligentemente oculto entre la elegante talla del panel de madera que cubría la pared. Esperé conteniendo el aliento, pero el panel no se abrió. Phao pulsó el botón frenética, una y otra vez, y luego se volvió a mí con gesto resignado, vencido.
—Ha manipulado el cerrojo al otro lado —dijo—. Es un bribón listo y habría pensado en ello.
—Debemos seguirle —exclamé alzando la espada larga. Golpeé el panel con una fuerza que hubiera roto en pedazos una plancha mucho más gruesa, pero sólo conseguí hacer un arañazo escasamente más ancho que una uña, pero que me reveló la terrible verdad: el panel estaba hecho de forandus, el metal más duro y ligero conocido por los barsoomianos. Me di la vuelta—. Es inútil —dije— tratar de romper el forandus con una espada de acero.
Tavia se había situado junto a mí, mirándome a la cara sin decir palabra. Sus ojos estaban llenos de lágrimas que no pretendía ocultar y le temblaban los labios.
—¡Hadron! —musitó al fin— ¡has vuelto de la muerte! ¿Por qué has venido? Esta vez no cometerán ningún error.
—Tú sabes por qué he venido, Tavia —respondí.
—¡Dímelo! —dijo en tono suave, bajísimo.
—Por amistad, Tavia —contesté—, porque eres la mejor amiga que ningún hombre haya tenido.
Pareció un tanto sorprendida en principio, pero luego una suave sonrisa se dibujó en sus labios.
—Prefiero la amistad de Hadron de Hastor —dijo— antes que cualquier otro regalo que el mundo me pudiera hacer.
Fue muy agradable oírselo decir y, ciertamente, aprecié sus palabras, aunque no entendí su ligera sonrisa. Pero entonces no tenía tiempo para resolver adivinanzas; el problema más importante era el de nuestra seguridad. Fue entonces cuando me acordé del vial que llevaba en el bolsillo. Busqué rápidamente con la vista por toda la habitación: en un rincón había sedas y pieles para dormir, algo que podría responder a mis fines; el contenido del vial podía damos la libertad si tuviéramos tiempo suficiente. Atravesé corriendo la habitación y busqué rápidamente hasta que encontré tres trozos de tela que servían mejor a mis propósitos que los restantes. Abrí el bolsillo parta sacar el vial en el momento en que llegaron a mis oídos unos pasos apresurados y el entrechocar de armas.
¡Demasiado tarde! Ya estaban en la puerta. Abotoné el bolsillo y aguardé. Mi primera idea fue entablar combate con ellos a medida que entraran, pero la deseché por más que inútil, ya que de ello no se deduciría otra cosa que mi propia muerte, mientras que el tiempo podría darme una oportunidad para utilizar el contenido del vial.
La puerta se abrió de golpe y vi en el pasillo no menos de cincuenta guerreros. Un padwar de la guardia entró, seguido por sus hombres.
—¡Ríndete! —me ordenó.
—No he sacado mi arma —contesté—. Ven a cogerla.
—¿Admites que eres el guerrero que atacó al príncipe Haj Alt? —preguntó.
—Lo soy —respondí.
Me eché a reír, porque sabía que no era tan tonto como para hacer a un asesino profesional de Barsoom una pregunta como aquella. Los miembros de esta antigua hermandad se guían por un código ético que respetan escrupulosamente y rara vez, casi ninguna, se consigue convencer o forzar a uno de sus miembros a que dé a conocer el nombre de quien le manda.
Vi que Tavia tenía los ojos fijos en mí y me pareció que había un ligero interrogante en su mirada, pero yo sabía que no se le escapaba que yo estaba mintiendo para protegerlas a ambas, ella y Phao.
Me arrastraron al exterior de la cámara y mientras me llevaban por los corredores, rampas abajo del palacio, el padwar me hizo preguntas tratando de averiguar mi verdadera identidad. Me alivió mucho comprobar que no me había reconocido y confié en que nadie lo haría, no porque ello supusiera diferencia alguna en la suerte que me esperaba, ya que comprendía que a quien había tratado de asesinar al príncipe de la casa de Haj Osis sólo podía esperarle lo peor, sino porque tenía miedo de que al reconocerme acusaran a Tavia de complicidad en el ataque a Haj Alt y la hicieran sufrir por ello.
Ya estaba de nuevo en las mazmorras y, causalmente, en la misma celda que ocupamos Nur An y yo. Experimenté una sensación como de vuelta a casa, aunque con variaciones y, una vez más, me encontré solo, aherrojado a una pared. Mi única esperanza era el vial que reposaba en el fondo de mi bolsillo. Pero no era aquél el lugar, ni el momento, para usar su contenido, ni, aunque no tuviera puesto los grilletes, tenía a mano los materiales que precisaba.
No estuve mucho tiempo en la mazmorra: los guerreros regresaron pronto y soltándome las manos me condujeron hasta el gran salón del trono de palacio, donde Haj Osis estaba sentado en su dais rodeado por los altos oficiales de su ejército y cortesanos.
También estaba allí Haj Alt, el príncipe, y cuando vio que me empujaban hacia el trono tembló de ira. Me situaron delante del jed, quien se volvió a su hijo.
—¿Es este el guerrero que te atacó, Haj Alt? —preguntó.
—Este es el granuja que me cogió por sorpresa —respondió el joven— y me hubiera apuñalado por la espalda si no hubiera sido más listo que él.
—¿Sacó su espada contra ti? ¿Contra la persona de un príncipe? —preguntó Haj Osis.
—Lo hizo, y me hubiera matado, como mató a Yo Seno cuyo cadáver encontré en el corredor que va de su oficina a la torre.
Así, pues, habían encontrado el cadáver de Yo Seno. Bueno, no me matarían más por aquel crimen que por haber amenazado de muerte al príncipe.
En este momento, un oficial entró en el salón del trono casi a la carrera. Respiraba agitado y se detuvo al pie del trono. Estaba de pie, a mi lado, y vi que se volvía y me miraba rápidamente, con sus ojos recorriendo mi cuerpo de los pies a la cabeza. Luego se dirigió al hombre que ocupaba el asiento regio.
—Haj Osis, jed de Tjanath —dijo—. He venido a todo correr para decirte que hemos encontrado en el hangar del jed el cadáver del guardia. Le han arrancado el correaje y las armas y han dejado junto a su cuerpo otros extraños. Al acercarme a tu trono, Haj Osis, he reconocido el correaje de mi guerrero muerto en el cuerpo de ese hombre —me señaló con un dedo acusador.
Haj Osis me estaba mirando ahora con sumo cuidado. Sus ojos mostraban una expresión extrañada que no me gustaba nada. Delataba que estaba empezando a reconocerme y luego, de repente, vi que ya sabía quién era yo. El jed de Tjanath dejó escapar un rotundo juramento que resonó por el gran salón del trono.
—¡Por el aliento de Issus! —tronó—¡ Miradle! ¿No le reconocéis? Es el espía de Jahar que dijo llamarse Hadron de Hastor. Fue condenado a La Muerte. Lo vi con mis propios ojos y, sin embargo, ahora está en mi palacio, asesinando a mi gente y amenazando a mi hijo. ¡Pero esta vez morirá!
Haj Osis se había levantado del trono y con los brazos en alto parecía clavar los dedos en el aire, algo así como un horroroso corphal lanzando una maldición sobre su víctima.
—Primero, sin embargo, averiguaremos quién le envió. No vino por su propia voluntad a matarme y matar a mi hijo: detrás de él hay alguna mente maligna que busca destrozar al jed de Tjanath y a su familia. Quemadle lentamente, pero no dejadle morir hasta que declare el nombre. ¡Lleváoslo! Dejad que el fuego queme, pero lentamente.
El manto de la invisibilidad
Mientras Haj Osis, jed de Tjanath, pronunciaba su sentencia de muerte sobre mí supe que lo que quiera que pudiera hacer para salvarme debía hacerlo de inmediato, porque en el momento en que los guardias me sujetaran de nuevo, mis esperanzas se habrían desvanecido ya que era evidente que la tortura y la muerte tendrían lugar de inmediato.
Los guerreros que formaban la guardia que me había escoltado desde las mazmorras estaban formados a unos pasos detrás de mí. El dais en el que se sentaba Haj Osis estaba elevado poco más de sesenta centímetros sobre el piso del salón del trono. No había persona alguna entre el jed de Tjanath y yo, porque al sentenciarme a muerte había avanzado desde el trono hasta el borde mismo de la plataforma.
La acción que emprendí no se demoró lo que cuesta contarla. De haberlo hecho, los guardias me hubieran agarrado. Concebí mi plan tan pronto como la última palabra salió de su boca y salté como un tigre hacia el dais, cayendo de lleno sobre Haj Osis, jed de Tjanath. Tan súbito a inesperado fue mi ataque que no pudo defenderse. Le así por la garganta con una mano y con la otra saqué su daga de la funda, la levanté por encima de su cabeza y grité con voz que todos oyeron:
—¡Atrás, o Haj Osis muere!
Habían empezado a correr hacia mí, pero cuando la importancia de mi amenaza entró en sus cerebros se detuvieron.
—Es mi vida o la tuya, Haj Osis —le dije—, a menos que hagas lo que te diga.
—¿Qué? —preguntó con la cara negra de terror.
—¿Hay una antesala detrás del trono? —pregunté.
—Sí —contestó—. ¿Qué quieres?
—Llévame allí. Solo —dije—. Ordena a tus hombres que se queden donde están.
—¿Y dejarte que me mates cuando estemos allí? —inquirió temblando.
—Te mataré ahora, si no lo haces —contesté—. Escucha, Haj Osis, no he venido a matarte, ni a matar a tu hijo. Lo que dije al padwar de tu guardia era mentira. He venido con otro fin, de muchísima más importancia para mí que la vida de Haj Osis o de su hijo. Te digo y te prometo que no te mataré. Di a tu gente que vamos a la antesala y que he prometido no hacerte daño si me dejan allí solo unos cinco xats.
Vaciló.
—¡Date prisa! —le previne— No tengo tiempo que perder —añadí apretando la punta de su daga contra su garganta.
—¡No! —gritó encogiéndose— ¡Haré lo que me digas! ¡Que nadie se mueva! —gritó a su gente—. Voy a la antesala con este guerrero y os ordeno, so pena de muerte, que no entréis allí durante cinco xats
[8]
. Podéis ir después de que pase ese tiempo, pero no antes.
Sujeté firmemente a Haj Osis por el correaje, entre los hombros y mantuve la punta de la daga apretada por debajo de la clavícula izquierda mientras le seguía a la antesala, mientras quienes se habían reunido detrás del trono se apartaban para abrirnos camino. En la puerta me detuve y me volví a ellos.
—¡Recordad! —dije— Cinco xats exactos, ni un tal antes.
Entré en la antesala, cerré la puerta y corrí el pestillo y entonces, todavía obligando a Haj Osis a andar delante de mí, crucé la habitación y aseguré la única puerta que había al otro lado de la cámara. Luego llevé al jed a un lado.
—¡Al suelo, túmbate boca abajo! —dije.
—Has prometido no matarme —suplicó.
—No te mataré, a menos que vengan antes de que hayan pasado los cinco xats y tú hagas algo contrario a mis órdenes que pretenda retrasarme. Voy a atarte, pero no te haré daño.
Con gesto desmañado se tendió sobre el estómago y le até las manos a la espalda con su propio correaje. Luego le puse una venda en los
ojos y
le dejé tumbado.
Al entrar en la habitación me había hecho cargo de un vistazo de su contenido y había visto, precisamente, las cosas que más necesitaba. Ahora, una vez que había terminado con Haj Osis, crucé rápidamente a una de las ventanas y arranqué parte de las cortinas de seda que la cubrían. Era una seda fina, ligera y muy ancha sin empalmes, destinada a colgar graciosamente plegada por debajo de unos cortinones más gruesos. Puse manos a la obra en el elegante escritorio donde el jed de Tjanath firmaba sus decretos. Saqué el vial del bolsillo y le quité el tapón: luego hice una bola con la seda; dada su extremada finura la pude comprimir entre las manos. Atando con tiras de otra cortina la bola de seda formando una masa ligeramente comprimida, vertí lentamente sobre ella el contenido del vial, dando vueltas a la bola con la punta de la daga de Haj Osis. Recordando el consejo de Phor Tak puse cuidado pala que nada del contenido del vial entrara en contacto con mi carne y pude ver rápidamente el porqué de su prevención al ver cómo la bola de seda desaparecía ante mis ojos.
Sabiendo que el compuesto de la invisibilidad se secaría casi a la misma velocidad que impregnaba la seda, esperé un breve instante después de vaciar casi la mitad del contenido del vial sobre la bola. Luego, palpando con los dedos, encontré las cintas que la mantenían en forma casi esférica y las corté, agitando luego la seda lo mejor que pude. Era invisible en su mayor parte, aunque había un par de puntos a los que no había llegado el compuesto. Los mojé con un poco de líquido que quedaba en el bolsillo.
Dependía tanto del éxito de mi experimento que casi temí hacer la prueba, pero era preciso hacerla y sólo quedaban unos xats antes de que los guerreros de Haj Osis irrumpieran en la antecámara.
Guiándome por el tacto me cubrí la cabeza con la seda de manera que me tapara por completo. Podía ver los objetos cercanos bastante bien, a través del fino y delicado tejido, como para abrirme camino. Crucé hasta Haj Osis y le quité la venda de los ojos,retrocediendo luego con rapidez. Miró apresurado y asustado en torno.
—¿Quién ha hecho eso? —preguntó, para añadir, como para sí mismo— Se ha ido.
Estuvo silencioso unos momentos, volviendo los
ojos
en todas direcciones, examinando cada rincón de la habitación. Luego apareció en sus
ojos
una expresión mezcla de esperanza y alivio.