También Phao manifestó su interés y no pasó mucho tiempo antes de que manejara los mandos, mientras Tavia insistía en que le enseñara todos los misterios del fusil de rayos desintegradores.
Mucho antes de avistar las torres de la capital de Tul Axtar vimos un avión monoplaza pintado con el horroroso color azul de Jahar y luego, allá a lo lejos, a derecha e izquierda, vimos otros. Volaban en círculos lentamente, a gran altura. Juzgué que eran patrulleros que vigilaban la llegada de alguna flota enemiga inesperada. Pasamos por debajo de ellos y poco más tarde encontramos otra línea de naves enemigas. Éstos eran cruceros patrullas que llevaban a bordo de diez a quince hombres. Acercándome a uno de ellos todo lo que pude vi que llevaban cuatro fusiles de rayos desintegradores, dos a proa y dos a popa. Hasta donde podía ver en cada dirección las naves eran visibles y si, como suponía, formaban un círculo completo sobre Jahar tenían que ser numerosas.
Pasando más allá de ellos nos encontramos con una tercera línea de naves jaharianas. Había estacionados enormes acorazados tripulados por miles de hombres y erizados de grandes cañones.
Aunque ninguna de esas naves era tan grande como las más poderosas de Helium, constituían una fuerza de lo más formidable y era evidente que los habían construido en gran número.
Lo que ya había visto me causó gran impresión por el hecho de que Tul Axtar no bromeaba cuando hablaba de su sueño de tener bajo su férula a todo Barsoom. Con sólo una fracción de las naves que había visto garantizaría yo el devastamiento total de Barsoom, siempre que las equiparan con fusiles de rayos desintegradores y tenía la seguridad de que lo que había visto no era más que una ligera fracción del enorme armamento de Tul Axtar.
La vista de todos estos navíos me causó una profunda impresión de calamidad. Si la flota de Helium no había llegado ya y sido destruida, sin duda lo sería en cuanto llegara. Ningún poder terrenal podía salvarla. Lo mejor que podía esperar, por mi parte, si la flota había llegado ya, era que un encuentro de la primera línea con los fusiles de rayos desintegradores hubiera sido aviso suficiente para hacer retroceder al resto.
Muy por detrás de la línea de cruceros pude ver las torres de Jahar en la distancia y, a medida que nos acercábamos a la ciudad, vi la flota de enormes buques más numerosa que había visto en mi vida posada en tierra, fuera de las murallas de la ciudad. Estos navíos, que rodeaban por completo las murallas de la ciudad que podíamos ver, tendrían capacidad para alojar por lo menos diez mil hombres cada uno y, dada la construcción de su armamento ligero, deduje que eran transportes. Sin duda estaban destinados a transportar las hordas de hambrientos guerreros jaharianos para dedicarse al pillaje y el saqueo proyectados para destruir el mundo.
La contemplación de esta poderosa armada me hizo abandonar otros planes y dirigirme a toda velocidad hacia Helium, a fin de dar la alarma y que se pudieran hacer planes para frustrar la loca ambición de Tul Axtar. Mi mente era un caldero en ebullición lleno de conflictivas exigencias a mí mismo. Eran incontables las veces que había arriesgado mi vida para llegar a Jahar con un sólo propósito, y ahora que había llegado debía volver para cumplir otros fines —un fin mucho más amplio, importante, quizá, pero sólo soy humano y me dirigí, primero, a rescatar a la mujer que amaba, decidido, inmediatamente después, a lanzarme de todo corazón a la consecución de otra empresa que el deber y la inclinación me exigían. Me dije a mí mismo que la ligera demora que ello implicaba no perjudicaría en modo alguno a la causa más importante, mientras que si abandonaba ahora a Sanoma Tora quedarían pocas probabilidades de que pudiera volver a Jahar a rescatarla.
Con la gran flota de horrible color azul de Jahar detrás de nosotros, cruzamos sobre las murallas de la ciudad y avanzamos en dirección al palacio del jeddak.
Había planeado cuidadosamente el asunto, debatiéndolo una y otra vez con Tavia, que se había criado en el palacio de Tul Axtar.
Siguiendo sus indicaciones debíamos maniobrar con el
Jhama
hasta un lugar situado directamente encima de la esbelta torre, en la que no había espacio para aterrizar, pero por la que podríamos acceder al palacio hasta un lugar cercano a los alojamientos de las mujeres.
Ya habíamos atravesado, protegidos por nuestro compuesto de invisibilidad, las tres formaciones de naves jaharianas, como volamos por delante de los centinelas de las murallas y los guerreros que montaban la guardia en las torres y muros del palacio del jeddak, y paré el
Jhama,
sin incidente alguno digno de mención, justo encima de la torre indicada por Tavia.
—Dentro de unos diez xats
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se hará de noche —dije a la muchacha.
Si consideras innecesario permanecer aquí constantemente, vuelve después de que anochezca, porque si logro encontrar a Sanoma Tora no intentaré regresar al
Jhama
hasta que caiga la noche.
Me había dicho que cabía en lo posible que las habitaciones de las mujeres permanecieran cerradas con llave durante la noche, razón por la que debería entrar en el palacio en pleno día, aunque yo hubiera preferido no arriesgarme hasta que estuviera oscuro. Tavia me había asegurado, además, que una vez que entrara en el gineceo no tendría dificultades para salir aunque las puertas estuvieran cerradas con llave, ya que se abrían desde dentro: si se cerraban con llave no era por temor a que quienes en ellas vivían pudieran salir, sino para protegerlas contra posibles asesinos o asaltantes.
Ajustándome bien el manto de invisibilidad levanté la escotilla de proa de la quilla que estaba directamente encima de la torre que fuera atalaya en alguna era distante, antes de que otras secciones más modernas y elevadas del palacio hicieran que perdiera su utilidad.
—¡Adiós y buena suerte! —musitó Tavia— Espero que cuando regreses traigas contigo a tu Sanoma Tora. Mientras estés ausente rezaré a mis antepasados por tu éxito.
Le di las gracias y descendí por la escotilla hasta la cima de la torre, donde había una trampilla de pequeñas dimensiones.
Al levantarla, vi debajo la parte alta de la antigua escalera que guerreros muertos muchos años atrás habían utilizado y que, evidentemente, apenas o nada se usaba en la actualidad, como lo certificaba el polvo de sus peldaños. La escalera me condujo a un gran salón del piso superior de esta parte del palacio —una habitación que, sin duda, había sido en principio un cuarto de guardia, pero que ahora era un trastero para muebles, cortinas y adornos viejos. Lleno a desbordar con piezas de artesanía de la antigua Jahar, junto con otras de fabricación moderna, hubiera sido interesantísimo revisarlo, pero me limité a atravesarlo sin más que un vistazo por si habíá enemigos vivientes. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Tavia, descendí dos rampas en espiral, con lo que di en un pasillo profusamente adornado al que se abrían las habitaciones de las mujeres de Tul Axtar. El pasillo era largo, de más de mil sofads, y desembocaba en una gran ventana en arco situada en el extremo opuesto, a través de la cual vi las copas de los árboles.
Muchas de las incontables puertas que se abrían al pasillo a cada lado estaban un poco o totalmente abiertas, ya que el pasillo era zona prohibida para todo el mundo, excepto las mujeres y sus esclavas, con la excepción del propio Tul Axtar. El principio de la rampa que conducía a ellas desde el piso estaba guardado por guerreros escogidos, eunucos exclusivamente, y Tavia me había asegurado que quien quiera que osara investigar las habitaciones pondría en juego su vida y, sin embargo, aquí estaba yo, un hombre, enemigo además, dentro del territorio prohibido, sin el menor riesgo.
Mientras miraba a uno y otro lado tratando de determinar dónde iniciar mi investigación, varias mujeres salieron de una de las habitaciones y se acercaron a mí por el pasillo. Eran bellas jóvenes ricamente vestidas y, a juzgar por sus conversaciones volubles y sus risas, no se sentían infelices. Me remordió la conciencia al comprender la injusta ventaja que tenía sobre ellas, pero, como no podía evitarlo, esperé y escuché confiando en que pudiera oír algo que me ayudara en mi búsqueda de Sanoma Tora; pero todo lo que oí fue unas despectivas referencias a Tul Axtar, al que llamaban el viejo zitidar. Algunas frases que le dedicaron eran extremadamente personales y nada laudatorias.
Pasaron por delante de mí y entraron en una gran sala situada al extremo del pasillo. Casi inmediatamente después, otras mujeres salieron de las restantes habitaciones y siguieron al primer grupo al mismo salón.
Comprendí al instante que se estaban reuniendo allí y que, quizá, éste podría ser el mejor punto de partida en mi búsqueda de Sanoma Tora; tal vez viniera también a formar parte del grupo.
Por tanto, seguí a uno de los grupos por la gran puerta y un breve corredor que se habría a un vestíbulo de mayores dimensiones tan alegremente dispuesto y decorado que sugería el salón del trono de un jeddak y que, en efecto, tal parecía haber sido su finalidad ya que en un extremo había un enorme trono profusamente tallado.
El piso era de madera muy pulimentada, y en el centro había una gran piscina. A lo largo de las paredes había cómodos bancos con almohadones y suaves sedas y pieles. Aquí era donde Tul Axtar solía convocar de vez en cuando una corte exclusiva, rodeado sólo por sus mujeres. Aquí danzaban para él; aquí competían en las claras aguas de la piscina para divertirle; aquí se celebraban banquetes y veladas que se prolongaban hasta bien avanzada la madrugada a los sones de la música.
Mientras observaba a mi alrededor a las ya convocadas, vi que Sanoma Tora no estaba entre ellas, por lo que me situé en un lugar cerca de la entrada para ver el rostro de cada mujer que fuera llegando.
Ahora venían en nutridos grupos. Creo que nunca había visto tantas mujeres juntas a la vez, sin un sólo hombre. Mientras buscaba a Sanoma.
Tora intenté contarlas, pero abandoné la idea por inútil, aunque estimé, cuando dejaron de entrar, que no habría menos de quinientas mujeres agrupadas en el gran salón.
Se acomodaron en los bancos y surgió un babel de voces femeninas. Había mujeres de todas las edades y tipos, pero ninguna que no fuera bella. Los agentes secretos de Tul Axtar debían haber peinado el mundo entero buscando un conjunto tan hermoso como éste.
Se abrió una puerta al lado del trono y entró una fila de guerreros. Me sorprendí, en principio, ya que Tavia me había dicho que en este piso no se permitía jamás la presencia de los hombres, excepto Tul Axtar, pero entonces vi que los guerreros eran mujeres vestidas con correajes de hombre, con el cabello corto y los rostros pintados según la moda entre los luchadores de Barsoom. Una vez que ocuparon sus lugares, a cada lado del trono, un cortesano apareció por la misma puerta: era otra mujer disfrazada de hombre.
—¡Dad las gracias! —gritó— ¡Dad las gracias! ¡Llega el jeddak!
Las mujeres se pusieron de pie como impulsadas por sendos resortes y un instante después entro en el salón Tul Axtar, el jeddak de Jahar, seguido por un grupo de mujeres disfrazadas de cortesanos.
Mientas Tul Axtar depositaba su voluminosa humanidad sobre el trono hizo señas a las mujeres del salón para que se sentaran. Luego dijo algo en voz baja a la cortesana que estaba a su lado.
La mujer avanzó hasta el borde del dais.
—El gran jeddak os honrará individualmente con sus observaciones reales —anunció en tono afectado—. Desfilaréis delante de él, empezando por mi izquierda, una a una. En el nombre del jeddak, he dicho.
Inmediatamente, la primera mujer de la izquierda se levantó y avanzó lentamente por delante del trono, haciendo ante Tul Axtar una pausa suficiente para girar sobre sus talones, atravesar lentamente el salón y salir por la puerta a cuyo lado estaba yo. Una a una, en rápida sucesión, las restantes mujeres siguieron su ejemplo. Todo el proceso carecía de sentido para mí. No podía entenderlo… en aquel momento.
Quizá eran cien las mujeres que habían pasado ya ante el jeddak atravesando luego el gran salón cuando algo en el porte de una de ellas atrajo mi atención mientras se acercaba: un instante después reconocí a Sanoma Tora. Había cambiado, pero no demasiado y no podía entender por qué no la descubrí antes en el salón. ¡La había encontrado! Después de tantos meses, la había encontrado… había encontrado a la mujer que amaba. ¿Por qué no había emoción en mi corazón?
Al pasar por la puerta que conducía al gran vestíbulo la seguí y avanzamos por el pasillo hasta una habitación situada cerca del extremo opuesto; entré detrás de ella. Tuve que moverme con rapidez ya que ella se dio la vuelta inmediatamente y cerró la puerta a sus espaldas.
Sanoma Tora y yo estábamos solos en una habitación de reducidas dimensiones. En un rincón estaban sus sedas y pieles para dormir; entre dos ventanas había un banco tallado en el que estaban los objetos de tocador que son esenciales para toda mujer de Barsoom.
No era el gineceo de una jeddara sino, más bien, algo ligeramente mejor que la celda de una esclava.
Mientras, Sanoma Tora cruzó la habitación lánguidamente en dirección a una banqueta situada delante del banco tocador, de espaldas a mí. Me quité el manto de invisibilidad.
—¡Sanoma Tora! —dije en voz baja.
Se volvió sobresaltada.
—¡Hadron de Hastor! —exclamó—. ¿No estaré soñando?
—No sueñas, Sanoma Tora. Soy Hadron de Hastor.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? Es imposible. Ningún hombre puede estar en este piso, salvo Tul Axtar.
—Aquí estoy, Sanoma Tora, y he venido para llevarte conmigo a Helium… si quieres volver.
—¡Oh, nombre de mi primer antepasado! Si pudiera esperar tal cosa —gritó.
—Puedes confiar, Sanoma Tora —le aseguré—. Estoy aquí para llevarte conmigo.
—No puedo creerlo —exclamó—. No puedo imaginarme cómo has conseguido llegar hasta aquí. Es una locura pensar que los dos podríamos salir sin ser descubiertos.
Me cubrí con el manto.
—¿Dónde estás, Tan Hadron? ¿Qué ha sido de ti? ¿Qué está pasando? —gritó Sanoma Tora.
—Así es como logré entrar —le expliqué—. Así es como nos escaparemos —añadí quitándome el manto.
—¿Qué magia prohibida es esa? —preguntó. Como mejor pude le expliqué en breves palabras el compuesto de invisibilidad y cómo había logrado entrar gracias a él.