—Cuando quiera usía.
—¿Tienes tiempo esta noche?
—Sí, señor. ¿Por qué no viene a cenar a mi casa? Mi mujer nos preparará unos salmonetes de roca como sólo ella sabe.
¡De pronto, más que hacérsele la boca agua, la lengua de Montalbano se ahogó en saliva!
—Gracias. Pero dime, Ciccio, ¿tú qué piensas?
—¿Le puedo hablar en confianza? En primer lugar, las rocas no dejan heridas como las que el muerto tenía alrededor de las muñecas y los tobillos.
—De acuerdo.
—A este hombre lo ahogaron tras haberlo atado de pies y manos.
—Utilizando alambre, según Pasquano.
—Exactamente. Después pusieron el cadáver a macerar en agua de mar, en algún lugar protegido. Cuando les pareció que ya había alcanzado el punto de salmuera necesario, lo botaron.
—¿Y por qué esperaron tanto?
—Comisario, quien lo haya hecho quería hacer creer que el muerto venía de muy lejos.
Montalbano lo estudió con admiración. Ciccio Albanese, hombre de mar, no sólo había llegado a las mismas conclusiones que Pasquano, hombre de ciencia, y que Montalbano, hombre de lógica policíaca, sino que, además, había dado un gran paso adelante.
Pero estaba escrito que el comisario no podría percibir ni de lejos los efluvios de los salmonetes de roca que había preparado la mujer de Ciccio Albanese. Hacia las ocho de la tarde, cuando ya se disponía a abandonar su despacho, recibió una llamada del subjefe Riguccio. Se conocían desde hacía años y, a pesar de que se caían bien, la relación entre ellos era puramente de trabajo. Faltaba poco para llegar a la amistad, pero no se decidían a dar el paso.
—¿Montalbano? Perdona, ¿hay alguien en tu comisaría que use gafas con cristales de tres dioptrías?
—Pues... no sé —contestó el comisario—. Aquí hay dos agentes que llevan gafas, Cusumano y Torretta, pero ignoro la graduación de sus lentes. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Es un censo ordenado por tu querido y amado ministro del Interior?
Las ideas políticas de Riguccio, muy cercanas al nuevo gobierno, eran bien conocidas.
—No tengo tiempo para bromas, Salvo. Mira a ver si me encuentras unas gafas que puedan servirme y me las mandas cuanto antes. Las mías se me han roto, y sin ellas me siento perdido.
—¿No tienes un par de recambio en el despacho? —preguntó Montalbano mientras llamaba a Fazio.
—Sí, pero en Montelusa.
—¿Dónde estás entonces?
—Aquí en Vigàta, en la zona del puerto. Servicio turístico.
El comisario le explicó a Fazio la petición del subjefe.
—¿Riguccio?... He mandado que busquen unas. ¿Cuántos turistas habéis cogido esta vez?
—Por lo menos ciento cincuenta, en dos de nuestras patrulleras. Navegaban en dos barcazas que hacían agua y estaban a punto de embarrancar contra las rocas de Lampedusa. Por lo que he podido entender, los patrones los han abandonado en alta mar. Casi se ahogan todos. ¿Sabes una cosa, Montalbà? No aguanto ver a todos estos desgraciados que...
—Díselo a tus amigos del Gobierno.
Fazio regresó con unas gafas.
—El cristal izquierdo tiene tres dioptrías, y el derecho dos y medio.
Montalbano comunicó la información.
—Perfecto —dijo Riguccio—. ¿Puedes enviármelas? Las patrulleras están a punto de atracar.
Montalbano decidió, quién sabe por qué, llevarle él mismo las gafas en persona personalmente, como decía Catarella. En el fondo, Riguccio era todo un caballero. No importaba si llegaba con un poco de retraso a casa de Ciccio Albanese.
Se alegraba de no encontrarse en el lugar de Riguccio. El jefe superior se había puesto de acuerdo con la Capitanía, la cual comunicaba a la Jefatura Superior de Montelusa las llegadas de inmigrantes clandestinos. Entonces Riguccio se desplazaba a Vigàta con una caravana de autocares requisados, vehículos cargados de policías, ambulancias y jeeps. Y cada vez, tragedias y escenas de llanto y de dolor. Había que atender a mujeres que estaban a punto de dar a luz, a chiquillos extraviados en medio de todo aquel jaleo, a personas que habían perdido el juicio o se habían puesto enfermas durante la interminable travesía transcurrida en cubierta, expuestas al agua y al viento. Cuando desembarcaban, la fresca brisa del mar no conseguía disipar el insoportable olor que despedían, que no era de gente que no se lava, sino olor de miedo, de angustia, de sufrimiento, de desesperación llevada hasta aquel límite más allá del cual queda sólo la esperanza de la muerte. Imposible permanecer indiferente. Por eso Riguccio le había confesado que no aguantaba más.
Cuando el comisario llegó al puerto, la primera patrullera ya había colocado la pasarela. Los policías estaban dispuestos en dos filas, formando una especie de pasillo humano hasta el primer autocar, que esperaba con el motor en marcha. Riguccio, que se encontraba al pie de la pasarela, se puso las gafas sin apenas darle las gracias a Montalbano. El comisario tuvo la impresión de que su compañero ni siquiera lo había reconocido de tan ocupado como estaba controlando la situación.
Después Riguccio dio la orden de desembarco. La primera en bajar fue una negra con una tripa tan voluminosa que parecía que fuera a dar a luz de un momento a otro. No podía dar ni un paso. La ayudaban un marinero de la patrullera y un negro. Cuando llegaron a la ambulancia, se produjo cierto alboroto porque el negro quería subir con la mujer. El marinero trató de explicarles a los agentes que seguramente era el marido, pues se había pasado la travesía abrazado a ella. No hubo manera, no era posible. La ambulancia se alejó con la sirena encendida. El marinero cogió del brazo al negro, que se había echado a llorar, y lo acompañó hasta el autocar, intentando consolarlo. Dominado por la curiosidad, el comisario se acercó. El marinero hablaba en dialecto —debía de ser veneciano o de por allí—, y el negro no entendía nada, pero se sentía reconfortado por el tono afectuoso de sus palabras.
Montalbano había decidido regresar a su coche, cuando vio a cuatro jóvenes inmigrantes que se tambaleaban por la pasarela como si estuvieran borrachos. Por un instante, nadie comprendió lo que estaba ocurriendo, pero enseguida vieron aparecer por entre las piernas de los cuatro a un chiquillo de unos seis años. Con la misma rapidez con que había aparecido, se escabulló en un visto y no visto entre las dos filas de policías. Mientras dos agentes echaban a correr tras él, Montalbano vio fugazmente cómo el chiquillo, con el instinto de un animal acorralado, se dirigía hacia la zona menos iluminada del muelle, donde quedaban los restos de un viejo silo a cuyo alrededor, por motivos de seguridad, habían levantado un muro. Sin saber qué lo indujo a hacerlo, gritó:
—¡Quietos! ¡Soy el comisario Montalbano! ¡Yo me encargo de él!
Los agentes obedecieron. El comisario, mientras tanto, había perdido de vista al niño, pero la dirección que había tomado sólo podía conducirlo a un lugar, a una especie de callejón sin salida entre la pared posterior del viejo silo y el muro del puerto. No tenía escapatoria. Por si fuera poco, estaba lleno de bidones y botellas vacías, había centenares de cajas de pescado rotas y por lo menos dos o tres motores averiados de embarcaciones de pesca. Si ya era difícil moverse en medio de todo aquel jaleo de día, podía uno imaginarse lo que sería bajo la pálida luz de una farola. En la certeza de que el niño lo estaba observando, fingió tomárselo con calma, caminó despacio, colocando un pie detrás del otro, e incluso encendió un cigarrillo. Al llegar a la entrada del callejón, se detuvo y dijo en tono tranquilo:
—Sal, pequeño, no te haré nada.
No hubo respuesta. Pero, aguzando el oído por encima de los ruidos del muelle, un alboroto de voces, llantos, quejidos, maldiciones, pitidos de claxon, sirenas y derrapes, percibió con claridad el leve jadeo y la afanosa respiración del chiquillo, que debía de estar escondido a pocos metros de distancia.
—Venga, sal de ahí, te prometo que no te haré nada.
Oyó un crujido. Procedía de una caja de madera que estaba justo delante de él. Seguro que el pequeño estaba acurrucado detrás de ella. Hubiera podido pegar un brinco y atraparlo, pero prefirió permanecer inmóvil. Enseguida vio aparecer lentamente las manos, los brazos, la cabeza y el pecho. El resto del cuerpo quedaba oculto por la caja. El niño mantenía las manos levantadas en señal de rendición y sus ojos estaban enormemente abiertos a causa del terror, pero se esforzaba por no llorar ni dar muestras de debilidad.
Pero ¿de qué rincón del infierno procedía —se preguntó Montalbano, repentinamente turbado—, si ya a su edad había aprendido aquel terrible gesto de las manos levantadas, que con toda certeza no había visto ni en el cine ni en la televisión?
La respuesta le acudió de inmediato. De pronto, en su cabeza estalló una especie de relámpago, un auténtico flash. Y en el interior de aquel relámpago desaparecieron la caja, el callejón, el puerto, la propia Vigàta, todo desapareció y resurgió, reordenado en la magnitud de una vieja fotografía en blanco y negro que había visto hacía muchos años, tomada durante la guerra, antes de que él naciera, y en la que se veía a un niño judío, o polaco, con las manos en alto, los mismos ojos enormemente abiertos y la misma voluntad de no echarse a llorar mientras un soldado lo apuntaba con un fusil.
El comisario sintió una aguda punzada en el pecho, un dolor que lo dejó sin respiración. Cerró atemorizado los párpados y volvió a abrirlos. Finalmente todo recuperó sus proporciones normales bajo una luz real y el pequeño dejó de ser judío o polaco y volvió a ser un niño negro. Montalbano dio un paso hacia delante, le tomó las manos heladas y las estrechó entre las suyas. Se quedó un rato así, esperando transmitir un poco de su calor a aquellos dedos negros como el carbón. Sólo cuando notó que empezaba a relajarse, dio el primer paso, cogiéndolo de la mano. El pequeño lo siguió dócilmente. Entonces, a traición, a Montalbano le vino a la mente François, el pequeño tunecino que habría podido convertirse en su hijo, como quería Livia. Consiguió parar a tiempo la conmoción a costa de morderse el labio inferior hasta casi hacerlo sangrar. El desembarco seguía.
A lo lejos vio a una mujer más bien bajita que se agitaba como una marea con dos chiquillos pegados a sus faldas. Gritaba palabras incomprensibles, mientras se tiraba de los pelos, golpeaba el suelo con los pies y se arrancaba la camisa. Tres agentes trataban infructuosamente de calmarla. De pronto, la mujer se percató de la presencia del comisario y del niño y entonces no hubo manera. Empujó con todas sus fuerzas a los agentes y corrió con los brazos extendidos hacia la pareja. En ese momento, ocurrieron dos cosas. La primera de ellas fue que Montalbano advirtió con toda claridad que el pequeño, al ver a su madre, se tensaba como si quisiera escaparse de nuevo. ¿Por qué se comportaba de aquella manera, en vez de correr a su encuentro? Montalbano lo miró y observó con asombro que el pequeño lo miraba a él, y no a su madre, con una desesperada súplica en los ojos. Quizá quería que lo dejara escapar de nuevo por temor a que su madre lo zurrara por su fuga. Lo segundo que ocurrió fue que, en su carrera, la mujer tropezó y cayó al suelo. Los agentes intentaron levantarla, pero no lo consiguieron. La mujer se tocaba la rodilla izquierda, gimiendo, al tiempo que hacía señas al comisario para que le acercara a su hijo. En cuanto el pequeño estuvo a su lado, lo abrazó y lo cubrió de besos. Pero no conseguía levantarse. Lo intentaba, pero volvía a caer. Entonces alguien avisó a una ambulancia. Bajaron dos auxiliares sanitarios y uno de ellos, muy delgado y con bigote, se inclinó sobre la mujer y le tocó la pierna.
—Creo que se la ha fracturado —dijo.
La subieron a la ambulancia con los tres niños y se fueron. En ese momento comenzaban a bajar los de la segunda patrullera, pero el comisario ya había decidido regresar a Marinella. Consultó el reloj: eran casi las diez. Habría sido inútil presentarse en casa de Ciccio Albanese. Adiós salmonetes de roca... A esas horas ya no lo esperaban. Además, se le había cerrado el estómago y se le había pasado por completo el apetito.
En cuanto llegó a Marinella llamó por teléfono. Ciccio Albanese le dijo que lo habían esperado hasta que comprendieron que ya no iría.
—Pero sigo estando a su disposición para explicarle lo de las corrientes.
—Gracias, Ciccio.
—Mañana no salgo a faenar. Si quiere puedo pasarme por la comisaría para hablar con usía. Llevaré los cartapacios.
—De acuerdo.
Se pasó un buen rato bajo la ducha para lavarse las escenas que había presenciado y que sentía, reducidas a invisibles fragmentos, en el interior de sus poros. Se puso el primer par de pantalones que encontró a mano y se dirigió a la sala de estar para hablar con Livia. Alargó la mano hacia el auricular, y el teléfono se puso a sonar. Apartó de golpe la mano como si hubiera tocado fuego. Una reacción instintiva e incontrolada, por supuesto, pero servía para demostrar que, a pesar de la ducha, las imágenes del puerto aún le rondaban por la cabeza y le provocaban una honda desazón.
—Hola, cariño. ¿Estás bien?
De repente, sintió la necesidad de tener a Livia a su lado, de abrazarla y dejar que lo consolara. Pero, siendo como era, se limitó a contestar:
—Sí.
—¿Se te ha pasado el resfriado?
—Sí.
—¿Del todo?
Tendría que haberse dado cuenta de que Livia le estaba tendiendo una trampa, pero estaba demasiado nervioso y tenía la cabeza en otro sitio.
—Del todo.
—Eso quiere decir que Ingrid te ha cuidado muy bien. Dime qué te hizo. ¿Te metió en la cama? ¿Te arrebujó con la colcha? ¿Te cantó una nana?
¡Había caído como un tonto! Lo único que podía hacer era contraatacar.
—Mira, Livia, he tenido un día muy ajetreado. Estoy muy cansado y no tengo ganas de...
—¿Tan cansado estás?
—Sí.
—¿Por qué no llamas a Ingrid para que te reconforte?
Con Livia, siempre perdería ese tipo de guerras. Puede que fuera más conveniente utilizar una estrategia defensiva.
—¿Por qué no vienes tú?
Su intención era meramente táctica, pero le salió con tal sinceridad que Livia se quedó perpleja.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto. ¿Qué día es hoy, martes? Bueno, pues mañana vas al despacho y dices que te adelanten unos días de vacaciones. Después coges un avión y te vienes.
—Es que...