La verdad es que ya no aguantaba permanecer acostado, reflexionando sobre la conversación que había mantenido con Mimì. ¿No le había comunicado ya su decisión a Livia? Ahora ya estaba hecho. Miró hacia la ventana, a través de la cual se filtraba la luz. El reloj marcaba casi las seis. Se levantó y abrió los postigos. Hacia levante, la claridad del sol, que estaba a punto de salir, dibujaba unos arabescos de livianas nubes que no eran de lluvia. El mar estaba ligeramente agitado a causa de la brisa matutina. Se llenó los pulmones de aire y se percató de que cada respiración se llevaba una parte de la infame noche. Fue a la cocina, preparó café y, mientras esperaba el murmullo del hervor, abrió la galería.
La playa, al menos hasta donde la grisácea atmósfera del amanecer permitía ver, parecía desierta, tanto de hombres como de animales. Se bebió dos tazas de café seguidas, se puso el bañador y bajó a la playa. La arena estaba mojada y compacta. Tal vez había llovido un poco a primera hora de la noche. Al llegar a la orilla, metió un pie. El agua no estaba tan fría como imaginaba. Avanzó cautelosamente, sintiendo de vez en cuando escalofríos en la columna. «Pero ¿por qué me da a mí por realizar estas exhibiciones a los cincuenta y tantos años? —se preguntó—. Ya verás como pillo un resfriado y luego me paso una semana estornudando y con la cabeza atontada.» Comenzó a nadar a brazadas lentas y amplias. El fuerte olor del mar le penetraba punzante por las ventanas de la nariz. Parecía champán. Y Montalbano estuvo casi a punto de emborracharse, pues siguió nadando sin descanso, con la cabeza finalmente libre de todo pensamiento y contento de verse convertido en una especie de muñeco mecánico. Lo que lo hizo transformarse de nuevo en hombre fue el repentino calambre que le dio en la pantorrilla de la pierna izquierda. Soltando maldiciones, se tendió boca arriba e hizo el muerto sobre el agua. El dolor era tan intenso que tenía que apretar los dientes..., pero tarde o temprano se le pasaría. Aquellos malditos calambres se habían hecho más frecuentes en los últimos dos o tres años. ¿Síntomas de la vejez que acechaba a la vuelta de la esquina? El oleaje lo arrastraba perezosamente. El dolor empezó a disminuir, hasta el punto de que pudo dar dos brazadas hacia atrás. A la segunda, la mano derecha golpeó contra algo.
En una fracción de segundo, Montalbano comprendió que aquel algo era un pie humano. Alguien estaba haciendo el muerto justo detrás de él, y ni se había enterado.
—Perdón —se apresuró a decir, girándose para mirar.
El propietario del pie no contestó porque no estaba haciendo el muerto. Estaba muerto de verdad. Y, a juzgar por su aspecto, desde hacía bastante tiempo.
Sorprendido, Montalbano rodeó el cadáver lentamente, procurando no chapotear. Había bastante luz y el calambre se le había pasado. Aquel muerto no era reciente. Debía de llevar tiempo en el agua porque apenas le quedaba carne pegada a los huesos y la cabeza se había convertido prácticamente en una calavera. Una calavera con una cabellera de algas. La pierna derecha estaba a punto de desprenderse del resto del cuerpo. Los peces y el mar se habían ensañado con aquel desgraciado, probablemente algún náufrago o algún inmigrante ilegal que, a causa del hambre o la desesperación, había intentado entrar en el país clandestinamente y había sido arrojado al mar por algún mercader de esclavos más cochino y miserable aún que los demás. Aquel cadáver debía de venir de muy lejos, ¿cómo era posible que durante todos los días que había permanecido flotando sobre el agua ningún barco de pesca o alguna otra embarcación hubiera reparado en él? Muy difícil. Seguramente alguien lo había visto, pero se había atenido a la nueva moral imperante, según la cual, si atropellas a alguien por la calle, tienes que seguir tu camino sin prestarle ayuda: ¿cómo iba a detenerse un barco pesquero por algo tan inútil como un muerto? Además, ¿no habían sido unos pescadores los que, para evitarse las molestias burocráticas, habían devuelto al mar unos restos humanos que habían cogido con las redes? «La piedad ha muerto», decía proféticamente una canción, o lo que fuera, muy antigua. Y poco a poco estaban agonizando también la compasión, la fraternidad, la solidaridad, el respeto a los ancianos, a los enfermos, a los niños... Estaban muriendo las normas de...
«No te hagas el moralista —le dijo Montalbano a Montalbano—. Huye de esa trampa.»
Apartó sus reflexiones y miró hacia la orilla. ¡Virgen santísima, qué lejos estaba! ¿Cómo demonios había hecho para adentrarse tanto? ¿Y cómo coño se las arreglaría para llevar el cadáver hasta la playa? El cual, entre tanto, se había alejado unos metros, arrastrado por el oleaje. ¿Acaso estaba desafiándolo a una carrera de natación? Y justo en ese momento se le ocurrió la solución al problema. Se quitó el bañador, que, además del elástico, tenía alrededor de la cintura un cordón largo que no servía para nada, era un simple adorno. En dos brazadas se situó al lado del cadáver y, tras pensar un poco, le enrolló el bañador fuertemente en la muñeca izquierda y lo ató con un extremo del cordón. El otro extremo se lo ató con dos nudos al tobillo izquierdo. Si el brazo del cadáver no se desprendía durante el remolque, lo cual era muy posible, todo el asunto llegaría a buen puerto, y nunca mejor dicho, aunque fuera a costa de un enorme esfuerzo. Empezó a nadar, muy despacio, utilizando sólo los brazos. De vez en cuando se detenía no sólo para recuperar el resuello, sino para comprobar que el cadáver seguía atado a él. Cuando estaba a medio camino, se vio obligado a hacer una pausa más larga, pues su respiración se había vuelto tan agitada como la de un fuelle. Se volvió de espaldas para hacer el muerto, y entonces el muerto de verdad se volvió boca abajo, impulsado por el movimiento del cordón.
—Ten paciencia —se disculpó Montalbano.
Cuando notó que ya jadeaba un poco menos, reanudó la marcha. Al cabo de un rato, que le pareció interminable, vio que podía hacer pie. Se desató el cordón del tobillo y, sin soltar el otro extremo, se puso en pie. El agua le llegaba a la altura de la nariz. Saltando de puntillas avanzó unos metros hasta apoyar las plantas en la arena. Una vez que se sintió a salvo, se dispuso a dar el primer paso.
Lo hizo, pero no se movió. Volvió a intentarlo. Nada. ¡Dios mío, se había quedado paralítico! Parecía un poste plantado en medio del agua, un poste al que estaba amarrado un cadáver. En la playa no se veía ni un alma a quien pedir ayuda. ¿A que todo era un sueño, una pesadilla?
«Ahora voy a despertarme», se dijo.
Pero no se despertó. Desesperado, echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito tan fuerte que hasta él se quedó aturdido. El chillido tuvo dos efectos inmediatos: el primero fue que un par de gaviotas que volaban por encima de su cabeza disfrutando de la escena huyeron despavoridas; el segundo, que los músculos, los nervios y, en resumidas cuentas, toda la envoltura de su cuerpo se volvieron a poner en movimiento, aunque con extrema dificultad. Los treinta pasos que lo separaban de la orilla fueron un auténtico vía crucis. Al llegar a la franja de arena donde morían las olas se dejó caer de culo en la playa y permaneció un rato así, sin soltar el extremo del cordón. Parecía un pescador que no consiguiera arrastrar a la orilla el enorme pez que acababa de pescar. Se consoló pensando que lo peor ya había pasado.
—¡Manos arriba! —gritó una voz a su espalda.
Montalbano giró la cabeza, estupefacto. Quien había hablado estaba apuntándolo con un revólver que debía de haber participado en la guerra ítalo-turca de 1911. Era un hombre de unos setenta años, delgado y vigoroso, de ojos extraviados y con cuatro pelos tiesos como alambres en la cabeza. A su lado había una mujer, también septuagenaria, tocada con un sombrero de paja y armada con una barra de hierro que agitaba no se sabía si a modo de amenaza o como consecuencia de un Parkinson avanzado.
—Un momento —dijo Montalbano—. Yo soy...
—¡Eres un asesino! —dijo la mujer con una voz tan estridente que hasta las gaviotas, que habían vuelto para disfrutar de la segunda parte del espectáculo, se alejaron chillando.
—Pero, señora, yo no...
—¡No lo niegues, asesino! ¡Llevo dos horas observándote con los prismáticos! —dijo la vieja en tono todavía más fuerte.
Montalbano se quedó perplejo. Sin pensarlo, soltó el cordón y se levantó.
—¡Oh, Dios mío! ¡Está desnudo! —gritó la vieja, retrocediendo dos pasos.
—¡Miserable! ¡Eres hombre muerto! —gritó el viejo, retrocediendo dos pasos a su vez.
Y abrió fuego. El ensordecedor disparo pasó a unos veinte metros del comisario, que se quedó aterrorizado, más que nada por la detonación. El obstinado anciano, que a causa del retroceso se había desplazado otros dos pasos hacia atrás, volvió a apuntar.
—Pero ¿qué hace? ¿Está loco? Soy el...
—¡Chitón y no te muevas! —le advirtió el viejo—. Ya hemos avisado a la policía. Llegará de un momento a otro.
Montalbano no se movió. Por el rabillo del ojo vio cómo el cadáver se alejaba poco a poco. Al cabo de un rato, cuando Dios quiso, llegaron dos vehículos a gran velocidad por la carretera y se detuvieron en seco. Lo primero que vio Montalbano fue a Fazio y Gallo bajando precipitadamente del coche, ambos vestidos de paisano. El alivio que sintió al verlos duró muy poco, pues del segundo coche descendió un fotógrafo que empezó a disparar su cámara a ritmo de ametralladora. Fazio, tras haber reconocido de inmediato al comisario, gritó al viejo:
—¡Policía! ¡No dispare!
—¿Y quién me dice a mí que no sois cómplices suyos? —replicó el hombre, al tiempo que apuntaba con su revólver a Fazio. Sin embargo, para ello tuvo que apartar su atención de Montalbano, el cual, tras haber perdido la paciencia, pegó un brinco hacia delante, sujetó al viejo por la muñeca y lo desarmó. Pero no pudo evitar el tremendo golpe que la vieja le asestó en la cabeza con la barra de hierro. De repente, no vio nada, dobló las rodillas y se desmayó.
Seguramente había pasado del desmayo al sueño, pues cuando se despertó en su cama y consultó el reloj, eran las once y media. Lo primero que hizo fue soltar un estornudo, después otro y, a continuación, un tercero. Se había resfriado y le dolía mucho la cabeza. Desde la cocina oyó la voz de Adelina, la asistenta.
—¿Ya se ha despertado,
dutturi
?
—Sí, pero me duele la cabeza. Creo que la vieja me la ha roto.
—A usía la cabeza no se la rompen ni a cañonazos.
Oyó el timbre del teléfono e intentó levantarse, pero una especie de vértigo lo obligó a dejarse caer de nuevo en la cama. ¡Qué fuerza tenía aquella maldita vieja en los brazos! Entre tanto, Adelina había atendido la llamada.
—Se acaba de despertar ahora mismo. Muy bien, ya se lo diré —oyó que decía.
Al poco se presentó con una humeante taza de café.
—Era el señor Fazziu. Dice que dentro de media hora como máximo lo viene a ver.
—Adelì, ¿a qué hora has llegado tú aquí?
—A las nueve como siempre,
dutturi
. A usía lo habían acostado en la cama y el señor Gallù lo atendía. Entonces le dije que ya estaba yo para cuidar de usía y se fue.
Adelina abandonó la habitación y regresó al poco rato con un vaso de agua en una mano y un comprimido en la otra.
—Le traigo una aspirina.
Montalbano se incorporó y la tomó dócilmente. Tiritaba de frío. Adelina lo advirtió, abrió el armario refunfuñando por lo bajo, sacó una manta escocesa y la extendió sobre la cama.
—A la edad de usía, estas exhibiciones no se tienen que hacer.
Montalbano la odió. Se cubrió la cabeza y cerró los ojos.
Oyó sonar el teléfono durante un buen rato. ¿Cómo era posible que Adelina no lo cogiera? Se levantó tambaleándose y se dirigió a la otra habitación.
—¿Tícame? —dijo con voz gangosa.
—
Dottore
? Soy Fazio. Por desgracia, no puedo ir, ha surgido un contratiempo.
—¿Grave?
—No, nada, una tontería. Me pasaré por ahí esta tarde. Cuídese el resfriado.
Colgó y se dirigió a la cocina. Adelina se había ido, sobre la mesa había sólo una nota.
«Usía dormia y no quise despertarlo. De todos modos ahora biene el senior Fazziu. Le he preparado la nebera. Adelina.»
No tuvo ánimos para abrir la nevera, no tenía apetito. De pronto, se dio cuenta de que iba por la casa con el traje de Adán, como les gusta decir a los periodistas y a los que se creen graciosos. Se puso una camisa, unos calzoncillos y unos pantalones y se sentó en su sillón de costumbre frente al televisor. Era la una menos cuarto, la hora del primer telediario de Televigata, canal tradicionalmente progubernamental, tanto si gobernaba la extrema izquierda como la extrema derecha. La primera imagen que vio fue la suya. Estaba completamente desnudo, con la boca abierta y los ojos como platos, cubriéndose las vergüenzas con una mano ahuecada. Parecía una casta Susana talludita y peluda. Sobreimpreso al pie de la imagen, apareció un texto que rezaba: «El comisario Montalbano (en la fotografía) salva a un muerto». Montalbano pensó en el fotógrafo que había llegado inmediatamente después de Fazio y Gallo y le envió mentalmente los más sinceros y cordiales deseos de larga vida y prosperidad. En ese momento apareció en pantalla la cara de culo de gallina del periodista Pippo Ragonese, enemigo jurado del comisario.
—Esta mañana, poco después del amanecer...
En la pantalla, por si alguien no lo había comprendido, apareció un amanecer cualquiera.
—... nuestro héroe el comisario Salvo Montalbano había salido a bañarse...
Apareció un retazo de mar con alguien irreconocible nadando a lo lejos.
—Ustedes dirán que no sólo no es temporada de baños, sino, sobre todo, que ésa no es precisamente la hora más apropiada para ello. Pero ¿qué le vamos a hacer? Nuestro héroe es así. Tal vez sintió la necesidad de bañarse para quitarse del cerebro ciertas ideas peregrinas de las cuales suele ser víctima. Mientras nadaba mar adentro, se tropezó con el cadáver de un desconocido. En lugar de telefonear a quien correspondía...
—... con el móvil que lleva incorporado en la polla —añadió por su cuenta Montalbano, dominado por la furia.
—... nuestro comisario decidió remolcar el cadáver a tierra sin ayuda de nadie, atándole al pie el bañador que llevaba. Su lema es: «Yo lo hago todo solo». Estos movimientos no pasaron inadvertidos a la señora Pina Bausan, que observaba el mar con sus prismáticos.